BOMBARDEOS NUCLEARES: EL FINAL DE LA GUERRA

Dudé un momento cuando me llegó la hora de firmar en el libro de visitas del Museo de Hiroshima. Por lo que pude observar, los que firmaron antes que yo lo habían dicho todo —la pena, la compasión, el horror, la solidaridad—, de modo que me limité a trazar un garabato con mi nombre. Nada más. En el Parque de la Paz de la ciudad japonesa, los niños daban de comer a las palomas o lanzaban al aire cometas de pájaros de papel, el símbolo del cumplimiento de un sueño, el de la paz eterna. Estos niños vestían como los hijos de los que arrojaron la bomba atómica aquel 6 de agosto de 1945. Comían palomitas, bebían el refresco de los vencedores y jugaban al béisbol. El día anterior, los héroes del béisbol de Hiroshima, los Carpas, habían ganado a los Gigantes de Tokio. El hombre que me vendió un perrito caliente no recordaba el 6 de agosto: «Pero mi madre —me dijo— no lo ha olvidado aún, tiene pesadillas». No dijo más. Para los que viven, el día de la bomba atómica se trata de un recuerdo demasiado directo, repetido, ruidoso, envolvente, pesado. «¿Quién se preocupa de mirar la flor de la zanahoria en el tiempo de las cerezas?», se preguntaba el poeta Sode Yamaguchi en el siglo XVIII.

El tren «Bala» me trajo en cinco horas desde Tokio. La ciudad contaba ahora con un millón de habitantes. Las agujas de un reloj encontrado entre los escombros marcaban la hora de la tragedia, las ocho y cuarto. Desde entonces Hiroshima había pegado un brinco colosal: era no sólo la sede de los Carpas, sino de una conocida fábrica de coches. Los escaparates de los comercios bullían de lujo, con bolsos importados de Italia y perfumes de París. En los restaurantes servían las mejores ostras del Japón. La otra cara, la de la ciudad desintegrada por la explosión y los rayos gamma, era la que atraía a millones de visitantes: «Nunca más Hiroshima». La ciudad no podía menos que prosperar con hombres como el presidente de la empresa automovilística. Un mes después del desastre, Tsuneji Matsada se dirigió a la vecina Kyushu para buscar neumáticos usados, cubiertas y restos de aviones con los que empezar de nuevo. En la cresta de la ola del milagro japonés, su empresa era la tercera constructora de coches de Japón y empleaba a veintiocho mil personas en Hiroshima.

La adelfa es la planta de la ciudad mártir. Blanca y roja, crece con profusión en los parques y jardines, en las largas avenidas, en las orillas del río que discurre al sur de la ciudad. «Fueron las primeras flores que crecieron aquí —nos dijo Yonekura—. Nos demostró que nuestro suelo no quedaría estéril durante décadas, como pronosticaron algunos expertos. Fue la promesa de que nuestra ciudad volvería a ser verde otra vez». Una décima parte de los habitantes de Hiroshima están censados como supervivientes de la bomba, bien porque se encontraban en la ciudad el 6 de agosto o porque llegaron poco después, cuando la radioactividad era todavía muy alta. Cada mes de agosto, miles de visitantes de todo el mundo se reúnen ante el cenotafio del Parque de la Paz en el que aparecen inscritas las palabras: «Descansen en paz, no volveremos a cometer el error». El error se nos atribuye a nosotros, a los turistas que nos inclinamos hacia esas palabras, no a los que lanzaron la bomba, la Little Boy, los estadounidenses, o los que desataron la guerra del Pacífico, los generales japoneses. Muchos de éstos tan sólo se sienten víctimas, en ningún caso agresores o verdugos al servicio de uno de los regímenes militares más implacables de la historia. El lema «Nunca más Hiroshima», evocado cada año en el momento de las conmemoraciones, sonará a hueco «mientras haya ministros que vengan a apoyar la actuación del Ejército Imperial durante la última guerra —nos decía Kazuhito Yatabe—, y mientras en los manuales escolares no cuenten la estricta verdad histórica. En esta nación posmoderna en la que reina el simulacro, en que domina el culto a la imagen, la transmisión de la realidad intangible pasa al final por la palabra: en el otoño de sus vidas, todos los que han sobrevivido al infierno se transforman en kataribes, como los narradores de cuentos de la corte imperial de la historia nipona».

