Capítulo 30

Un nuevo día estaba relevando a una apacible y estrellada noche. Paolo, nada más llegar a su despacho para dejar sus cosas, llamó al padre Fimiani, era consciente de la hora que era, pero si el sacerdote quería ayudar como realmente parecía, no había otro remedio que despertarle.

Había aparecido un nuevo cuerpo sin vida de un sacerdote, había sido encontrado en la larga escalinata de ciento veintidós escalones de la basílica de Santa María en Aracoeli, situada en la cumbre más alta del Monte Capitolino.

Paolo pasó olímpicamente de ir, a pesar de que tenía claro de que en este caso, el espectáculo debía de ser dantesco debido a la espeluznante muerte sufrida por San Bartolomé, creyó inútil el viaje simplemente para ver el cuerpo yaciente del sacerdote. Tenía un equipo altamente cualificado trabajando allí, sobre el terreno. Prefirió esperar a que trajeran el cuerpo a las dependencias del forense, ahí era donde se había estado resolviendo todo lo que sabían hasta el momento.

Tomó asiento mientras esperaba a que el padre Fimiani llegara y, cuando ni siquiera le había dado tiempo a servirse uno de los horribles cafés que salían de la máquina que tenía cerca del despacho, alguien llamó a su puerta.

—Pase —dijo Paolo.

Era el subinspector Carignano.

—Aquí tiene el informe del caso, inspector, le doy también una copia de la tarjeta de memoria en la cual están las fotos digitales de cómo nos hemos encontrado al sacerdote hace un rato.

—Gracias.

—Ah, y no se preocupe, quédese sentado, que cada vez que usted no se quiera ensuciar las manos, aquí estamos los demás para hacerlo por usted —dijo Carignano con un tono irónico más que evidente.

—¿Tiene algún problema con eso, Carignano? —dijo Paolo mirándolo directamente a los ojos.

—No, por Dios, sabe que estamos encantados de hacerlo, todos estamos a su completo servicio, inspector jefe. Al menos yo —Carignano siguió con el mismo tono de burla.

—Si tiene algún problema conmigo tan solo tiene que decírmelo, o si lo prefiere, puede ir con tanta valentía como usted posee al despacho del jefe a llorarle. No sería la primera vez, según tengo entendido, por lo tanto debe de estar acostumbrado —dijo Paolo con una voz férrea—. Si no, ya sabe cuál es el puesto que usted ocupa dentro del cuerpo y cuál ocupo yo, no lo olvide cuando se dirija a mí. La próxima vez que se le ocurra hacerse el gracioso conmigo, le morderé el cuello tan fuerte que le arrancaré la nuez, ¿me he expresado con claridad, Carignano?

—Sí, señor —dijo bajando la cabeza y volviendo sobre sus pasos con el rabo entre las piernas y cerrando la puerta con sumo cuidado, como no queriendo irritar más al inspector.

Paolo resopló nada más salir el subinspector. En otras ocasiones hubiese callado, no le gustaba entrar en el juego de Carignano, el subinspector era alguien insignificante para él, pero ahora no tenía ninguna gana de soportar idiotas, ya tenía demasiado con la investigación que llevaba entre manos como para aguantar más.

Abrió el informe y le echó un ojo rápidamente, realmente, no había nada que no esperase, todo muy cuidado, sin ninguna pista, sin ninguna huella, como si el sacerdote hubiese sido asesinado por un fantasma…

Metió la tarjeta SD que le había dado Carignano en el lector de tarjetas de su PC.

Esperó a que cargara la carpeta con los archivos y abrió la primera foto.

En ella se veía, abajo del todo, tirado sobre el primer escalón, una imagen verdaderamente escalofriante. Se apreciaba a un hombre con sotana negra y alzacuellos con su rostro, sus manos y sus pies sin nada de piel. Nada más verla Paolo respiró profundo, esperaba con todas sus fuerzas que esa barbaridad se la hubiesen hecho una vez el sacerdote estuviese muerto. Si había sido en vida, ese hombre había soportado un martirio inimaginable.

