Paolo llevaba ya un buen rato sentado alternando su pantalla de ordenador con los informes que se habían ido redactando acerca del caso que llevaba entre manos. No le había sido difícil averiguar cuál sería el siguiente apóstol. Las pistas que había dejado el homicida una vez más eran bastante claras: Un cuchillo, que había clavado magistralmente entre su cuello y torso; y en la espalda, con las incisiones, había creado un libro.
Eran los símbolos de San Bartolomé, algo que inquietaba bastante a Paolo, las condiciones de la muerte de este no eran demasiado agradables.
Murió despellejado.
Aparte de eso, una vez más, se encontraba atado de pies y manos, dejando pasar el tiempo para que el asesino volviese a actuar y con un poco de suerte, dejara algo que les ayudara a acercarse un poquito más a él. Eso siempre y cuando lo desease pues, era evidente que la unidad de Carabinieri, con Paolo al frente, eran simples monigotes de un titiritero que hacía con ellos lo que le venía en gana.
Meras marionetas.
Acomodó su silla para poder recostarse un poco y se echó para atrás poniendo los pies sobre la mesa. Estaba agotado, apenas descansaba y eso estaba empezando a pasarle factura. Pensó que quizá debiese relajarse un poco para, al menos, intentar tener la mente un poco más clara y así poder pensar las cosas con una mayor lucidez.
O eso o esperar a que ocurriese un milagro del cielo.
Estaba con los ojos cerrados, con la cabeza echada hacia atrás y respirando pausadamente, intentando recuperar la tranquilidad perdida hacía ya unos cuantos días, cuando de repente, sonó su puerta.
—Inspector, ¿puedo pasar?
Era el padre Fimiani.
Paolo se incorporó enseguida, sintiéndose en parte avergonzado debido a su posición en la silla.
—Dichosos los ojos, padre, pensaba que había desaparecido de la faz de la tierra, como no he conseguido contactar con usted de ninguna manera posible… —le dijo Paolo con un cierto tono irónico.
—Lo siento muchísimo, de veras, inspector, pero necesitaba un momento de soledad para poder así comprobar una cosa. No deseaba molestia alguna por parte de nadie, por eso apagué mi teléfono móvil.
—Vaya, ¿y ha encontrado eso que buscaba? —añadió Paolo con curiosidad.
—Sí, me ha costado horrores, es algo que no es accesible para casi ninguna mano en el mundo, pero debido a las circunstancias que se están dando… su santidad ha intercedido y han accedido a proporcionármelo, aunque ha sido a regañadientes.
—¿Y qué es si se puede saber? —La curiosidad de Paolo crecía como la espuma.
El padre Fimiani extrajo unos papeles de su ya inseparable e inconfundible maletín.
—Estos documentos pertenecen a la Santa Sede y en ellos —hizo una pausa para removerlos airadamente, como para darle más importancia si cabía—, aparecen los delitos que hayan podido cometer a lo largo de su vida sacerdotes adscritos a la iglesia.
Paolo quedó casi sin habla. No podía creer lo que el sacerdote acababa de revelar. Si eso que contaba era real, esos documentos no pesaban lo que valían en oro.
—Déjeme verlos.
—Lo siento, inspector, no puedo, son documentos que se han declarado como confidenciales.
Paolo inyectó casi de inmediato una dosis de rabia en sus ojos que hubiese hecho temblar a cualquiera que lo hubiese mirado.
—¿Está negándome ver unos documentos vitales para una investigación? ¿A un Inspector de los Carabinieri? ¿Sabe que eso es delito?
Fimiani no parecía inmutarse ante las palabras de Paolo, no movió ni una ceja.
Ese hombre a veces parecía de hielo.
—No, inspector, ya lo he hablado con su superior hace unos instantes. Estos documentos son sumamente importantes y como ya le he dicho, han aceptado a dejármelos de una manera extraordinaria, dada la magnitud del caso. Vamos a utilizarlos para la investigación con la única condición de que tan solo yo puedo verlos y saber cuál es todo su contenido. Usted sabrá hasta un cierto punto, pero no se preocupe, no voy a mentirle con lo que hay aquí escrito. Mi única intención es ayudarle en lo que buenamente pueda.
Paolo no daba crédito a lo que oía.
—¿Tanto tienen que ocultar? Me parece increíble que me esté diciendo esto.