Muchas de las predicciones apocalípticas que se hicieron después de la bomba atómica no se convirtieron en realidad. No sólo la ciudad volvió a cubrirse de verde, sino que muchos de los supervivientes criaron niños robustos, que a su vez fueron padres de hijos llenos de salud y de vida. Pero no se pueden adelantar los efectos a largo plazo de la explosión que conmovió al mundo. Es la vida en la incertidumbre. En los tiempos del miedo nuclear, el alcalde de Hiroshima afirmaba: «La humanidad se encuentra en la encrucijada entre la supervivencia y la destrucción». Una mujer sentada en el Parque de la Paz me decía: «Tenemos que hacer algo. Piense en que las armas nucleares de hoy son mucho más poderosas que la bomba atómica. Un solo submarino nuclear puede desencadenar dos mil Hiroshima». Frente a la cúpula y el esqueleto del edificio que fue el Salón de Fomento Industrial, que se conserva tal como quedó después del bombardeo del Enola Gay, un monje budista de túnica azafrán recitaba unos mantras con la sílaba sagrada «om». Hiroshima no puede evitar esa vertiente de gran carnaval de Lourdes o Fátima, la comercialización de la tragedia. Todo aparece allí envuelto en el celofán del negocio. Después de los coches, los barcos y las ostras, la paz es la cuarta gran industria de la ciudad. Es lo que llaman el «picadon shobai», el negocio del resplandor y el pum del hongo apocalíptico y la explosión. Sinceras, místicas, arrebatadas o preocupadas por su negocio, las criaturas más insólitas pueblan el Parque de la Paz. Un profesor de filosofía retirado que se hacía llamar el «Reactor Humano» rezaba durante días enteros frente al cenotafio entre los cánticos y el sonido de los tambores de los bonzos. Los niños japoneses se nos acercaban para probar su inglés con esta pregunta: «¿Ama usted la paz?». Sesenta y tres tomos recogen los nombres de los 186.949 muertos hasta hoy por la bomba. No había ninguna referencia a los cien mil chinos asesinados a bayonetazos en Nankín en 1937, a los destrozos causados en Manchuria en 1931, en Pearl Harbor, en Manila, en Singapur, en Java o en Hong Kong. Los japoneses han cancelado esa parte de la historia, aunque en 1994 el Museo de la Paz abrió un ala en la que se recordaban, con sordina, algunas de las guerras libradas por los japoneses en el siglo pasado.

La sacralización de Hiroshima, mon amour de Marguerite Duras y Alain Resnais ha provocado un sarpullido de fuentes, parques, monumentos, museos, campanas y signos de paz. Escribe el periodista Tiziano Terzani que «hasta las palomas están aburridas con la paz». Es la saturación del mensaje, la trivialización del mito, pero Hiroshima es la alternativa al templo sintoísta de Yasukuni Jinja de Tokio: el altar de los nostálgicos del pasado, de los ciudadanos de extrema derecha que se embriagan con el sonido de las marchas militares. Los ex combatientes se encierran bajo una campana de cristal llena de fotografías del glorioso Ejército Imperial e inclinan la cabeza en dirección al palacio del emperador. En el Museo de la Guerra no hay ninguna referencia a la culpabilidad japonesa, sólo artefactos: el avión Zero, un cañón, o la primera locomotora que circuló por la ruta de Birmania desde Tailandia. Al asomarse al templo sintoísta, no puede uno menos que recordar al amigo Deakin, el inglés que descendió en aquel infierno del río Kwai, en territorio tailandés. Hay piedras y lápidas conmemorativas por todas partes, pero ni un recuerdo para las víctimas. Hasta los Kempeitai, el equivalente nipón de las SS, tienen su lugar en el museo. Ni una sola referencia a la derrota.

Los bombardeos estratégicos sobre Tokio causaron más muertes que en Hiroshima y Nagasaki y más que el demoledor ataque aéreo sobre Dresde. La bomba atómica es el punto de referencia, el arma demoníaca y sobrenatural, el peor pecado cometido en el siglo XX. Sin embargo, en los museos de Hiroshima no hubo sitio durante años para los asiáticos que cayeron ante los soldados japoneses. Sus descendientes, al contrario que los japoneses, no han recibido ninguna compensación por el sufrimiento de la guerra, ni siquiera una disculpa. La crítica a los comportamientos japoneses se interpreta siempre o casi siempre como cosa de racistas.

