Paolo entró en su despacho resoplando.
Nada más cerrar la puerta y tomar asiento masajeó sus sienes lentamente al mismo tiempo que bajaba los párpados.
El cansancio mental hacía mella en él.
Probó a llamar al padre Fimiani para que le prestase ayuda nuevamente con el caso, pero después de tres intentos fallidos de comunicación con el sacerdote Paolo desistió. Volvería a llamarlo pasados unos minutos, quizá estuviese haciendo algo importante y no pudiese atenderle.
Dejó caer el informe de golpe sobre su escritorio y encendió su ordenador, necesitaba realizar algunas consultas.
Lo primero que sacó en claro es el apóstol sobre el que se basaba la siguiente muerte, se trataba del apóstol Felipe pues la cruz en una mano y el libro en la otra eran sus símbolos. En cuanto a su muerte encontró dos referencias distintas, en una de ellas decía que Felipe murió debido a su avanzada edad en Hierápolis mientras que en la otra decía que fue azotado, encarcelado y crucificado.
Paolo descartó la de la muerte natural por edad como próximo asesinato.
La autopsia realizada al resto del cuerpo del sacerdote había aportado bastantes datos, ninguno de ellos claro, pero eso es algo que intentaría esclarecer el inspector. La muerte, como la de todos, fue debido a una herida en el costado que lo hizo desangrarse, la cabeza había sido cortada post mortem, pero los datos más significantes estaban a pegados literalmente a él.
El libro, unido a su mano mediante pegamento fuerte, no era otro que el 4º libro del Génesis, del Antiguo Testamento de la Biblia, justo en el pasaje en el que hablaba del episodio de Caín y Abel, señalando justo el momento en el que un hermano mata al otro. Estaba claro que el asesino no lo había colocado en ese pasaje al azar.
Alrededor del cuerpo no encontraron nada significativo, aparte de la identificación del sacerdote, a partir de ahora conocido en la comisaría por el padre Rabbai y una tapa de un cappuccino helado vendido comúnmente en casi todas las tiendas de Roma. Antes de que incluso pudiese hacerse ilusiones con que podía aportar algo al caso, desde Huellas le dijeron que la tapa estaba completamente limpia, ningún rastro.
Antes de ponerse a resolver el acertijo planteado con los más famosos hermanos de la historia, Paolo decidió probar nuevamente a llamar a Fimiani para poder contar con su ayuda, pero una vez más, nadie contestó al otro lado.
Qué raro, pensó.
Solo y sin más ayuda que la de su ordenador personal, el inspector decidió emprender él solo la resolución del nuevo enigma. Comenzó tecleando la frase “Caín y Abel” en el buscador para ver qué resultados ofrecía.
No le sorprendieron los 647.000 resultados que aparecieron.
Echó un vistazo muy rápido en algunos de ellos a sabiendas de que lo único que iba a encontrar eran referencias bíblicas, páginas que hablasen de lo importante que es el amor fraternal y varias tonterías banales, pero nada importante.
No se equivocó.
Intentó enfocar su búsqueda sin ayuda del PC relacionándola con el caso.
Quizá sea algo literal, se dijo sí mismo mientras que sacaba de nuevo la lista guardada en su bolsillo que contenía el nombre de los sacerdotes pecadores y el mal cometido. En ella pretendía encontrar una referencia a una muerte entre hermanos.
Pero no tuvo éxito.
Céntrate Paolo.
Levantó por un instante la vista hacia el techo, como si buscase ayuda divina para que le mostrase el camino directo a la resolución del caso.
No pudo evitar pensar en Dios, en las barbaridades cometidas en su nombre a lo largo de la historia, incluido el caso en el que se encontraba trabajando.
Como buen romano y procedente de una buena familia romana Paolo creía en Dios pero, quizá debido a lo que cada día veía en su trabajo, cada día creía menos en lo que el hombre decía sobre Dios.
No creía en guerras justificadas por la iglesia, ni en radicales que mataban en su nombre ni nada parecido. A su parecer, el hombre, a lo largo de los siglos había dañado gravemente la imagen de Dios.
El caso que más le estaba haciendo perder la fe en el Dios de los hombres sin duda era este. Sobre todo cuando lograse descubrir las “motivaciones” que llevan al asesino a actuar de esa manera, no haría sino defraudarlo mucho más.
Pensó en lo que veía día a día por Roma, más en concreto en las inmediaciones del Vaticano. Lujosas limusinas con la matrícula privada de la Santa Sede andaban de aquí a allá, llenando de escándalos las calles de la ciudad eterna y saliendo siempre impunes de ellos. La prueba se hallaba en ese documento que tenía frente a él, en el que aparecían los sacerdotes “perdonados” por la iglesia ante la ley, algo increíble, pero por desgracia cierto.
Decidió echar un nuevo ojo al documento, quizá una segunda búsqueda fuese mejor que la primera.
Decidió fijarse solamente en los acusados por asesinato, usando como filtro sus propios ojos.
