I

Fabio Petronio Segundo irrumpió resueltamente en la vía Sacra a través del viejo Foro de Roma, dejando el Templo Capitolino a su espalda y las casas aristocráticas de la ladera de la Colina Palatina a la derecha. Llevaba un fardo que contenía las grebas de bronce que su señor Escipión Emiliano había olvidado llevarse esa mañana a la Escuela de Gladiadores, donde el viejo centurión Petrus iba a supervisar en breve el entrenamiento de los jóvenes que serían designados tribunos militares a finales de ese año. Escipión era el mayor de los pupilos de la escuela, con casi dieciocho años, y estaba a cargo de los otros mientras el centurión estuviera ausente, de modo que sería una doble humillación, y un doble castigo, si el centurión descubría que se había dejado cualquier parte de su equipo.

Pero Fabio conocía al dedillo los movimientos del viejo centurión. Cada mañana, siempre con precisión militar, pasaba media hora en los baños, un grato deleite para el curtido y veterano soldado, y hoy le había visto entrar en su casa de baños favorita, detrás del Templo de Cástor y Pólux, solo unos minutos antes. No era la primera vez que Fabio le salvaba el cuello a Escipión y, a esas alturas, comprendía bien el valor de hacerse imprescindible. Pero los sentimientos que abrigaba hacia Escipión eran más los de un amigo que los de un sirviente: quizá en el futuro a él lo destinaran como legionario mientras Escipión se convertía en general, pero la primera vez que se vieron en las calles de Roma fue en igualdad de condiciones, un día que Escipión quiso dejar a un lado su grandeza aristocrática durante una noche y recorrer la ciudad con las bandas de jóvenes; desde entonces las cosas habían seguido así entre ellos, a pesar de que los convencionalismos dictaban que en público uno debía aparecer como el señor y el otro como sirviente.

Un oficial con la vara de lictor, ondeando una rama de olivo para indicar que se estaba realizando una procesión, le detuvo cuando estaba a punto de cruzar la calle. Fabio permaneció detrás de la multitud de espectadores mirando arriba y abajo para encontrar una forma de cruzar, pero entonces lo pensó mejor. Si era una procesión religiosa, los lictores podían perseguirle y golpearle por ello, y no podía permitirse una transgresión que pudiera comprometer su posición en la casa de Escipión. Su amistad con Escipión Emiliano, después de que Fabio le salvara de ser apaleado aquella noche, había constituido la gran oportunidad de su vida, la posibilidad de escapar de los suburbios de la orilla del Tíber y honrar la memoria de su padre. Recordó la última vez que vio a su padre luciendo su armadura, muy cerca de ese mismo lugar, desfilando triunfante después de la primera guerra celtíbera, un centurión de la primera legión resplandeciente con su corona cívica y los brazaletes plateados que le habían concedido por su valor. Tras aquella victoria siguieron años de paz y para cuando se volvió a convocar de nuevo a las legiones, su padre ya era demasiado viejo, demasiado disipado por su debilidad hacia el vino, y después de eso los tiempos difíciles no hicieron más que empeorar. Fabio sabía que el nombre de su padre era una de las razones por las que el padre de Escipión, Emilio Paulo, le había aceptado en su casa como sirviente, poniendo incluso su nombre a la cabeza de la primera legión cuando tuvo edad. Si el Senado hubiera dado más poder a Emilio Paulo y al abuelo adoptivo de Escipión, el gran Escipión el Africano, Roma no habría dejado caer a su padre; ellos se habrían asegurado de que los soldados experimentados permanecieran en las filas y no fueran expulsados de vuelta a la vida civil, en la que sus habilidades quedaban desperdiciadas y a la que nunca volvían a adaptarse.

Fabio echó un vistazo por encima de las cabezas de la gente para ver lo que estaba pasando. Eran las doce Vírgenes Vestales, coronadas de laurel y vestidas de blanco, seguidas por un grupo de niñas que servían como sus criadas, esparciendo incienso y pétalos de flores sobre los espectadores. Distinguió a Julia entre las criadas, su cabello rubio visible por encima del resto. Esa mañana tendría que haber estado con él, uniéndose secretamente a los chicos para estudiar tácticas de combate, mientras el viejo centurión estaba afuera. Era tarea de Fabio escoltarla hasta la academia y luego sacarla de allí por una puerta trasera, tan pronto como escuchaban el sonido metálico de la guardia del centurión en el corredor. El mayor temor de Julia era que la obligaran a pasar tanto tiempo con las Vestales que acabara convirtiéndose en una de ellas; pero perderse la procesión de hoy habría supuesto un riesgo para la tolerancia que su madre mostraba hacia el tiempo que pasaba con los jóvenes en la academia, lo que constituía la única cosa que hacía que la vida de la aristocrática joven de Roma, con todas sus convenciones y restricciones, fuera tolerable.