La BBC llevó a Hiroshima, cuarenta y cinco años después, a los supervivientes de la tripulación del Enola Gay, el B-29, la superfortaleza volante que lanzó la bomba. Nunca habían estado allí. Las reacciones de los pilotos y tripulantes sobre el terreno dieron la medida de lo que podía esperarse: uno de ellos lloró y no dijo nada; otro dio palmaditas en la espalda de los supervivientes y dijo tonterías; otro de ellos hizo una pregunta después de otra como si tratara de resolver un conflicto interior. «Todos ellos —señaló un cronista— hallaron gran alivio en la discusión de los tecnicismos: el lugar exacto del epicentro, el color concreto de las nubes, la altura del avión, la temperatura del aire… En una palabra, todo lo que apartara sus mentes y sus conciencias de los efectos de la bomba sobre los seres humanos». Estos hombres no eran crueles; por el contrario, eran gente normal, con emociones humanas normales. El general Paul Tibbets, jefe de la expedición, confirmó lo que ya sabíamos: «Nunca he perdido una sola noche de sueño por este asunto, y nunca la perderé. No tengo nada de que avergonzarme». Es lo mismo que Primo Levi y los supervivientes de los campos nazis dijeron de sus verdugos: «Son como tú y como yo». El exterminio nace en nombre de la disciplina y el progreso científico. Uno de los doctores nazis del campo de Auschwitz aseguró, convencido, que matar gente era «un asunto meramente técnico». La bomba atómica es el sustitutivo científico del juicio final. El doctor Oppenheimer, uno de los científicos que diseñaron la bomba que borró Hiroshima del mapa, citó el libro sagrado de la India, el Bhagravad Gita, al comprobar los efectos de Little Boy: «Me he transformado en la muerte, el destructor de los mundos». Los bombardeos estratégicos sobre Alemania convirtieron en bellas artes uno de los horrores inaugurado en Guernica: rebajar la moral del enemigo que se encuentra bajo las bombas.

Desde que la bomba Little Boy destruyó Hiroshima se han realizado casi dos mil ensayos nucleares. Al cumplirse los cuarenta y cinco años del lanzamiento de la bomba, diez mil ciento setenta y cinco nuevos nombres se añadieron a la lista de las víctimas del holocausto nuclear de Hiroshima. Aquella bomba de uranio de tres metros de longitud setenta centímetros de diámetro y cuatro toneladas de peso que estalló sobre la ciudad formó una gigantesca columna de humo en forma de hongo y dio origen a una temperatura de cuatro mil grados centígrados; había matado para entonces a ciento sesenta y siete mil doscientas cuarenta y tres personas. Es de bárbaros escribir un poema después de Auschwitz, señaló Theodor Adorno. ¿Y después de Hiroshima?

Nada decían hasta ahora los libros de texto japoneses sobre el régimen imperial, que preparaba a los soldados dentro de una rigurosa disciplina para cometer las mayores barbaridades contra los pueblos ocupados. Aunque Japón renunció al uso de la fuerza en 1945, sus dirigentes nunca han pedido perdón por el comportamiento durante la guerra, salvo gestos aislados y nunca oficiales.

La barbarie nipona no se limitó a las matanzas, al mal trato hacia los prisioneros: redujo a miles de personas a la esclavitud, entre ellas muchas mujeres jóvenes de los países asiáticos: eran las comfort women (literalmente «mujeres consuelo», esclavas sexuales). Las protestas de las supervivientes vinieron a irritar aún más a los que han levantado una torre de marfil en la sociedad japonesa para evitar que se conozca la verdad. Entre 1931 y 1945 más de ciento cincuenta mil jóvenes coreanas, chinas, filipinas y europeas (de las Indias Holandesas) fueron obligadas a prestar servicios sexuales a las tropas niponas. «Me llevaron virgen a un campamento de Shanghai. Cada día me obligaban a acostarme con quince soldados. El asco y el cansancio eran tales que quise morir», así se manifestó una de las comfort girls de nacionalidad coreana. Muy pocas volvieron a casa, porque se suicidaron o murieron asesinadas o víctimas de las enfermedades y el hambre. «Los prostíbulos militares organizados a punta de bayoneta fueron responsabilidad de los empresarios privados y no del Ejecutivo», se disculpó una portavoz del Ministerio del Trabajo en Tokio.

Las atrocidades fueron el signo de la expansión japonesa. Shintaro Uno aseguró que había matado a cuarenta personas y torturado a muchas otras «por el bien de nuestro país, por la obligación filial con nuestros antepasados». Un joven oficial destinado en China confirmó que el rito iniciático consistía en decapitar a un ciudadano chino: «Éramos —confesó— seres humanos convertidos en demonios asesinos, una prolongación natural del entrenamiento que recibimos en Japón».

El presidente Truman dijo que el uso de la bomba salvó las vidas de decenas de millones de estadounidenses y soldados aliados. Y los científicos ingleses aseguran que «el lanzamiento de la bomba atómica sacrificó a los ciudadanos de Hiroshima y Nagasaki como instrumentos de la estrategia de la posguerra frente a la Unión Soviética». Otra teoría señala que «la bomba fue lanzada para justificar los dos mil millones de dólares que se invirtieron en su fabricación».

