Capítulo 3

El inspector Paolo Salvano adoraba Roma, no era ningún secreto para cualquiera de sus conocidos que amaba la ciudad en la que había residido toda su vida. Amaba sus calles, su gente, adoraba su larga historia… si alguna vez alguien le hubiese preguntado cuál había sido la vez que más se había enamorado, hubiera respondido sin pensarlo que el día en el que su conciencia le permitió conocer la magnífica capital italiana.

Quizá, debido a esa razón de peso, cuando creció decidió que quería defenderla, su cabeza no podía soportar la idea de que hubiera gente que no amara la ciudad tanto como él y atentara contra su tranquilidad, que rompiera la armonía que había día sí y día también en sus calles, por lo tanto y después de prepararse a conciencia entró a formar parte del cuerpo de los Carabinieri de Roma, algo así como el FBI italiano.

Sin excepción, todos los ciudadanos romanos no delincuentes sienten admiración cuando un Carabinieri entra en acción para defender a su gente y eso, para Paolo Salvano, era mayor que cualquier recompensa económica. La admiración de su propio pueblo por un trabajo bien hecho lo era todo para él.

Aquella mañana había empezado como normalmente empezaban todas, con su habitual buen humor (excepto cuando algo o alguien le tocaba la fibra) se dirigió a la sede central, en la cual al entrar saludó efusivamente a todos sus compañeros. Todos, o la mayor parte de los empleados, adoraban al inspector jefe Paolo Salvano, quizá porque contagiaba con sus ganas de hacer el bien y de sobre todo hacer su trabajo perfectamente al resto de los allí presentes.

El inspector había resuelto casos en un tiempo record, mientras otros se hubieran pasado con el mismo más del triple de tiempo que él y quizá, ni hubiesen logrado su meta. Estaba claro que tenía un don especial para ese trabajo y eso lo convertía en uno de los mejores policías no solo de Roma, sino de toda Italia. Ese magistral don lo había sabido reconocer sus jefes otorgándole decenas de condecoraciones a pesar de su relativa “corta” edad, tenía treinta y dos años y para cualquier policía era impensable ser tan reconocido tan pronto. Pero a él no le gustaba pensar en ello, le gustaba su trabajo más que nada en el mundo y por eso se sentía obligado a realizarlo a la perfección.

Para él era un deber ser el mejor.

Cuando casi había llegado a su despacho para comenzar a trabajar en nueva jornada, otro Carabinieri fue en su busca con cierta prisa.

—Inspector Salvano, el jefe solicita su presencia de inmediato.

Paolo agradeció con un asentimiento de cabeza y una sonrisa su aviso y seguidamente encaminó sus pasos hacia el despacho del jefe.

—¿Me buscaba? —dijo al entrar.

—Pase, inspector, por favor sea tan amable de tomar asiento —inquirió el jefe con voz ronca de fumador de más de 40 años.

Paolo obedeció sin dudarlo un instante.

El jefe de los Carabinieri era un hombre serio, demasiado incluso para el gusto de Paolo, apenas le gustaban las bromas y podían contarse con los dedos de una mano las ocasiones en las que el inspector había visto a esa boca dibujar una sonrisa. El inspector desconocía su edad exacta, aunque intuía por su aspecto que tendría unos cincuenta años bien llevados, debido sin duda a su impecable forma de vestir y su afeitado apurado de cada dos días.

—Tengo un caso para usted, un asesinato un tanto extraño, por así decirlo.

—¿Extraño?

—Digámoslo así, toda la información de la que disponemos se encuentra en este dossier, échele un vistazo —el jefe acercó a Paolo una carpeta marrón con papeles dentro de la misma—, es muy poca pues han encontrado el cadáver esta misma mañana, quiero que se ocupe usted personalmente y quiero los mejores resultados.

—Claro, jefe, sabe de sobra que puede contar conmigo —dijo al mismo tiempo que se levantaba sosteniendo la carpeta con la mano.

Cuando ya se dirigía hacia la puerta, dispuesto a marcharse hacia su despacho para ponerse a trabajar de inmediato con el caso, el jefe volvió a dirigirse a él.

—Verá, inspector Salvano, creo que debería decirle una cosa, he recibido una llamada personal un tanto especial que me ha pedido que seamos lo más cautelosos que podamos con este caso, vamos, que si puede ser pase por el menor número de manos posibles.

—Creo que no le sigo, jefe —dijo dándose la vuelta con cara de perplejidad.

—Verá… cómo se lo digo… me han pedido que si puede ser mande a mi mejor hombre, eso ya lo estoy haciendo enviándolo a usted, pero también me han dicho que si puedo involucrar al menor número de Carabinieri y gente ajena a nosotros en el caso, mucho mejor, quieren que sólo la gente imprescindible trabaje en él, aunque quiero que sepa que ante todo es la investigación y, necesite lo que necesite, lo tendrá.

—Vale, ahora creo que si le entiendo.

—Muy bien pues póngase a ello y ya sabe, toda la discreción que pueda, inspector.

—Así lo haré, pero una pregunta… por curiosidad… ¿De dónde ha recibido esa llamada?

—De aquí al lado.

El asombro de Paolo se multiplicó por mil al oír esas palabras salir de la boca de su jefe.

Cuando hacían alusión a “los de aquí al lado”, en los Carabinieri, sólo se podían referir a un lugar.

El Vaticano.