La mirada inquisitiva que sostenía en aquellos instantes Paolo en dirección a los ojos del sacerdote, hizo que este último no pudiese aguantarla más de tres segundos y tuviese que redirigirla hacia otro punto del despacho.
—¿De verdad no piensa decir nada? —preguntó el inspector.
—Es que no sé de qué me habla, de verdad, ¿en qué le he mentido?
—Lo sabe perfectamente, no se haga usted el loco ahora, nos ha tomado por tontos.
—Por favor, de verdad, no entiendo nada, explíquemelo —dijo muy nervioso el padre.
—Muy bien, se lo explicaré con una pregunta que usted me va a responder con total sinceridad —seguía sin apartar la mirada del rostro del sacerdote—, ¿qué hacían sus huellas en el despacho del padre Fuiccella?
De repente el color de la faz del sacerdote desapareció por completo.
—¿Mis huellas? Pero… eso es imposible —dijo el padre Fimiani muy sorprendido.
—¿Por qué es imposible? —quiso saber el inspector— ¿Acaso llevaba guantes cuando entró y tuvo un pequeño descuido?, ¿algo falló en su perfecto plan?
—Yo no he entrado en ese despacho, ¿acaso no ha podido ser esta misma tarde que haya tocado algo sin darme cuenta y por eso están mis huellas ahí?
—¿Me sigue tomando por imbécil? He entrado yo solo a esa habitación, ustedes se han quedado en el umbral esperando mis órdenes. No sé cómo quiere que su huella quede grabada en la mesa del escritorio si usted estaba en la puerta esperando.
Paolo quedó en silencio a la espera de ver la reacción del sacerdote y aguardando una respuesta convincente.
—¿No me lo va a explicar? —prosiguió Paolo—, pues entonces no debe preocuparse, haré que lo detengan como presunto homicida de los sacerdotes hasta que usted, o las pruebas, me demuestre lo contrario. Aunque sinceramente, no sé cómo va a hacerlo, está ahora mismo de mierda hasta el cuello —dijo Paolo mientras se levantaba de la silla para apresar al sacerdote.
—Está bien —dijo alzando la mano sin apenas fuerzas para intentar que el inspector se calmase—, le contaré toda la verdad, pero le puedo asegurar que yo no soy el asesino.
—Eso está mucho mejor, espero sus explicaciones —dijo sentándose de nuevo y recuperando paulatinamente la calma a la espera de lo que el sacerdote pudiese contarle.
—Verá, no llevo demasiado tiempo en Roma, apenas un año y medio. Debido a mi trabajo no he tenido mucho tiempo de hacer amigos, con esto no digo que me sea algo necesario pero digamos que he coincidido en repetidas ocasiones con Fuiccella y poco a poco hemos ido forjando una pequeña amistad. Quizá no la típica de esos amigos que salen por ahí para pasarlo bien, pero sí un tipo de amistad en la que puedes confiar en una persona y en la que te puedes apoyar en los momentos difíciles, que desgraciadamente no han sido pocos. Fuiccella siempre ha estado allí, era un hombre muy bondadoso y caritativo, muy progresista en sus pensamientos en temas tabú para la iglesia, al contrario que muchos sacerdotes de hoy en día, eso es algo que se aproxima bastante a mi personalidad y le tenía aprecio.
—¿Y sus huellas?
—A eso voy, lo que le voy a contar es fruto de la más absoluta casualidad, créame, pero cuando revisé la lista con los nombres de los sacerdotes con antecedentes comprobé cómo Fuiccella era uno de ellos. Cuando vi su nombre en la lista sentí verdadero pánico, pensé que podía ser la siguiente víctima, pero fue algo que pensé sin más guía que mi propio miedo, no por que tuviera algún indicio de que fuese él. De ahí lo que le he comentado acerca de la casualidad. Nada más ver lo que le acabo de comentar intenté localizarlo vía telefónica, pero su teléfono móvil me aparecía siempre como apagado, por lo que mi temor fue en aumento.
—Y entonces decidió ir a visitarlo, a su parroquia.
—Exacto, a pesar de haber forjado una pequeña amistad, no sabía donde vivía realmente, por lo que opté por ir yo mismo hacia Santa María en Trastevere para comprobar si estaba bien y, si ese era el caso, advertirlo del peligro que corría, aunque conociéndolo no me hubiese hecho caso y no hubiera tomado precaución alguna. Cuando entré a su despacho comprobé que no estaba y mis sospechas acerca de que algo le había pasado llegaron a su límite. Me puse muy nervioso y comencé a rebuscar dentro de su despacho en busca de alguna cosa que pudiese ayudar para poder encontrarlo con vida. Cuando llegué aquí y ustedes me confirmaron que los dientes pertenecían a él, toda esperanza se desvaneció.
—¿Y por qué no me contó nada? —preguntó el inspector enarcando una ceja.
