En el siglo II a. C. Roma aún era una República gobernada por ricos patricios cuyos antepasados se remontaban a los primeros años de la fundación de la ciudad, aproximadamente seiscientos años antes. La República se constituyó cuando el último rey de Roma fue expulsado en el año 509 a. C., y sobrevivió hasta el establecimiento del imperio bajo el mandato de Augusto hacia finales del siglo I a. C. El principal órgano de gobierno era el Senado, dirigido por dos cónsules elegidos anualmente. Además del Senado había doce tribunos, también elegidos, que representaban al pueblo llano (la plebe) y tenían poder de veto sobre el Senado. Las complejas alianzas y rivalidades entre las familias patricias (gentes), así como entre patricios y plebeyos, son esenciales para entender este período de la historia de Roma en una época en la que la conquista de ultramar proporcionaba una tentadora visión de poder personal a los generales que, finalmente, desembocó en una guerra civil en el siglo I a. C., con Octavio proclamándose a sí mismo augusto. La razón por la que el establecimiento del imperio no se produjo un siglo antes, cuando los ejércitos de Roma dominaban el orbe y su general más destacado, Escipión el Africano, tenía el mundo a sus pies, es uno de los interrogantes más fascinantes de la historia antigua y el telón de fondo de esta novela.
El ejército romano en aquella época aún no era una fuerza profesional; las legiones se formaban entre los ciudadanos de Roma en respuesta a crisis concretas. El ejército solo adoptaba una estructura profesional cuando se trataba de guerras prolongadas, en las que la ventaja de disponer de un ejército permanente resultaba evidente. A lo largo del siglo segundo antes de Cristo, época en la que transcurre esta novela, existía una tensión palpable entre aquellos que temían que el desarrollo de un ejército profesional pudiera conducir a una dictadura militar y los que lo veían como una necesidad si Roma quería desempeñar un papel principal en el escenario mundial. Finalmente ganaron estos últimos, lo que provocó la reforma del ejército por el cónsul Cayo Mario en el 107 a. C. y el establecimiento de las primeras legiones permanentes.
En la época de esta novela, los nombres conocidas de las legiones del período imperial, tales como la «Legión XX Valeria Victrix», aún no existían; fueron muchas las legiones constituidas para campañas concretas que pudieron tener número pero luego desaparecieron, sin que se conservara su identidad. La principal formación dentro de la legión eran los manípulos, una unidad que fue sustituida por Cayo Mario en favor de las cohortes, más pequeñas. Los manípulos podrían compararse a la sección de un regimiento del ejército victoriano, una formación de aproximadamente la mitad de un batallón de infantería moderno, más rápido a la hora de desplegarse y más maniobrable en batalla. Dentro de los manípulos, la unidad principal era la centuria que, a grandes rasgos, equivaldría a una moderna compañía de infantería. Tradicionalmente, los hombres de una legión estaban clasificados por su riqueza y por su edad, desde los más pobres velites (usados como avanzadilla) hasta los más ricos triarii, pasando por los hastati y príncipes, en los que cada categoría se correspondía con la mejor calidad de armas y equipos, así como con su posición en el campo de batalla, donde los más pobres y peor equipados ocupaban las posiciones más expuestas y peligrosas.
Las centurias estaban mandadas por centuriones, hombres que habían ascendido desde la tropa debido a su habilidad y experiencia. Su responsabilidad era equiparable a la de un capitán de infantería de nuestros días, aunque, por lo general, eran vistos como oficiales sin graduación. El centurión mayor de la legión era llamado primipilus, y su rango equivaldría al del sargento mayor de un regimiento. Otro rango común eran los optios, subordinados a los centuriones y con una responsabilidad similar a la de un teniente, aunque podríamos equipararlos a los sargentos o cabos. Existía un gran abismo entre estos hombres y los oficiales más importantes de la legión, que provenían de familias patricias, para los que su destino militar era parte del cursus honorum (conjunto de méritos), la secuencia de puestos militares y civiles que un hombre de buena posición romano esperaría desempeñar a lo largo de su vida. En el rango medio de los oficiales de una legión estaban situados los tribunos militares, hombres jóvenes al principio de sus carreras o de mayor edad que se habían ofrecido voluntarios en tiempos de crisis para servir en el ejército, pero que aún no habían alcanzado el nivel suficiente en el cursus honorum para dirigir una legión. Ese papel correspondía a los legados, el equivalente a un coronel o un brigadier, con autoridad para mandar a varios miles de hombres en el campo, incluyendo además la caballería y fuerzas aliadas.
