Capítulo 49

Carolina todavía respiraba de manera acelerada, el susto, aun habiendo sido menor, había conseguido que su corazón latiese más rápido de lo normal.

—Creo que hemos sido un poco exagerados ¿no?, podríamos haber esperado y haber abierto la puerta otra vez… —observó la joven con la respiración entrecortada.

—Supongo que ha sido el instinto el que ha tomado la batuta, ha sido una reacción natural de nuestros cerebros.

—Bueno, pues espero no tengamos más de esas, no me gustan, imagina que entramos y las escaleras no son seguras y caemos unos cuantos metros.

—¿Estás negativa, eh?

—Es solo que prefiero que controlemos nuestros pasos, ya tenemos bastante con las dichosas pruebecitas.

Nicolás se colocó delante de Carolina para comenzar a descender por las escaleras. En esta ocasión no había ninguna antorcha para iluminar el sendero, pero gracias a las linternas prestadas por el hermano Calatrava no les eran necesarias en aquellos instantes.

El pasillo por el cual descendían era bastante parecido al que recorrieron en Viena para el mismo menester, algo estrecho y lleno de polvo, denotando un paso de años evidente.

Cuando llegaron abajo del todo, comprobaron sorprendidos como en aquella ocasión la puerta que daba acceso a lo que parecía una enorme sala estaba abierta dando paso al interior de esta.

—Casi preferiría que estuviese cerrada y que tuviésemos que abrirla mediante algún acertijo, no sé si esto es mejor o peor —comentó Nicolás algo extrañado.

—Creo que te doy la razón…

Dicho esto y tras dudar unos instantes, el inspector tomó aliento y accedió al interior de la estancia, seguido de su inseparable Carolina.

Una vez dentro, de manera muy lenta, hizo un giro de 360º alumbrando con la linterna para poder observar el interior del lugar en el que estaban.

Lo primero que llamó su atención y de manera muy semejante a la sala de las paredes que se juntaban en Viena, fue que en el centro de la misma había una especie de altar. En esta ocasión no había ninguna figura de caballeros, en el centro del mismo había algo que brillaba sobremanera, algo parecido a un cristal rojo de proporciones considerables, casi como el puño de un humano adulto cerrado.

Antes de acercarse para ver qué era ese objeto siguió observando la sala por dentro para sorprenderse de nuevo al ver que, rodeando el perímetro de la misma, colocados y alineados de una manera perfecta, unos objetos semejantes a unas vasijas de jardinería cuadradas de color blanco reposaban en el suelo de la estancia.

—¿Qué clase de prueba nos espera aquí? —dijo el inspector al percatarse de que Carolina miraba con su mismo asombro el contenido de la sala.

—No tengo ni idea, pero me da mala espina.

Nicolás también tenía esa sensación, sabía que nada de lo dispuesto en el interior de la habitación estaba colocado de manera arbitraria.

Eso lo inquietaba.

Carolina comenzó a andar apuntando directamente con su linterna hacia el centro, en dirección al altar. Estaba dispuesta a averiguar cuanto antes qué sorpresas les iban a aguardar a partir de ese momento. Cuando llegó contempló boquiabierta como el cristal brillante era ni más ni menos que un diamante rojo gigantesco. Jamás, a lo largo de toda su vida, había visto algo parecido a lo que sus ojos contemplaban.

—Nicolás, mira esto —dijo invitando al joven para que se acercara a su posición—, es precioso.

—Desde luego, debe de tener un valor incalculable.

—¿Te acuerdas de la frase que nos dijo el monje acerca de la codicia? Debía de referirse sin duda a este diamante. ¿A qué si no?

Nicolás la recordaba como si acabasen de pronunciarla hacía tan solo treinta segundos.

“La codicia puede matarte a la vez que luego revelarte el camino”.

—Esa frase nos dice que la prueba comienza una vez cojamos el diamante, que necesitamos hacerlo para que luego nos salve. Lo que no sé es cómo, además, esa parte de: “puede matarte”, no me gusta como suena, me recuerda mucho a lo que pasó ayer —dijo la joven.

—Eso solo lo sabremos si procedemos, me parece que con la roca cerrada no nos queda otro remedio que comprobarlo, ¿estás lista?

