II

—¡Escipión! ¡Ya está listo! —La voz surgió de la esquina de la habitación opuesta a Hipólita, desde un amplio hueco que contenía una chimenea. Fabio apenas podía distinguir una figura agachada en la penumbra sobre un brasero, con una vela de sebo encendida en una mano. Vio a Escipión mirar ansioso hacia la puerta por donde debía aparecer el centurión y luego pasear la vista por los demás.

—Está bien. Enio tiene algo que mostrarnos. Pero si oís el más mínimo ruido del centurión atravesando el corredor, quiero que todo el mundo corra a ocupar su sitio alrededor de la mesa. Ya sabéis lo que el viejo Petrus piensa de los inventos de Enio. Nadie nos va a librar del castigo.

Todos se congregaron alrededor del hueco, Hipólita incluida. Polibio, con las manos cruzadas a la espalda, se quedó al lado de Escipión, mirando con curiosidad por encima de los otros, con más aspecto de estudiante que de soldado. Los experimentos de Enio de los últimos meses le debían mucho a Polibio, que le había introducido en las maravillas de la ciencia griega alentando su fascinación por la ingeniería militar. Escipión dio un codazo a Polibio.

—Y bien, ¿qué magia ancestral le has revelado esta vez, amigo mío?

Polibio se encogió de hombros.

—Ayer estuvimos hablando del relato de Tucídides sobre el asedio a Delio.

Gulussa, que se hallaba cerca, miró con interés a Polibio y tomó la palabra:

—En el año de la trescientos cincuenta Olimpiada, es decir, ciento cincuenta y seis años atrás —aclaró, su acento latino mostrando el suave sonido gutural de Numidia—. La contienda en la que el filósofo Sócrates luchó como hoplita, cuando los atenienses fueron derrotados por los beocios. La primera gran batalla en la historia que implicó todo un planteamiento estratégico a gran escala, incluyendo la minuciosa coordinación de la caballería y la infantería.

Polibio le guiñó un ojo.

—Ya veo que sigues con gran atención mis clases, Gulussa. Excelente.

Escipión miró hacia el hueco.

—¿De qué se trata? ¿Algún tipo de aparato de guerra?

—Todo lo que sé es que después de contarle lo del asedio desapareció en dirección a Ostia, donde tiene un amigo en una de las callejuelas por detrás del puerto que le surte con toda clase de sustancias exóticas traídas de todos los rincones de la tierra —contestó Polibio.

—Ese debe de ser Poliarcos el alejandrino —dijo Escipión resignadamente—. Por lo general eso suele implicar pirotecnia y lo más probable es que no puedas quitarte el olor impregnado en tu ropa durante días.

Enio estaba de espaldas a ellos dando forma a algo con las manos sobre el brasero, moldeándolo.

—Solo necesito un momento —explicó con la voz amortiguada por el hueco de encima. Fabio agudizó el oído tratando de distinguir los reconocibles pasos del centurión, pero solo escuchó el ruido de espadas entrechocando y el sonido de pies arrastrándose en la arena más abajo, junto a algún gruñido ocasional. Bruto les había abandonado durante el período de estudio y estaba practicando una vez más el manejo de la espada. Fabio se volvió hacia la figura inclinada en la penumbra. Desde que le conociera siendo un niño, jugando en la Colina Palatina con Escipión, Enio siempre había mostrado gran curiosidad por toda clase de artilugios: puentes, barcos, grúas con las que transportar a la ciudad columnas de piedra y bloques, los principios de la arquitectura. El viejo centurión lo aprobaba: cuando un legionario no estaba luchando, su trabajo consistía en cavar fortificaciones y construir fuertes bajo la dirección de centuriones que se enorgullecían de sus habilidades constructoras casi tanto como de sus proezas en el combate.

