Ni Paolo ni el padre Fimiani abrieron casi la boca durante las dos horas que pasaron encerrados a cal y canto en el despacho del inspector, cada uno con un ordenador, Paolo el de su despacho y el padre con un portátil de reducidas dimensiones que extrajo de su maletín. Ambos no paraban de visitar páginas de Internet en busca de algo de información, tanto de la cruz de los apóstoles como de la vida y muerte del apóstol San Andrés.
El padre Fimiani ya conocía bien la historia de la muerte, pero Paolo la desconocía en su totalidad y le sirvió para saber lo que les esperaba. El apóstol San Andrés murió, según la tradición cristiana, crucificado al igual que San Pedro y Jesús, pero en este caso murió en una cruz del tipo decussata o en forma de “x”, desde entonces a este tipo de cruz se le llamaba “Cruz de San Andrés”.
—De todo esto deduzco que nos espera otra muerte por crucifixión, ¿no? —dijo Paolo resoplando y agotado por tanto esfuerzo mental.
—Me temo que sí, inspector, supongo que el asesino quiere que lo interpretemos así.
—Vale, ya tenemos el tipo de muerte pero ¿y el cuándo? ¿Y el dónde? Y sobre todo, ¿y el por qué?
—En eso no puedo ayudarle, inspector, además, estoy seguro de que usted está más cualificado que yo para encontrar respuesta a esas preguntas.
—Ojalá fuese verdad. Ahora mismo estoy totalmente en blanco, sin que mi mente pueda proporcionarme respuesta alguna, no me siento capacitado para absolutamente nada. Dígame una cosa, padre, ¿usted conocía personalmente al padre Scarzia?
—Si le digo la verdad, no había oído hablar de él en toda mi vida, aquí, en Roma, hay miles de sacerdotes, no teníamos ni idea de su existencia. Bueno, no me entienda mal, quiero decir con eso que era un simple sacerdote más. Hemos enviado a alguien a su parroquia para que nos traiga un informe de cómo era el padre Scarzia, quizá así, sabiendo como era su día a día logremos sacar algo más en claro.
—Espero sea verdad, esta mierda me mata, odio estar aquí sentado sin saber ni siquiera qué buscar ni dónde. El asesino podría estar en cualquier parte de Roma preparando otra muerte mientras yo me encuentro aquí —Paolo se levantó de su asiento repentinamente—. De verdad, me siento como un completo idiota, va a seguir muriendo gente y no puedo hacer nada para evitarlo.
—No se martirice, no puede hacer nada no porque sea un incompetente, sino porque no tiene una sola pista que le indique cuál es el siguiente paso a seguir.
—Tiene razón, padre, solo nos queda esperar —dijo Paolo al mismo tiempo que agachaba la cabeza.
—Mire, yo aquí ahora mismo no estoy ayudando mucho y tengo trabajo en el Vaticano, me voy a marchar, le dejo mi número de móvil por si descubriese algo nuevo, estaré encantado de ayudarle si hiciese falta.
El sacerdote sacó una especie de tarjeta de visita de su maletín y se lo entregó a Paolo.
—De acuerdo, padre, yo seguiré un rato más intentando sacar algo en claro, pero me temo que tan solo me queda esperar a que comenta un nuevo acto.
—Opino igual, hasta luego, inspector.
—Hasta luego, padre.