Carolina asintió con la cabeza para demostrar a Nicolás que sí, aunque realmente no fuese cierto pues sentía más temor por lo que pudiese pasar que auténtica valentía.

El inspector, decidido, agarró firmemente el diamante con ambas manos y lo sustrajo de la parte metálica que le servía como engarce del mismo. Cuando lo hizo comprobó que ese mismo objeto metálico se cerró sobre sí mismo al mantenerse abierto con la presión del diamante, dando paso a un ruido de maquinaria ensordecedor que, como primer paso, cerró a cal y canto la puerta por la que habían accedido a la sala.

De repente y como por arte de magia, comenzaron a encenderse, una a una, desde la puerta de entrada a lo que parecía la salida las vasijas blancas que rodeaban el perímetro de la estancia, emanando una gran cantidad de fuego cada una y proporcionando una luz casi cegadora dentro de la habitación.

Carolina, que dio un pequeño salto cuando vio encenderse la primera, no pudo evitar agarrar fuertemente del brazo a Nicolás buscando su protección ante lo que quisiera que viniese a continuación.

—¿Crees que como las paredes de Viena, comenzarán poco a poco a acorralarnos? —dijo la joven bastante asustada.

—Espero que no, pero ¿quién sabe?, podemos esperar cualquier cosa ya, por desgracia.

La maquinaria, que seguía girando según se podía escuchar reveló su tercer movimiento. Al igual que en Viena, el altar que servía de contendedor para el diamante comenzó a elevarse para dar la vuelta sobre sí mismo cuando llegó a su punto más alto, revelando que, en su parte inferior, ocultaba un tablero de ajedrez esculpido en la piedra que a la vez, en su lado derecho, mostraba una imagen que Nicolás creía haber visto alguna vez a lo largo de su vida.

Carolina sí la conocía a la perfección.

Eso la descolocó por completo.

Se trataba de la famosa imagen en la que aparecían dos caballeros templarios jugando al ajedrez.

—La conoces, ¿no? —preguntó el inspector a la historiadora.

—Claro, es una imagen muy famosa aunque no conozcas el mundo del temple. Estoy segura de que cualquier persona puede haberle visto al menos una vez en su vida, en un libro de texto de historia sin ir más lejos —hizo una pausa— se trata de Dos templarios jugando al ajedrez, y es una miniatura de un códice de la época del Alfonso X el Sabio, lo que no comprendo es qué hace aquí.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

—¿Qué este lugar pertenece a la orden del temple?, ni hablar, si fuese así yo lo sabría. Además, si Edward es uno más dentro del círculo también sabría de esto. Creo que es una simple coincidencia, en el primer emplazamiento no había nada que nos diese que pensar en la orden.

—Supongo que tienes razón, pero no deja de ser raro.

—En cuanto salgamos de aquí llamaré a Ignacio para contarle este episodio, supongo que se sorprenderá tanto como yo.

—De acuerdo. ¿Y ahora qué hacemos?

Carolina encogió los hombros a la vez que comenzó a mirar sin pestañear la imagen y el tablero de ajedrez, no sabía muy bien qué era lo que se requería.

Al mismo tiempo que la joven se fijaba en el tablero, Nicolás hizo lo propio con el resto del altar, no sin antes notar que el calor de la sala comenzaba a hacerse patente, tanto fuego encendido no podía dar lugar a otra cosa. Las primeras gotas de sudor aparecieron en la frente del inspector.

Nicolás revisó hasta el más mínimo detalle sin éxito, hasta que, al mirar en uno de los cantos del improvisado tablero de ajedrez dio con lo que esperaba.

Una inscripción con un texto en latín.

—Mira, Carolina, aquí, traduce esto por favor —dijo mientras señalaba con su dedo el texto.

Carolina se agachó para poder observarlo de una manera más cómoda, notando también que el sudor comenzaba a manifestarse en ella y quitándose la chaqueta que por la mañana la había protegido del frio de Armenia. La dejó desinteresándose de ella en el suelo.

Observó el texto que le había indicado Nicolás y comenzó a traducirlo.

