Capítulo 39

Una vez en el interior de la basílica, el padre Fimiani, para intentar aparentar una falsa tranquilidad como si hubiese sido contratado por una agencia dedicada a excursiones turísticas por las iglesias de Roma, se dedicó a explicarles una serie de detalles precisos del interior de la misma.

—Esta iglesia, está constituida en tres naves sobre columnas, encontrarán cierto parecido con Santa María la Mayor, que visitamos tan solo hace tan solo uno minutos, pues está inspirada en ella —dijo el improvisado guía mientras avanzaba poco a poco, disimuladamente hacia la sacristía de la iglesia—. La basílica —prosiguió—, fue fundada en el siglo III por el papa Calixto I, aunque fue después renovada por Inocencio II entre los años 1130 y 1143, por lo que ya pueden hacerse una pequeña idea de lo importante que es esta iglesia dentro del seno de la ciudad eterna.

Paolo escuchaba atento sin descuidar sus sentidos de su alrededor al padre Fimiani, sorprendido de que este supiese tantos detalles acerca de la iglesia y se preguntó si acaso conocía al dedillo todas las iglesias más importantes de Roma como había demostrado conocer la que ahora pisaban.

Siguieron avanzando en dirección norte, escuchando las historias contadas por el sacerdote acerca de la fundación de la misma y mirando en las direcciones que iba paulatinamente señalando los huesudos dedos sacerdote.

Cuando llegaron al ábside de la misma, el sacerdote comenzó a girar hacia la derecha con el mayor disimulo que pudo y sin dejar de hablar ni un solo momento, ahora les estaba comentando que una de las obras más importantes que contenía la iglesia era un icono de la Virgen de la Clemencia, que se creía tallado en el siglo VI aunque algunos historiadores lo databan realmente en el VIII. Aunque nada de eso realmente le importaba mucho a los allí presentes.

Acompañando al padre Fimiani llegaron hasta una puerta de madera, que parecía a primera vista que había pasado ya demasiados años desde que fue colocada en ese punto, cerrada con una llave grotesca introducida dentro de la cerradura. El sacerdote miró una y otra vez a su alrededor para ver si los turistas que se encontraban dentro de la iglesia tenían sus ojos posados en él. Aunque quizá, al encontrarse vestido con el atuendo de sacerdote, no llamase tanto la atención como él en un principio pensaba.

Al percatarse de que nadie le prestaba atención comenzó a girar la llave muy despacio, escuchando el ruido que delataba que ya se encontraba dispuesta a cederles el paso hacia el interior. Acto seguido, empujó la puerta con una leve fuerza aplicada en su parte central para poder acceder.

Tras una nueva mirada por parte de los cuatro hacia sus alrededores para no levantar ningún tipo de sospecha, pasaron a través de la puerta.

Su interior, al contrario que el resto de la iglesia que estaba decorado con una majestuosidad tremenda, era de aspecto bastante austero. Un distribuidor que mostraba una simple escalera que subía previsiblemente hacia el campanario de la misma, además de una puerta tras la que, seguramente, se encontrara el despacho del sacerdote que andaban buscando ansiosamente, formaban parte de lo que encontraron nada más acceder.

—Intentémoslo primero con lo que haya detrás de esa puerta —dijo el inspector en voz baja y señalando con su dedo índice.

Todos asintieron y se colocaron frente a la entrada del supuesto despacho del sacerdote. El inspector golpeó con sus nudillos la puerta en repetidas ocasiones sin que se escuchase nada desde el interior de la habitación. Al no obtener la respuesta que esperaban, colocó sobre sus manos un par de guantes de látex que llevaba guardados en una bolsa hermética en el interior de su bolsillo y presionó la manivela hacia abajo para poder abrir la puerta.

Como era de esperar, dentro de la estancia no había ninguna persona.

—Esperen aquí fuera por favor, entraré yo solo, mejor no contaminemos nada, por si acaso.

Los tres acompañantes asintieron a la vez mientras el inspector comenzaba a andar con mucho cuidado por el interior del despacho del padre Fuiccella, fijándose en cada detalle que pudiese encontrar durante su exploración visual.