Julia le vio y le mostró una sonrisa, a la que él correspondió con un saludo. En una ocasión, meses atrás, había acudido a él en las dependencias de los sirvientes de la casa de Escipión y le había acariciado el pelo admirando sus cobrizos rizos castaños. En un primer momento Fabio se sintió un tanto intimidado, su corazón latiendo con fuerza, mientras le explicaba que el color de su cabello provenía de su madre, la hija de un jefe celta encarcelada en las mazmorras de Tullianum, bajo la Colina Capitolina, y custodiada por el padre de Fabio. Había sentido cómo la respiración de Julia se aceleraba, excitada tal vez por el exotismo de un muchacho que no era de su misma clase social y ni siquiera completamente romano, lo que abría todo un mundo de posibilidades para ella. Pero él había entrado en razón y se había puesto fuera de su alcance. No es que no fuera sensible a los placeres femeninos; en una ocasión se había gastado los pocos ases que había ganado en el prostíbulo de la casa de baños, y además tenía su corte de admiradoras entre las chicas del vecindario. Pero sabía que con Julia no había posibilidades. Como sirviente, poco más que un esclavo, sería expulsado de la casa a latigazos o algo peor, si les encontraban. Y por encima de todo, sabía que Escipión estaba enamorado de Julia, un amor que había florecido en secreto durante los meses posteriores a que Julia fuera consciente de los sentimientos de él, a pesar de que estaba comprometida desde niña con Metelo, un primo lejano de Escipión. Si Fabio perdía la protección de Escipión, nunca podría salir de las calles. Pero era la amistad de Escipión lo que más le importaba: una amistad que había enriquecido su vida, permitiéndole conocer a personas como Polibio y todo un mundo de libros y sabiduría que había encendido su imaginación y provocado que su sueño fuera el mismo que el de Escipión, ver el mundo que su padre había visto como soldado y que ansiaba explorar por sí mismo.

La procesión pasó de largo y Fabio corrió presuroso por la calle hacia la Escuela de Gladiadores, abriéndose camino a través del laberinto de callejones y casas de madera, hasta llegar al edificio de dos plantas que rodeaba el campo de prácticas. Se deslizó por delante de los viejos soldados lisiados que mendigaban en la entrada, atravesó el montículo de arena que se utilizaba para cubrir la sangre, y luego el establo donde se guardaba a Aníbal, el viejo y arrugado elefante de guerra, único superviviente de la marcha del guerrero del mismo nombre a través de los Alpes cincuenta años antes y el último prisionero cartaginés que quedaba con vida en Roma. A continuación, corrió a lo largo del oscuro pasillo, subiendo a grandes zancadas las escaleras hasta la puerta cerrada, poniendo cuidado en no rozarse con los chisporroteantes candelabros de sebo que se alineaban en los muros. Oficialmente la academia era un colegio privado para la enseñanza de filosofía e historia a los hijos de los senadores, dirigida por profesores que se reclutaban entre los cientos de griegos cautivos llevados a Roma desde que la guerra con Macedonia había comenzado. Extraoficialmente, era una escuela de entrenamiento fundada por el viejo Escipión poco antes de morir para asegurarse de que la siguiente generación de jefes militares de Roma estuviera más preparada que la anterior, y más dispuesta a mantenerse firme contra las intrigas del Senado. Era este último factor lo que había hecho que el viejo Escipión mantuviera la academia lo más privada posible, lejos de los ojos de aquellos que sospechaban de todo lo que hacía. En teoría, el viejo centurión Petrus solo estaba allí para instruir a los chicos en el manejo de la espada, pero dos mañanas a la semana, detrás de las puertas cerradas, se les permitía recrear las grandes batallas del pasado, batallas que el centurión u otros veteranos sacaban a relucir expresamente para que las pudieran conocer y dominar basándose en su propia experiencia en tácticas y combates.

