Dejaron aparcado el coche en el principio de la calle Vittorio Vénetto, la misma en la que estaba apostada la iglesia pero a una distancia lo suficientemente prudente para no ser descubiertos. Cada paso que andaban traía consigo un sinfín de miradas en todas direcciones para comprobar que todo estaba en perfecto orden, que nada iba mal.
Llegaron hasta el número 27, que no era otro que el de la iglesia de Santa María de la Concepción de los Capuchinos.
Paolo echó una ojeada a la fachada exterior del edificio.
Construida con ladrillo rojo, presentaba un aspecto algo distinto a las convencionales fachadas de las iglesias romanas, pareciendo más un edificio público antiguo en los que sí era más habitual ese tipo de construcciones. Con una escalinata ascendente hacia la derecha para después continuar con otra hacia la izquierda, se llegaba a la entrada de la basílica.
Nada más llegar, Paolo se preguntó si había hecho bien en ir tan solo acompañado por Alloa para intentar atrapar al asesino. No había contemplado la posibilidad de que el malhechor pudiese escapar por la puerta lateral, por lo que confió en su suerte y esperó con todas sus ansias que si el homicida estaba dentro de la iglesia, estuviese en la famosa Cripta de los Capuchinos, con tan solo una salida, la cual podrían taponar sin problema alguno entre el subinspector y él.
Cuando observó la puerta principal y vio que no estaba cerrada del todo supo que algo no andaba bien, pues la última misa había acabado hace dos horas y el horario de visitas finalizaba a las seis de la tarde. No parecía forzada, por lo que supuso que además de ser un perfecto psicópata, también se le daban bien las cerraduras.
Con mucho cuidado y utilizando un pañuelo de su bolsillo, para no dejar sus huellas, abrió la puerta muy despacio intentando que esta no emitiese ningún ruido.
El inspector sacó su arma e instó a Alloa a que hiciese lo propio y, con un guiño de ojos, le indicó que había llegado el momento de entrar con la máxima cautela posible.
Paolo conocía bien la iglesia debido a las veces que había ido con amigos suyos dispuestos a pasar unos momentos de horror. No tan importante como otras de Roma, pero si una de las más impresionantes de ver. No por su interior, ya que era algo reducida en dimensiones, pero sobre todo destacaba por su sobriedad, al contrario que otras tan ostentosas en la ciudad eterna. Lo más impresionante de la iglesia, llegando al punto de convertirse hasta en una visita morbosa, era su cripta, en la que reposaban más de 4000 hermanos capuchinos fallecidos entre 1528 y 1870, siendo sus huesos parte de la decoración de las seis capillas que conformaban la misma, habiendo en su interior imágenes tan tétricas como esqueletos completos ataviados con los hábitos de los monjes.
Avanzaron sigilosamente, vigilando cada uno de sus pasos, imbuidos en la oscuridad propia de esas horas de la noche en una iglesia en teoría fuera de uso en esos momentos. Comprobaron que, como esperaba Paolo, la parte superior de la basílica estaba completamente despejada, sin signo alguno de que fuese a cometerse un crimen en esa parte del templo. Continuaron andando intentando que sus pasos no llamasen la atención hasta la zona en la cual estaba ubicada la escalera que descendía hasta la famosa cripta.
Paolo hizo un gesto con su mano indicando al subinspector Alloa para que esperase ahí, en la única salida posible de la cripta. Este replicó en silencio intentando decirle al inspector que si estaba loco, a lo que Paolo respondió con un simple movimiento de ojos que no dejaba réplica alguna a sus exigencias.
Según descendía, arma en mano, empezó a maldecir su suerte al recordar que la iluminación de las criptas. Al no ser suficiente la luz natural que penetraba por unas rendijas abiertas al exterior, era eléctrica, mediante unos tubos fluorescentes y que, a no ser que el asesino fuese idiota, algo que dudaba, no estarían encendidas en ese momento imposibilitando su visión en el subsuelo.
Cuando llegó bajo del todo una oleada de esperanza invadió su ser, la noche era abierta, con cielo despejado sin una sola nube y, con una luna llena tan grande que bien podría haber sido un perfecto plano para una escena de cualquier película romántica de Hollywood. La luz natural que entraba era la suficiente para que, al menos, pudiese distinguir las formas y no toparse de cara contra una pared.
Con una respiración casi inexistente, comenzó a andar muy despacio por el interior de la cripta, revisaría con mucha cautela cada capilla convencido de que sin duda su viaje no había sido en vano. La humedad de la zona acompañada de lo fresca que se había presentado la noche hacía que la sensación térmica de la cripta fuese de auténtico frío, pero la tensión que sentía Paolo en su cuerpo en aquellos instantes hizo que ni notara esa sensación.
Paró junto a la entrada de la primera capilla, colocó su espalda contra la pared y giró la cabeza para mirar con disimulo su interior, no se podía apreciar gran cosa, pero parecía a primera vista que estaba vacía.
La tensión de Paolo iba en aumento en cada segundo que pasaba, acrecentada sin duda por lo tétrico del lugar, en el que miles de calaveras lo miraban con sus cuencas vacías siendo testigos del momento de verdadera angustia sufrida por el inspector.
De repente algo parecido a un latigazo sonó con fuerza en el interior de la cripta, parecía provenir de la capilla número cuatro.
El corazón de Paolo comenzó a latir a una velocidad endiablada, el homicida se encontraba bajo el mismo techo que él y no pensaba dejarlo escapar.
Debía de pagar hasta la última gota de sangre vertida.