Sin embargo, la última obsesión de Enio era algo bien distinto. De la mano de las enseñanzas de Polibio sobre las ciencias griegas, había adquirido una gran fascinación por el fuego, hasta el punto de marcharse con Ptolomeo cuando se embarcó de vuelta a Egipto tres meses antes, después de que este fuera reclamado a la academia para que asumiera el trono de Egipto. Aparentemente Enio le había acompañado para asistir a los rituales de su matrimonio e ir a cazar cocodrilos, pero, sobre todo, había querido visitar la Universidad de Alejandría para conocer de primera mano el trabajo de los científicos griegos. Apenas hacía una semana desde que regresara, desbordando entusiasmo. Incluso se había atrevido a sugerir a Petrus que el ejército romano necesitaba una cohorte especializada de fabri, ingenieros, con él como tribuno encargado de supervisar y mejorar las fortificaciones, además de desarrollar nuevas armas de guerra. Escipión nunca había visto el rostro del viejo centurión ensombrecerse como entonces. Sugerir que los especialistas realizaran el trabajo asignado tradicionalmente a los legionarios era una afrenta a su honor; pero insinuar que se necesitaban nuevas armas de guerra no solo suponía una afrenta para los legionarios y un insulto directo al propio centurión, sino que parecía cuestionar su habilidad para matar con esas honrosas armas de su tiempo cuestionando el poder de la espada, la jabalina y las manos desnudas. Sin embargo, ni siquiera la semana de castigo que debió afrontar Enio teniendo que limpiar el estiércol del establo del elefante había conseguido disminuir su ardor y aquí estaba de nuevo, arriesgándose a despertar las iras del centurión para mostrarles otro nuevo milagro de la ciencia.

—Muy bien. —Enio se apartó de la chimenea y se dio media vuelta para mirarles, llevando en sus manos el objeto al que había estado dando forma. Parecía una esfera de arcilla mojada, solo que de color negro brillante. Delante de la chimenea había unas jarras llenas de polvos, amarillo brillantes unos, y otros rojos y marrones. Enio tosió, y luego levantó la vista hacia ellos con expresión resplandeciente por la excitación.

—¿Y bien? —preguntó Escipión—. No tenemos todo el día.

Enio cogió una tablilla de cera para escribir y un estilete metálico.

—Primero necesitáis entender la ciencia.

—No —refutó Escipión levantando la mano—. No hace falta. Solo muéstranoslo.

Enio pareció ligeramente decepcionado. Dejó la tablilla en el suelo y volvió a tomar la vela encendida.

—¿Sabéis algo sobre el fuego griego?

Escipión reflexionó un momento.

—Los asirios solían utilizarlo. Lo hacían a partir de la brea negra que bulle en el desierto.

—Yo mismo he visto esa brea cuando visité la tierra de los israelitas junto al mar salado del interior —añadió Metelo—. Los griegos la llaman naphtha.

—Y también la llaman fuego de agua —murmuró Polibio—. No se extingue con el agua e incluso continúa hirviendo si la lanzas a la superficie del mar.

—Exacto —concedió Enio, retorciéndose por la excitación—. Ahora observad esto.

Dejó la bola en un lecho de astillas debajo del brasero y acercó la vela hacia este. La madera se prendió fuego y las llamas envolvieron la bola, elevándose por la chimenea. Súbitamente la bola se quebró y estalló en una violenta llamarada que ascendió con un rugido por el hueco de la chimenea y desapareció seguida por un golpe de viento que aspiró todo, dejando únicamente brasas y un olor acre en el aire. Enio vertió un jarro de agua sobre las llamas, observó cómo el humo desaparecía por la chimenea, y se volvió de nuevo hacia ellos con una enorme sonrisa en el rostro.

—¿Y bien? —declaró—. ¿Impresionados?

Metelo, que era el que estaba más cerca del fuego, se llevó los dedos a la nariz.

—¿Qué has puesto ahí dentro, Enio? ¿Excrementos de elefante quizá?

