Nicolás sonrió muy satisfecho a Carolina antes de hablar. Era increíble la velocidad a la que trabajaba la mente de aquella joven y el inspector quedaba cada vez más sorprendido con esta.
—He de confesarte, que si todos mis ayudantes fuesen como tú resolvería todos los casos en cuestión de horas. Has vuelto a conseguir dejarme sin palabras, enhorabuena —dijo Nicolás después de escuchar el porqué de ese cambio tan repentino de destino.
Carolina sonrió ampliamente ante las aduladoras palabras del inspector.
La explicación ofrecida por la joven, además de ser clara, poseía una lógica aplastante. Mientras sus ojos leían lo más rápido posible la información ofrecida por la guía, de pronto, se topó de bruces con un dato que despertó todo su interés. Ese no era el sitio original de reposo de la lanza, ya que durante muchísimos años estuvo expuesta en el monasterio de Geghard, en Kotayk, también conocido como el “monasterio de la lanza”.
La referencia acerca del lugar a visitar, no podía ser más clara.
—Es como en Viena. Las pruebas de iniciación a la hermandad no van a estar delante de los ojos de todos, deben de estar en un sitio apartado, tranquilo, ¿qué mejor que el monasterio que sirvió de emplazamiento original de la lanza? —dijo Carolina mientras explicaba la razón del repentino viaje a Kotayk.
No les fue difícil llegar gracias al GPS del automóvil, no sabían qué habría sido de ellos sin aquel sistema de mapas que los estaba llevando a todos lados.
Aparcaron fuera del monasterio, justo en frente de algo parecido a un túnel que supuestamente daba entrada al recinto monástico. Bajaron del automóvil y con un cierto cosquilleo en el estómago de ambos atravesaron el susodicho túnel, quedando expuesta a sus ojos la belleza del antiguo monasterio.
No tan grande como hubiesen esperado en un principio, el monasterio denotaba una sucesión de años reflejada en sus piedras, algo corroídas y erosionadas, pero guardando sin duda la esencia de cómo fueron antaño. Una parte del monasterio mostraba una inusual belleza pues estaba excavado en la roca de la gran montaña que lo resguardaba en su parte trasera, algo que lo envolvía en un halo de misterio y que no hacía sino que ambos repitiesen en sus mentes una y otra vez la pregunta de si las pruebas trascurrirían en el interior de esas excavaciones.
Según había leído Carolina en Internet durante el viaje hacia el mismo, el monasterio había sido fundado en el siglo IV, según la tradición por Gregorio el Iluminador. Aunque, durante el asedio de los árabes en el siglo IX a la ciudad, había sido destruido por completo.
A principios del siglo XIII comenzó a erigirse de nuevo con la construcción de la iglesia principal a la que más tarde, con el paso de los años, fueron agregándosele nuevas estructuras que acabaron siendo lo que hoy se conocía. Un conjunto capaz de maravillar a cualquier visión.
Ambos iban mirando tan asombrados y distraídos hacia los edificios que componían el complejo, que no vieron venir al fraile de pronunciada barba blanca que andaba de cara hacia ellos también absorto leyendo un papel. Este acabó chocando bruscamente con Carolina, que fue a parar al suelo de inmediato tras el golpe.
El fraile, en cuanto asimiló lo que acababa de ocurrir se interesó rápidamente por el estado de la joven, emitiendo unas palabras que ni Carolina ni Nicolás entendieron, pero que sonaban desde luego amables.
—Perdone no puedo entenderle, soy española, I am spanish —dijo la joven para ver si en cualquiera de los dos idiomas podía comunicarse con el monje.
—Vaya, perdóneme, soy el hermano Calatrava. Soy de Toledo pero llevo más de 30 años en este monasterio, ¿está usted bien? —dijo el fraile en un perfecto castellano.
La expresión de los dos jóvenes cambió radicalmente al encontrar un español delante de ellos.
—No se preocupe, no ha sido nada. Ha sido más la sorpresa que el propio golpe.
—¿Cómo que no ha sido nada? Mire su mano, está sangrando. Por favor venga conmigo, la curaré, es lo menos que puedo hacer.
Ambos jóvenes obedecieron sin rechistar pues, declinar una oferta tan amable y desinteresada, era algo de muy mala educación. Lo siguieron a través de una puerta de una madera de apariencia muy antigua situada en el primero de los edificios, el más cercano a la entrada del túnel.
—La llevaré a la enfermería y yo mismo la curaré, no se preocupe, será solo un momento, después podrán continuar sin problemas con su viaje de novios.
Ambos sintieron que el color de sus caras cambió en un santiamén a rojo tomate y un fuerte nerviosismo azotó dentro de sus estómagos, especialmente el de Nicolás.
