A las 9 de la mañana, hora local en el país transalpino, ambos colocaron por primera vez sus pies en suelo italiano, el aeropuerto de Fiumicino como era conocido o, Aeropuerto Internacional Leonardo da Vinci, como era su nombre oficial, era el más transitado de toda Italia y, precisamente en aquellos momentos, se encontraba en su momento de plena ebullición.
No les costó encontrar la empresa de alquiler de coches que tenían concertada gracias a la fantástica ayuda de Edward, pues tanto su terminal, que era la C, como las otras dos, la A y la B, contaban con una oficina de esa empresa, que era la mayor de toda Italia.
Lo que ni por asomo hubiesen esperando era el flamante Mercedes E-500 de color marfil recién matriculado que, recién lavado y encerado por el encargado de las instalaciones, aguardaba las identificaciones de los dos jóvenes para ser conducido por Nicolás.
—¡Guau! —exclamó Carolina al ver el interior del automóvil una vez arreglado todos los papeleos pertinentes—. Esto está mejor que cualquier coche visto por mí hasta la fecha. Esta vez Edward se ha estirado de lo lindo.
—Pues sí… —dijo Nicolás al apoyar su espalda en el cómodo asiento de cuero del automóvil—, mira que estoy contento con mi Peugeot 407, pero no me importaría para nada tener uno de estos aparcado debajo de mi piso.
Carolina rio ante el comentario de Nicolás, era increíble cómo se crecía un hombre frente a un automóvil de ese tipo, lo llevaban en los genes.
El sistema de navegación del Mercedes nada tenía que ver con los vistos por él hasta la fecha, bastante más complejo, le costó varios minutos poder introducir la dirección del hotel reservado a toda prisa por Edward durante el trascurso de la noche anterior.
Una vez conseguido ese importante paso, comenzaron a recorrer los treinta y cinco kilómetros que separaban el aeropuerto de la capital italiana. Cuando por fin lograron entrar dentro de la ciudad, Nicolás no pudo evitar sorprenderse por la forma de conducir que tenían los romanos, algo había escuchado, pero distaba enormemente de la pura verdad.
Los automóviles, más que recorrer el pavimento con sus ruedas parecía que volaban, y eso que él estaba acostumbrado al intenso tráfico de Madrid en el que los coches solían ir a una velocidad de noventa kilómetros/hora por el Paseo del Prado. Aquello parecía un caos, un semáforo que acabase de encender sus bombillas LED de color rojo, significaba que todavía podías pasar a pesar de que peatones intentaran cruzar la carretera por sus respectivos pasos. Tuvo que ir con bastante cuidado a pesar de los pitidos que emitían otros conductores coléricos que pasaban a su alrededor maldiciendo por sus ventanillas, no necesitaban más líos por el momento.
Según recorrían las calles romanas, los ojos de Carolina iban agrandándose progresivamente cuando veía los archiconocidos edificios que, durante toda su vida, había deseado poder ver en directo, con sus propios ojos. Ahí los tenía todos, la muralla, el circo, el foro… por un momento logró olvidar la razón real por la que se encontraba en Roma y se dejó llevar por la magia de la ciudad.
Fue justo cuando pasó al lado del que más fascinación le causaba cuando sintió que su piel se erizaba hasta tal punto que parecía que tuviese la misma piel de una gallina. El Coliseo siempre había sido su edificio favorito en el mundo entero, había leído mucho acerca de él, hasta tal punto que conocía tantas anécdotas del mismo que podría pasar hablando durante horas y horas soltando datos por su boca sin apenas descanso. Carolina recordó una de esas ocasiones, una amiga suya, en un ataque repentino de su pareja de romanticismo empedernido, acababa de llegar de un viaje exprés de dos días a la capital italiana. Se reunieron en el café Colón, el mismo al que le gustaba ir con su padre y donde el destino le hizo conocer a Nicolás.
«—No sabes cómo te envidio —dijo una jovencísima Carolina que todavía no había acabado sus estudios universitarios—, ¿cómo lo habéis pasado? ¡Cuéntame!
