La muchacha del balcón

La tarde bajaba por esa calle junto al puerto

con paso lento, balanceándose, llena de olor,

las viejas casas palidecen en tardes como ésta,

nunca es mayor su harapienta melancolía

ni andan más tristes de paredes,

en las profundas escaleras brillan fosforescencias como de mar,

ojos muertos tal vez que miran a la tarde como si recordaran.

Eran las seis, una dulzura detenía a los

desconocidos,

una dulzura como de labios de la tarde, carnal,

carnal,

los rostros se ponen suaves en tardes como ésta,

arden con una especie de niñez

contra la oscuridad, el vaho de los dancings.

Esa dulzura era como si cada uno recordara a una mujer,

sus muslos abrazados, la cabeza en su vientre,

el silencio de los desconocidos

era un oleaje en medio de la calle

con rodillas y restos de ternura chocando

contra el «New Inn», las puertas, los umbrales de

color abandono.

Hasta que la muchacha se asomó al balcón

de pie sobre la tarde íntima como su cuarto con

la cama deshecha

donde todos creyeron haberla amado alguna vez

antes de que viniera el olvido.