Observó la pequeña mesa que supuestamente servía de escritorio al sacerdote, de acabados muy simples. Parecía sacada de una tienda de muebles de segunda mano y de precio muy reducido, al igual que las dos estanterías llenas de libros que formaban todo el conjunto de la habitación, eso sí, acompañados de un gran crucifijo que presidía la pared de detrás del escritorio del sacerdote, aparentemente de oro.

Paolo afinó su vista todo lo que pudo para ver si encontraba cualquier rastro de sangre o algún otro resto que le diera algún indicio del paradero del sacerdote, pero en un principio y a primera vista, todo parecía estar en orden.

Con el típico desánimo al no haber encontrado nada revelador, salió del despacho del sacerdote pero, a su vez, un rayo de esperanza se plantaba frente a sus ojos al pensar que todavía les quedaba por explorar la zona del campanario. Aunque realmente las posibilidades de que se encontrara en él con vida, por sentido común, eran mínimas, al menos no podía desecharlas así porque sí.

Liderando el grupo creado por él mismo comenzó a subir los escalones con la mano cerca de su arma, sin dejar de mover los dedos para que estuviesen preparados, por si encontraba algún tipo de sorpresa desagradable de última hora. Sus tres acompañantes lo seguían conteniendo el aliento, dos de ellos preparados para enfrentarse a cualquier situación que se les pudiera presentar arriba del todo.

Cuando llegaron a la parte superior de la escalera, Paolo, todavía con los guantes de látex puestos, giró con delicadeza una antigua llave, similar a la que se había encontrado abajo hasta que se cercioró que la puerta ya se encontraba libre de impedimentos.

Miró a sus acompañantes con unos ojos llenos de tensión, para indicarles que estaba dispuesto para abrir la puerta y volvió a fijar su mirada al frente, tomó aliento y tiró hacía sí mismo de la manivela.

Nada más entrar corroboró sus sospechas.

Estaba vacío.

Entró con la vaga esperanza de encontrar alguna pista, pero en menos de un minuto, comprobó que sus esperanzas estaban demasiado alejadas de la realidad.

Con la mirada baja y con un halo de decepción que lo rodeaba salió de nuevo hacia la escalera, donde le esperaban sus tres acompañantes y les indicó con una negación de cabeza que el campanario, como imaginaban, estaba vacío.

El padre tampoco estaba allí.

Descendieron sin decir ni una palabra, el viaje había sido todo un fracaso, pero ¿qué más podía hacer Paolo en esos momentos? Estaba seguro de que era su única posibilidad, aunque había resultado ser insuficiente.

Salieron de nuevo hacia la parte turística de la iglesia con la intención de regresar posteriormente a la plaza, montar en el vehículo que los había llevado hasta ahí y regresar a la sede central. Allí intentarían sacar algo en claro.

Cuando apenas les quedaban unos diez metros para atravesar el portón que daba acceso a la iglesia, de repente y sin que nadie lo esperase, sonó un chillido ensordecedor del exterior de la basílica, aunque por la intensidad del mismo, parecía provenir de cerca de la puerta de entrada, ya que resonó en todo el edificio de una manera apocalíptica.

Al escucharlo, sin ni siquiera pensarlo, Paolo comenzó a correr guiado por su instinto policial en dirección a la fuente emisora. Cuando los otros tres vieron la reacción del inspector lo imitaron y salieron corriendo tras de él.

Nada más atravesar el arco que daba entrada a Santa María en Trastevere, el inspector observó como una mujer de unos setenta años de edad, vestida de una manera un tanto antigua con ropajes sin color y pañuelo en la cabeza incluido que revelaba un pelo ya profundamente canoso, se tapaba ella misma la boca para no gritar a la vez que sus ojos, que parecía que iban a traspasar sus órbitas, miraban fijamente a un objeto colocado en el suelo delante de ella.

Era una bolsa de basura gigante.

