Capítulo 71

La cama del Sumo Pontífice, de madera antigua y bastante austera, había sido desmontada con un cuidado excepcional para, con sus maderas y una cuerda cuidadosamente escondida en el maletín del doctor, se pudiese formar una cruz dispuesta a ser usada para contener el cuerpo del Papa. Este se encontraba tirado en el suelo, amordazado y con una prominente herida en su costado derecho realizada con una punta de lanza que reposaba junto al pobre anciano.

Los ojos del Santo Padre miraban a los allí presentes inyectados en sangre y a punto de salir de sus órbitas.

Antes de que a nadie le diese tiempo a reaccionar y, sin duda movido por su instinto natural, el doctor Meazza se abalanzó sobre el Papa pistola en mano para apuntarle directamente a la sien con la boca del cañón. Le había sorprendido que llegasen tan pronto, suponía que su pista, como todas, era bastante explícita, pero una vez más no sabrían interpretarla como era debido.

Ahora su única vía de escape posible se encontraba a través del viejo Papa.

—¡Suéltelo, doctor, no haga ninguna estupidez! —gritó el capitán.

—Vamos, Guido, no seas imbécil y entrégate. Sabes que no hay salida, todo está lleno de guardias y de policías. No lograrás escapar.

—Estoy seguro de que con mi pequeño trofeo se me abrirán todas las puertas —dijo el doctor con voz sepulcral, una voz tan aterradora que hizo recorrer un escalofrío a todos los allí presentes.

—Tengo francotiradores apostados en varios puntos estratégicos, un disparo limpio en la cabeza cuando menos lo espere y se acabará todo por las malas —mintió el capitán de la Guardia Suiza.

—No soy tan idiota, utilizaré como escudo al viejo, no dejaré ni una sola zona libre para que puedan pegarme un tiro, no piensen que soy un novato.

—No lo pensamos, Guido —dijo el inspector—, ¿pero acaso no te das cuenta de que todo esto es una locura?

—Paolo, te puedo asegurar que no lo es, mi causa bien vale la vida de estos pecadores.

—¿El Papa también es un pecador?

—Si el pasado delictivo de unos simples sacerdotes puede casi desaparecer, imagina el todo un Papa, no iba a aparecer en tu ridículo informe —dijo el doctor Meazza con una sonrisa malévola.

—Su Santidad, cuando era joven perteneció a un grupo de extrema derecha en su país natal. Participó en varias torturas raciales y fue condenado varias veces hasta que vio la luz y comenzó su carrera sacerdotal, dejando todo aquello atrás —dijo el capitán sin apartar la mirada del doctor.

Paolo no daba crédito a sus oídos, parecía que nadie en el seno de la iglesia se libraba de un pasado complicado y fuera de la ley.

—Guido, has dicho que tu causa bien lo vale, ¿qué causa es esa? —dijo Paolo hablando en un tono afable, intentando relajar al médico al mismo tiempo que ganaba tiempo para que el doctor no cometiese ninguna locura.

—La segunda edad de la humanidad ya ha llegado a su fin, en su lugar, una tercera, más iluminada, con menos pecadores y con una iglesia libre de atrocidades vendrá. La profecía dicta que con la sangre de los pecadores un nuevo amanecer ha de llegar y tan solo los purificados saldremos adelante y viviremos por fin en paz, sin tanta miseria, sin tantas injusticias, sin tanto dolor.

—¿Dolor como el que tú estás causando, Guido? ¿Acaso no es una contradicción?

—No Paolo, este dolor es necesario para librar a la humanidad de este mal, si lo hago es porque no hay otra manera de que la tercera edad llegue.

—Doctor, ¿se está escuchando usted mismo?, ¿ha perdido completamente la cabeza? —dijo Alloa.

—Subinspector, creo que no entiende nada, yo tan solo soy una herramienta que ejecuta esta parte de la profecía. En cuanto yo acabe una máquina mucho más poderosa abanderada por los que serán los nuevos líderes de la fe comenzará a girar. Le puedo asegurar de que esto es mucho más antiguo de lo que puedan imaginar, y sobre todo, mucho más poderoso. Deberían de sentirse afortunados por poder admirar con sus propios ojos lo que va a suceder a muy corto plazo, muchos siglos han pasado, pero por fin ha llegado el momento.