No había un rango exacto para general, porque los ejércitos eran dirigidos por un pretor, el segundo rango civil más alto en Roma, o por uno de los cónsules. Por tanto, la competencia de un comandante del ejército era una cuestión de suerte, ya que la capacidad militar no era un requisito necesario para el desempeño del más alto rango civil; la habilidad de un comandante podía depender de si había gozado de la oportunidad de participar en el servicio activo durante su carrera. Sin embargo, con la guerra a la vista, un hombre podía ser elegido para ser cónsul basándose simplemente en su reputación militar, de modo que la ley que restringía la reelección de cargos oficiales se anulaba temporalmente para permitir que aquel hombre que había demostrado ser un general competente pudiera volver a ocupar el cargo.
Este sistema funcionaba lo suficientemente bien como para procurar a Roma sus triunfos militares en el siglo II a. C.; si bien los veteranos habrían sido muy conscientes de sus deficiencias, incluyendo la falta de un entrenamiento adecuado en la guerra para los jóvenes antes de ser designados tribunos y enviados al campo de batalla. Igual de preocupante resultaba la falta de continuidad entre los legionarios, licenciados después de las campañas, con lo que todo el conocimiento acumulado se perdía en los períodos de entreguerras. Cuando el llamamiento a las armas volvía a producirse, los hombres ya no acudían tanto por orgullo profesional o por la gloria de la guerra como por la posibilidad de obtener un botín, una práctica cuyo atractivo estaba cada vez más en auge con las guerras de conquista de Grecia y el este, aportando a la Roma de ese período unas riquezas claramente visibles.
En el momento en que transcurre esta novela, Roma estaba involucrada en dos grandes guerras de conquista: una contra los reinos de Macedonia y Grecia, que habían surgido a partir del imperio de Alejandro Magno, y otra con la población del norte de África, a los que los romanos llamaban «púnicos», término utilizado para los descendientes de los marineros fenicios de lo que hoy es el moderno Líbano, que habían fundado la ciudad de Cartago unos setecientos años antes. Roma sostuvo tres guerras contra Cartago: del 264 al 261 a. C., del 218 al 201 a. C., y del 149 al 146 a. C., apoderándose progresivamente de los territorios cartagineses en ultramar en Cerdeña, Sicilia y España hasta que Cartago quedó reducida a poco más que las tierras del interior de la moderna Túnez, cercada por aliados de Roma: los númidas. La segunda guerra púnica, en la que el general cartaginés Aníbal marchó con sus elefantes a través de España y los Alpes en dirección a Roma, es, seguramente, la campaña más famosa, principalmente por el hecho de que Cartago quedara intacta, lo que creó el caldo de cultivo para uno de los acontecimientos más devastadores de la historia antigua, unos cincuenta años después, cuando Roma finalmente tomó la decisión de destruir completamente a su enemigo.
En el momento del asalto final a la ciudad en el 146 a. C. y a Corinto, en Grecia, en ese mismo año, Roma tenía en su mano el dominio del mundo antiguo, un dominio que se regía por una constitución que había sido diseñada para gobernar una ciudad y no un imperio. Para el especialista moderno en guerras, este período es uno de los más fascinantes del mundo antiguo, un tiempo donde el más leve cambio podría haber alterado el curso de la historia, y en el que todos los factores de las campañas entran plenamente en juego: el trasfondo político, las rivalidades y alianzas entre las familias patricias de Roma, los problemas de aprovisionamiento y el coste de mantener ejércitos al otro lado del mar, el desarrollo de tácticas de combate tanto terrestres como marítimas y, por encima de todo, la personalidad y ambición de algunos de los individuos más poderosos de la historia. Un período que solo es conocido superficialmente a través de antiguas fuentes y que, por tanto, deja mucho espacio para el juego y la especulación.