Decenas de curiosos se iban acercando para comprobar qué era lo que había causado tal desasosiego en la mujer. Varios turistas habían abandonado sus asientos en los bares cercanos a las inmediaciones alertados por los gritos de la anciana. Al ver eso, Paolo se adelantó a esa gente sacando la placa de su bolsillo y mostrándola a la marabunta que llegaba.

—Inspector de los Carabinieri, les ruego por favor que guarden un pequeño perímetro de seguridad para que pueda comprobar qué ha encontrado esta señora, les ruego nos dejen trabajar y se alejen pues puede ser peligroso.

Al escuchar las palabras de Paolo, muchos le hicieron caso y comenzaron a dar varios pasos hacia atrás, pero sin apartar su mirada de lo que pudiese pasar.

Al ver que no todos retrocedían y aún quedaban unos cuantos curiosos valientes, el subinspector y el agente se dispusieron a controlar que todo el mundo estuviera a unos cuantos metros de la bolsa, por lo que pudiese contener en su interior.

Paolo se acercó a la mujer para intentar tranquilizarla, estaba en estado de shock.

—Señora, ¿está usted bien?

Pero la mujer no contestaba, continuaba con la mirada clavada en la bolsa.

—¿Me escucha, señora? —insistió Paolo—, ¿qué ha encontrado en el interior de esa bolsa?

Al comprobar que la mujer seguía sin apenas pestañear, Paolo se dirigió al sacerdote.

—Padre, por favor, le necesito, hágase cargo de esta señora. Quizá, al ver su aspecto, logre tranquilizarse algo. El hábito es signo de sosiego para mucha gente.

El padre Fimiani obedeció de manera instantánea y se acercó para rodear con su brazo a la mujer y apartarla de la bolsa. Esperaba que recuperase pronto la consciencia.

—Está bien, veamos qué encontramos aquí —dijo Paolo en voz muy baja.

Cuando descendió las escaleras del campanario se había quitado los guantes y los había guardado en su bolsillo, para manipular la bolsa, no lo quedó más remedio que recuperarlos y volver a enfundárselos.

Una vez hecho esto, con sumo cuidado, se agachó frente a la bolsa y con dos dedos agarró uno de los extremos de la parte superior, con su otra mano hizo lo propio con el otro extremo.

—Inspector, ¿no cree que deberíamos dar aviso a los artificieros?, no sabemos qué puede contener la bolsa y puede ser un peligro para toda esta gente —dijo el subinspector Alloa, que se había acercado unos pasos hasta la posición de Paolo para intentar advertirle.

—Estoy seguro de que no lo son, no se preocupe Alloa, tendré cuidado de no tocar nada que crea que puede entrañar un peligro. Me temo que sé lo que es esto.

Alloa asintió y, no sin dudarlo durante unos segundos, comenzó a alejarse de nuevo en dirección a los curiosos que se agolpaban móviles en mano para grabar lo que iba sucediendo. Su meta ahora era mantenerlos a raya.

Esperando encontrarse lo peor, el inspector comenzó a separar los extremos de la bolsa, poco a poco.

Tardó unos segundos en decidir a bajar la mirada y enfocarla en el contenido. Cuando comprobó su interior, de manera instantánea, tuvo que contener la nausea que con velocidad comenzó a ascenderle por el esófago.

Dentro, había un cuerpo hecho pedazos.

O al menos eso es lo que parecía que había sido alguna vez.

Levantó la cabeza para respirar profundamente aire fresco, lo necesitaba, sobre todo para intentar reprimir su instinto de vomitar. Sentía la necesidad de tranquilizarse al sentir la suave brisa recorrer su rostro y no montar un espectáculo entre todo el público que lo miraba expectante.

Tenía que evitar a toda costa la histeria que provocaría que los allí presentes conociesen el contenido de lo que acababa de encontrar.

—Padre —acertó a decir cuando comprobó que las nauseas ya estaban controladas—, por favor, acompañe a la señora al interior de la iglesia y tiéndale el consuelo que necesite. Que no salga hasta que esté calmada del todo.