—No, inspector —respondió Fimiani que seguía impasible frente a Paolo—, pero aquí —dijo agitando nuevamente los papeles—, hay asuntos del pasado de una gente que se ha redimido entregándose a dios. Algunos de ellos hasta han pagado ya con la cárcel los delitos que cometieron, otros tantos no eran tan importantes y digamos que… se archivaron. El caso es que todo lo que contiene este informe ahora mismo no se encuentra registrado en ningún otro lugar, es un acuerdo que tenemos con la policía.
Paolo estaba atónito, lo que decía el padre tenía sentido hasta cierto punto, pero aún así, le repugnaba la idea de que el Vaticano tuviese el poder de hacer lo que simplemente le viniese en gana, casi sin impunidad. Total, lo que hubiesen hecho sus sacerdotes tan solo era asunto de ellos y no del resto de la humanidad.
Increíble.
—Bueno, ¿quiere que le diga lo que he averiguado o no? —dijo el padre Fimiani.
Paolo respiró pausadamente para no mandar a aquel hombre a la misma mierda o darle un puñetazo con todas sus fuerzas. Pensó que la investigación estaba por encima de todo y, si esos documentos podían ayudar en algo, por poco que fuese, no le quedaría más remedio que pasar por el aro en todas las trabas que el Vaticano les estaba poniendo.
—Adelante, padre. Cuénteme.
—Pues bien, verá, en cuanto se descubrió que el padre Passarotti tenía antecedentes me vino un pensamiento repentino, una de esas ideas que suelen venir de inmediato cuando se intenta buscar un porqué de algo, en este caso, el porqué de los asesinatos.
—¿Y?
—Me dirigí directamente a nuestras oficinas en el Vaticano y solicité el informe que tengo aquí, a veces algunos delitos sin importancia se nos pasan y quedan registrados en las bases de datos de criminales, como era el caso del último sacerdote asesinado, pero la mayoría desaparecen de la faz de la tierra por obra de la Santa Sede, por lo tanto no aparecerían en sus ordenadores ni de casualidad.
—Padre, ¿me puede decir a dónde quiere ir a parar?, déjese ya de rodeos, no estoy de humor para jueguecitos de patio de colegio.
—Es usted demasiado impaciente, para poder entender lo que he hecho, necesitaba ponerle en el contexto, continuo. Se habrá preguntado en multitud de ocasiones cuál es esa conexión que puede haber entre los asesinatos, entre todas las muertes y yo, desde luego, la he descubierto. Todos tenían antecedentes, todos son pecadores.
—¿Que todos son pecadores? —Paolo entrecerró los ojos ante la afirmación que hacía el sacerdote. Si era cierto había dado con la clave que él no conseguía encontrar. Ahora faltaba que le argumentara para poder certificar lo que decía.
—Así es, todos han cometido algún tipo de delito en cualquier momento de su vida, algunos menores, otros algo más importantes, pero al fin y al cabo, ninguno de ellos está limpio al cien por cien.
—¿Puede decirme el crimen que ha cometido cada uno? ¿O también piensa ocultarme eso?
—No, puedo decírselo sin ningún problema, paso a relatarle —el padre comenzó a mirar sus documentos y a deslizar su dedo entre lo escrito en ellos—, aquí. El padre Scarzia de joven era un delincuente habitual en las comisarías de policía, todo fueron delitos menores, como pequeños hurtos sin importancia que no excedían del valor de un radiocasete, hasta que mató a la dependienta de una tienda en un atraco a mano armada en el que se llevó un bote bastante jugoso. Al padre Melia, unas cámaras de seguridad de unos grandes almacenes lo grabaron robando películas que luego utilizaría para venderlas ilegalmente en un almacén de un primo suyo, ocurrió hace ya diez años. El padre Passarotti, bueno, ese ya lo sabe. Todos pecadores.
Paolo comenzó a notar que el nivel de su enfado iba disminuyendo. Aunque el padre no quisiese compartir toda la información que contenían esos documentos, al menos estaba aportando algo que esclarecía bastante los asesinatos, ya tenían el móvil del asesino. Era más de lo que tenía hace tan solo una veintena de minutos.
—Y dígame, ¿aparece en esa lista el padre Giovanni Di Salvo? —quiso saber el inspector.
—Vaya, no me diga que han encontrado otro cadáver… ¿Qué le ha pasado al padre Di salvo?
—Primero contésteme a lo que le he preguntado y más tarde le pondré al corriente sobre la investigación.
