Nicolás, todavía bajo la amenaza de las estrambóticas alabardas que portaban los dos Guardias Suizos salió del estrecho agujero sin hacer ningún movimiento brusco para que, seguidamente, lo hiciese Carolina, que mostraba el mismo semblante de sorpresa que el inspector de policía.
—Por favor —dijo el inspector con las manos todavía en alto y sin hacer ningún movimiento que pudiese poner más nerviosos a los centinelas—, no hemos hecho nada, no sabemos cómo hemos llegado hasta aquí.
Los guardias, sin bajar las armas, no dejaban de pegar gritos que ni la joven ni el inspector podían entender, estaban enloquecidos ante aquella intrusión.
Carolina echó un vistazo a su alrededor, solo necesitó dos segundos para reconocer el lugar que tantas veces había visto en fotografías.
El patio del Belvedere formaba parte de un conjunto de tres patios, proyectado en 1506 por Bramante a órdenes de Julio II, el complejo fue construido en un principio para poder comunicar el palacio del Inocencio VIII con la Capilla Sixtina. Construido primero en tres partes, redistribuido a dos a finales del siglo XVI y con una nueva separación en 1822 para incluir una serie de estatuas que habían conferido su aspecto final.
La joven, a pesar de la situación tan peliaguda en la que se encontraban en esos momentos, no pudo evitar sentir los poros de sus brazos abrirse al notar un erizamiento por lo que sus ojos contemplaban.
Nicolás, con los brazos en alto, no entendía nada de lo que decían los dos centinelas. Optó no abrir la boca hasta que los llevaran al lugar que fuese y encontrase a alguien que hablase castellano para intentar explicar de la forma más creíble posible el por qué acababan de salir desde el subsuelo dentro de ese patio.
Aunque sabía que ninguna explicación sería lo suficientemente creíble y para mayor colmo, no podía llamar a Edward para que los ayudase porque los había engañado y no confiaba para nada en aquel anciano.
Un guardia indicó a otro que registrara a los sospechosos, por lo que dejó su alabarda al compañero y comenzó a cachear a ambos quitándoles todo lo que encontró en sus bolsillos, incluido el bolso que portaba Carolina.
Al no encontrar nada altamente sospechoso, Nicolás observó que los guardias, con un movimiento de alabarda hacia adelante, les indicaban que comenzaran a andar. El inspector suponía que los llevarían a su famoso cuartel, del que tantas veces había oído hablar pues era casi toda una leyenda dentro del mundo policial.
A través de unos pasillos nada transitados por otras gentes y, de una manera tranquila pero sin pausa, llegaron a una pesada puerta de acero custodiada por otros dos guardias que se sobresaltaron al contemplar la situación que tenían delante de sus narices.
Sin mediar palabra abrieron la pesada puerta para que los centinelas con sus prisioneros pudiesen acceder al interior de las dependencias.
A pesar de lo estrafalario de sus uniformes, el cuartel de la Guardia Suiza no presentaba un aspecto renacentista como hubiesen podido esperar ambos jóvenes. Dotado con las más altas tecnologías en video vigilancia y, con unas oficinas mucho más modernas que las de la propia comisaría de Nicolás, la imagen difería mucho de lo que ambos hubiesen esperado en un principio. Además, a parte de los dos guardias que les habían capturado, dentro nadie llevaba el uniforme oficial, todos iban vestidos con traje y corbata.
Nada más ver la imagen de los dos prisioneros, dos guardias vestidos de traje, altos como torres y rubios como el sol se abalanzaron sobre ellos poniéndoles las esposas sin llevar ningún cuidado. Seguidamente comenzaron los cuatro a hablar entre sí muy rápido consiguiendo que, una vez más, los dos jóvenes no entendiesen ni una sola palabra.
Una vez terminaron de hablar, seguramente explicándose entre ellos los detalles de la captura, los acompañaron a empujones a una sala de declaraciones.