—Ha sido maravilloso, Roma es tan bonita que me faltan palabras para poder describírtela, ha sido todo muy romántico, los restaurantes eran preciosos… Viviría allí sin pensármelo.
—Joder, qué envidia, mi padre no para de repetir que iremos, pero está tan ocupado siempre que aún no veo el momento en el que ocurra eso.
—Mira, te he traído una cosita, José me dijo que no te trajera esto si no quería morir de aburrimiento —comenzó a reír—, no te enfades, pero es que los dos te conocemos bien y sabemos lo que esto puede traer. Pero es que lo he visto y no he podido evitarlo, mira.
Su amiga le entregó una pequeña bolsa de color rojo.
—A ver a ver… —dijo Carolina mientras lo abría expectante—, oh… es precioso…
Cuando lo abrió, un pequeño estuche de color marrón apareció ante sus ojos que al abrirlo le reveló dos pendientes de plata, no muy grandes, con la forma del coliseo romano. A Carolina casi se le saltaron las lágrimas cuando lo vio, su amiga sabía que el mejor recuerdo que le podría haber traído.
—¿A que no sabías una cosa del coliseo? —dijo mientras no le quitaba ojo al regalo que acababa de recibir—, en él murieron más de 500.000 personas, ¿te haces una pequeña idea de lo que es eso?, de verdad, piénsalo por un momento, es medio millón, no estamos hablando de miles ni de decena de miles, sino de medio millón, es que cuando lo pienso no puedo dejar de alucinar.
Cuando miró de nuevo a su amiga, esta miraba hacia otro punto del café, no le interesaba para nada lo que estaba contando Carolina.
—Vale, José tenía razón, no tenías que habérmelo comprado.
Dicho esto ambas comenzaron a reír fuertemente.»
Después de tantos años y tantos sueños, ahí estaba, el edificio inicialmente conocido como Anfiteatro Flavio y que después había cambiado su nombre a Coliseo, después de soportar terremotos, robos de piedra y un sinfín de atrocidades, majestuoso. Frente a sus propios ojos.
No les costó demasiado gracias al modernísimo y complejo sistema de navegación integrado en el vehículo llegar a su destino. Ambos no podían creer que lo que tantas y tantas veces habían visto en televisión se materializara delante de ellos mostrándose mucho más impactante de lo que hubiesen imaginado en un principio.
El estado más pequeño del mundo se dibujaba ante sus ojos.
Habían llegado al Vaticano.
El magnífico hotel Alicamandi Vaticano, situado en el Viale Vaticano número 99, no podía estar mejor ubicado para la realización de su tarea, pues se encontraba justo al lado de la imponente muralla vaticana. Las sospechas que albergaban los jóvenes de que no debía ser muy barato se vieron acrecentadas al comprobar cómo orgulloso, mostraba sus cuatro estrellas en la misma entrada.
Como era natural, lo primero que hicieron nada más llegar fue dirigirse a recepción, donde una sonriente mujer de pelo de color rubio y de tez blanquecina como la leche les aguardaba con paciencia.
—Buenos días, teníamos una reserva a nombre de Nicolás Valdés y Carolina Blanco, aquí tiene nuestras identificaciones —colocó encima del mostrador sus dos pasaportes.
—Muy bien, señor —dijo en un correcto castellano marcado con un clarísimo acento italiano mientras tecleaba a una velocidad asombrosa en el ordenador—, correcto, aquí están. Su habitación es la suite principal, en la última planta, aquí tienen sus llaves —dijo mientras les entregaba sus correspondientes tarjetas electrónicas—, enseguida un compañero les subirá su equipaje, espero tengan una buena estancia en nuestro hotel y disfruten de su viaje en nuestra maravillosa ciudad.
—Muchas gracias, es usted muy amable —se despidió Nicolás.
Montaron en un lujoso ascensor, moqueta incluida, que los trasladó hasta la última planta.
La suite principal les esperaba.
Cuando abrieron la puerta con las tarjetas recién obtenidas ambos no pudieron hacer más que abrir sus bocas ante lo impresionante de la imagen.
