El sacerdote que tan amablemente les había descubierto la posible entrada a las tan ansiadas catacumbas tenía razón desde luego cuando afirmó que la iglesia estaba algo escondida. A los jóvenes les costó algo plantarse en la puerta de la misma, necesitaron preguntar a varias personas que, a base de balbuceos, consiguieron indicar el camino correcto a la entrada de la escondida basílica.
La iglesia, a pesar de ser poco conocida por la mayoría de la gente, era una de los templos con más historia de toda Roma pues fue fundada en 1141 en su primera construcción. Aunque la iglesia había sufrido importantes cambios en su arquitectura a lo largo de los siglos todavía se podía admirar el bello campanario ya que este era el original de la su primera construcción. Su interior, también reformado a lo largo de los siglos, apenas ya conservaba restos de los detalles románicos que albergó antaño.
La fachada era sencilla, con un frontón triangular, vacío en aquel momento, pero que parecía haber albergado algún tipo de escudo en su interior años atrás.
Carolina y Nicolás pasaron a dentro y la observaron minuciosamente, ya que estaban dentro de la hora de visitas de la tarde. Había una nave con capillas laterales y un techo plano que se extendía sin interrupción desde la entrada de la misma hasta el arco triunfal del ábside.
Una vez hubieron echado un breve vistazo, dirigieron sus pasos directamente a una pequeña mesa en la cual un hombre de más de sesenta años vendía entradas a las catacumbas visitables desde la cripta por el módico precio de tan solo un euro por persona.
Gustosamente pagaron tal ridícula cantidad y accedieron, a través de unas escaleras de piedra algo erosionadas por el paso del tiempo, a la cripta que daba acceso las escaleras que descendían hasta las catacumbas.
Antes de entrar en el interior de la iglesia, ambos, en previsión de la más que posible oscuridad en las zonas sin explorar, habían comprado un par de linternas LED, pequeñas pero con un potente chorro de luz y un par de botellas de agua, después de lo vivido en Armenia, toda precaución que pudiesen tomar era poca.
Una vez descendidas el segundo juego de escaleras llegaron hasta las catacumbas que, supuestamente, a lo largo de su recorrido llegarían hasta la ciudad del Vaticano y con ello hasta la nueva prueba que les aguardaba para, presuntamente, acabar el camino iniciático de la hermandad.
Ambos no paraban de preguntarse cuál sería el siguiente paso a dar una vez resolvieran este tercer puzle, ¿quizá se les indicara la posición exacta de la guarida de la hermandad?, ¿serían partícipes de algún revelado de secretos tan importantes como los que conocieron hacía un año y medio? No estaban para nada seguros de cómo serían las cosas una vez superasen con éxito aquella prueba, pero la curiosidad revoloteaba por sus interiores sin descanso alguno.
Cuando comenzaron a recorrer las catacumbas, con la misma sensación de frío y humedad que el sentido por la mañana en la necrópolis, hubo un detalle que llamó la atención de los dos jóvenes.
—Mira Nicolás, mira los enterramientos que aquí hacían, los nichos están separados entre hombres, mujeres y niños. ¿No te parece curioso?
Nicolás observó a lo que aludía Carolina, quedando asombrado por lo que vio, no entendía el latín, pero las palabras no daban a equívoco aún sin conocerlas: “virorum”, “mulierum” e “infantium”, marcaban el tipo de enterramiento realizado en esa sección.
—Y tanto, pensaba que en estas sociedades todavía no imperaba la separación según sexo y edad.
—Eso es algo tan antiguo como el propio mundo, desde siempre se ha hecho esa distinción, hasta cuando el hombre no poseía todavía el conocimiento se sabía cuál era el sitio de cada uno. Me parece que por desgracia todo sigue igual que hace miles de años.
—En eso me parece que no hemos evolucionado nada —concluyó el inspector lamentando con un gesto de negación de su cabeza.
—Desde luego que no.
Siguieron avanzando observando cada detalle de la misma, varios frescos, con imágenes un tanto paganas como para pertenecer a un conjunto sagrado como aquel adornaban las paredes y hacían plantearse a ambos jóvenes el estilo de vida que debían de llevar las personas que frecuentaban esas catacumbas veinte siglos atrás.
Después de un buen rato andando por aquellos tortuosos pasillos llenos de pequeñas galerías que asemejaban más al laberinto del Minotauro que a otra cosa, llegaron hasta el punto que con más ansia andaban buscando, la cadena con una señal de prohibido el paso y un mensaje en italiano que, como había narrado en la Plaza de San Pedro el sacerdote, debía de decir que la visita acababa ahí y que nadie se responsabilizaba del valiente que decidiese traspasar esa barrera.