La historia de las guerras púnicas tiene hoy en día gran repercusión, con algunas lecciones muy bien aprendidas y otras no tanto. La decisión de salvaguardar Cartago intacta al final de la segunda guerra púnica podría compararse con la de los Aliados de no conquistar Alemania y, en su lugar, aceptar un armisticio al final de la Primera Guerra Mundial, o la decisión de la coalición americana de detener la invasión de Iraq al final de la guerra del Golfo de 1991; en ambos casos la decisión de retirarse derivó, años más tarde, en guerras mucho más costosas y devastadoras. La arqueología ha demostrado que, a pesar de la derrota de Aníbal, Cartago reconstruyó su puerto de guerra sin ser molestada por Roma, al igual que los Aliados permanecieron impasibles mientras Hitler reconstruía su flota y sus fuerzas aéreas en los años treinta. En muchos aspectos, las guerras púnicas fueron la primera y auténtica guerra mundial, la primera guerra «total», abarcando más de la mitad del mundo antiguo, y con repercusiones que alcanzaron más allá del Mediterráneo occidental. Al igual que las guerras mundiales del siglo pasado o la guerra global actual contra el terrorismo, la principal lección de historia tal vez sea que la guerra a esa escala deja poco espacio para la concesión o el apaciguamiento. La guerra total significa eso: guerra total.
Distancias
La unidad básica de medida lineal en Roma era el pie (pes), dividido en doce pulgadas (unciae), más o menos parecidas a las unidades que usamos hoy en día. Para grandes distancias utilizaban la milla (milliarum), una distancia de cinco mil pies, lo que equivaldría a nueve décimos de una milla moderna o aproximadamente un kilómetro y medio. Una unidad intermedia de origen griego era el stadium (derivado del griego stadion, pista de carreras), de aproximadamente seiscientos pies, un poco menos de un octavo de milla o la quinta parte de un kilómetro. En la traducción se utiliza generalmente la versión española de estadio y estadios, al igual que en la novela.
Fechas
Los romanos fechaban los años ab urbe condita, es decir, desde la fundación de la ciudad en el 753 a. C., pero más comúnmente utilizaban el «año consular», nombrando a los dos cónsules en el cargo a la vez. Dado que los cónsules cambiaban anualmente y, en teoría, ninguno de los dos podía repetir el cargo, la fecha consular se remitía a un único año. A menudo era necesario pronunciar los nombres completos de los cónsules porque, dado el predominio en todo el período de la República de hombres pertenecientes a un pequeño grupo de familias tales como los Escipiones, tal vez no fuera suficiente con decir «durante el consulado de Escipión y Metelo»; había que dar los nombres completos.
Gens
La gens (plural gentes) eran los miembros de una familia patricia de Roma. Una persona podía pertenecer a una rama consolidada de gens, de modo que, por ejemplo, Escipión el Africano pertenecía a la rama de los Escipiones de la gens Cornelia, y Sexto Julio César a la rama de los Césares de la gens Julia. Las gentes podrían compararse con las familias aristocráticas de Europa de los últimos siglos, aunque para los romanos el comportamiento de las gentes se regía por unas normas mucho más formales y restrictivas, no solo respecto a los matrimonios sino también en cuanto a derechos y privilegios. La mayor parte de los personajes principales de la República romana procedían de un pequeño número de gentes, por lo que nombres como Julio César y Bruto, que tanta repercusión histórica tuvieron en el período de la guerra civil, surgen con frecuencia en generaciones precedentes, a menudo con la misma fama e importancia.
Nombres
Los romanos eran llamados entre sus amigos por su praenomen (nombre de pila), al igual que nosotros hoy en día, aunque también podían ser conocidos por sus otros nombres, en el caso de Escipión su cognomen (segundo apellido), lo que era una costumbre muy común entre los aristócratas. El cognomen indicaba la rama de la familia (gens) que se revelaba en el segundo apellido; así, el Escipión de esta novela, Publio Cornelio Escipión Emiliano, era de la rama de los Escipiones de la gens Cornelia. Pero los Cornelio Escipiones no eran la gens en la que había nacido, ya que había sido adoptado por el hijo del famoso Escipión el Mayor, Publio Cornelio Escipión el Africano, cuando era niño; sin embargo, siguiendo la costumbre, el joven Escipión también conservó el nombre de la gens de su padre biológico, Lucio Emilio Paulo Macedonio. Al igual que Paulo había sido recompensado con el agnomen (apodo) Macedonio por su triunfo sobre los macedonios en Pidna en el 168 a. C., el nombre completo del joven Escipión en el 146 a. C. era Publio Cornelio Escipión Emiliano el Africano, incluyendo el apodo Africano heredado de su abuelo adoptivo después de que este fuera recompensado como consecuencia de la batalla de Zama en el 202 a. C. El peso de las expectativas implícitas en ese nombre sobre las espaldas del joven Escipión, y sus esfuerzos para ganarlo por su propio derecho, constituyen la trama subyacente de esta novela.