El énfasis que puso en esa última frase hizo entender al padre Fimiani que el inspector no quería que bajo ningún concepto saliese la mujer, al menos hasta que él no diese la orden pertinente. Siguiendo las instrucciones dadas por Paolo, el sacerdote empujó levemente a la señora para que lo acompañase al interior de la iglesia.

Como prefería que sus dos compañeros siguiesen controlando la situación frente a los curiosos, decidió llamar él mismo a la sede central para que enviaran refuerzos de inmediato, así como al equipo criminalístico y al forense. Decidió acelerarlo todo telefoneando directamente a su jefe.

Cuando colgó el teléfono, justo después de comprobar el estupor que había causado a su superior tras escuchar sus palabras, volvió a echarle valor para mirar el contenido de la bolsa mientras llegaba lo que había solicitado a su jefe.

Volvió a agacharse e igual de despacio que en el vistazo anterior, abrió la bolsa de nuevo.

Respiró hondo antes de mirar.

Lo primero que se podía ver al abrir la bolsa, como presidiendo el contenido, era la cabeza de la víctima, supuestamente la del padre Fuiccella, con los ojos totalmente abiertos apuntando directamente hacia Paolo, así como su boca, también abierta y sin ningún diente en su interior.

Sin querer tocar nada del contenido la movió un poco hacia el lado para comprobar que entre la casquería realizada, también se encontraban las ropas de la víctima, negras, como las de un sacerdote. Algo que confirmó cuando Paolo se percató que la bolsa también contenía el alzacuellos del mismo.

El inspector continuó durante diez minutos en la misma posición, intentando reorganizar sus pensamientos, sin éxito alguno, cuando llegaron los refuerzos así como el equipo de criminalística.

Cuando la investigación comenzó a desarrollarse de manera normal, con todo el mundo ocupándose en sus labores, Paolo se dirigió al subinspector Alloa, ya liberado de su tarea de contención de curiosos.

—Escúcheme atentamente, quiero que un equipo de agentes se dedique a preguntar a todas y cada una de las personas que se encuentran en esta plaza. No podría creer que un hombre hubiese dejado una bolsa de basura en la misma puerta de Santa María en Trastevere y nadie lo haya visto, así que quiero que interroguen bien a todo el mundo. Soy consciente de la gran cantidad de personas y el esfuerzo que ello supone, pero mi orden es irrevocable.

Alloa asintió con la cabeza las órdenes del inspector Salvano.

—Quiero también —prosiguió— que analicen a fondo la zona del despacho y del campanario, quiero que busquen huellas hasta dentro de la campana si hace falta. Me da igual lo que tarden y si recogen cien huellas distintas, pero las quiero todas controladas, no quiero que se escape nada, necesito saber quién ha entrado, quién ha salido, quiero una lista de nombres que me hagan encontrar algo más de lo que ya tenemos. Además necesito qué averigüen qué personas ayudaban al sacerdote y les pregunten para ver si pueden aportarnos algún dato que no sepamos ya, incluido el equipo de limpieza de la basílica.

—Muy bien inspector, ¿algo más?

—Sí, quiero que usted personalmente interrogue a la mujer que ha encontrado la bolsa en cuanto esté dispuesta a hablar. Además, tómele las huellas para descartarla de la investigación pues, evidentemente, para ver su contenido ha abierto la bolsa de basura. Usted se quedará al frente de la investigación aquí, yo voy a volver a la sede a presionar para que los restos lleguen cuanto antes y proceder con la autopsia, a ver qué nos ha dejado ese desgraciado esta vez. Quiero que esté encima de todo el mundo, presionando lo que haga falta, para que lleguen lo antes posible las huellas y todo lo que encuentren a rastros, antes de irme hoy a mi casa, necesito saber todo lo que ha pasado con este pobre hombre.

—Gracias por su confianza, inspector, no le defraudaré. Intentaré que todo llegue cuanto antes a la sede. No se preocupe por nada.

Con un gesto Paolo se despidió del subinspector y buscó al padre Fimiani para indicarle que le acompañara a la sede.

Montaron en el coche y pusieron rumbo lejos del bullicio que se acababa de montar.