Paolo y Alloa se miraron resignados, no había nada que hacer, ese hombre había perdido totalmente el juicio y no hacía más que decir chorradas. A saber qué tipo de secta le había sorbido el cerebro para llegar a decir semejantes tonterías, lo importante ahora era detenerlo, no hacerle cambiar de idea. Eso último parecía ser algo imposible.

—Guido, te lo pido por última vez, deja en paz al Papa y entrégate, de verdad. En algún momento conseguirán abatirte y serás tú el que no vea ese nuevo amanecer que tanto anuncias, todo por lo que creía que luchabas dejará de tener sentido.

—¿Acaso crees que me importaría morir?, creo que no has entendido nada, se me ha concedido el más alto de los honores, de todas las personas que hay en el mundo, confiaron en mí para esta tarea y hasta ahora, como sabrás, no me ha ido nada mal. Recordad que si estáis aquí es porque a mí me ha dado la gana, lo podía haber hecho todo en silencio y lo único que hubieseis encontrado ahora mismo sería un Papa crucificado boca abajo. Me pareció más divertido llevándoos en los talones. Eso no hacía más que demostrar mi superioridad frente a vosotros, habéis sido mis marionetas. Aquí las reglas las pongo sólo yo.

—¿Consideras que todo esto ha sido un juego?

—Para nada, digamos… que he añadido un poco de sal a un guiso algo soso.

—Por favor, Guido, recapacita…

—¡Basta de charlas! —exclamó hundiendo todavía más el cañón en la sien del sumo pontífice—, si pretenden entretenerme para llenar esto todavía más de policías es que son imbéciles rematados. Ahora voy a salir y usted, capitán, me acompañará para asegurar mi integridad o no dudaré en apretar el gatillo y volarle la cabeza a este anciano, ¿entendido?

El capitán quedó pensativo durante unos instantes mirando hacia el fondo de la habitación del Sumo Pontífice, de momento las cosas estaban trascurriendo según él esperaba. Durante su entrenamiento para la protección de rehenes había aprendido que la primera reacción de un malhechor al encontrarse en la situación que se encontraba el doctor era de protegerse a él mismo lo primero. Nunca apretaban el gatillo pues sabía que si lo hacía perdería la seguridad de la que disponía en aquellos momentos y entonces sería abatido. Hasta ese punto todo trascurría según lo deseado, el problema iba a ser a partir de ahora. No sabía si la segunda parte de su plan iba a salir correctamente, no podía permitir que el asesino escapase pero mientras estuviese con el Papa como rehén no podían jugársela pues, como había anunciado, si era un poco inteligente podía utilizar al anciano pontífice como escudo. Si recibía un disparo por la espalda corría el riesgo de que el sucesor de Pedro también lo recibiese al atravesar al asesino.

Ante tan dilema y haciendo uso de su juramento de asegurar la vida del pontífice con la suya propia, tomó una decisión.

—Le acompañaré, no sé si es usted un hombre de honor o no, eso lo desconozco, pero yo si lo soy. Pertenezco a la Guardia Suiza y eso hace que mi palabra vaya más allá de lo imaginable, le ayudaré a escapar. Aseguraré su seguridad y le doy mi palabra de que no recibirá ningún disparo ni será víctima de una emboscada, pero tiene que prometerme que Su Santidad saldrá airoso de esta situación. Mírelo, no para de perder sangre y necesita la intervención urgente de un doctor para tratarle la herida producida por usted, por favor, deme su palabra y yo le daré la mía.

Paolo, sorprendido ante las palabras del capitán le dedicó la más inquisitoria de sus miradas.

—¿Está usted loco? —dijo el inspector—, ¿le va a dejar escapar, sin más?

—Usted no lo entiende, soy Guardia Suizo, al igual que mi padre y mi abuelo lo fueron. Nuestro deber es proteger con nuestra propia vida la del Papa, mi misión no es detener a este hombre y llevarlo ante la justicia, esa misión es solamente suya. Actuaré como se espera que actúe una persona de mi rango, no pondré en peligro la vida del Papa.

