Si tomaba como referencia lo ocurrido durante los últimos días, Paolo podía considerar que aquella mañana había comenzado de una forma un tanto inusual. No había habido ningún aviso de homicidio y el asesino no había vuelto a dar señales de su macabra obra.
No había llamado al padre Fimiani, no había hecho falta, pues en aquellos momentos todo estaba en un aparente Stand By. Eso algo que en el fondo, en vez de agradarlo y hacer que relajase su mente un poco de tanta tensión, no hacía sino inquietar su interior todavía más.
Tomó un pequeño sorbo del café que acababa de sacar de la máquina y decidió que, aunque tuviese que obligarse a sí mismo a relajar su mente, no iba a pensar durante un buen rato en nada que tuviera que ver con lo acontecido durante los últimos días.
Decidió que había más investigaciones aparte de esta y quiso trabajar un poco en ellas.
Uno de esos casos que todavía se encontraba en pleno proceso de resolución trataba acerca de una supuesta muerte por violencia de género, en el que ya tenían un principal sospechoso, el marido. A pesar de ello, con las pruebas que disponían en aquellos instantes, aún no se había podido demostrar que fuese él el autor material del crimen pues tenía una coartada aparentemente perfecta, estaba trabajando en su oficina cuando se produjo la muerte de su mujer.
Eso hacía que en un primer momento fuera imposible que él hubiera sido el autor.
Una cortada corroborada por la secretaria de este, por los asistentes que lo acompañaron durante una reunión que ocurrió apenas unos minutos después de la muerte y por la cámara de seguridad del exterior del edificio que apuntaba directamente al coche del marido.
Pero había una serie de cabos sueltos que inquietaban a Paolo, pues según pudo saber, no era el lugar habitual donde solía aparcar el vehículo. Era la primera vez, según los interrogados, que ese hombre lo dejaba tan dentro del ángulo de visión de la cámara de seguridad y si eso ya de por sí era bastante sospechoso, si se le añadía que era un animal de costumbres, lo volvía todo mucho más raro de lo que ya era.
Otro cabo era que se ausentó durante varios minutos en los cuales él dijo que iba al servicio, con la excusa de que la cena que su mujer le preparó la noche anterior le había sentado mal. En ese punto ninguna cámara lo vigilaba y le hubiese sido fácil salir por la ventana del mismo, ya que trabajaba en un primer piso y su domicilio conyugal se encontraba relativamente cerca.
Además, lo de la cena se tornó inverosímil en el momento en el que se registró la basura y no se encontraron restos orgánicos de ninguna cena preparada la noche anterior. Aunque eso no demostraba nada, pues la mujer podría haber tirado la bolsa con los restos al contenedor de la basura, o simplemente no haber provocado desecho alguno, pero desde luego daba que pensar.
De repente cayó en la cuenta de que justo enfrente de hacia dónde daba la salida de esa ventana, había un banco de crédito suizo, con cámaras vigilando cada uno de sus rincones durante las 24 horas del día.
Descolgó el teléfono y marcó la extensión del subinspector Alloa.
—Dígame, inspector —dijo al descolgar.
—Vaya al banco que hay en el lateral derecho del edificio en el que trabaja el marido de la mujer asesinada la semana pasada, el que se supone que tenía coartada. Pida amablemente las grabaciones de ese día de la cámara exterior y de la primera interior, la que está junto al cajero automático. Por si acaso iré llamado al juez para que nos proporcione una orden si fuese necesario, aunque no creo que pongan problema alguno en colaborar con nosotros.
—Muy bien inspector, enseguida los traigo para que los comprobemos.
Paolo colgó con la satisfacción y la convicción de que el caso iba a quedar resuelto con el simple visionado de esos videos, en cuanto se viera al marido saliendo por la ventana, ya no tendría motivos para no detenerlo.
Sonriente, comenzó a pensar que necesitaba algún caso más de ese estilo para aportar su granito de arena en la resolución, necesitaba sentir de nuevo que no era un completo inútil y que su olfato policial seguía estando intacto. Algo que, el “homicida de sacerdotes” como ya se le conocía dentro de la comisaría, estaba consiguiendo haciéndose invisible y casi incorpóreo, al no dejar ni una sola señal inintencionada a su paso, ante los ojos de todo el mundo.
Echó su cuerpo hacia atrás de forma lenta y decidió relajarse sobre su cómoda silla. Al hacerlo, escuchó el ruido de un papel arrugándose, instintivamente dio un salto de la silla pues pensaba que podía haberse sentado encima de algún documento o algún papel de los que tenía encima de su escritorio.
Pero en el asiento no había nada.
Al menos a la vista.
Seguidamente se palpó los bolsillos para ver si llevaba algo dentro de los mismos, entonces cayó en la cuenta de lo que era.
