Quince días más tarde…
Paolo miró hacia atrás. No conseguía adivinar dónde podrían estar tanto Nicolás como Carolina pues jamás había podido ver tanta gente junta en un mismo lugar.
La plaza de San Pedro estaba abarrotada hasta los topes.
Odiaba los actos oficiales. Prefería dejárselos a los mandamases de la unidad pero en este no tuvo elección. Había estado involucrado en primera persona en el caso y eso le obligaba a estar rodeado de las más altas figuras políticas no solo de Roma, sino del mundo entero.
Aunque siendo sincero hubiera preferido estar trabajando.
Al final había ocurrido lo inevitable. El Santo Padre estaba ya demasiado mayor y la muerte había llamado a su puerta. Ahora se encontraría en ese cielo tan ansiado mientras una inmensa multitud lo lloraba concentrado en esa plaza.
Esos llantos se mezclaban con los vítores que ensalzaban la figura del difunto Papa y lo recordaban como lo que fue, un gran líder que lo hizo lo mejor que pudo dentro de una jerarquía eclesiástica cada vez más podrida por dentro. No fue todo un revolucionario pero sí es cierto que algunas de sus medidas no fueron aplaudidas por los sectores más conservadores del catolicismo.
El inspector romano envidió a sus nuevos amigos. Estos se habían librado de estar en primera línea a pesar de ser parte involucrada en el caso que le había hecho estar ahí. Habían sido mucho más listos que él, desde luego, alegando que no se sentían cómodos ante tanto ojo puestos en ellos y que eso se les quedaba grande. Orarían por él entre la multitud.
A Paolo no se le ocurrió a tiempo esa excusa.
Cuando los Sediarios Pontificios pasaron delante de él portando a hombros el cadáver del Papa, no pudo evitar sentir un escalofrío que lo recorrió su espalda de arriba abajo. Supuso que en el fondo la gente que ahora lloraba y rezaba por doquier le había contagiado ese espíritu divino que envolvía por completo la plaza.
En medio de ese raro sentimiento notó como una mano le rozaba la espalda.
Giró su cabeza y vio a su nuevo amigo Nicolás.
Paolo le dedicó una sonrisa pues entre tanta formalidad le agradaba poder ver una cara amistosa, pero esa sonrisa se borró casi de inmediato al comprobar que este presentaba un semblante serio.
—¿Qué pasa? —acertó a preguntar el inspector Salvano.
—Tenemos que irnos —respondió el español sin modificar su rostro.
—¿Ha pasado algo?
Nicolás se limitó a asentir.
Paolo volvió a girar la cabeza e intentó dirigirse a su jefe, que estaba a su derecha observando muy emocionado el séquito que acompañaba al Sumo Pontífice.
—Tengo que marcharme —susurró a su superior intentando no levantar revuelo.
—¿Ahora?, ¿le parece que es buen momento?
—Es necesario. Hay algo que parece urgente que me reclama, si no, no lo haría. Por favor, discúlpeme ante las autoridades. En cuanto sepa lo que ha ocurrido se lo haré saber.
Paolo no dio oportunidad de réplica pues abandonó su posición de inmediato y se encaminó en busca de Nicolás, que lo esperaba paciente tras la valla de seguridad que se había colocado.
Cuando el romano llegó a la posición de este quiso saber qué había pasado de inmediato.
—No lo sé a ciencia cierta —contestó el inspector Valdés—. Sólo puedo decirle que ha venido el inspector Alloa y me ha comunicado que debíamos marchar a la sede. Algo grave ha ocurrido.
Alloa había sido ascendido a inspector debido a su inmensa labor dentro de la resolución del caso. Un premio del que Paolo no podía estar más orgulloso y de acuerdo. Esa mañana le había tocado quedarse al mando en la sede, Paolo lo envidiaba y lo consideraba un suertudo.
—¿No ha dicho nada más? —quiso saber el romano.
—Ha dicho que no es lugar para hablar de nada. Está con Carolina al comienzo de la Via della Conziliazone, esperándonos.
Paolo en un principio no pudo imaginar qué podía ser tan importante como para que Alloa lo requiriera con tanto apremio, pero viendo que también había buscado a los españoles tan solo podía significar una cosa.
Entre tanto gentío les costó algo más de lo normal el llegar hasta el punto en el que se encontraban tanto Alloa como Carolina. Cuando lo hicieron Paolo no pudo evitar preguntar.
—¿Qué está pasando, Alloa?
—No es un buen lugar para hablar, inspector, de todas maneras es algo que debe ver con sus propios ojos. Le aseguro que lo que yo pueda explicarle quedará corto con lo que pueda ver usted.
El inspector italiano quedó sin habla al escuchar las palabras de Alloa. ¿De verdad impactaba tanto? Eso no hizo sino acrecentar más su nivel de expectación.
Montaron los cuatro en el coche del recién ascendido inspector y partieron hacia la sede.
Una vez allí notaron que había cierto revuelo, todos miraban a los tres inspectores con gestos de preocupación.
Eso hizo que los corazones de Nicolás, Carolina y Paolo comenzaran a latir todavía más rápido. Si acaso se podía.