—¡No puedo creer lo que escucho!, va a dejar escapar a un criminal, ¡eso está penado por la ley!

—¡Aquí la ley soy yo! —anunció el capitán mediante un grito ensordecedor— No olvide que nos encontramos en un estado con leyes propias y no son otras que las que dictamos nosotros.

Paolo ya había escuchado suficiente, estaba rodeado de locos, no podía creer que estuviese oyendo esas palabras. Aquello parecía una pesadilla en la cual un asesino con un puñado de muertes a sus espaldas estaba a punto de escapar. Lo peor es que nadie iba a hacer nada para remediarlo.

El inspector quedó mirando directamente a los ojos del capitán buscando un destello de cordura por parte de este, pero ese destello no aparecía, todo indicaba a que el doctor Meazza iba a salirse con la suya.

De repente Paolo vislumbró algo que un principio no había sabido identificar, parecía una especie de guiño hacia su persona por parte del capitán, pero no estuvo seguro pues sucedió de una manera asombrosamente rápida.

—Doctor, cuando quiera nos vamos, necesito que esto acabe cuanto antes para que el Santo Padre pueda ser atendido en breve.

—Claro, capitán, cuando usted quiera, en cuanto me encuentre montado en un coche junto con nuestro querido Papa y me asegure de que no hay peligro, pararé durante un instante y lo dejaré libre, no antes.

—Me parece justo, solo quiero que no le pase nada que pueda herirlo más.

El doctor Meazza sonrió ante las palabras del capitán, su plan estaba saliendo a la perfección, su lista de pecadores era tan amplia que enseguida iría a por otro para terminar su obra. El que hubiese elegido al Papa no había sido algo necesario, fue tan solo para dar un toque más dramático a su obra al dejar a la iglesia descabezada.

Cualquier sacerdote pecador le servía.

Además, era la última muerte, por lo que tan solo tendría que actuar una vez más para que el círculo se cerrase.

—Bueno, pues si le parece bien nos vamos ya.

Meazza asintió y se dispuso a salir con el pontífice por delante, pero antes de que pudiese dar ni un solo paso, una pila de libros de la estantería que había detrás de él cayó de golpe al suelo, haciendo que girara instintivamente su cabeza en esa dirección.

Antes siquiera de que la hubiese girado completamente, un disparo atravesó el hombro que había quedado descubierto por el asesino al girar su testa.

El doctor, al sentir el disparo atravesar su hombro, debido al dolor y a la quemazón producida, dejó caer su arma y al Sumo Pontífice al suelo, cayendo unos segundos después él también quejándose del dolor del disparo. Al contrario del recibido por Paolo la noche anterior este sí parecía haber acertado de pleno en el hueso del hombro, por lo que el dolor que sentía Meazza en aquellos instantes era indescriptible.

Inmediatamente, dos Guardias Suizos se echaron encima del malhechor, impidiendo cualquier movimiento por parte de este al mismo tiempo que otros dos, entre los que se encontraba el capitán, fueron a socorrer al Papa, aquejado por el fuerte dolor del costado con el añadido de la caída.

Aquel hombre no paraba de derramar sangre y necesitaba cuidados inmediatos por parte del doctor.

Paolo no entendía nada de lo que había ocurrido. Todo había sucedido demasiado deprisa y no había podido reaccionar, pero quizá ese geste de guiño de un ojo por parte del capitán, tenía que ver con eso.

De repente, una voz apareció detrás de la estantería de la cual habían caído los libros que habían distraído al doctor por un segundo.

—¿Alguien nos puede ayudar? —dijo la voz, bastante conocida para la mayoría de los allí presentes.

Era la del padre Fimiani.

Alloa y otro subinspector avanzaron hasta la estantería y comenzaron a moverla revelando un pasadizo oscuro que parecía contener unas escaleras descendentes. Del pasadizo salió el sacerdote y un joven de unos treinta años, de aspecto atlético y barba semidescuidada que sostenía el arma que había disparado al doctor. Paolo no lo conocía.

—Caballeros, para los que no lo conozcan les presento al inspector jefe de la policía nacional española en una de sus comisarías de Madrid, al señor Nicolás Valdés.