—Algo parecido. —Enio se secó la frente dejando un rastro de hollín negro en su piel—. Es nitro, hecho de excrementos fermentados de pájaro. Un sacerdote egipcio me enseñó cómo hacerlo. Pero el olor es de sulfuro.

—¿A dónde quieres llegar, Enio? —preguntó Escipión, los oídos pendientes de cualquier ruido procedente del corredor.

—¿Habéis visto cómo el calor que subía del fuego impulsó las llamas de la naphtha por el tiro de la chimenea? Para cuando haya alcanzado el tejado habrá estallado en un chorro de llamas más alto que el mismísimo Templo Capitolino.

—¡Júpiter no lo quiera! Espero que el viejo centurión no lo vea —murmuró Escipión.

—¿De modo que piensas que esta podría ser un arma? —preguntó Metelo vacilante.

Enio alzó la vista.

—Polibio, díselo.

Polibio se aclaró la garganta.

—En el asedio de la fortaleza beocia de Delio, los atenienses instalaron tubos metálicos para lanzar fuego al enemigo. Tucídides los llamó lanzallamas.

—¿Lo veis? —dijo Enio—. Alguien tuvo la idea hace casi trescientos años, pero luego cayó en el olvido, lo que no es extraño dada nuestra actitud hacia la tecnología. ¿Por qué? Solo hace falta fijarse en nuestro querido centurión: alguien totalmente inflexible. —Sacudió la cabeza con frustración, pero luego volvió a animarse gesticulando ostentosamente mientras hablaba—. Necesitaréis un tubo de bronce de aproximadamente seis pies de alto y el ancho de una mano colocado en ángulo de cara al enemigo, y en la base un brasero con fuego para crear el tiro suficiente que suba por el tubo. Entonces dejáis caer una bola de naphtha por el tubo y así obtendréis un arco de llamas de aproximadamente cien pies de altura.

Escipión le miró escéptico.

—Sin embargo mover y utilizar esas máquinas requeriría alejar de la primera línea un montón de hombres valiosos, hombres que podrían matar más enemigos con sus manos desnudas que con este artilugio.

—No serían legionarios. Serían reclutas de tercera o cuarta clase, inadecuados para la primera línea. Estarían especializados en manipular los lanzallamas.

Escipión apretó los labios.

—Podrías utilizarlos contra las empalizadas de madera de los celtas, pero no serían de mucha utilidad contra un muro de piedra. Habría que acercarse lo suficiente para proyectar el fuego por encima de las defensas, pero entonces estarías al alcance de las flechas y las jabalinas de los defensores. Como arma para el campo de batalla la naphtha ardiendo caerá sobre los hombres causando terribles daños, eso te lo aseguro, pero el asalto bajo escudos entrelazados, el testudo, proporcionaría una barrera, de modo que al avanzar las fuerzas atacantes rápidamente estarían en una relativa seguridad bajo el arco de fuego.

Escipión se llevó las manos a las caderas reflexionando.

—Puedo entender su utilización en las batallas navales, contando con que el viento esté en la dirección correcta y no quemen sus propios barcos. Pero en el caso del combate en tierra firme, creo que me pondría del lado del centurión. Sería poco más que un espectáculo. Vamos, volvamos a la mesa antes de que llegue.

—Esperad un momento —dijo Enio agitado—. Solo hemos pensado en la versión más tosca, y estoy de acuerdo contigo. Ese es precisamente el motivo por el que no consiguió llegar a ninguna parte hace trescientos años. Pero mi idea es diferente. Imagina que sellas el extremo del tubo, dejando solo un pequeño agujero en la base para introducir la llama, y luego viertes la naphtha por el tubo y dejas caer una piedra o una bola de plomo empujándola hasta el fondo, con el ancho justo para que encaje en el tubo e impida que los gases se diluyan por los lados. Los científicos griegos en Alejandría me mostraron cómo las sustancias volátiles pueden arder con más virulencia cuando son comprimidas en un espacio pequeño. Con este tubo, no sería el fuego lo que funcionaría como arma, sino la carga que hubieras introducido. Una pesada bola proyectada fuera del tubo a la suficiente velocidad como para dañar muros de madera e incluso de piedra. Incluso podrían utilizarse proyectiles más pequeños para el campo de batalla: esferas de plomo o hierro, que pesan menos de una libra cada una. Lanzadas a gran velocidad, las bolas podrían decapitar a un hombre o partirlo en dos. Como armas individuales, los tubos de fuego tal vez no supongan una gran diferencia en el resultado de la batalla, pero lanzadas a la vez, disparadas en descargas como flechas o jabalinas, podrían desatar el infierno. Hasta podrían derribar y dar muerte a hombres con armadura por la fuerza del impacto.