—¿Preparada? —quiso saber el inspector mientras miraba impávido hacia el interior del oscuro túnel que les desafiaba en aquellos instantes.
—Nací preparada —contestó mientras buscaba en el interior de su bolso las mini linternas recién adquiridas para que les sirvieran de ayuda contra la oscuridad del lugar.
—Gracias —dijo Nicolás una vez recibió la suya—, espero que la pila de esto aguante.
—No seas agorero, anda —dijo la joven mientras elevaba su pie derecho por encima de la cadena para después continuar con el izquierdo y traspasar la barrera—, ¿vas a venir o voy yo sola en la búsqueda de lo que sea que aguarde?
Nicolás rio ante la predisposición de Carolina, lo más normal, después de lo vivido en las dos anteriores pruebas, era que la joven hubiese mostrado algo más de reticencia a la hora de afrontar esta nueva incógnita, pero al revés, Carolina mostraba una entereza única y que desde luego Nicolás admiraba.
Estaba claro por sus experiencias vividas, que la joven era una mujer única, con más virtudes que defectos. No le cabía duda alguna que más de un hombre hubiese deseado poder tener entre sus brazos.
Él la tuvo y todavía mantenía la esperanza de poder volver a tenerla algún día.
El inspector pasó también la cadena prohibida y se colocó delante de Carolina, como siempre. Él andaría primero, sería una vez más su escudo.
Las linternas realizaban su cometido a la perfección, a pesar de lo que pudiese parecer debido a su reducido tamaño y el bajo coste que tenían en la tienda, conferían una luz extraordinaria en el interior de un pasillo. Un pasillo que cada vez se iba estrechando más.
Tanto perdió en anchura el mismo, que llegó un momento en el que ambos tuvieron que caminar de lado para caber entre las paredes, tanto Carolina como Nicolás temieron que llegara a un punto que fuese imposible el seguir avanzando debido a que sus dimensiones no lo permitiesen.
Aquí, el agobio también jugó una parte fundamental, pues mientras caminaban con la nariz pegada a la pared de enfrente del mismo, no pudieron evitar acordarse del incidente de Viena y desearon que esas paredes permaneciesen en su sitio en todo momento.
Siguieron avanzando durante unos metros en esa misma posición e intentando no pensar en nada hasta que Nicolás se detuvo en seco.
—Mira, Carolina, estamos en el buen camino, de eso estoy completamente seguro.
Carolina no comprendía el porqué de esa frase del inspector, pero cuando este avanzó un par de metros más y cedió a la joven el sitio en el que se había detenido esta comprobó por qué decía esas palabras.
Dibujado en relieve en la pared con algo que debía de ser metálico y punzante, un dibujo con unas trazas casi perfectas a pesar de la dificultad de hundir el “lápiz” contra la pared había representada una crucifixión en la que un soldado claramente clavaba algo en el costado de Jesús.
—Vaya, quizá era un indicador para que el aspirante supiese que no iba por mal camino, la verdad es que el tramo recorrido hasta aquí, aparte de lo del ángel y la lanza, no ha sido demasiado esclarecedor —comentó Carolina sorprendida mientras miraba el dibujo.
Nicolás también pensaba lo mismo que la historiadora, llegados a ese punto las dudas de si estaban o no en el camino correcto los asaltaban como algo natural. Sería una verdadera faena haberse equivocado y tener que desandar todo lo recorrido.
Continuaron dando pasos por el angosto y estrecho pasillo hasta que comprobaron que, poco a poco, volvía a ensancharse permitiendo que los jóvenes recuperasen su forma habitual de andar.
Y de respirar.
—¿Crees que estaremos ya bajo el suelo del Vaticano? —preguntó Carolina algo agobiada pues la humedad había crecido considerablemente haciendo que la sensación de frío aumentara varios grados de golpe.
—Ahora mismo me encuentro algo desubicado, parece ser, que hemos girado algo hacia la izquierda mientras andábamos de lado, pero no puedo confirmártelo porque ha sido una curva tan suave y larga que podría confundirse con una recta, pero puede ser que ya nos encontremos donde queremos.
Siguieron andando hacia adelante, enfocando con sus pequeñas linternas cada rincón de pared, suelo y techo que recorrían con la esperanza de encontrar el indicador definitivo, pero esa esperanza, por más pasos que daban no se tornaba realidad.
Tras un largo tiempo de andares sin recibir fruto alguno, Nicolás se detuvo en seco por segunda vez.
—Mira eso, parece una puerta cerrada, creo que por fin hemos llegado.