Llevaba el mismo traje que había portado durante el día anterior, por lo tanto llevaba oculta en su bolsillo la lista con los nombres de los sacerdotes que habían sido fichados por la policía por cometer algún crimen a lo largo de sus vidas.
Paolo pensó de sí mismo que era un auténtico desastre, no podía creer que hubiese olvidado algo tan importante como aquel documento.
La sacó y la ojeó.
En ella aparecían, ordenados por apellidos, los nombres de los sacerdotes, su año de nacimiento y a la derecha del todo, el delito cometido. Revisó que los nombres hallados hasta ahora se encontraban dentro de esa lista, no faltaba ninguno. Luego decidió mirar a los que no conocía, habían varios que simplemente habían cometido un pequeño robo, con nombres como Totti, Germi o Suazo, otros que añadían la violencia a ese robo apellidados Allanda, Pompizzi o Taraso, un tal Cacciatore había defraudado a hacienda mediante la empresa que regentaba hacía 15 años y otros tantos habían llegado al extremo del asesinato, con nombres como Spoto, Coluccelli o Metra.
Paolo siguió ojeándola y comprobando cómo era verdad lo que días atrás le había comentado el padre Fimiani. No era imposible del todo, pero sí una tarea dura y ardua el localizar a todos los sacerdotes de la lista e ir avisándolos uno a uno del peligro al que estaban expuestos.
La única solución era atrapar al homicida cuanto antes.
Mientras seguía haciendo una revisión visual de los nombres y delitos cometidos de los sacerdotes, alguien golpeó con los nudillos sobre la puerta del inspector. Un agente abrió la puerta del despacho de Paolo cuando este dio permiso para ello.
—Perdone, señor, pero ahí fuera hay un repartidor esperándolo para firmar, trae un paquete a su nombre.
Paolo cerró los ojos lentamente y respiró hondo, varias veces. Puede que fuera un paranoico, pues recibía paquetes con asiduidad en su puesto de trabajo, pero sintió que un paquete a su nombre recibido durante esos días en concreto solo podía significar una cosa.
Un mensaje del loco homicida.
Salió del despacho tan deprisa como sus piernas le permitieron y encontró a un chaval de unos 20 años, vestido con el uniforme de la compañía de transporte y con una PDA en la mano esperando la firma algo revolucionado y sin parar de mirar su reloj.
Paolo miró de reojo el paquete antes de firmar en el ordenador de bolsillo, era una caja cuadrada, de unos treinta y cinco centímetros de alto y ancho.
Paolo dirigió su cara de nuevo hacia el joven repartidor, cuyas ansias por irse crecían por cada momento que iba transcurriendo.
—¿Estás nervioso? —preguntó Paolo mientras agarraba la PDA de las manos del repartidor.
—No señor… bueno… algo sí, es que voy con bastante retraso y muchos clientes, sobre todo de comercios, se enfadan conmigo cuando no llego a mi hora y luego se lo dicen a mi jefe, que está esperando cualquier excusa para echarme a la calle —dijo el joven con la voz temblorosa.
—Tranquilo, será solo un momento, chaval, no te robaré mucho tiempo.
Paolo, al cual no le gustaba el cariz que iba tomando el asunto pues al parecer el joven ocultaba algo, echó un nuevo vistazo con la mirada a la caja, sin tocarla todavía.
Entonces observó algo que confirmó lo que se estaba temiendo, una pequeña mancha roja asomaba por una de las esquinas inferiores de la caja.
Era sangre.
—¿Quién te ha dado este paquete? —dijo intentando no perder la calma para no asustar al joven.
—Nadie, señor, me lo han cargado en la furgoneta esta mañana temprano, no sé ni quién lo ha cargado siquiera.
Paolo no pudo aguantar más.
—Escucha, chaval, no sé si sabes a quién tienes delante ni el lugar en el que te encuentras, no seas tan idiota como para mentirme, no soy estúpido, dime la verdad —dijo con los ojos muy abiertos mirando fijamente al joven repartidor.
De repente y sin que nadie esperase esa reacción, el muchacho comenzó a llorar desconsoladamente.
Paolo al ver eso adoptó una actitud un poco menos agresiva en vista de los resultados.
—Mira, siento si he sido duro contigo, pero dime quién te ha dado este paquete, puedes ayudarnos a resolver un caso muy complicado y convertirte en todo un héroe.
—Señor, no puedo decirles nada, juró que me mataría. A mí y a todo mi familia. Dice que nos conoce de toda la vida y que si me voy de la lengua me la acabará cortando y mandándosela a mi madre a través de esta misma compañía.
