Capítulo 68

Lo primero que hicieron fue buscar refuerzos en la planta superior. Necesitaban agentes que cubriesen cada salida del edificio, otros tantos vigilarían el perímetro de la sede, solo por si acaso, esta vez no se les podía escapar.

Lo siguiente, una vez asegurado todo lo anterior, fue bajar a toda prisa. Decidieron ni esperar el ascensor pues no querían perder nada de tiempo, bajaron los escalones de tres en tres como si una bomba estuviese a punto de estallar ante sus ojos y correr fuese la única esperanza.

Cuando llegaron a la puerta, Paolo quedó en el centro, Alloa aguardó a la derecha y Carignano, todavía cojeando, quedó a la izquierda de la misma. Varios agentes aguardaban detrás de ellos, pistolas en mano listos para cualquier sorpresa y dispuestos a intervenir si acaso fuese necesario.

Paolo respiró profundo varias veces, era consciente de que si no cometían ningún error, nadie tenía por qué salir herido y la operación sería todo un éxito.

Miró tanto a Alloa como Carignano para saber si estaban listos.

Estos movieron sus cabezas en señal de asentimiento.

Paolo, con su arma sostenida con su “brazo malo” ni sentía en aquellos momentos el dolor producido por la bala que lo atravesó la noche anterior, la adrenalina que recorría su cuerpo cual marea enfurecida no le dejaba sentir nada que no fuese la excitación de saber que aquella historia estaba a punto de llegar a su fin.

Alargó su brazo libre para introducir el número adecuado en el panel.

Una vez lo hizo, la puerta emitió un chasquido que demostraba que estaba abierta.

La empujó con fuerza con su pierna.

—¡Quieto, hijo de puta! —exclamó nada más entrar apuntando directamente a la figura que se hallaba en el centro de la sala— ¡Tira lo que lleves en la mano al suelo y arrodíllate con las manos sobre la nuca! —la ira lo cegaba.

Alloa y Carignano entraron enseguida detrás de él, al mismo tiempo que los agentes más cercanos a ellos se acercaban para proteger la puerta de entrada/salida.

La figura presente ni se movía, sin poder entender lo que estaba ocurriendo.

Cuando Paolo y los dos subinspectores vieron la cara de sorpresa del allí presente, bajaron de repente sus armas mostrando la misma cara que aquella persona.

—¿Dónde está el doctor Meazza? —dijo Paolo al observar que allí no se encontraba quien esperaban, sino al doctor Andosetti—. ¿Qué hace usted aquí?

—He venido tras una llamada del doctor Meazza, me ha pedido que viniese para sustituirle pues su santidad ha empeorado en las últimas horas y necesita de sus servicios, ¿qué significa todo esto?

—¡Joder! —exclamó Paolo desesperado—, ese hijo de perra se nos ha escapado.

—Un segundo —dijo el padre Fimiani que desde el umbral de la puerta, protegido por los agentes de fuera, observaba la escena—, ¿ha dicho que el santo padre ha empeorado? Pero eso es imposible, si eso ocurre, yo soy una de las primeras personas en saberlo, me hubiesen llamado a mi teléfono enseguida.

De momento Paolo quedó parado, pensativo, su mente iba atando cabos a una velocidad asombrosa, todo cobraba sentido, todo encajaba.

—Joder, hemos de ir a toda prisa al Vaticano, a detener al doctor Meazza —dijo de repente.

—Inspector, ya ha oído al padre, ¿no piensa que ha utilizado esa excusa para escapar y punto?, quizá haya olido el peligro y haya huido. No creo que sea tan estúpido de haberse dirigido hasta el Vaticano —respondió el subinspector Alloa.

—No, desgraciadamente todo tiene sentido, no ha escapado, va a terminar su obra.

—No le entiendo…

—Piense, la nota, “volver a empezar”, ¿cuál fue el primer apóstol con el que se dio a conocer?

—San Pedro, pero… ¡Oh, mierda!