Escipión le miró fijamente.

—Y ¿lo has probado ya?

Enio bajó la vista súbitamente abatido.

—La bola solo sube hasta la mitad del tubo. La fuerza de la naphtha no es lo suficientemente poderosa. Necesito una mezcla que explote de verdad.

Fabio afinó el oído. A lo largo de esos meses había conseguido reconocer los distintivos pasos del centurión y los golpes de su bastón contra el suelo. Y ahí estaba. Puf, puf, tras, puf, puf, tras. Pronto se oiría el chasquido de su armadura y el tintineo de las condecoraciones de su pecho.

—Rápido —susurró a Escipión—. ¡El centurión!

Escipión dio una palmada y todo el mundo corrió a colocarse alrededor de la mesa, mirando fijamente el diorama de la batalla. Enio retiró el hollín de su cuerpo lo mejor que pudo y cubrió con un trapo los jarros de la chimenea antes de unirse a ellos. Escipión acarició el pequeño amuleto de bronce que colgaba de su cuello y que significaba su autoridad sobre los demás, tal y como le fue entregado por el centurión, y enderezó la espada. Fabio olfateó el aire escrupulosamente y su corazón se encogió. El olor a huevos podridos del sulfuro era inconfundible. El centurión sin duda lo notaría y Enio sería asignado a los establos de Aníbal durante todo el mes siguiente.

Meditó sobre la mezcla de Enio. Algo le rondaba por la mente. Súbitamente se acordó de Julia y de la ceremonia a la que tuvo que asistir hoy con su madre. Los lictores que guiaban a las Vírgenes Vestales hasta el templo lanzaban nubes de polvo de carbón al aire, en las que introducían antorchas ardiendo. El polvo prendía, chisporroteando y centelleando en un arco iris de colores. Miró a Enio, pero luego lo pensó mejor. Lo último que quería era que Enio hiciera desaparecer la Escuela de Gladiadores. Además, primero debía aprender su cometido; había un motivo por el que el centurión le trataba tan rudamente. Antes de que llegara más lejos con sus experimentos, Enio debía ganarse sus credenciales con sangre en el campo de batalla, al igual que el resto de sus compañeros. Entonces, y solo entonces, los hombres como el centurión le escucharían. Fabio apartó la idea de su mente y se volvió hacia la puerta, su cuerpo tenso poniéndose firme al ver la figura del centurión aparecer. Ahora era cuando comenzaba el verdadero entrenamiento.

Cneo Petrus Atino, primipilus de la primera legión en tres campañas, era el soldado más condecorado del ejército romano. Allí en el umbral, parecía tan anciano y duro como un viejo olivo, sus correosas piernas y brazos eran un amasijo de músculos y venas, su rostro arrugado y curtido. En su mano izquierda portaba un casco de bronce dorado coronado con la crista transversa, la cresta de centurión hecha con plumas de águila, y en su mano derecha sujetaba el otro atributo de su rango: el bastón de madera de vid. Sobre su canoso pelo corto lucía la guirnalda de hierba de la corona obsidionalis, la mayor condecoración militar romana, que le fue concedida en Macedonia por matar a su propio tribuno después de que el hombre se acobardara y él se hiciera cargo de sus manípulos para liderarles a la victoria. De su peto con músculos repujados colgaban otras condecoraciones, los adornos de más de cuarenta años de guerra. Cada vez que Fabio le veía en aquel umbral era como si tuviera que enfrentarse a una aparición del pasado más sagrado, como si el mismísimo Dios de la guerra, Marte, estuviera a punto de entrar en la clase. Sus credenciales en batalla no tenían parangón: el centurión había luchado junto al padre de Fabio y el abuelo adoptivo de Escipión contra Aníbal en la batalla de Zama en el norte de África, la misma batalla con la que habían estado practicando en la mesa delante de ellos.