Los sentaron en una silla de manera brusca y se apostaron sobre la puerta de salida. Instantes después entró un todavía más alto hombre de pelo rubio. Su cara no era de pocos amigos, más bien parecía no tener ninguno.
Tomó asiento frente a ellos.
—Soy el capitán Zimmermman —dijo en un perfecto castellano aunque marcado por un potente acento que no supieron identificar. Seguramente los otros guardias le habían proporcionado tal dato acerca de sus nacionalidades—, ya he comprobado que ustedes dos son españoles. Quiero que me proporcionen una explicación clara y concisa de cómo han aparecido sin más del subsuelo del patio del Belvedere, ahórrense mentiras si quieren acabar de buena forma.
—Señor, estábamos debajo de tierra porque estábamos visitando unas catacumbas, vimos una escalera para subir, la ascendimos y sin darnos cuenta aparecimos en ese patio, no somos ni terroristas ni ladrones, se lo puedo asegurar. Es más, yo soy inspector jefe del cuerpo nacional de policía de España, de Madrid.
—Están comprobando sus identidades en estos momentos, por lo que sí es verdad lo que me dice acerca de usted me lo confirmarán enseguida. Por lo demás, no le creo, no hay ninguna catacumba aquí debajo de nosotros, si la hubiese, créame, la conocería. Me sé de memoria todos los pormenores de la ciudad del Vaticano pues cuido de su seguridad, por lo tanto ya puede estar dándome una explicación más creíble o se van a ver envueltos en un problema muy gordo.
—Le he dicho la verdad, pero si usted quiere una explicación más detallada, la va a tener.
Nicolás buscó en los ojos de Carolina una aprobación que no tardó en recibir. Durante los siguientes diez minutos pasó contando al capitán, detalle a detalle la historia completa de por qué habían llegado a ese punto. Narró desde el asesinato del padre de la joven hasta la llegada a las catacumbas, pasando por Edward y los asesinatos se Roma.
Al terminar de escuchar la historia, el capitán no sabía qué cara poner.
—No sé qué decir, su historia, a pesar de tantos elementos fantásticos como lo relacionado con los Caballeros Templarios y la hermandad súpersecreta a la que dicen pertenece su amigo el escocés parece creíble. Los asesinatos en Roma son una realidad que está investigando los Carabinieri ya que se hallan dentro de su jurisdicción. También conozco la historia del cardenal Guarnacci, pues fui yo mismo quien llevó la investigación de su asesinato.
—¿Entonces nos va a dejar libres? —preguntó esperanzado Nicolás.
—No tan rápido, amigo, primero he de cerciorarme en medida de lo posible que todo lo que me cuentan es verdad, empezando por verificar sus identidades. Si todo lo que me ha contado concuerda serán libres pues no han intentado hacer daño a la Santa Sede. De momento les voy a quitar las esposas y van a esperar fuera, sentados en unos bancos bajo la custodia de dos de mis hombres. Comprendan que hasta que no me asegure al cien por cien, no puedo hacer otra cosa.
—Es usted muy amable, capitán —dijo Carolina con gesto solemne.
—Si no les importa, voy a poner al corriente a Su Santidad acerca de su presencia en nuestra ciudad, estoy seguro que deseará tener una audiencia con ustedes para que le cuenten de primera mano todo lo que está ocurriendo, los asesinatos están golpeando directamente sobre nuestro seno.
Carolina sufrió un sobresalto al escuchar lo de la audiencia. Su padre hubiera dado todo lo que tenía por poder charlar cara a cara con el máximo representante de los cristianos en el mundo, a pesar de no ser creyente.
El capitán ordenó algo en suizo a los dos guardias apostados en la puerta que, una vez salió este de la sala, se acercaron a los dos jóvenes y les quitaron las apretadas esposas, algo que Carolina agradeció pues su fina mano comenzaba a amoratarse debido a la presión ejercida por estas.
Seguidamente los acompañaron como había dicho el capitán hasta un banco en el cual esperarían sentados mientras se hacían todas las comprobaciones.