Empujó la puerta y se deslizó en el interior, cerrando sigilosamente tras él. La habitación era enorme, sin ventanas en el lado de la calle pero con una galería abierta al otro lado que daba a la arena del patio de más abajo. Dos esclavos encargados de atenderles permanecían contra el muro del fondo, sosteniendo bandejas de fruta y jarras de agua, al lado de un pasillo abierto con acceso desde el patio por donde el viejo centurión debía hacer su entrada. En el centro de la habitación había una gran mesa, de aproximadamente tres brazadas de largo, cubierta con el diorama de una batalla; el terreno estaba representado con tierra, piedra y matas de hierba, y los ejércitos contendientes por bloques de madera coloreados dispuestos en filas. Fabio sabía exactamente qué batalla estaban representando. Cuando Polibio le enseñó griego, le leyó en voz alta el pasaje de una batalla de la historia de la guerra contra Aníbal que había estado escribiendo desde que llegó de Grecia, como un voluntario cautivo que siempre había sentido gran admiración por Roma. Y también el viejo centurión le habló de ello, contándole su versión como testigo ocular que había luchado allí al lado del mismísimo Escipión el viejo; una noche Fabio le acompañó a la taberna, donde habían pasado horas bebiendo vino y escuchando sus historias. Era la batalla de Zama, la confrontación final con los cartagineses del norte de África que obligó a Aníbal a rendirse y a la ciudad de Cartago a quedar a merced de Escipión, casi treinta y cinco años antes.

La mesa estaba iluminada por cuatro velas en cada una de las esquinas y por la luz que entraba del lucernario del techo. Fabio pudo distinguir al menos una docena de figuras de espaldas en la penumbra, incluyendo la silueta con barba de Polibio, más alto que el resto y casi quince años más viejo, que hoy hacía de profesor para poder mejorar su comprensión de las tácticas de Roma y plasmarlas en un volumen especial de sus Historias que estaba escribiendo.

Escipión estaba inclinado hacia delante con las manos sobre la mesa, mirando fijamente. Fabio le entregó con disimulo las grebas de bronce que había acarreado y Escipión se las puso, atándoselas con habilidad por detrás de las piernas lo más silenciosamente posible y haciendo un gesto de asentimiento hacia Fabio antes de volver a mirar a la mesa, concentrado. Fabio conocía el protocolo. Habían terminado de reconstruir la batalla actual, y ahora entraban en el terreno de la especulación. Cada uno intervendría por turno planteando una serie de variables, y el siguiente propondría los posibles inconvenientes. Se trataba de un juego de táctica y estrategia para mostrar lo fácilmente que podía alterarse el curso de la historia. Escipión, como líder del grupo, era el último jugador y Polibio, que le antecedía en el juego, le había lanzado el reto.

—Te has llevado a los celtíberos —murmuró Escipión.

—Son mercenarios, ¿recuerdas? —replicó Polibio—. Prácticamente todo el ejército cartaginés está compuesto de mercenarios. Supongo que durante el fragor de la batalla exigieron su paga, pero Cartago ya no disponía de oro. Así que desaparecieron en la noche.

Otra voz intervino.

—¿Habéis oído el rumor de que los cartagineses han restablecido la Banda Sagrada? Una unidad de élite constituida enteramente por nobles cartagineses. Se dice que ha resucitado en secreto para la última defensa de Cartago, en caso de que volviéramos a atacarles.

Escipión levantó la vista.

—Mi amigo el dramaturgo Terencio también me lo contó. Él se crio en Cartago y debe de saberlo. Pero no es relevante para el juego. Zama transcurre en el año 551 ab urbe condita y la Banda Sagrada fue aniquilada muchos años antes. —Se volvió hacia el diorama—. Veamos, retirar a los celtíberos hace que la victoria de Roma sea aún más segura.

—No necesariamente —replicó Polibio—. Fíjate en tus provisiones de comida.

Escipión miró hacia un grupo de fichas de colores detrás de las líneas romanas y soltó un gruñido.

—Las has reducido en tres cuartos. ¿Qué ha sucedido?

—En el período previo a la batalla, los romanos arrasaron la tierra, llevándose todas las cosechas de golpe en lugar de acumularlas cuidadosamente con vistas a una larga campaña. Durante tres semanas antes de la batalla, los legionarios tuvieron que vivir con media ración.

—De modo que la moral se desplomó. Y también la capacidad física. Un ejército vive de su estómago.

—Y he hecho otro cambio, el tercero que se me permite. Escipión el Africano, tu abuelo, dijo a los legionarios que no habría saqueo de la ciudad si tomaban Cartago. Todos los tesoros robados por los cartagineses a los griegos en Sicilia serían devueltos.

—Todavía peor —masculló Escipión—. Sin festín y sin botín.

—Pero hay un factor salvador —indicó Polibio.