—No te pasará nada, te lo juro como que me llamo Paolo, me encargaré personalmente de enviar una protección permanente a ti y a tu familia hasta que logremos atrapar a ese canalla. Esta guerra no va contigo y, a parte de que no creo que te haga nada pues no entras dentro de sus planes, nosotros no lo dejaremos. Por favor, dime lo que sepas, es muy importante que lo hagas.
—Señor, es que aunque quisiera no podría hacerlo, aprovechó una parada que hice en una farmacia, el primer lugar que visito todos los días en mi ruta para dejar los medicamentos necesarios para abordarme y amenazarme con una pistola. Me la puso en la garganta, no pude verle la cara porque del mismo pánico que me entró fui incapaz de mirarlo. Pero de todas maneras, en un pequeño descuido giré un poco mi mirada y comprobé como el desconocido llevaba una especie de máscara negra, como esas que se ven en la televisión que llevan los terroristas. Sólo me dijo, con una voz fingida eso sí pues se notaba que la estaba forzando demasiado para ocultar la verdadera, que le entregara este paquete al inspector Paolo Salvano, en la sede central de los Carabinieri.
—Mierda —dijo Paolo—, ¿pero no pudiste siquiera ver su constitución?, si era alto, bajo, fortachón, regordete…
—No señor, ya le digo que el pánico me impedía moverme, faltó muy poco para orinarme en los pantalones. Cuando conseguí mirarlo de reojo, no pude ni siquiera verle el color de los ojos, aunque la verdad, prefiero no saber nada acerca de él.
—Bueno, ahora tranquilízate, vas a pasar con este agente a tomar declaración, lo primero que vas a hacer es darnos la dirección de tu familia. Iremos de inmediato a prestarles protección, por eso no te preocupes, llamaremos a tu jefe para que envíe a alguien a recoger la furgoneta y continuar con los repartos, tú has terminado tu jornada por el momento y hasta nuevo aviso.
El joven asintió todavía asustado aunque algo más calmado que cuando Paolo comenzó a avasallarlo, un agente lo acompañó a otra sala para tomarle declaración.
El inspector comenzó a mirar de nuevo el paquete y a analizar la situación para determinar cómo debía de proceder a partir de ese momento.
—Traedme unos guantes, rápido —ordenó—. Aquí dentro hay una gran sorpresa, algo nada grato, por lo que la llevaré directamente abajo, a la sala de autopsias. Tomad las huellas al chaval para que las descartemos del paquete. Aunque creo que ya sabemos cuál va a ser el resultado.
Un agente corrió en busca de unos guantes de látex y se los entregó a Paolo con la mayor velocidad posible.
Este se los puso con cuidado y no con menos cogió la caja y andando lento, pero con paso firme, se encaminó hacia el ascensor que lo transportaría hacia la ya demasiado visitada sala de autopsias especiales. Esperó con todas sus fuerzas que estuviese el doctor Meazza esta vez, sentía más confianza con él al lado en este tipo de casos.
Tan solo unos momentos más tarde, cuando entró con el paquete en la mano en las dependencias forenses, comprobó aliviado como así era, el doctor estaba de vuelta.
—¡Paolo! —dijo este a modo de bienvenida—, ya se me hacía raro el no verte por aquí molestándome.
—Lo siento Guido, siento entrar con esta actitud, pero la situación lo requiere, mira lo que acaba de llegar.
—¿Qué pasa? ¿Qué es eso?
—Lo acaba de traer un transportista a mi nombre.
—¿Y? ¿Acaso es el primer paquete que recibes en tu vida? —dijo con cierto tono guasón. Al comprobar que Paolo no reía, cambió su semblante a uno algo más serio.
—Es verdad, tú no lo sabes porque no estabas aquí —dijo recordando que mientras recibió el paquete mediante el niño el doctor estaba al cuidado de Su Santidad—, pero bueno, no tengo tiempo de explicaciones, abramos el paquete, me temo que ya sé cuál es su contenido.
—Me estás asustando, ¿a qué te refieres? Además, si tienes sospechas, ¿no deberías pasar primero por artificieros por si contiene un explosivo o algo?
—Sé que no es un explosivo, mira la sangre que hay en esta esquina.
El doctor Meazza comprobó cómo era verdad.
—Ponlo encima de la mesa, lo abriremos enseguida, piensas que es un miembro amputado, ¿no?
—Más o menos.
El médico cogió un bisturí de su bandeja y comenzó a rasgar la cinta adhesiva poco a poco, con un cuidado extremo para no cortar nada que fuese vital para investigación. Una vez rasgado del todo y, respirando con una profundidad abrumadora, levantó las dos solapas para descubrir el interior del paquete.
Dio un salto hacia atrás.
Guido se quedó blanco al comprobar lo que había dentro.
Paolo se quedó en su sitio, resoplando.