Pasó a la segunda.

Era una foto tomada más de cerca del rostro del sacerdote, en una primera impresión parecía que llevaba puesta una máscara de terror, de las típicas que vendían en la tienda de disfraces para celebrar Halloween, pero no era así, lo que se veía en la imagen era algo demasiado real.

Tras una sucesión de imágenes espantosas, el inspector llegó a la conclusión de que, a pesar de que ya se lo advirtió el médico forense, el homicida era todo un experto en cuanto al cuerpo humano se refería. La precisión con la que había arrancado la piel a su víctima era milimétrica, algo que parecía increíblemente difícil de realizar para unas manos inexpertas.

Paolo sintió que un escalofrío le recorría la espalda al tener esos pensamientos. Esa idea, era algo que le producía auténtico pavor.

Cerró las fotos y dejó el ordenador de lado para mirar de nuevo el informe, quizá con la ligera esperanza de que pudiese leer algo que se le hubiese escapado previamente.

Los minutos iban transcurriendo en un silencio tan solo truncado por el reloj de pared gigantesco que tenía el inspector en su despacho, un reloj que le recordaba que las horas iban pasando y cada vez le quedaba menos tiempo para intentar coger al asesino antes de que cometiese una nueva atrocidad.

Su puerta sonó.

—Inspector, el cuerpo ya está disponible abajo para el examen —la voz de uno de los subinspectores sacó a Paolo de sus pensamientos.

—Perfecto, enseguida bajo, voy a esperar 10 minutos más para ver si llega el padre Fimiani —dijo con un tono de voz calmado.

—Perdone que le insista, el forense me ha pedido que baje lo antes posible, que es muy urgente.

A Paolo le extrañó mucho eso, si era tan urgente ¿por qué no le había llamado él personalmente?

Paolo se encaminó a toda prisa hacia las dependencias forenses para ver qué tan urgente era el requerimiento del doctor, algo muy gordo debía de ser para haberle avisado así.

Cuando entró en la estancia, comprendió por qué el doctor Guido Meazza no lo había llamado personalmente, no se trataba de él.

Dentro de la sala se encontraba el doctor Filipo Andosetti, el forense de mayor edad de la unidad central de los Carabinieri, un reconocido médico que llevaba más de 40 años trabajando para la unidad y que era considerado uno de los mejores forenses de todo el país.

—Hola, doctor —dijo Paolo nada más entrar en la estancia—, reconozco mi sorpresa al encontrarle aquí. ¿Hoy no está el doctor Meazza con nosotros?

—Hola, inspector Salvano, esta mañana me han llamado inesperadamente, ya sabe que me han reducido las horas aquí debido a que soy un vejestorio inservible y ya casi no vengo a trabajar pero, al parecer, el Papa ha sufrido una crisis de la enfermedad que arrastra ya desde hace un tiempo y el doctor Meazza, que había venido a trabajar, ha tenido que marcharse de urgencia.

—Es verdad, apenas hace unos días me enteré de que Guido era el médico personal de su santidad —dijo recordando la conversación entre el padre Fimiani y el forense días atrás—, pues nada, dígame que es lo que tiene para mí tan urgente.

El doctor Andosetti dio media vuelta y se dirigió hacia la camilla donde se encontraba el espantoso cuerpo sin vida del sacerdote.

Postrado en una cama, sin ningún centímetro de piel sobre su cuerpo, yacía el cuerpo del padre Steffan Ponsia, Paolo recordó inmediatamente los imágenes de sus libros de texto de anatomía, más en concreto en aquellas en las que se veía el dibujo del cuerpo de un hombre con todos los músculos visibles, desgraciadamente, aquello no era un dibujo.

Cuando Paolo llegó al sitio justo en el que se encontraba el cadáver y fijó sus ojos en el torso del sacerdote comprendió por qué el doctor había requerido de su presencia con tanta urgencia.