—¿Y cuál es?

Polibio emergió de las sombras.

—Otro cambio: mi cuarto y último. Cinco años antes, Escipión el Africano obtuvo el permiso del Senado para crear un ejército profesional. Creó una academia para oficiales, la primera de Roma, en la vieja Escuela de Gladiadores, idéntica a la academia que tenemos hoy. En consecuencia, cuando los legionarios acudían a la guerra lo hacían con el orgullo y la solidaridad de un ejército profesional. Luchaban los unos por los otros, por su honor, y no por el botín. Y los oficiales practicaban el juego de la guerra con batallas del pasado al igual que hacemos ahora, yendo siempre un paso por delante del enemigo. De modo que ganaron la batalla, como lo haremos nosotros.

—Y luego marcharán a destruir Cartago —dijo Escipión sonriendo a Polibio—. Sin la interferencia del Senado.

Polibio le guiñó un ojo.

—Y bien, ¿qué harías entonces? Habrías ganado la batalla y la campaña. Pero ¿habrías ganado la guerra? ¿Cuándo se acaba completamente una guerra? ¿Regresarías a Roma para celebrar tu triunfo y descansar en los laureles, o capitalizarías tu victoria y buscarías la nueva amenaza a Roma, la siguiente región lista para ser conquistada?

—Eso dependería de la voluntad del Senado y del pueblo de Roma —contestó uno de los alumnos.

—Y de quién fuera el cónsul —añadió otro—. Los cónsules solo gobiernan durante un año y si el siguiente cónsul no apreciara ninguna ventaja para ellos puede que ordenara a las legiones regresar a Roma.

Escipión apretó los labios.

—Ese es el problema —repuso—. La constitución de Roma siempre impide cualquier intento de tener una estrategia más amplia.

—Las constituciones están hechas por los hombres, no por los dioses —intervino una figura con voz profunda, dando un paso hasta colocarse junto a Polibio, momento en el que Fabio advirtió que se trataba de Metelo. Cercano en edad a Polibio, ya era un tribuno en activo que disfrutaba de una licencia de la guerra macedonia para recobrarse de sus heridas, y que desde su juventud lucía varias cicatrices hechas por las garras de un águila, cuando el pájaro de caza erró al posarse en su muñeca y aterrizó en su cara—. Roma ya ha cambiado su constitución una vez, cuando se deshizo de los reyes y creó la República —indicó—. Podría hacerlo de nuevo.

—Peligrosas palabras, Metelo —dijo Polibio—. Palabras que resuenan a dictadura e imperio.

—Si eso es lo que se necesita para mantener fuerte a Roma que así sea.

Polibio apoyó sus manos en la mesa, mirando pensativo el diorama.

—Eso dependerá de los que estáis hoy aquí, la próxima generación de jefes militares, vosotros tendréis que encontrar el mejor rumbo para Roma. Solo os diré una cosa. El curso de la historia no es una cuestión de suerte, ni tampoco un juego en el que somos piezas, como estos bloques de madera, movidas al antojo de los dioses. En el mundo real, no eres una pieza del juego; eres el jugador. Sigues las reglas del juego, sí, pero puedes adaptarlas, presionar contra ellas. Las reglas no ganarán el juego por vosotros: debéis hacerlo vosotros mismos. La historia está hecha por la gente, no por los dioses. Escipión el Africano no era esclavo de una voluntad divina, sino su propio amo y estratega.

—¿Y qué hay del imperio? —preguntó Metelo—. ¿Acaso Roma puede tener un imperio?

—El imperialismo debe construirse sobre la responsabilidad moral hacia los gobernados. La conducta escandalosa acarreará su justo castigo. Un imperio no debe crecer más allá de la capacidad de las instituciones que lo manejan.

—Y, sin embargo, ya lo hemos hecho —intervino Metelo—. Ya contamos con provincias, y sin embargo no tenemos la capacidad organizativa para administrarlas. Somos un imperio en todo salvo en el nombre, pese a que Roma persiste en comportarse como una ciudad-estado. Algo debe cambiar. Alguien tiene que erigirse sobre todo esto y vislumbrar el futuro. Tal y como nos has enseñado, Polibio, la historia está hecha por los individuos, y son ellos, y no las instituciones, los que pueden provocar el cambio. De eso trata esta academia. De crear futuros emperadores.

—No creo que eso sea precisamente lo que mi abuelo pretendía —replicó Escipión lanzando una fría mirada a Metelo.