Carolina comenzó a sonreír después de escuchar a Nicolás, pero pronto se le fue apagando esa sonrisa pues era una noticia buena y mala a la vez. Buena por haber encontrado por fin algo, y mala por no saber qué destino les deparaba el traspaso de esa puerta, algo en su interior le decía a voces que esta iba a ser la prueba más dura de todas, con diferencia.
Vigilando sus pasos y con cierto temor, Nicolás se paró frente a la puerta, la cual, a su lado izquierdo, mostraba el típico pulsador encontrado en las otras dos localizaciones, listo para ser apretado.
Nicolás esperó hasta que Carolina llegase a su posición ya que andaba con paso muy dubitativo para pulsar con decisión y sin preguntar el botón que abriría una entrada hacia lo desconocido.
Tal y como esperaban, un mecanismo sonó fuertemente revelando un sonido de engranajes que comenzaron a subir la pesada puerta de piedra hacia arriba muy despacio.
Cuando la pesada roca alcanzó su tope, Nicolás intentó iluminar con su linterna la estancia a la que iban a acceder en breve, pero desde la posición en la que se hallaban y debido a la amplitud de la misma, apenas lograron ver qué les esperaba.
El inspector miró a los ojos a Carolina y esta, aunque con ciertas reticencias, asintió despacio.
Entraron en el interior de la habitación sin separarse ni un solo centímetro el uno del otro, intentando iluminar hasta el último rincón de la misma. Sorprendidos comprobaron cómo, aparte del pequeño altar que ya habían visto en las otras dos ocasiones, la habitación no contenía nada más.
¿Cuál sería en esta ocasión la sorpresa reservada por la hermandad para sus aspirantes?
Tanto Nicolás como Carolina temían esa respuesta.
Ya habían rozado la muerte dos veces en apenas 3 días y la sombra de una tercera planeaba por sus cabezas.
¿Quizá algún tipo de gas tóxico emanado desde las propias paredes?, ¿o acaso el suelo comenzaría a caer revelando ante ellos un foso de lava en el cual morirían abrasados nada más tocarlo con sus pies?
Todo tipo de disparates retorcidos volaban sin control por la mente de ambos.
Ya que no había nada más dentro del habitáculo, decidieron centrarse en el pequeño altar al que ya estaban acostumbrados.
Los dos, con la misma inquietud de un reo a la espera de su hora final, comenzaron a mirar detenidamente cada aspecto del pequeño altar.
Como en las dos ocasiones anteriores, era de piedra tallada, suave al tacto como la carita de un bebé de cinco meses no presentaba dibujo alguno en toda su geometría. En su parte más alta, como no, descansando sobre una base cuadrada de unos treinta centímetros un pulsador aguardaba a la mano que tuviese el valor de presionarlo.
—En fin, ya estamos aquí —dijo Nicolás suspirando lentamente.
—En efecto —respondió la joven historiadora imitando al inspector.
—Ya no hay vuelta atrás, lo que tenga que suceder, sucederá. Supongo que al pulsarlo, como siempre, el cuadrado dará la vuelta y nos dará las instrucciones para intentar no morir hoy.
A Carolina no le hizo gracia la “broma” del inspector.
—Una vez más, ¿preparada?
Carolina, muy nerviosa ante el desconcierto de no saber qué iba a suceder, asintió titubeante con su cabeza.
Nicolás tomó aire, posó su mano encima del pulsador y lo apretó con fuerza hacia abajo.
Casi sin aviso, el mecanismo de la puerta por la que acababan de acceder a la sala se accionó, bajando esta lentamente y dejándolos completamente encerrados en su interior y sin más luz que la de sus linternas. Casi de seguido, el mecanismo del altar empezó a funcionar como esperaban, elevando la base del pulsador hacia arriba y dándole la vuelta al llegar a su tope, bajando a continuación para plantarse de nuevo en su posición original.
La base cuadrada revelaba un nuevo mensaje en latín, Carolina se echó para adelante enseguida para poder interpretarlo con la menor pérdida de tiempo posible.
El mensaje era tan claro y al mismo tiempo tan impactante que Carolina casi cayó al suelo desmayada al leerlo.
—¿Qué dice? —preguntó alertado Nicolás al observar la tez de Carolina, que había perdido todo su color.
Pero Carolina no podía decir ni una sola palabra, estaba completamente en shock.
Al ver esto, el inspector la agarró de la parte superior de los brazos y la agitó suavemente en repetidas ocasiones hasta que consiguió que la mirada de Carolina, hasta ahora perdida, apuntara directamente hacia la suya.
—Hi… Hi… Hijo de puta… —acertó a decir esta con el gesto todavía desencajado.