—No lo sé, puede que por miedo, quizá porque me dejé llevar por las emociones, no sabría decirle. Pero sé que he obrado mal, tenía que haberle contado la verdad desde el primer momento, lo siento —dijo el sacerdote mientras agachaba su cabeza en un gesto de arrepentimiento.
Paolo se quedó mirándolo durante varios segundos, reflexionando acerca de la historia que le acababa de contar el sacerdote, decidió darle un voto de confianza.
—Está bien, padre, es algo que no debería, pero le voy a creer, me ha ayudado mucho en este caso y he dado muchos pasos gracias a usted, pero quiero que comprenda una cosa, me ha generado desconfianza y ha entorpecido una investigación policial, por lo tanto las cosas no van a ser como hasta ahora. Si quiere y así lo desea, me seguirá ayudando en el caso, pero habrán muchos detalles que tendré que omitirle, no formará parte activa como hasta el momento.
—Lo entiendo perfectamente, pero déjeme decirle una cosa, sé lo deleznable de mis actos, sé que merezco su desconfianza, pero quiero que sepa que puede seguir contando conmigo para poder ayudarle como he hecho hasta ahora. Me he implicado mucho en este caso y estoy deseando ver entre rejas a ese malnacido.
—No le prometo nada, pero pondré lo que pueda por mi parte para que se normalice la situación, pero ha de saber que mi jefe debe de conocer estos detalles y desconozco su reacción, aún así, abogaré por usted y alegaré que actuó así dejándose llevar por sus sentimientos.
—Gracias, inspector, es usted una persona muy comprensiva y amable, y discúlpeme lo que le voy a preguntar, pero necesito saberlo.
—No me haga la pelota, adelante.
—¿Cómo tiene mis huellas?
Paolo esbozó una pequeña sonrisa.
—No está bien que yo lo diga, pero soy un magnífico policía y sé lo que hago, no pretenderá que llegue un sacerdote del Vaticano dispuesto a involucrarse en un caso de tan extraña magnitud y que yo confíe en él de primeras.
—¿Me tomó las huellas? —dijo sorprendido.
—La primera vez que tocó la mesa de mi despacho, mire si me han resultado útiles.
—Tiene razón, es muy buen policía.
Paolo volvió a sonreír para agradecer el cumplido al padre Fimiani.
—Bueno, padre, ya se ha hecho demasiado tarde por hoy, supongo. Vistos los últimos acontecimientos creo que el homicida volverá a actuar esta misma noche, pero como no tenemos nada que nos indique ni el nombre del sacerdote, ni el lugar, nos vamos a retirar por ahora. Necesito descansar algo en mi casa y supongo que usted también.
—Sí, ha sido un día agotador.
—Pues no se diga más, si no le importa, yo voy a quedarme durante unos minutos firmando los informes de los resultados de las pruebas y después, cuando acabe, me iré. Mañana le llamo con cualquier novedad.
—Está bien —dijo el padre levantándose de su asiento—, hasta mañana, y muchas gracias por creer lo que le he contado.
—No hay de qué.
El sacerdote salió del despacho del inspector dejando a este solo dentro de él.
Paolo estaba deseando quedarse acompañado de la soledad para poder llamar a un viejo conocido.
Java Ristaino era uno de los mayores hackers informáticos de toda Italia, nada podía resistirse a la poderosa mente informática de Java y Paolo, tenía la suerte de ser su amigo de la infancia.
Había realizado multitud de trabajos para el inspector, por supuesto sin que nadie lo supiese y ahora lo volvía a necesitar para un encargo delicado.
Sabía que era de las pocas personas en las que de verdad podía confiar.
Marcó su número de teléfono, no albergaba duda de que estaría todavía despierto, haciendo una de las suyas.
—¿Es que los informáticos que tienes allí no saben hacer nada? —dijo el amigo a modo de saludo, entre risas.
—Sabes que no, eres el mejor, quizá por eso siempre recurro a ti, aunque todo lo que sepas lo hayas aprendido de mí —bromeó.
—Más quisieras, Paolito, tú todavía piensas que Windows es mucho mejor que Linux, ¿qué necesitas?
—Información, toda la que puedas encontrar acerca de un sacerdote, del padre Domenicos Fimiani, trabaja en el Vaticano, aunque si te digo la verdad, no sé de qué.
—Mmm… Vaticano… hace un par de años que no entro en él, supongo que habrán cambiado algo la seguridad, aún así, no creo que sea inexpugnable, al menos para mí. Averiguaré todo lo que pueda sobre él, supongo que en, como mucho, un par de días te pueda pasar algo.
Paolo sonrió con el teléfono todavía en la oreja, sabía que Java no le iba a fallar.
—Confío en ti.
—Haces muy bien.
La comunicación se cortó.
Una vez más la espera era la única carta jugable.