—Dice algo así: “para no arder durante 30 días deberán pulsar una sola vez el cuadro correcto, que corresponde con el elefante del más ferviente enemigo de estos caballeros”.

—¿Cómo? —acertó a decir Nicolás, al que en un primer instante no le salían las palabras.

—Solamente he entendido una parte y no me ha gustado nada. Es tan simple que, o pulsamos el cuadro en el ajedrez que corresponda al elefante de su más ferviente enemigo, o nos quedaremos aquí con esto encendido durante un mes, algo que dudo que aguantemos.

—¿Pero cuál es el elefante de su más ferviente enemigo? —preguntó Nicolás desagradado ante la idea del castigo propuesto por la frase.

—Ojalá lo supiera, ya lo hubiese pulsado, ¿no crees?

—Vale, no te enfades, perdona mis estúpidas preguntas y pensemos, con este calor no creo ni que duremos un día aquí dentro —dijo mientras se quitaba el jersey que llevaba puesto notando que el calor cada vez era más insoportable.

Carolina sopesó las palabras de Nicolás, tenía razón. Con semejante mezcla de calor asfixiante, sin nada que llevarse a la boca, sin poder refrescarse y con el propio humo que estaban generando los improvisados candiles, si no daban pronto con la solución dudaba que en el próximo amanecer siguiesen en pie.

—Elefante… mayor enemigo de los templarios… piensa Carolina, piensa… —se dijo para sí misma en voz baja.

—¿El mayor enemigo de los templarios no es la iglesia? —dijo Nicolás tratando de ayudar.

—Eso es algo que sabemos ahora, pero piensa que esto se construyó presuntamente en una época en la que se creía que eran aliados, ya sabes que la orden fue fundada inicialmente para proteger a los peregrinos… —de repente quedó callada.

—¿Qué pasa?

—… De los ataques de los árabes… —prosiguió—, su mayor enemigo en esa época eran los árabes.

—Es verdad, ¿cómo no lo había pensado?

—Supongo que te ha pasado como a mí, nos hemos centrado en la verdad que ya conocemos, pero no en la que siempre ha existido.

—Creo que tienes razón, pues bien, una vez sabemos eso, ¿qué es el elefante de los árabes?

Carolina quedó pensativa durante unos instantes, no recordaba haber escuchado a lo largo de su época de estudiante algo relativo a un elefante de los árabes y, si lo había escuchado, al menos en esos instantes no le venía a la mente. Lo único que relacionaba con los paquidermos eran los cartagineses que, evidentemente, no tenían nada que ver con la orden de los caballeros templarios.

—¿Carolina? —dijo el inspector al comprobar que esta estaba embobada.

—¿Eh? —dijo volviendo en sí—, perdona, estoy intentando hacer memoria, pero no se me ocurre nada.

—Pues si a ti no se te ocurre, no quiero imaginar lo que nos espera. Aquí cada vez cuesta respirar más y eso no hace sino empeorar la situación pues al llegar menos sangre al cerebro, nuestra mente no funciona como debería —dijo mientras su cara estaba por completo empapada por el sudor producido por el calor.

—No tengo la menor idea, Nicolás, necesito sentarme, estoy un poco mareada.

Al escuchar esas palabras el inspector mostró su ayuda inmediata a Carolina mediante un rápido movimiento para ayudarla a sentarse. La muchacha estaba sudando demasiado, por lo que el inspector tuvo que tomar una decisión que esperaba que la joven perdonase.

Con el mayor cuidado posible e intentando no parecer un aprovechado, agarró por la parte inferior de la camiseta de la madrileña y comenzó a subirla lentamente hacia su cabeza, para poder dejar el torso de la misma sin más prenda que el sujetador negro que vestía en aquellos momentos.

No sabía si realmente era la mejor solución, pero temía el desfallecimiento de su acompañante, algo que, viendo los ojos de la chica, era algo más que probable.

Carolina notó que Nicolás le había quitado la camiseta, casi ni podía ver ya, pues sus ojos, a pesar de que el inspector no paraba de limpiarle la cara una y otra vez estaban llenos de gotas de sudor. Aun así pudo ver en el rostro de Nicolás preocupación, aparte de por su estado, por el acto que estaba realizando, quiso decirle que no pasaba nada, que no sintiese tal incomodidad, pero apenas tenía fuerzas ya ni para mantener su cuello erguido.

