La noche se había presentado bastante fresca, un poco de viento recordaba que, en realidad, no hacía tanto tiempo que el crudo invierno había desaparecido. Noches como esa todavía mostraban que la fría estación ese año había sido algo más cruda que en anteriores ocasiones. Esta sensación de frío iba cogida de la mano a la meteorología que, durante ya una intensísima semana, había estado empapando incesantemente las calles de Roma. Una constante caída de gotas, a la que además se le añadía un molesto viento que hacía que las mismas golpearan con más violencia, que apenas dio oportunidad a los habitantes de la bella ciudad de ver el magnífico sol que la solía vestir y acompañar durante la mayor parte del año.
Las predicciones meteorológicas habían acertado por una vez, algo que era bastante novedoso, y la gente maldecía sin cesar que el hombre del tiempo esta vez no hubiese estado errado, algo que por desgracia era habitual, tanto adelanto tecnológico y todavía no sabían acertar con clima exacto que iba a hacer. Quizá debido a esa más que aplastante razón y quizá también a que eran las cuatro de la madrugada de un miércoles de febrero, las calles de la capital se encontraban totalmente desiertas, ni un solo alma deambulaba por ellas a tan intempestivas horas.
Tanta soledad favoreció de manera considerable a que ningún viandante pudiese haberse entrometido en su trabajo y eso era algo que tenía que agradecer, sin duda.
Impasible, como había sido durante toda su vida, el hombre abrió con un fuerte tirón el pesado portón del viejo furgón negro. Miró despacio una y otra vez a su alrededor, necesitaba la certeza de que nadie pudiera entorpecer lo que había venido a hacer. Se inclinó un poco hacia delante introduciendo medio cuerpo dentro del furgón y extrajo primero de él los maderos, perfectamente clavados con anterioridad, que servirían como “estantería” para contener el principio de su impresionante obra. Su plan iba avanzando según había previsto y todo había acontecido de la manera que él esperaba, además, aunque hubiese habido algún inconveniente, fuese del tipo que fuese, ni nada ni nadie hubiera conseguido interponerse en el logro de su meta.
La lluvia golpeaba con furia su cabeza, empapándolo, pero al contrario que otras, según él, personas sin importancia, la disfrutaba como si de un ritual o un acto de purificación del alma se tratase, si acaso existiera la posibilidad de purificarse todavía más, según pensaba para sus adentros, sonriente. Sintió una gran excitación al pensar que ningún alma en todo el mundo se podría comparar ni lo más mínimo a la suya, ninguna era tan pura y no podía tener la suerte y privilegio de haber sido encomendada a realizar una misión de semejante envergadura como la que él tenía en aquel momento.
Había sido elegido por Dios.
Sabía que iba a ser muy costosa, era consciente de ello, no era ningún secreto el que tuviera que realizar muchos sacrificios. La causa lo merecía. Pero no le importaba nada el esfuerzo que supondría la realización de su cometido, merecía la pena todo, la recompensa era mayor que cualquier crudeza en la realización, la salvación estaba cerca y él podía percibir su exquisito olor.
Una vez más, miró fijamente hacia el interior de la oscura furgoneta y dibujó una siniestra sonrisa que le cubría media cara, una sonrisa tan malévola que sin duda hubiese asustado hasta a la persona con mayor valentía del planeta. Allí, envuelto en una vieja manta de color gris claro, se encontraba algo tan vulgar como inmenso al mismo tiempo, algo que servía para mucho más de lo que cualquiera pudiera pensar.
Se detuvo por enésima vez para pensar de nuevo en su cometido, pero esta vez meditaba sobre la finalidad del mismo y no pudo evitar sentir que un escalofrío le recorría la espalda, procurándole un placer apenas descriptible. Permaneció sintiendo esa sensación unos instantes hasta que despertó de su ensimismamiento y se apresuró a disponerlo todo de la manera que debía estar pues, no dentro de mucho tiempo, Roma sería un hervidero de gente a pesar de la fastidiosa lluvia.
Lo que esa misma gente no podía imaginar era lo que estaba a punto de presenciar, por fin todo sería revelado, por fin la humanidad conocería la verdad, no sabía si el pueblo romano estaba preparado o no para contemplar tal obra, pero eso era algo que sinceramente, no le importaba.
No había ninguna posibilidad de dar marcha atrás.
Las cartas estaban sobre la mesa.
Todo había comenzado.