Todos sabían que el centurión tenía intención de preguntarles sobre la batalla. Fabio advirtió por el rabillo del ojo que el recién llegado, Cayo Paulo, estaba repitiendo en silencio los nombres de la formación, sabiendo que Escipión le había puesto al corriente de las respuestas a las primeras preguntas. Pero entonces Petrus curvó los labios, olfateando.

—¿Qué es este tufo? —bramó.

Su voz era ronca y su acento tenía la aspereza del dialecto rural de los montes Albanos. Volvió a olfatear el aire, arrugando la nariz. Enio tosió y miró al suelo. Fabio cerró los ojos temiendo lo peor. El centurión gruñó, husmeando con fuerza.

—¿Alguien ha hecho una ventosidad? —Sus ojos se posaron en Gulussa—. No habrás estado comiendo camello crudo otra vez, ¿verdad Gulussa? Todavía recuerdo cómo tu padre, Masinisa, nos lo ofreció la noche antes de la batalla de Zama. Más tarde esa misma noche, nuestra tienda apestaba como una mina de azufre. Si alguien hubiera encendido un fuego, la tienda habría estallado por los aires como los fuegos artificiales griegos. —Se rio y agitó el brazo hacia el diorama—. Esas son las cosas que no se aprenden aquí. La sangre y las tripas de la guerra. El olor de la victoria.

Fabio dejó escapar lentamente un suspiro de alivio. Enio se había librado, pero todos sabían que el recién llegado, Cayo Paulo, estaba a punto de sufrir su particular recibimiento de bienvenida. Al pobre se le veía muy erguido, prestando atención y mirando fijamente al centurión. Cuando Petrus estaba de ese humor, abrumado por la nostalgia de las batallas pasadas y aferrado a su báculo, era casi como un hombre dispuesto a pasar una noche en las tabernas, solo que no era la perspectiva del vino la que hacía que sus ojos brillaran, sino la perspectiva de la sangre. Hoy era el día del mes en el que los criminales condenados a la pena capital eran conducidos a la arena y a los chicos se les permitía utilizar sus armas sobre víctimas vivas. Hoy, Cayo Paulo se convertiría en asesino, si es que tenía estómago para ello. Escipión sabía que el centurión se comportaría de forma tan despiadada con Cayo como lo había sido con cada uno de ellos cuando les obligó a hundir por vez primera el frío acero en el pecho de un hombre vivo.

El centurión golpeó el suelo con su bastón, se colocó el casco y agarró con fuerza la empuñadura de su espada. Luego paseó su mirada por la habitación con respiración rápida y entrecortada.

—De acuerdo —rugió—. ¿Estamos listos para jugar?

Chasqueó los dedos y señaló al primero de los tres esclavos que estaban de pie junto a la pared sosteniendo las bandejas. Era un joven de apariencia asiria, piel morena y tersa musculatura, con cabello oscuro y rizado y una tenue sombra de barba en el mentón. El esclavo se quedó petrificado durante un instante, sin saber qué hacer, pero el centurión le hizo un gesto para que se adelantara.