Decorada con un gusto extremo y, de una amplitud más que suficiente incluso como para poder vivir en ella, la suite se mostraba ante ellos como una estancia en la que no hubiesen soñado hospedarse en sus vidas.
En una gran variedad de tonos marrones, sus muebles, de aspecto antiguo aunque aparentemente recién restaurados estaban colocados de tal forma que, a pesar de disponer de un gran mueble bar, una enorme cama de matrimonio, una mesa de tamaño considerable con dos sillones en sus flancos y un mueble de televisión capaz de soportar un gran plasma de unas 50”, parecía que sobraban metros para instalar una cocina con todos sus electrodomésticos.
Sencillamente genial.
Quizá la maravilla de la estampa no les dejó darse cuenta en un principio de cómo era la cama en la que debían de descansar.
Nicolás no pudo evitar sentir removerse su estómago en cuanto lo asimiló.
—Uy, parece que se han equivocado, nos han puesto una cama de matrimonio en vez de dos camas.
—No creo que se hayan equivocado, Nicolás, supongo que las suites serán así. No he estado en muchas que digamos, pero tiene sentido.
—Pues llamaré para ver si nos pueden cambiar esto, no creo que a Edward le importe pagar un poco más si nos quieren cobrar por el cambio.
—Déjalo Nicolás, no molestemos. No creo que pase nada grave porque esta noche durmamos sobre el mismo colchón, la cama es grande, no deberíamos tener problema.
Nicolás asintió sorprendido por las palabras de la joven, estaba irreconocible desde el día anterior.
—Como quieras —comentó el inspector enarcando una ceja ante el asombro de las palabras de Carolina.
Alguien llamó a la puerta delicadamente.
—Hola, les traigo sus maletas —se escuchó desde fuera.
Nicolás abrió la puerta para que un muchacho, de no más de 25 años y pelo largo de color castaño recogido con una repeinada coleta entrase en la suite con el equipaje a cuestas. Portaba también un sobre blanco a nombre del inspector. Dejó las maletas en el lugar donde Carolina le indicó e hizo entrega del sobre al inspector.
—Gracias —dijo este mientras ponía en la mano un billete de 20 € en la mano del joven, no sabía si era lo correcto, mucho menos en una habitación tan lujosa como aquella, pero lo había visto en demasiadas películas americanas y le hacía bastante ilusión.
—Muchas gracias, señor, es usted muy amable. Espero disfruten de la maravillosa habitación, es la mejor que disponemos. Además, también deseo disfruten de su estancia en nuestra bellísima ciudad, pidan a través de su teléfono lo que necesiten y nosotros se lo serviremos encantados.
Cuando salió de nuevo de la suite, Nicolás abrió el sobre para ver su contenido.
Para su sorpresa era una carta del mismísimo Vaticano escrita la misma mañana según se podía apreciar en la fecha impresa en el folio, en la que confirmaban su hora de visita para la necrópolis a las doce en punto de esa misma mañana. En la carta, además de las normas sobre el vestuario y varias recomendaciones para turistas despistados, les indicaba que debían de acudir al Ufficio Scavi para recoger los billetes que les daría acceso a la misma.
—Vaya —dijo Carolina cuando observó la carta que sostenía el inspector en la mano—, al final Edward lo ha conseguido, menuda velocidad. Alucino como todo lo que se propone este hombre lo consigue.
—Recuerda que el dinero todo lo puede, estos días lo estoy comprobando de una manera descarada, además, habrá tirado de favores personales, ya me entiendes.
Carolina asintió con la cabeza a sabiendas de a lo que se refería Nicolás.
—Pues vamos para allá, falta tan solo media hora para la visita, démonos prisa.
Carolina y Nicolás abandonaron su lujosa estancia para descender de nuevo a la plana baja del hotel, para seguidamente abandonarlo ante la atenta sonrisa de la simpática recepcionista. Una vez fuera pusieron rumbo con toda la velocidad que pudieron hacia la plaza de San Pedro, sintiendo el cosquilleo típico de un turista que nunca había visitado la ciudad del Vaticano.