—No, verá, no somos pareja —se apresuró este a decir—, al menos no sentimentalmente, estamos realizando una investigación para un reportaje que queremos publicar.
—¿Y de qué se trata? Si se puede saber claro… ¿Es acerca del monasterio?
—Más bien del contenido del mismo, de la lanza sagrada —dijo Nicolás apostando todas sus fichas a una sola mano.
—Pero, si están investigando, sabrán que la lanza no se halla aquí, ¿no?
—Sí, claro, pero en realidad nos interesa un poco más los orígenes de la misma, por eso mismo nos encontramos aquí —dijo Carolina siguiendo el juego al inspector.
—Entonces están en el buen camino. Este monasterio gozó durante muchos años de la presencia de la reliquia, hasta que fue trasladada a Echmiadzin.
—Sí, precisamente venimos de allí ahora, ya hemos podido contemplarla en todo su esplendor.
El monje rio.
—Bueno, mejor dicho, han contemplado a su copia. La verdadera se supone que aún está en este monasterio —dijo a continuación.
—¿Cómo dice? —Nicolás se mostró abiertamente sorprendido y, aunque Carolina no dijo una palabra, su cara mostraba la misma emoción.
—Realmente es una leyenda, algo que dudo muchísimo que sea verdad —dijo mientras abría la puerta de madera que precedía a la enfermería.
—Igualmente nos interesa —insistió Nicolás—, quedaría genial en nuestro reportaje.
—Está bien, pasen dentro y les contaré lo que sé acerca del tema de la lanza, aunque no es mucho.
Los tres pasaron al interior de la enfermería y, tanto como Carolina como Nicolás, dieron una vuelta sobre sí mismos para contemplar el interior de la estancia en la que se encontraban. Al contrario de lo que hubiesen respondido si les hubiesen preguntado cómo podría ser aquella sala por dentro, esta gozaba con los más modernos aparatos médicos. En realidad parecía una sala de hospital que la enfermería de un monasterio.
—Debemos estar preparados —comentó el monje al comprobar la expresión de estupefacción que se dibujaba en la cara de los jóvenes—. El hospital más cercano está a unos cuarenta kilómetros de aquí y la mayoría de hermanos rebasan ya la cincuentena.
—¿Es usted el médico?
—¿Yo?, no, más quisiera yo. Ojalá tuviera conocimientos tan desarrollados sobre algún tema en específico —respondió riéndose airadamente—. Tenemos un hermano doctor que se ocupa de los casos medianamente graves, pero para los leves como este, nos ocupamos los propios hermanos, intentamos colaborar con todo para hacer la vida aquí más fácil.
—Entiendo —dijo Carolina mientras empezaba a recibir los cuidados del improvisado doctor—, ¿y qué iba usted a contarnos acerca de la leyenda de la lanza?
—Oh sí, disculpen —paró durante unos instantes para hacer memoria y prosiguió—. Si no recuerdo mal, la lanza llegó a este monasterio en su segunda construcción, a principios del siglo XIII, pero se dice que no llegó a donde fue expuesta a los ojos de todos, sino a un altar construido debajo de nuestros pies, según la leyenda. Muchos curiosos querían poder observarla y tocarla pues se le atribuían varios milagros, pero surgió la amenaza de los ladrones de reliquias. Esta nueva amenaza, desconocida en la época al menos en esta zona, llevó a los antiguos hermanos a crear una copia de la lanza que, aunque ni siquiera se parecía a la original ya que le añadieron motivos cristianos a la misma. Decidieron exponerla en la parte superior del monasterio, en la que nos encontramos, dejando la original en su altar original, bajo tierra.
—¿Y no pensaron que si llegaba esta historia a los oídos de los ladrones, intentarían encontrarla en su emplazamiento original y así poder robar la buena?
—Claro que lo hicieron y, aparte de que la entrada es secreta, oculta en alguna parte de la montaña que han podido ver detrás de nuestro monasterio, protegieron el acceso al altar con una serie de pruebas para que solamente los puros de corazón pudiesen acceder a ella.
En el momento en el que el hermano Calatrava pronunció la palabra “pruebas” los sentidos de los dos jóvenes se pusieron en completa alerta.
—¿Y dice usted que esa entrada secreta se halla oculta en la montaña?
—Así es, y creo recordar haber leído en un códice medieval que una frase guiaba a esos puros de corazón, creo que era algo así como: “la codicia puede matarte a la vez que luego revelarte el camino”.
—Vaya… menuda frasecita… —observó Nicolás aguantando la emoción por aquel descubrimiento— Pero la montaña es inmensa, sería imposible encontrarla sin una referencia más.