—¿No deberíamos mirar al pasado? —preguntó otro de los asistentes—. Las lecciones de las guerras futuras están en las guerras de nuestros ancestros.

Polibio se apartó de la mesa.

—Ese es el modo romano: creer que los bustos de los ancestros que todos tenéis en el tablinum de vuestras casas están constantemente pendientes de vosotros, guiándoos —declaró—. Pero a veces debemos rendir un tributo al pasado y luego cerrar esa puerta y mirar solamente al futuro. Estudiar historia consiste en aprender del pasado, pero no siempre hay que buscar un precedente en él. La estrategia y la táctica de guerra se construyen sobre la experiencia de guerras pasadas, pero cada nueva guerra es única. El mundo no es estático. Si escogéis mirar hacia delante, y lo hacéis de modo demasiado agresivo, aprendiendo todas las lecciones que se enseñan en la academia, entonces tal vez podáis cambiar la historia. La historia no se despliega ante nosotros como una alfombra. Tal vez quieras tejer tus propios hilos en ella, o retorcer la alfombra hacia un lado, y enviarla dando tumbos escaleras abajo hacia lo desconocido. Esa es mi lección de hoy. Acabaremos como de costumbre con un último comentario final de cada uno. ¿Enio?

—Mantén tu palabra. Solo entonces las ciudades se rendirán a ti.

—Bien. ¿Escipión?

—En cada nueva provincia, debes definir las fronteras —dijo Escipión—. O de lo contrario la guerra será inevitable.

Polibio asintió.

—Cuando se permitió que Cartago conservara algunos de sus territorios en África, tras la batalla de Zama, las fronteras estaban mal definidas, lo que constituye una forma segura de tener una guerra. ¿Lucio?

—Aprovéchate de la superstición. Si tu ejército cree que cuenta con el consejo divino, entonces aliéntales a continuar creyéndolo.

—¿Bruto?

—Castiga salvajemente a aquellos que has conquistado y que aún no obedecen, para inspirar miedo y terror.

—¡Zeus no lo quiera! —murmuró Polibio—. Eso suena a algo propio de Esparta.

—Mi padre me lo enseñó —contestó Bruto, sus enormes antebrazos cruzados sobre el pecho—. Dijo que en la academia habría mucho más que el manejo de la espada y que debería estar preparado con algunas ideas.

—Tal vez debas atenerte a tu fuerza —musitó Polibio—. ¿Fabio?

Fabio estaba desconcertado.

—Yo solo estoy aquí como sirviente de Escipión, Polibio. Nunca comandaré un ejército.

—Puede que no comandes un ejército, pero los hombres como tú serán la columna vertebral del ejército. ¿Qué dices entonces?

Fabio reflexionó un momento.

—La cobardía no debe quedar sin castigo.

Polibio asintió despacio y luego sonrió.

—Está bien. Creo que por hoy hemos tenido suficiente gravitas. Hipólita se ha ofrecido a enseñaros cómo utilizar un arco escita. Os veo a todos en la arena en media hora.

—Veinte minutos de descanso antes de que llegue el centurión —afirmó Escipión incorporándose y estirándose—. Bebed un poco de agua y comed fruta. Lo necesitaréis si vamos a bajar a la arena.

Polibio señaló hacia el diorama.

—Si Julia hubiera estado aquí, podría habernos contado más cosas. Su padre, Sexto Julio César, estuvo en Zama como joven tribuno. Conoce la batalla como la palma de su mano.

Escipión miró a su alrededor echándola súbitamente en falta.

—¿Alguno ha visto a Julia?

—Hoy no va a venir —contestó uno de los otros—. Tenía que acompañar a su madre al Templo de las Vírgenes Vestales en algún tipo de ceremonia.

—Confiemos entonces en que las Vírgenes no se la lleven —bromeó otro—. Eso nos privaría de un poco de diversión. Es decir, si Escipión nos deja tenerla.

—Cállate, Lucio —espetó Polibio cansado—. O Escipión hará que su amigo Bruto, aquí presente, te arranque de cuajo tu virilidad.

Fabio advirtió cómo Escipión agarraba alrededor de su cuello el amuleto que sabía que Julia le había regalado, un antiguo emblema etrusco de un águila que había ido pasando por toda su gens, y luego bajó la vista incómodo. Sabía que a Escipión no le gustaba mostrar sus sentimientos por Julia. Vio cómo Metelo observaba fijamente a Escipión, cuestionándole, y súbitamente recordó que Metelo había estado fuera, en Macedonia, durante casi dos años, de modo que no podía tener ni idea del afecto de Escipión hacia Julia. Escipión sacudió la cabeza despectivamente, como si la joven no tuviera ningún interés para él, y luego se mantuvo erguido con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras hacía un gesto de asentimiento mirando el diorama.

