Fimiani apenas podía creer lo que tenía en las manos, con los ojos abiertos como platos, observaba la punta de lanza empapada con la sangre del Sumo Pontífice.
—Esta debe de ser la lanza original, tenía entendido de que se cree que estaba oculta en un punto sin identificar de una montaña en Armenia. Que como es lógico, el resto de las que existen esparcidas por todo el mundo son burdas imitaciones que ni siquiera datan de la época de Jesucristo —dijo sin apenas creer sus palabras—, si no es la verdadera, ¿qué sentido tendría que la hubiese utilizado para dar muerte a los sacerdotes?
—Creo que igualmente no tiene ningún sentido, padre, pero si usted piensa que esa es la lanza original de la crucifixión, por favor, guárdela con recelo una vez la hayamos procesado al cien por cien, no debe de volver a caer en las manos equivocadas —comentó Paolo observando cómo el padre Fimiani miraba ensimismado la lanza.
Dicho esto, dio media vuelta y se dirigió al capitán de la Guardia Suiza.
—Así que todo formaba parte de un plan —dijo Paolo impresionado por lo acontecido mientras observaba como se llevaban preso al herido doctor Meazza—, por eso Fimiani desapareció de repente sin más, fue en busca de ese policía español y ambos se colaron por una antiquísima y secreta salida de emergencia de la habitación del santo padre.
—Así es —reconoció el capitán de la Guardia Suiza orgulloso de su plan—, no crea que iba a abrir la puerta de Su Santidad sin la certeza de querer entretener al doctor para simplemente, ganar tiempo mientras Fimiani y el inspector Valdés llegaban hasta los aposentos por el pasadizo secreto.
—Debo postrarme a sus pies, estoy muy impresionado, ojalá yo tuviera la cabeza tan fría como usted en este tipo de situaciones críticas.
—Déjelo, me han entrenado para esto. Proteger el Papa es mi vida y si fuese necesario, la daría sin dudarlo un instante, solo he cumplido con mi deber.
—Y a usted —dijo Paolo en un perfecto castellano con marcado acento italiano volviéndose hacia Nicolás, que charlaba con el padre Fimiani como si se conociesen de toda la vida—, muchas gracias, su colaboración ha sido crucial, sobre todo teniendo en cuenta de que no tenía por qué hacerlo. Gracias por ayudarnos a capturar a este grandísimo cabrón, no tienen ni idea lo que nos ha costado llegar hasta él.
—Me lo imagino —dijo Nicolás—, de todas maneras todo este asunto no ha acabado.
—¿Cómo dice?
—Creo que será mejor que bajemos y nos dirijamos a mi despacho, en el cuartel general —medió el capitán—, creo que debemos hablar de esto de una manera más tranquila —echó un vistazo a su alrededor—, sin tantos oídos que puedan escuchar lo que digamos.
Tanto Paolo como Nicolás asintieron.
Como el caso, por órdenes del jefe pertenecía a Alloa, el inspector lo dejó haciendo su pertinente trabajo y decidió bajar con el capitán, el padre Fimiani y el inspector español hacia donde le había indicado el imponente hombre.
Cuando llegaron, Nicolás buscó con la mirada a Carolina, sabía que esta estaría preocupada ya que no había tenido tiempo de darle explicaciones cuando el cardenal Coluccelli, que ahora, según se había enterado, se hacía llamar padre Fimiani, bajó a toda prisa para requerir su ayuda. Nicolás no podía creer las palabras de Fimiani después de haber conseguido un arma para él y haberlo llevado por un estrecho pasadizo ascendente oculto detrás de una estatua de Bernini, en el palacio apostólico. Le pareció que todo aquello formaba parte de una película pues, según se acababa de enterar, dependía de él el poder salvarle la vida al anciano Papa, que estaba en manos del asesino que había traído en jaque a toda la policía italiana.
Una locura total.
Carolina, cuando lo vio no pudo reprimir sus ansias de darle un fuerte abrazo pues estaba muy asustada por el cariz que iba tomando la situación, una situación en la que nadie le explicaba nada y en la que de repente, Nicolás había echado a correr con el cardenal Coluccelli sin dar explicación alguna. Ella tan solo había podido ver cómo le entregaban una pistola a Nicolás para de nuevo salir corriendo con el cardenal no sabía dónde.
Cuando Nicolás sintió el cálido abrazo de Carolina, todo su mundo se paró en seco. No estaba en el Vaticano, no acababa de salvarle la vida al Papa, no se sentía engañado por Edward y sobre todo, no sentía que sus pies tocasen el suelo. Todo desapareció con el ansiado calor del cuerpo de la joven, un calor que añoraba por encima de todo.