Fimiani negó con la cabeza ante el mal humor de Paolo, en parte entendía al inspector, pero no estaba en sus manos el hacer lo que le viniese en gana con esos documentos tan importantes que tenía frente a él. La Santa Sede había depositado mucha confianza en su persona y este no pensaba traicionarla. La confianza del Vaticano no era algo que uno ganaba a la ligera, no iba a perderla así como así.
Comenzó a buscar en los papeles, tal y cómo el inspector le había pedido.
Pasaron unos instantes en los que el padre Fimiani comprobaba uno a uno los nombres de su lista. Mientras, Paolo intentaba ver algo, por poco que fuese.
—En efecto, padre Giovanni Di Salvo, emm, bueno… sí, el delito de este es reciente, prefiero no nombrarlo si me lo permite, pero creo que más o menos se puede hacer una ligera idea… por desgracia ahora mismo está al orden del día y no es algo de lo que me enorgullezca…
Paolo no necesitaba que le explicase más, sabía a lo que se refería de sobra.
Qué hijo de la gran puta, pensó para sus adentros.
No podía alegrarse de la muerte de nadie, por deleznable que fuese el acto que había cometido, pero en sus pensamientos no pudo evitar el de que ese hombre había recibido, en parte, su merecido.
—Esto no hace más que confirmar la teoría que le acabo de exponer, estoy seguro de que ando en lo cierto y, por favor, no se enfade por no poder dejarle estos documentos, tiene que entender las reservas de la Santa Sede a que sus escándalos lleguen a oídos de nadie, sea Carabinieri o el mismísimo presidente. De todas maneras me tiene a mí, que sí puedo acceder a ellos, yo seré sus ojos en este apartado del caso.
—Está bien padre, pero déjeme hacerle una pregunta, ¿cuántos nombres hay en esa famosa lista? —preguntó enarcando una ceja.
Al padre Fimiani le daba vergüenza decirlo.
—Pues está filtrado tan solo a los sacerdotes que siguen en activo aquí, en Roma, pero aún así hay 207.
—¿207? —dijo Paolo al mismo tiempo que se levantaba de un salto de esa silla—, pensaba que podíamos utilizar esa lista para prevenir la muerte de esos sacerdotes, pero con ese número nos es totalmente imposible.
—Sí, así lo he pensado yo, pero igualmente ya le digo que eso no podría ser aunque tuviera solamente diez nombres, he jurado confidencialidad acerca de lo contenido aquí y así va a ser. Las identidades de los aquí nombrados seguirán permaneciendo ocultas.
Paolo dio un fuerte golpe con su mano en la mesa, la rabia le consumía por dentro al escuchar las palabras de Fimiani. Parecía que la Iglesia deseaba esas muertes y no pensaba hacer nada para que no ocurriesen.
Consiguió relajarse un poco antes de hablar, si se dejaba llevar ese hombre que tenía enfrente lo iba a pasar muy mal.
—De verdad, no puedo creer lo que oigo una vez más, ¿me está diciendo que prefiere que esa pobre gente muera a simplemente decir los nombres que contiene un papel? Sería para poder evitar su muerte.
—Inspector, si por mí fuera iría ahora mismo de puerta en puerta tocando para advertir a los 207 de lo fatal del asunto, pero no soy yo, son órdenes de arriba, me debo a ellos. No necesito que lo entienda, pero al menos respéteme. No soy una persona falta de ética, al contrario, pero mi ética es distinta a la que usted puede tener, esa misma me dice que no puedo traicionar a quién confía en mí, es una de las máximas de mi vida.
Paolo respiró lento por enésima vez, necesitaba calmarse y no decir ni hacer lo que realmente pasaba por su cabeza en esos momentos.
—Perfecto, padre, espero que en el Vaticano todo el mundo pueda dormir por las noches mientras siguen muriendo sacerdotes.
El padre Fimiani agachó la cabeza sin saber qué responder, entendía al inspector, pero no podía hacer más.
De repente el teléfono del despacho de Paolo comenzó a sonar.
—Inspector Salvano —dijo este a modo de saludo hacia su interlocutor.
—Paolo, soy Guido, en pleno proceso de guardar ya el cuerpo del sacerdote he encontrado una nueva cosa, algo que no había visto anteriormente.
Paolo se acomodó mejor en su silla interesado por lo que decía el doctor.
—Dime Guido, ¿de qué se trata?
—Lleva tatuada una fecha en su nuca, justo donde empieza su cuero cabelludo.
—¿Y crees que es importante?
—Verás, creo que no me explicado bien, el tatuaje es reciente, de un par de días como mucho.