—Espero que todos vosotros memoricéis el orden completo de la batalla, hasta el último manípulo y unidad auxiliar compuesta por la chusma. En su lugar, podríais emplear los próximos veinte minutos haciéndolo. Cuando el centurión regrese, seguro que os preguntará al respecto. Si contestáis algo mal, ya sabéis lo que os espera. Puedo aseguraros que el dolor de su vara será peor que nada de lo que Bruto podría imponeros. Ahora, al tajo.

En el silencio que siguió, Fabio se dedicó a examinar la habitación. La mayoría de ellos tenían dieciséis o diecisiete años, en plena cúspide de la adolescencia, algunos incluso uno o dos años menos. Cuando las trompetas de guerra sonaran y el centurión les considerara preparados, serían designados como tribunos militares del ejército romano, el primer peldaño de la escalera que podría conducir a aquellos que sobrevivieran a comandar legiones, a liderar ejércitos e, incluso, hasta el consulado, el rango más alto de la República. Todos eran vástagos de las mejores familias patricias de Roma: de la gens Julia, de la gens Junia, de la gens Claudia, de la gens Valeria, y de la rama adoptada por Escipión de la gens Cornelia, los Escipiones. En sus grandes mansiones del Palatino había lugares sagrados plagados de bustos de cera de aquellos antecesores que habían obtenido la gloria en la guerra, algunos remontándose a los tiempos de Rómulo y la fundación de la ciudad casi seiscientos años antes, y otros muchos de la sucesión de devastadoras guerras en las que Roma había luchado en los últimos siglos: contra las tribus latinas y los etruscos cerca de Roma, contra los celtas en el norte, contra las colonias griegas de Italia y Sicilia, y por encima de todo, la lucha titánica contra Cartago, un conflicto que había comenzado casi cien años antes y aún les acechaba a todos, una guerra que debió haber terminado con la batalla de Zama si los senadores hubieran permitido el acto de destrucción, que habría asegurado el dominio de Roma en el Mediterráneo occidental permitiéndole concentrar todo su poder sobre Grecia y las riquezas de Oriente.

Pero no todos eran hombres. Fabio dejó que sus ojos se detuvieran en un rincón oscuro de la habitación donde la vio. Más alta que cualquiera de ellos excepto Polibio, observaba todo atentamente, sus ojos encontrándose brevemente con los suyos. Tenía el cabello rojo recogido en una larga coleta detrás de la cabeza, y llevaba los ojos pintados de negro. Cuando estaba en la arena se quitaba el torque de oro del cuello y los brazaletes y luchaba sin armadura, llevando solo una piel de tigre blanca estrechamente ceñida alrededor del estómago y el pecho. Todos se habían quedado asombrados ante el tatuaje de su espalda, un águila con las alas extendidas que le llegaba desde un omoplato a otro. La conocían por su nombre griego, Hipólita, que significaba «Yegua Salvaje», pero el centurión les había contado antes de que llegara que su nombre en su lengua era Oiropata, que significaba «Asesina de Hombres». Al oírlo todos se habían burlado, pero más tarde, cuando la vieron entrar por la puerta y percibieron la firmeza de su psique, se quedaron mudos. Se trataba de una princesa escita, la hija de un rey vasallo de las estepas al norte del mar Negro, y el centurión les había explicado que había muchas más, expertas amazonas y arqueras, y que algún día podría liderar un ala de caballería escita junto con el ejército romano. Polibio hablaba su idioma y le había preguntado exhaustivamente sobre la historia de los escitas, ayudándola, de paso, a mejorar su latín. Los otros se mantenían a distancia, temerosos de ser señalados por el centurión para luchar contra ella en un combate sin armas y afrontar la humillación de una casi segura derrota.