El capitán, al observar la imagen instó a la joven a que los acompañase al despacho para que todos llegasen a un acuerdo de cómo proceder a partir de ahora.
En la sala entraron, el capitán, Paolo, el padre Fimiani, Carolina y Nicolás.
Para que todos pudiesen tomar asiento, dos guardias suizos habían traído varias sillas para que nadie quedase de pie, no esperaban estar dentro tan solo unos minutos. Debido a que los tres italianos hablaban castellano a la perfección y ni Carolina ni Nicolás entendían la lengua de Petrarca, se decidió que el idioma hispano se utilizara en aquella sala.
La reunión, en la que cada uno contó su experiencia y averiguaciones en el caso, ahora común para todos, duró casi una hora y media, en la cual, nadie quedó indiferente escuchando las historias de los otros.
—Entonces tenemos claros varios puntos —dijo el capitán mientras se masajeaba levemente las sienes—, todas sus historias, por increíble que parezca, han confluido en una sola, y, si no me equivoco, creo que el siguiente paso a dar es su vuelta a Escocia para intentar llegar hasta el centro de la misteriosa hermandad, ¿me equivoco, inspector Valdés?
—Para nada, tengo muchas ganas de visitar de nuevo a mi amigo Edward y que me explique con su propia boca su versión de los hechos.
—No se deje llevar por la ira, recuerde que con esto puede crear un conflicto internacional. Primero hemos de ponernos en contacto con la policía de allí, explicarles la situación y pedir que le dejen a usted al mando, a pesar de las reticencias que seguro pondrán —dijo el capitán mostrando con sus manos un gesto de calma.
—Yo me encargaré de llamar a mi comisaría y poner en su conocimiento todos estos acontecimientos, como supuestamente todo está relacionado por la investigación llevada a cabo hace un año y medio, dudo que me pongan algún inconveniente —añadió Nicolás.
—A mí también me gustaría viajar con ustedes dos a Escocia —dijo Paolo ante la sorprendida mirada de Carolina y Nicolás—. Aunque ya hemos detenido al asesino debo llegar hasta el fondo del asunto pues, si lo que dicen es cierto, hay una mano que movía los hilos del doctor, por lo tanto el caso no está cerrado. Tampoco creo que me pongan inconvenientes. Aunque teóricamente estoy apartado del caso, no creo que mi jefe rechiste cuando le cuente las nuevas.
—Si acaso lo hiciese, tome —el capitán escribió su número de teléfono personal en un pequeño papel en blanco y lo entregó al inspector—, que hable conmigo, presionaré lo que pueda para que así sea.
—No creo que haga falta.
—Y nosotros —prosiguió el capitán—, no podemos hacer más. Nuestras competencias nos limitan a la ciudad del Vaticano, pero si necesitan cualquier cosa tan solo tienen que pedírmela. Tenemos oficiales apostados por todo el mundo, la seguridad de la Iglesia también se lleva en completo silencio en otros países. Desde aquí nos aseguraremos que Su Santidad, así como el resto de sacerdotes que aparecen en la lista, tengan una especial protección, cueste lo que cueste, por lo tanto pueden partir tranquilos.
Ni a Paolo ni a Nicolás le sorprendieron las palabras del capitán. Sabían que la sombra del Vaticano era enorme y no podían concentrar sus esfuerzos por la seguridad del cristianismo en un lugar tan pequeño, tenían hombres por todo el mundo velando por ella.
—Por favor, manténganme al corriente de todo lo que suceda a partir de ahora, soy consciente de nuestras competencias pero cuando se ha atentado contra la vida de Su Santidad, la Guardia Suiza debe de estar presente en todo momento en cualquier investigación que se lleve a cabo.
Todos levantaron de sus sillas pues las palabras del capitán sonaban a despedida.
—Y por favor, espero su discreción con todo lo que ha sucedido hoy aquí. Sería una publicidad barata hacia la hermandad que no beneficia a nadie, solo a ellos. Y una cosa más —dijo el capitán mirando a Carolina y Nicolás—, su Santidad quiere agradecerles que una vez más, hayan salvado a la iglesia de un apocalipsis, ya lo hicieron con su silencio hace un año y medio y, hoy nuevamente gracias al inspector, el Sumo Pontífice sigue con vida.
El capitán agachó la cabeza en modo de agradecimiento a lo que ambos jóvenes respondieron con una sonrisa cuando este levantó la cabeza.
Todos salieron del despacho.
Escocia les esperaba.
Lo que no imaginaba ninguno era lo que Escocia les deparaba.