El inspector Salvano sentía que rozaba con los dedos el borde de la absoluta desesperación, el padre Fimiani le había pedido que, por favor, lo esperase para entrar a la sala de autopsias, habían quedado a las once en punto de la mañana, eran las once y media ya pasadas.
Mientras aguardaba con toda la paciencia que podía reunir en aquellos momentos, había optado por sentarse para no esperar de pie. Al no haber nada parecido a un asiento en lo que reposar su cuerpo, estaba postrado en el suelo del siniestro pasillo de las salas de autopsia con las rodillas pegadas a su pecho. Con la espalda también pegada en el frío muro y con la mirada perdida hacia la pared de enfrente, Paolo no paraba de pensar en qué sorpresas le aguardarían en el cuerpo del padre Melia, esperaba que fueran tan directas como las halladas en el cuerpo del padre Scarzia, pues no tenía mucho ánimo de devanarse los sesos intentando arrojar luz en qué pasaría a continuación.
Respiró profundamente. Sintió que era un suspiro de autoconvicción para agarrar ánimos, para afrontar lo que le esperaba a continuación. No supo explicarse a ciencia cierta si el desánimo que experimentaba era debido a que el Vaticano estuviera tocándoles las narices con tanto secretismo y tanta pasividad, aunque, eso sí, tenía que reconocer que el padre Fimiani le fue de gran ayuda el día anterior, a pesar de sus pensamientos iniciales nada más conocerlo.
Eso no lo podía negar.
Su ensimismamiento se vio truncado por el repentino ruido del ascensor al detenerse en su misma planta, dobló la cabeza en dirección del mismo y vio como de él salía la alta figura del padre Fimiani, acompañado por uno de los subinspectores que le indicaba el camino correcto hacia las salas de autopsias. El sacerdote, con su ya inconfundible maletín, tenía un semblante bastante serio, quizá debido a que alguien estaba atacando directamente a su iglesia y todavía no se sabía ni quién, ni por qué lo hacía.
Aunque el Vaticano se había ganado miles de enemigos con el paso de los años, sobre todo debido a sus actos, nada oportunos en la mayoría de las ocasiones, este era el ataque más directo que había sufrido desde el atentado al papa Juan Pablo II en el año 1981 a manos de Mehmet Ali Ağca. De seguro, al igual que el inspector, en el Vaticano tampoco estaban durmiendo tranquilos.
—Buenos días, inspector Salvano, por decir algo, espero pueda disculpar mi retraso —dijo el padre Fimiani a modo de saludo.
—Buenos días padre, no se preocupe por eso, apenas llevo tiempo esperándole —mintió descaradamente—, entremos en la sala.
El sacerdote asintió.
El subinspector abandonó a ambos con un saludo a través de su cabeza y regresó por donde había venido, seguidamente Paolo y el padre Fimiani entraron en la sala especial previa introducción del código del inspector. Ya les esperaba impaciente el doctor Meazza.
—Ya era hora, Paolo —dijo este a modo de bienvenida—, comenzaba a pensar que no vendrías.
—Lo siento, hemos sufrido un leve retraso. Te presento al padre Fimiani, es un enviado de la santa sede para que me ayude con la investigación.
—Ya nos conocemos —dijo este último sin ni siquiera extenderle la mano—, aunque no hemos tenido el placer de charlar todavía. El doctor Meazza es médico personal de su santidad desde hace ya unos años. Lo último que sé es que usted operó hace 2 semanas al Papa de una hernia con un resultado inmejorable, enhorabuena.
—Vaya —dijo Paolo bastante sorprendido mirando fijamente al forense—, desconocía eso.
El doctor Meazza sonrió.
—Vamos, Paolo no pensarás que puedo vivir con el sueldo que me pagan los Carabinieri ¿no?, el Vaticano es el que paga mi deportivo y mis noches rodeados de muj… ¡Uy…! Disculpe, padre, hay ocasiones en las que bromeo sin pensar lo que digo.
Paolo sonrió ante aquella broma.
Fimiani no.
—Bueno, vayamos al grano, ¿qué tienes? —dijo Paolo al comprobar que el semblante serio del padre Fimiani se estaba tornando en un tono algo más oscuro e incómodo ante las risas de estos.
—Bien, tengo tres cosas que destacar. La primera es esta —el doctor comenzó a dar la vuelta lentamente al cadáver del padre Melia—, esta vez en la espalda no lleva ninguna cruz ni nada por el estilo dibujado, sino siete signos de lo que parecen ser latigazos. Observen —comenzó a señalar con su dedo uno a uno las heridas infligidas por el asesino.