Y luego estaba Julia, que pertenecía a la rama de los Césares de la gens Julia, la hija de Sexto Julio César que había combatido como tribuno en Zama. No era una princesa guerrera como Hipólita, pero tenía una perspicaz mente táctica y ese día sin duda hubiera barrido a todos con sus conocimientos de la batalla en la que su padre se hizo un nombre. Fabio había presenciado cómo Julia conseguía acelerar el pulso de Escipión, cómo cuando ella le observaba luchar en la arena, él parecía poseído de una fuerza proveniente de los dioses. El mismo Fabio había sentido una punzada de dolor cuando advirtió por primera vez el afecto de Julia por Escipión, haciendo que su mente regresara a aquella noche en que acudió a él en las dependencias de los sirvientes, pero pronto se le pasó. Recordó la mirada que Metelo le había lanzado a Escipión. Fabio sabía que su amigo había temido y, a la vez, acogido la llegada de Metelo: temiéndola porque tal vez pudiera romper el vínculo existente entre él y Julia, y acogiéndola porque tal vez le ayudara a suprimir los sentimientos que experimentaba hacia ella que podían representar un peligro para su carrera. Metelo estaba prometido con Julia desde que esta era una niña, y era primo segundo de Escipión por parte de madre.

El mismo Escipión también se debía a sus obligaciones sociales; era hijo de Emilio Paulo de la gens Emilia, pero también hijo adoptivo de Publio Cornelio Escipión, hijo mayor del gran Escipión el Africano y, a su vez, tío abuelo de Escipión por parte de madre. Había sido dado en adopción solo porque tenía dos hermanos mayores y porque al tercer hijo nunca se le daban los mismos privilegios en su carrera; sin la adopción nunca habría podido ser candidato al puesto de tribuno militar como lo era ahora. Había significado un gran honor para él ser adoptado por el hijo de Escipión el Africano, aunque también incluía la carga de su propio compromiso con Claudia Pulcra de la gens Claudia, una chica a la que detestaba profundamente, que vivía solamente para hacer honor a su apellido, contando los días que faltaban para que él cumpliera dieciocho años y pudieran formalizarse los ritos matrimoniales. Cada vez que él y Fabio tenían que pasar cerca de su casa en la Colina Esquilina, inventaban elaborados rodeos para evitar ser avistados desde la ventana en la que ella se sentaba con sus esclavas dominando la ciudad, esperando ansiosa el momento de relacionarse socialmente e intercambiar cotilleos con otras matronas de su clase, un futuro que Escipión temía casi más que al peor de sus enemigos en el campo de batalla.

Pero contravenir estas obligaciones y dejarse llevar por sus sentimientos hacia Julia habría supuesto traicionar la memoria de Escipión el Africano y la confianza de su propio padre natural, además de arriesgarse a ser un marginado y perderlo todo. Una vez, estando tumbados él y Fabio el uno al lado del otro en las laderas del Circo Máximo, observando las estrellas y compartiendo un jarro de vino, Escipión le confió sus sentimientos hacia Julia, y le mostró el amuleto haciéndole partícipe de su frustración. Le contó cómo había imaginado un tiempo en el que como general victorioso pudiera quitarse de encima los grilletes de Roma y tomarla para él, pero ambos sabían que, a la fría luz de la mañana, aquello no sería más que un bonito sueño y que, incluso aunque pudiera hacerse realidad, tendrían que pasar muchos años hasta que Escipión fuera un soldado curtido en la batalla y su amor por ella no fuera más que un lejano recuerdo. Fabio sabía demasiado bien cuáles eran las expectativas sobre Escipión, cómo la carrera que se estaba desplegando ante sus ojos estaría regida por el conocimiento del sacrificio que estaba haciendo en honor de su padre y del viejo Escipión, además de para satisfacer su propia y ardiente ambición de liderar el mayor ejército que Roma hubiera enviado jamás a Cartago, y así poner fin al conflicto que aún seguía amenazando con destruir su mundo.

Esa misma mañana a primera hora, Fabio se había detenido en el Foro para mirar los fasti consulares, la lista de nombres de los cónsules del pasado en la que estaban representadas todas las grandes familias patricias de Roma, los antepasados de los chicos de la academia. Recordó la primera vez que había oído a los profesores griegos enseñar moralidad a los chicos de la academia: debían tener coraje y debían tener fides, ser leales a su palabra, y ser moderados en su vida privada. Entonces sonrió para sus adentros al oír aquello; él mismo había presenciado lo que los chicos hacían por la noche en las tabernas y burdeles de alrededor del Foro. Pero eso fue antes de conocer a Escipión. Él era capaz de luchar y pelear como cualquiera de ellos, y disfrutarlo; Fabio lo sabía muy bien desde su primer encuentro con él años antes en las recónditas callejuelas cerca del Tíber. Pero Escipión no se regodeaba en los vicios al igual que hacían los otros chicos. Era como si algo le contuviera, echándole para atrás. Fabio sabía por su estudio de los fasti que Escipión era el más noble de todos, un chico cuya gens de nacimiento ya era lo suficientemente elevada pero cuyas expectativas eran aún más altas al haber sido adoptado en la familia de Escipión el Africano, un nombre que todavía hacía temblar los cimientos de Roma después de casi treinta años de su victoria en la guerra contra Aníbal. Fabio se había preguntado a menudo si el peso de la historia no sería una carga demasiado dura para el joven Escipión, y si no se la estaría tomando con demasiada seriedad. Un chico que solo podía sobresalir a sus ojos si igualaba las hazañas de su padre y de su abuelo adoptivo, ambos ilustres generales, que no podía permitirse dar rienda suelta a sus bajos instintos en las tabernas y prostíbulos de la ciudad, por si algún día debía ejercer su autoridad moral para acaudillar Roma a la victoria.