Uno a uno los fue leyendo, ninguno le llamó especialmente la atención excepto uno, se trataba de un tal Flavio Coluccelli, en el que su delito describía una muerte en una reyerta con un cardenal, de nombre Alexandros Guarnacci.
Paolo pensó lo rara que era la muerte por asesinato de un cardenal, incluso en el seno de la iglesia donde las cosas raras estaban a la orden del día. Caviló lo extraño de que por mucho que quisieran proteger a sus sacerdotes ante la ley, el asesinato de uno de sus cardenales a manos de otro no lo podían permitir. Se suponía que todos era hijos de Dios, entre ellos eran como hermanos.
Como hermanos…
Paolo dio un salto de su silla sorprendido por sus propios pensamientos.
Casi sin querer, de manera fortuita, debido a su propio ensimismamiento había dado con la clave que buscaba.
El asesinato entre cardenales, el asesinato entre hermanos, Caín y Abel.
Pensó que la referencia no podía ser más clara y llamó nuevamente a Fimiani para que le ayudase a encontrar al sacerdote, por enésima vez, no consiguió contactar con él.
¿Qué cojones estás haciendo, Fimiani?
Maldiciendo ante su mala suerte, salió de su despacho y dirigió sus pasos hacia la mesa del subinspector Carignano.
Se encontraba vacía.
—¿Alguien sabe dónde narices se ha metido Carignano? —voceó.
—Dijo que no se encontraba demasiado bien y solicitó permiso al jefe para irse a su casa —contestó el subinspector Alloa, que tenía su mesa justo al lado de la de Carignano.
—Muy bien, Alloa, necesito de su ayuda urgente.
—Usted dirá.
—Necesito que localice rápidamente al padre Flavio Coluccelli y, cuando le digo rápido, es que es demasiado urgente. Necesito saber en qué iglesia ejerce, si es que todavía lo hace, pero es muy importante localizarlo. En cuanto lo tenga, antes incluso de decírmelo a mí se monta usted en un coche con varios agentes y se dirige hacia donde esté para darle protección, ¿me ha entendido?
—Por supuesto inspector, me pongo ya en ello, enseguida lo localizo no se preocupe.
Aún no había agradecido la inestimable ayuda de Alloa cuando el teléfono móvil de Paolo comenzó a sonar, cuando miró la pantalla era un número oculto. Esperó que fuese Fimiani por fin para poder prestarle ayuda.
—Inspector Salvano —dijo nada más pulsar el botón.
—¿A qué te gusta mi nuevo sistema de ocultación de números? Si pusieras a todo tu equipo a rastrearme no me encontrarían en la vida pues estoy conectado a un servidor en Islandia.
—Ahora no tengo tiempo de jugar, Java, me pillas en muy mal momento.
—Alto alto, inspector, no sé si usted recuerda que solicitó mi ayuda para cierto tema.
—Joder es verdad, lo había olvidado, espera voy a mi despacho.
Paolo mantuvo a la espera a su amigo el hacker y entró en su despacho cerrando la puerta a cal y canto, no sin antes asegurarse por las cortinas que ocultaban su cristal de que nadie le iba a escuchar.
—Dispara.
—He estado rastreando la base de datos del archivo vaticano, al final, no era para tanto la seguridad, podría haber entrado hasta un niño en su interior. Otra muesca más para mi revolver vaquero.
—No te enrolles, de verdad que es un mal momento.
—Voy, desesperado, pues bien, indagando en su archivo he visto que nuestro querido cura no es quien dice ser, es un impostor.
—¿Qué? —Paolo no podía creer las palabras que su amigo acababa de pronunciar.
—Como lo oyes, resulta que nuestro querido amigo fue anteriormente, antes de convertirse en el padre Domenicos Fimiani, un cardenal del vaticano que hizo una cosa muy mala.
Paolo cerró los ojos antes de seguir hablando, esperando que los temores que crecían en su interior fuesen tan solo infundados.
—Por favor, no me digas que mató a otro cardenal y que su nombre era Flavio Coluccelli —dijo al fin.
—Joder, Paolo, me has jodido la sorpresa. ¿Cómo lo has hecho?
—Mierda, he de dejarte, Java, te recompensaré gratamente por lo que has hecho pero la vida de este sacerdote corre peligro. He de averiguar dónde está.
—Espera, espera, no cuelgues, hay más. Ahora mismo trabaja directamente para el Papa, en el Vaticano, no sé muy bien a lo que se ocupa, pero hace no demasiados meses estuvo en una iglesia de Capuchinos ejerciendo de sacerdote, ya con la nueva identidad adoptada.
—¿Has dicho capuchinos? —preguntó Paolo recordando la tapa encontrada cerca del cadáver.
—Exactamente, más en concreto en Santa María de la Concepción de los Capuchinos.
—No sabes cuánto te debo ahora en estos momentos, gracias.
Con estas palabras y sin despedirse de su amigo, Paolo finalizó la llamada y casi sin pestañear salió corriendo de su despacho en busca de Alloa para que lo acompañase a la iglesia.
No quería ir en equipo, necesitaba llamar la atención lo menos posible.
Esta vez parecía que iba un paso por delante del asesino.