—No, en el caso de existir sería mucho más fácil de lo que parece. La entrada estaría ubicada en el interior de una cueva de muy fácil acceso, con una obertura enorme como boca de la misma. Si cuando salgan se colocan de cara a la montaña dentro del patio que da acceso a la iglesia, la cueva quedaría en el lado oeste de la montaña, una vez allí es muy fácil de ver, no hay otra cueva más grande que esa.
—Pues no sabe cuánto apreciamos toda la información que nos ha dado —dijo una sonriente Carolina a la vez que desplegaba su más efectiva cara angelical.
—Antes de entrar a la cueva, asegúrense de llevar al menos un par de linternas, todo está muy oscuro y no me gustaría que sufriesen algún accidente.
—¿Perdón? —preguntó Nicolás.
—Vamos, no irán a creer que me chupo el dedo, después de contarles esto no van a marcharse sin más. Estoy seguro de que irán en busca de qué hay de verdad en la leyenda, ustedes los periodistas son así.
—Sí, bueno… nos ha pillado… es evidente que necesitamos saber algo más —dijo sonriendo nerviosamente el inspector.
—Miren, haremos una cosa, no les haré hacer otro viaje, además, desconozco lo cabezotas que son y no sé si seguirán mi consejo acerca de las linternas. Para quedarme tranquilo se las voy a prestar yo mismo, con la condición de que cuando salgan me las devuelven y así puedo saber que todo ha ido bien. Esperen un segundo, las tengo en la habitación contigua.
Dicho esto y sin dejar a los jóvenes pronunciar una palabra salió de la enfermería para aparecer en unos instantes con un par de linternas y un rollo de hilo blanco algo más grueso de lo habitual.
—Aquí las tienen, y tomen también este rollo. Átenlo fuerte en la entrada y vayan tirando suavemente de él según vayan avanzando por el interior de la cueva. Les servirá para indicarles la salida de nuevo, si acaso se perdiesen, que sinceramente espero que no.
—Muchas gracias, hermano Calatrava, no sabemos cómo agradecérselo —dijo Carolina bastante emocionada al comprobar el buen trato dado por el fraile.
—No hay de qué, nómbrenme en su publicación y me quedaré satisfecho —comentó entre sonrisas—. Pero por favor, no olviden que todo esto es una leyenda, no dejen de lado lo que a mi parecer es la historia real.
—¿Y cuál es?
—Pues que la lanza la trajeron aquí, se expuso y después se llevó a Echmiadzin, todo lo demás son puras fantasías —respondió mientras terminaba de colocar el apósito sobre la ya desinfectada mano de Carolina—. Ni siquiera creo que la lanza sea la real, hay demasiadas por el mundo, ¿cómo saber cuál de ellas es la buena? Eso suponiendo que exista una “buena”, nadie puede asegurar que tal artilugio haya podido sobrevivir tantos años.
—Sí, en eso creo que tiene razón, pero bueno, nuestro propósito es entretener a las masas y creo que con esta historia lo vamos a conseguir —dijo Carolina sonriendo amablemente al fraile.
—Me alegra haberles servido de ayuda.
Dicho esto se encaminaron de nuevo hacia el exterior recorriendo a la inversa el mismo camino andado hacía un rato. Una vez fuera se despidieron del amable monje con la promesa de volver sanos y salvos para devolverle el material prestado y se encaminaron de nuevo hacia el túnel de la entrada del monasterio.
Siguiendo unas indicaciones de última hora dadas por el hermano Calatrava pudieron contemplar con sus ojos, en apenas cinco minutos, la entrada a la cueva de la leyenda.
—Tú también piensas que todo lo que nos ha contado no tiene nada de fantástico, ¿no? —inquirió Nicolás mirando sin pestañear la entrada.
—¿Lo dudas?
—No sé ni por qué te lo he preguntado…
Siguiendo las recomendaciones del monje, Nicolás agarró el extremo del fuerte hilo y lo amarró lo mejor que pudo al fino troco de un arbolito que se encontraba en las inmediaciones de la cueva. Se aseguró a través de varios tirones de que la cuerda no les iba a fallar.
—Esto me recuerda a las miguitas de pan de los cuentos infantiles que me contaba mi padre.
—¿Lo echas de menos verdad?
—No sabes cuánto.
El silencio hizo acto de presencia. Carolina agachó la cabeza debido al recuerdo que la asaltó. El inspector quiso respetarla y le proporcionó unos segundos de tregua.
Aunque pareciese una tontería, Nicolás agradeció enormemente aquel momento de sinceridad entre ambos.
—¿Adelante? —dijo el inspector al fin.
—Siempre.