Pero Fabio sabía que no era solo por eso. Escipión era tímido y podía parecer distante; eso le había granjeado el desprecio de aquellos que carecían de la suficiente imaginación para advertir su fuerza interior, pero con el poder de humillar y atormentarle mientras aún poseía la vulnerabilidad de la adolescencia. Escipión era romano hasta la médula, un auténtico ejemplar de moralidad romana antes que alguien que simplemente defendía un ideal de boquilla como hacían muchos otros, pero también se había beneficiado del rigor intelectual de una educación griega y podía comprender cuándo Roma se había vuelto demasiado ensimismada, o cómo las vidas que llevaban los aristócratas, de los que se esperaba que asumieran el liderazgo, ya no tenían la firmeza o la austeridad de las antiguas formas. Odiaba la oratoria y la sofistería que se suponía que debían adquirir en los tribunales de justicia, las habilidades que harían escalar a los hijos de los patricios a través del cursus honorum, la secuencia de magistraturas que eran necesarias para ascender paso a paso hasta el puesto más alto, el consulado. Y por encima de todo, odiaba el hecho de que el cursus honorum fuera también el camino hacia el mando del ejército antes que la experiencia militar en sí misma. Escipión tenía que soportar la mirada crítica de aquellos que cuestionaban la habilidad de un joven para llegar hasta los puestos más altos y honrar a su gens y que, en lugar de estar en los tribunales, se pasaba los días estudiando estrategias militares y aprendiendo el manejo de la espada, o cazando en las montañas lo más lejos posible de Roma en su tiempo libre.

Sin embargo Fabio recordaba cómo un día escuchó al padre de Escipión, Emilio Paulo, hablar de él con su madre en su casa, comentando cómo Escipión estaba cumpliendo con las esperanzas que el Africano había puesto en sus sucesores, para que fueran la próxima generación de líderes de guerra romanos. Había expresado que la moralidad era la clave, el código de honor personal. Emilio Paulo era consciente de que su hijo sufriría por ello, al tiempo que su sensibilidad hacia las críticas de los otros constituiría el campo de cultivo de su fuerza. Escipión ya se había ganado la reputación de mantener su palabra, de fides, y su abstinencia al libertinaje también era un buen síntoma. Fue entonces cuando Fabio asumió como misión personal estar pendiente de Escipión, no solo para protegerlo físicamente sino también para impedir que su propia sensibilidad le arruinara y desarrollara un resentimiento hacia Roma que podría resultar autodestructivo. Verle aquí ahora, a la cabeza de los chicos de la academia, era un importante paso en la dirección correcta, aunque aún quedaban muchos retos por delante.

Echó un vistazo al reloj de arena de la mesa, advirtiendo que los veinte minutos de estudio habían llegado prácticamente a su fin y que los chicos empezaban a estar inquietos. Enio había estado trabajando en algo en uno de los rincones y esperaba que eso les mantuviera ocupados hasta que Petrus llegara. Lo que pasara entonces dependería únicamente del humor que ese día tuviera el viejo centurión y de si los baños habían calmado el fuego que ardía dentro de él. Fabio había sonreído para sí al descubrir la nueva incorporación de la academia, el primo de Escipión, Cayo Paulo, empalideciendo ante la mención de la inminente llegada del centurión, su temible reputación precediéndole. Pero estuviera o no Petrus de un humor indulgente, nadie dudaba de que el siguiente gran reto respecto a los chicos no sería algún enemigo lejano en un campo de batalla macedonio, sino la mismísima reencarnación de todo lo que era fuerte en la propia Roma. El viejo centurión Petrus estaba a punto de caer sobre ellos imponiendo la sabiduría y dureza que, en un futuro, conseguiría que algunos de ellos pudieran equipararse con hombres como él en el campo de batalla.