Los minutos, que parecían días enteros, siguieron pasando. El humo ya casi anegaba toda la estancia e imposibilitaba casi por completo la respiración. Nicolás, recordando tácticas de supervivencia se acostó en el suelo, al lado de la joven, sabiendo que el único aire respirable que quedaba dentro de la sala, estaba en su parte más baja.

Carolina notaba como la cabeza se le estaba yendo en su totalidad, maldijo entre varios pensamientos sin sentido el haber realizado la estupidez de abandonar a ese chico, ese chico que ahora la miraba desde el suelo más preocupado por la vida de esta que por la suya propia.

En momentos como aquel pensó que todo podía tener una solución sencilla si las partes estaban dispuestas a ello. Lo que no podía tenerla era la muerte y ahora, al verla de nuevo tan cerca, comprendió que nada es lo suficientemente difícil como para dejar de luchar.

Lástima que eso mismo no lo hubiese pensado antes y todo fuese a acabar de aquella manera.

Casi al borde del desmayo y con la agonía de saber que esos podrían ser sus últimos momentos, no solo de su vida, si no estando al lado del que había sido el amor de su vida, la imagen de cómo debía resolver el acertijo vino a su mente.

Una nueva fuerza recorrió su cuerpo, una fuerza no demasiado potente pero lo suficiente como para indicar con un susurro a Nicolás que la incorporara para mostrarle la solución al enigma. Quizá la esperanza de ver que no todo estaba perdido fue la causante de esa inyección.

Nicolás, casi con la mente en Stand By, pero con la suficiente entereza para no dejar que a Carolina le sucediese nada malo, no podía creer que la joven, casi desvanecida del todo, hubiese tenido la suficiente fuerza para pedirle que la alzara nuevamente ya que ya tenía la solución.

El inspector reunió todas las fuerzas que quedaban en su cuerpo para cumplir los deseos de la joven y, con un esfuerzo sobrehumano, la puso en pie sosteniéndola con aplomo para que no cayese al suelo pues, Carolina, no mostraba ni un solo ápice de poder mantenerse erguida ella misma.

El humo comenzó a penetrar con fuerza en sus pulmones, era consciente de que tan solo un minuto en aquella posición podía significar la muerte inmediata de ambos por asfixia, aun así, decidió conceder toda su confianza en la joven pues realmente no les quedaba otra oportunidad para salir con vida de aquel infierno improvisado.

Atónito, comprobó cómo la joven alzó la vista para mirar una vez más la imagen de los dos templarios y, tras unos segundos que parecieron eternos y casi de una manera milagrosa debido a su estado deplorable, alzó el brazo derecho al mismo tiempo que extendía su dedo índice de una manera bastante lenta, dirigiéndose directo al panel de ajedrez, en concreto a la última fila de la tercera columna de los cuadrados.

Lo presionó sin apenas titubeos.

Justo después, la joven perdió el conocimiento.

Apenas tuvieron que pasar tres segundos, vitales por una parte en la lucha por vivir que llevaban a cabo, para que comprobaran si Carolina había acertado en su elección sobre el botón a pulsar o no.

Lo primero en pasar, para regocijo del inspector que todavía seguía consciente a pesar de lo que estaba ocurriendo, fue el apagado justo a la inversa de cómo había prendido anteriormente del fuego que desprendían las vasijas de color blanco, ahora ennegrecidas por la acción del elemento.

Apenas unos instantes después las dos puertas, tanto la de entrada como la de salida del recinto, se levantaron mucho más rápido de lo que Nicolás podía esperar, dejando que un aire casi imperceptible cuando estás en cualquiera de esas salas, pero casi como un huracán, cuando acabas de sufrir ese martirio, entrara de golpe por ellas sacando de inmediato el humo acumulado en la sala y gran parte del calor.

Al sentir de nuevo algo de aire en sus pulmones, Nicolás también cayó al suelo perdiendo el conocimiento.

Al parecer habían salvado sus vidas.

Al menos por el momento.