Nicolás y el padre se echaron hacia adelante.
—Esto no hace más que confirmar que este sacerdote representa a San Andrés —soltó de golpe Fimiani.
Tanto el doctor como Paolo se giraron hacia el sacerdote inmediatamente.
—Los siete latigazos fueron infligidos a San Andrés por siete soldados romanos distintos. Esto no creo que pueda llegar a ser muy importante, solo confirma el apóstol.
—Pues entonces pasemos a confirmar que el autor del crimen es el mismo que el del anterior sacerdote —respondió el forense.
—Sorpréndenos —dijo Paolo.
—Este dato solo lo conocíamos los que nos encontramos dentro del círculo de la investigación, nadie más, por lo tanto por narices el asesino es la misma persona. No es ningún imitador de los que suelen salir en cuanto los noticiarios se hacen eco de este tipo de casos —hizo una pausa—, la causa de la muerte es idéntica a la del cadáver del otro sacerdote, murió desangrado por esta herida de aquí —señaló de nuevo el costado—, por el mismo arma diría yo, la herida es igual a la del padre Scarzia, de eso no tengo duda.
—Vaya… así que nuestro asesino, aunque prepara sus muertes de manera distinta, la forma de acabar con sus vidas siempre es la misma… interesante… —dijo Paolo mientras se tocaba la cara.
—Y, lo más interesante de todo, una vez más, es el contenido de su estómago.
—¿Otra nota?
—No, pero nos habla igual de claro que un texto escrito. Miren ambos el contenido de la bandeja, no se preocupen, ya la he limpiado del resto de contenido del estómago, no hay nada repugnante.
Tanto Paolo como el padre Fimiani acudieron expectantes para ver qué era lo que había encontrado el doctor Meazza en el interior del sacerdote.
Dentro de la bandeja, colocadas de manera reluciente, había seis monedas de cinco céntimos de Euro. Las monedas eran totalmente nuevas, parecía que solo se habían usado esa vez, que jamás se había comprado con ellas.
—¿Le hizo tragarse seis monedas de cinco céntimos?, ¿para qué?
—Por Dios Paolo, andas algo espeso hoy ¿eh?, piensa un poco por favor, no me decepciones.
—Seis monedas de cinco céntimos son treinta céntimos —el padre Fimiani, con una voz bastante seria, no dio oportunidad a que Paolo siguiera el acertijo del doctor—, si olvidamos la numismática actual e imaginamos que son de oro, es lo que supuestamente dieron a Judas por vender a nuestro Señor Jesucristo a las autoridades.
—El próximo apóstol va a ser Judas Iscariote… —dijo casi susurrando Paolo al darse cuenta.
De repente sacó su móvil del bolsillo y marcó un número rápidamente.
—Soy el inspector Salvano —dijo nada más descolgaron el teléfono al otro lado—, ¿por qué todavía no me han dicho nada de lo que han encontrado en la cruz?
—Verá, inspector, la hemos revisado muchas veces varias personas de una manera bastante minuciosa. No hemos encontrado nada de nada, por eso no le había llamado, pero le iba a llamar en este mismo instante, ya que nos han llegado los resultados del laboratorio de análisis.
—¿Y?
—Han analizado la sangre que había en el suelo, debajo del sacerdote y los resultados indican que hay dos ADN distintos, la sangre pertenece a dos personas completamente distintas.
Paolo se quedó helado ante las palabras pronunciadas por el subinspector.
—¿Cómo dice?
—Lo que oye, inspector, uno de ellos pertenece al padre Melia, pero el otro es desconocido, es sangre de una persona sin identificar.
Paolo no daba crédito a lo que oía.
—Por favor, busquen alguna coincidencia con nuestro banco de datos y también con el de la Interpol, necesito saber de quién es esa sangre.
Colgó.
—Noticias frescas —dijo seguidamente a sus dos acompañantes vivos en la sala de autopsias después de tomar una bocanada de aire para templar sus nervios—, se han encontrado dos sangres distintas en el charco que había debajo del padre Melia.
—¿Dos sangres? —dijeron ambos casi al unísono.
—Exacto, una pertenece al sacerdote, la otra desconocida, eso me asusta por un lado, aunque me parece que el significado es bastante claro.
El forense y el sacerdote esperaban expectantes la conclusión de Paolo
—Me parece que Judas ya está muerto.