—Deja a un lado la bandeja —gruñó—. Y ven aquí. —El esclavo hizo lo que se le pedía y entonces el centurión señaló a Escipión y a Fabio—. Sujetadle los brazos —indicó. Fabio agarró la muñeca izquierda del esclavo, sintiendo los fibrosos músculos de su antebrazo, y lo retorció llevándolo a su espalda tal y como le habían enseñado a hacer con los prisioneros en la arena; Escipión por su parte hizo lo mismo en el otro lado. Podía sentir la tensión del esclavo, esperando ser golpeado. No sería la primera vez que el viejo centurión había utilizado esclavos para demostrar un movimiento de lucha libre o un golpe demoledor, una tarea ocasional para los esclavos que tenían la mala suerte de trabajar en la Escuela de Gladiadores.

El centurión agarró su espada. Era una gladio, pero con una hoja más larga y afilada que la típica romana; una forma que sabían que se había ordenado copiar de las espadas ibéricas que había encontrado a lo largo de sus campañas contra los cartagineses en Hispania, antes de que Aníbal cruzara los Alpes hasta Italia. La sostuvo en alto tocando la punta con el dedo, haciendo brotar sangre, y luego posó la hoja plana contra la palma de su mano, apuntando hacia la parte alta del abdomen del esclavo.

—Nunca en el corazón —indicó—. Quiero que viva lo suficiente para que podáis ver cómo reaccionan los músculos de su cuerpo cuando la hoja se hunda profundamente en él. Así es como aprenderéis.

Los ojos del esclavo giraron aterrorizados, su boca abierta, babeando. Gritó algo que Fabio no comprendió, palabras en su lengua nativa, mientras les imploraba con los ojos. El centurión gruñó, miró a su alrededor, cogió el rollo que Polibio estaba sosteniendo y arrancó el papiro, incrustando a continuación el cilindro de madera en la boca del esclavo para que hiciera de mordaza. El hombre emitió un ruido espantoso y, tras una arcada, devolvió, soltando un chorro de vómito que inundó la habitación con su desagradable olor. Tenía la cabeza inclinada hacia delante, por lo que el centurión hizo un gesto a Fabio y Escipión para que agarraran los extremos del cilindro y mantuvieran su cabeza alta. Las rodillas le temblaban y se doblaban, y Fabio pudo sentir el peso de su cuerpo. Vio un reguero de color marrón descender por el interior de la pierna del hombre y el hedor le hizo apartar la cabeza a un lado y tragar con fuerza.

Cayo Paulo estaba justo delante. Era un joven algo más bajo y delgado que sus compañeros, pero con aspecto lo suficientemente adulto como para estar ahí clavado en el suelo, mirando fijamente al esclavo. El centurión le señaló.

—Tú. El chico nuevo —espetó—. No creas que no sé quién eres: Cayo Emilio Paulo, sobrino de Lucio Emilio Paulo, padre de Escipión y el mayor general romano con vida. Serví a las órdenes de tu padre cuando era tribuno. Él también empezó siendo un debilucho enclenque como tú, pero pronto se endureció. Veamos si tienes el mismo valor.

Se acercó hasta él, cogió la mano derecha de Cayo Paulo y puso en ella la empuñadura de su espada. Entonces se apartó. El joven se quedó sosteniendo la hoja hacia delante, con la punta temblorosa. Durante un instante permaneció inmóvil, y todo lo que Fabio pudo escuchar fue la jadeante respiración del esclavo, y luego una tos cuando volvió a vomitar. Cayo Paulo apartó la vista de los aterrorizados ojos del esclavo y entonces el centurión se adelantó y desgarró la túnica del hombre revelando los tensos músculos de su abdomen. Después se dio la vuelta hacia Cayo Paulo, acercándose a él con el rostro rojo y contraído.

—Vamos, adelante —gritó—. ¿A qué estás esperando? Clávasela hasta el fondo. Eso lo matará en segundos, pero no tan rápidamente como en el corazón.