Rezó a Dios casi sin ser consciente de ello al mismo tiempo que respiraba profundo para calmarse. Rogó que Fimiani se encontrase todavía con vida.
Los pasos del inspector cada vez eran más cautos, un error podía conseguir que ese malnacido saliese una vez más impune del lugar del crimen.
Llegó hasta la cuarta capilla, repitió el proceso realizado en la primera, apoyó su espalda contra la pared y comenzó a girar su cabeza lentamente para intentar ver qué ocurría en el interior de la pequeña capilla.
A pesar de saber que nadie llegaría a tiempo para impedir el progreso de su obra, el homicida tenía los cinco sentidos puestos, hasta ahora no había cometido ningún error y no pensaba hacerlo en aquellos momentos.
Sus benefactores le habían proporcionado todo el material requerido para llevar a cabo su encargo, era gente muy poderosa y su problema no era el dinero.
Por lo tanto cuando pidió el moderno sistema de visión nocturna con audífono de alta precisión incluido, no pusieron pega alguna, siempre y cuando le fuese útil.
En ese momento le fue.
Con la agudeza auditiva de una leona cazando escuchó las ropas de alguien rasgar la piedra de la entrada de la capilla.
Parecía que ese inútil inspector había conseguido recoger el mensaje que le había dejado.
Un pequeño contratiempo, pero nada importante al fin y al cabo.
Siguió sosteniendo con su mano derecha el látigo con el cual infligía el castigo por sus pecados a Coluccelli, el aparato que portaba y le hacía oír mejor le ayudaba hasta a escuchar las gotas de sangre que caían de su instrumento de castigo.
Su mano izquierda se deslizó sobre su cinturón. Este servía para sostener la pistola preparada para casos de emergencia.
Parecía que ese era una de ellos.
Paolo vio lo que esperaba, las sombras, no muy claras, parecían las de una persona que estaba de rodillas en el suelo, con los brazos hacia atrás, supuestamente maniatado. La otra sombra aguardaba de pie y aparentemente de espaldas hacia el inspector, parecía que llevaba una cuerda gorda o látigo en su mano derecha, con la que supuestamente acababa de azotar a la figura de rodillas, que debía de ser la de Fimiani.
Decidió que había llegado la hora, que debía de jugarse el todo por el todo. Pensó por unos instantes si lo mejor no hubiese sido pegarle un tiro por la espalda y acabar con todo de un plumazo, pero ese tipo necesitaba pudrirse en la cárcel.
Con la presión del Vaticano estaba seguro de que nadie le quitaría la cadena perpetua, era lo único que veía positivo acerca de que la Santa Sede estuviese involucrada en el caso.
Sin pensar más idioteces decidió actuar, dio la vuelta sobre sí mismo y entró en la capilla apuntando directamente al asesino.
—¡Que no se te ocurra mover ni un solo dedo, hijo de puta! —gritó Paolo con decisión—, tira lo que lleves en la mano al suelo y date la vuelta muy despacio para que pueda verte la cara, cabrón.
El homicida obedeció a Paolo y soltó el látigo dejándolo caer al suelo de golpe. Levantó ambas manos sobre su cabeza y lentamente comenzó a darse la vuelta.
Paolo no podía creer lo que estaba ocurriendo. Esperaba cualquier jugada traicionera por parte del malhechor por lo que estaba preparado para todo, pero cuando vio que este se había dado por vencido, relajó todos sus músculos ya que estaban tensos como muelles estirados hasta su tope.
Todo un error por parte del inspector.
Cuando quiso reaccionar al comprobar que el asesino había ocultado en su mano izquierda una pistola de reducidas dimensiones, el disparo ya le había alcanzado haciendo que cayera de bruces al suelo.
Alloa, al escuchar el disparo, decidió desobedecer al inspector. Sacó su teléfono móvil para pedir refuerzos y, una vez hecho eso bajó a toda prisa para comprobar qué acababa de ocurrir en la cripta. ¿Habría disparado Paolo al asesino?, ¿habría sido al revés?, desde luego no se iba a quedar de brazos cruzados mientras esa incertidumbre recorriera sus pensamientos.
Bajó los escalones de dos en dos menos el tramo final que lo saltó de golpe, quizá debido a la cantidad de adrenalina segregada en su interior. Él nunca había visitado esa cripta, por lo que no tenía ni idea de dónde podía haber ocurrido la acción por lo que, pistola en mano, corrió a toda prisa hacia el final de la misma. No pudo esperar de ninguna manera que un puño con algo metálico golpearía con tanta fuerza su rostro, haciendo que cayera de golpe al suelo con un dolor indescriptible sobre su nariz.
Tirado, boca arriba, comprobó que el homicida se colocaba frente a él y pudo observarlo con claridad. Vestido con un pantalón vaquero negro, sudadera y zapatillas deportivas del mismo color, ocultaba su rostro con un pasamontañas que tan solo dejaban ver sus ojos, aunque indistinguibles debido a la oscuridad del lugar.
Lo que sí vio fue cómo con su pistola apuntaba directamente hacia su rostro.
Alloa cerró los ojos esperando el inminente final pero un ruido de sirenas comenzó a escucharse en las inmediaciones de la iglesia.
Cuando los abrió, el psicópata no se encontraba ya dentro de la cripta.
Todavía aturdido por el golpe, se levantó del suelo como pudo para socorrer a su compañero lo más rápido posible, mirando individualmente cada una de las capillas.
En una de ellos encontró, según podía distinguir, a un hombre de rodillas con los brazos atados en su espalda y a otro tirado en el suelo, que debía de ser el inspector.
No sabía si estaba con vida o no.
Estaba completamente inmóvil.