Pasaron al nuevo despacho de Alloa, hacía tan solo un mes estaba ocupado por uno de los inspectores veteranos que había dejado al fin la placa, pues sus últimas investigaciones habían demostrado que ya no estaba tan lúcido como hacía veinte años.
En él había un aparato de televisión al que se le había conectado un reproductor de DVD.
Alloa no esperó para hablar una vez cerró la puerta.
—Hace una hora más o menos hemos recibido una información demasiado confusa acerca de un incidente en la cárcel de Regina Coeli, en Trastevere…
—Un segundo —interrumpió Paolo a Alloa—, ¿has dicho Regina Coeli?
Paolo se tensó sobremanera al escuchar el nombre de esa cárcel, de todas las que había en Italia era en la que menos deseaba que pudiera pasar cualquier cosa.
—En efecto —contestó Alloa que sabía por qué esa cárcel provocaba esa reacción en el inspector—. En un principio no hemos entendido nada, estaban muy excitados ante lo ocurrido y ya digo, la información era demasiado confusa, pero enseguida hemos sabido de que se trataba de él.
Paolo cerró sus ojos al mismo tiempo que inspiraba lentamente. Todo el vello de su cuerpo reaccionó.
—Por favor, no me digáis que “él” es quien yo creo que es —intervino Nicolás, que hasta el momento estaba callado junto a Carolina.
Paolo se limitó a asentir al mismo tiempo que el rostro del inspector Valdés se tensaba sobremanera.
Esa era la cárcel en la que el doctor Meazza esperaba el juicio que le haría pagar por sus crímenes.
—Al poco tiempo hemos recibido este DVD, nos lo han traído ellos mismos. Son las grabaciones de la cámara de seguridad del módulo de presos altamente peligrosos. Creo que no están preparados para lo que van a observar.
Alloa se acercó al mueble portátil que contenía los aparatos electrónicos y encendió el televisor. Seguidamente hizo lo mismo con el reproductor de DVD.
Pulsó el botón del Play en el mando a distancia.
La imagen apareció en la pantalla.
En ella se podía ver enfocado el pasillo que daba acceso a la celda en la cual descansaba el doctor Meazza. El aspecto de las celdas se asemejaba bastante a los modelos de cárcel mostrados en las películas pues estas eran de barrotes. El módulo de seguridad necesitaba que en todo momento se mostrase qué estaban haciendo los allí encerrados.
De repente una persona con gorra a la que no se le podía distinguir la cara se acercó hasta la celda del doctor. Parecía que le decía algo a este. A los pocos segundos se vio cómo el forense se acercaba hasta los barrotes, poniéndose a pocos centímetros del personaje de la gorra.
—Pare el video —ordenó Paolo.
—¿Qué pasa, inspector? —preguntó Alloa.
—Primero de todo, ¿cómo ha accedido ese individuo hasta la mismísima celda del doctor? Es el módulo de seguridad, por Dios, no puedo creer que alguien pueda campar a sus anchas por ahí como si nada.
—Todavía no lo sé, inspector. Le repito que de momento todo es muy confuso, pero se preocupe, enseguida iremos a investigar acerca de lo sucedido. Supongo que querrá que nos personemos usted y yo —hizo una pausa—. No pierda detalle de lo que viene a continuación.
Paolo asintió y volvió a mirar hacia el televisor.
Alloa volvió a pulsar el botón para que la imagen cobrara vida de nuevo.
Los dos hombres seguían hablando, parecía por los gestos que se recriminaban algo.
Lo que sucedió a continuación pasó tan rápido que casi tienen que ver las imágenes a cámara lenta.
El hombre de la gorra sacó algo que parecía llevaba oculto bajo la manga. Con ese algo y con una rapidez felina introdujo la mano por los barrotes y de un tajazo sesgó la garganta del doctor Meazza. Este, instintivamente se echó las manos sobre la misma para intentar que la sangre no saliera de la forma que lo estaba haciendo. La cantidad del líquido rojo que salía por segundo hizo que este apenas durara uno segundos en pie.
Primero cayó de rodillas, luego el resto del cuerpo.
Todos los allí presentes, a excepción de Alloa que ya sabía lo que iba a pasar, se echaron para atrás de la impresión que les dio las imágenes. No esperaban que ese fuera el desenlace de las mismas. Desde un primer momento imaginaron que el problema iba a ser otro bien distinto y que tenía que ver con la fuga (casi imposible por un lado) del “asesino de sacerdotes”.
—Lo peor viene ahora —anunció Alloa.
Los tres volvieron a fijarse con toda su atención en lo que el televisor mostraba. En él se veía al asesino que había acabado con el ídem mirando sin mover un músculo como este último perdía la vida tirado en el suelo.
Cuando ya se hubo asegurado de que así fue dio media vuelta y sin mostrar su rostro, pues miraba hacia abajo y tan solo se conseguía ver la gorra, mostró las palmas de sus manos a la cámara de seguridad.
En ella se leía algo que hizo que el inspector jefe romano casi perdiera la consciencia de la sensación de mareo que se apoderó de él. La frase no podía ser más concisa, se leía de izquierda a derecha, lo tenía todo pensado.
Carolina fue la que la leyó en voz alta, no hacía falta hablar italiano a la perfección para entenderla.
—“Hola, Paolo. Todavía no me has atrapado”.