Cayo Paulo apuntó la hoja y dio un paso adelante. El esclavo se debatió, con su respiración cada vez más acelerada mientras Fabio y Escipión trataban de mantenerle erguido. La punta de la espada rozó el abdomen a la altura del ombligo, pero el brazo del novato estaba demasiado extendido para poder impulsar la espada; tenía que acercarse más pese a que parecía incapaz de hacerlo. Cayo Paulo miró a Fabio quien, en esa fracción de segundo, lo vio todo: al chico y al hombre, el miedo y la resolución. El centurión resopló con impaciencia, colocó su mano derecha sobre la del joven y empujó hacia delante para juntos hundir la hoja en el cuerpo del esclavo. El hombre profirió un grito horrible y volvió a vomitar, sangre y bilis brotando por la comisura de su boca. Cayo Paulo se mantuvo firme, empujando con más fuerza hasta que la punta ensangrentada emergió por la espalda del esclavo justo debajo de las costillas. Las piernas del hombre se desmoronaron pero su torso y sus brazos permanecieron rígidos, como si su cuerpo estuviera haciendo un último intento por resistir, aferrándose desesperadamente a una vida que Fabio sabía que se rendiría en unos instantes a las garras de la muerte.

El centurión miró a los demás.

—¿Veis como todavía no hay sangre en la entrada de la herida? —Se giró hacia el joven—. Ahora trata de sacar la espada. —Cayo Paulo tiró con fuerza pero apenas consiguió moverla. El centurión gruñó—. Hasta este mes os había enseñado golpes mortales, estocadas en la garganta y el corazón que proporcionan la muerte instantánea. Pero una estocada en el abdomen donde está la pared de músculos es diferente. Los músculos se contraen alrededor de la espada. Si estáis en batalla, necesitaréis poder sacar rápidamente la espada o, de lo contrario, os matarán. Deberéis girarla, utilizar vuestro pie si es preciso. Fijaos en mí.

Apartó a Cayo Paulo hacia un lado y, levantando su pie derecho hasta apoyarlo en el abdomen del hombre, agarró la empuñadura y la hizo girar con fuerza para después sacarla en un limpio movimiento. La sangre manó de la herida y el cuerpo del esclavo se dobló, sus mandíbulas liberando el cilindro y la cabeza arqueándose hacia delante con la boca y los ojos muy abiertos. Fabio y Escipión le soltaron y el cuerpo cayó en un charco de sangre y bilis que se extendió por el suelo, la cabeza golpeando la dura losa de piedra, abriéndose. El centurión chasqueó los dedos hacia los dos esclavos restantes e hizo un gesto hacia el cuerpo. Luego señaló a Enio y a Gulussa.

—Vosotros dos limpiaréis este desastre. Quiero este suelo impoluto cuando regrese. Ese hombre no era solo un esclavo. Era un prisionero de guerra, un antiguo mercenario, y su vida estaba perdida. Toda la nueva remesa de esclavos que trabajan en la Escuela de Gladiadores es así. Por eso, si alguno de vosotros quiere practicar con cualquiera de ellos antes de que acaben como criminales condenados, no necesitáis pedirme permiso. —Limpió la hoja de su espada con un trozo de la túnica del hombre, la envainó y les miró—. Volveremos a encontrarnos aquí una hora antes de la puesta de sol. Los prisioneros conducidos a ejecución este mes incluyen dos jóvenes iniciados para escoltar a las Vírgenes Vestales que fueron sorprendidos en flagrante delito con un esclavo. Cayo Paulo puede traer su propia espada y mostrarnos lo que ha aprendido de la lección de hoy. —Salió precipitadamente de la habitación alejándose por el corredor, el golpeteo de su bastón perdiéndose en la penumbra mientras se dirigía hacia la arena.

Cayo Paulo permaneció inmóvil, su rostro y su túnica salpicados por la sangre del hombre, mirando fijamente lo que había hecho. Escipión acercó un cubo de agua que estaba junto a la puerta y una toalla húmeda y se la tendió.

—Límpiate. Tú y yo tenemos que estar presentables para una consagración en el templo de la gens Emilia que tendrá lugar en una hora en el Foro. Y por cierto, bienvenido a la academia.