Cuando el primer ministro Murayama conmemoraba el cuadragésimo noveno aniversario de la rendición japonesa, hablaba del «profundo arrepentimiento de corazón» y presentaba sus condolencias a las víctimas «en Asia y en todo el mundo», seis miembros de su Gobierno se reunían en el templo de Yasakuni, dedicado a los dos millones seiscientos mil caídos en la guerra. Es, como ya hemos contado, el emblema del pasado militarista. Los nombres de los héroes de esa guerra aparecen reflejados en las lápidas e inscritos en los árboles. En Europa, explicaba el alcalde de Nagasaki, los sentimientos de sus ciudadanos están basados en siglos de filosofía y religión. «Los japoneses sólo reverencian la naturaleza. Y en un mundo regido por la naturaleza no se plantea la cuestión de la responsabilidad individual». Eso hace que el ministro de Medio Ambiente, Shin Sakurai, afirme sin que le tiemble la voz que «la ocupación japonesa de las naciones asiáticas ayudó a la independencia, a la difusión de la democracia y al aumento en la tasa de alfabetización». La organización de ex combatientes, los «viejos soldados» los llaman, es muy poderosa en Japón. Se han publicado novelas antibélicas como La condición humana de Gomikawa o Fuego en la llanura de Oaka, pero en las novelas populares Japón gana en la ficción las batallas que perdió en la realidad. Así, en El gran cambio, de Yosklaki Hiyama, el buque Yamato, hundido por los aviones estadounidenses, se salva de milagro y destruye la flota de Estados Unidos.

El resultado de este escamoteo de la historia es que los niños japoneses, dada la importancia que se concede al bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, terminan por creer, así lo indican las encuestas, que Japón fue la víctima y no el verdugo de la guerra.

Antes de cumplirse cincuenta años del bombardeo de Hiroshima, la polémica se trasladó a Estados Unidos. Los ex combatientes estadounidenses se opusieron a que una institución de Washington, el Smithsonian, organizara una exposición titulada «El último acto: la bomba atómica y el final de la II Guerra Mundial» en el Museo Nacional del Aire y el Espacio. La bomba atómica, otra vez, en el centro de un acerado debate. John Correll, director de la revista de las Fuerzas Armadas, órgano de la Asociación de Veteranos (cerca de dos millones de miembros), criticó el hecho de que hubiera treinta y dos fotografías de los fallecidos japoneses en el bombardeo y tan sólo siete de los estadounidenses que fueron víctimas de la agresión japonesa en el Pacífico. «Es una interpretación partidista la que se hace en la exposición —afirmó airado el general retirado Paul Tibbets, que llevó las manos del Enola Gay en su viaje hacia el apocalipsis de Hiroshima—. Esa exposición es un insulto».

La vieja controversia salía de nuevo a la superficie: el debate de Hiroshima dividía aún a los estadounidenses a los cincuenta años del lanzamiento del Little Boy. El Enola Gay simbolizaba el final de una era y el comienzo de otra. Para los combatientes del Pacífico representaba el final de la guerra mundial, para los jóvenes significó el comienzo de la era nuclear, la espada de Damocles. Paul Tibbets le había dicho a su copiloto, después de lanzar el Little Boy: «Creo que es el final de la guerra». Cinco días después, Japón se rendía, pero la bomba atómica abrió la caja de Pandora del terror nuclear durante la guerra fría.

Para unos, incluido el presidente Truman y el primer ministro británico Churchill, que apoyó la operación sin reservas, la bomba se lanzó para salvar vidas. Para otros, se trató de un genocidio. Entre medio millón y un millón de soldados se calcula, según algunas fuentes, habría costado la continuación de la guerra por medios convencionales. Según otros historiadores, esa cifra podría no haber pasado de más o menos cuarenta y seis mil. Los cálculos de bajas estimadas por los estadounidenses para el total cumplimiento de las operaciones «Olympic» y «Coronet» —previstas para noviembre de 1945 y marzo de 1946, respectivamente— consideraban un promedio de entre trescientos a quinientos mil caídos. Las cifras de Okinawa (casi treinta y ocho mil bajas para los estadounidenses) suponían un contundente aviso para quienes planificaban los desembarcos aliados sobre el territorio metropolitano nipón. Además, según los veteranos del Pacífico, conviene analizar Hiroshima en el espíritu de aquellos años.

¿Por qué no haber bombardeado una isla despoblada del archipiélago japonés? Los científicos del «Proyecto Manhattan» necesitaban comprobar en carne fresca el resultado de sus investigaciones, de la fusión del átomo nacida de la famosa ecuación de Einstein «e = mc2» (la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz). La bomba atómica, en la que también trabajaban alemanes y japoneses, no estuvo a punto hasta poco después del final de la guerra en Europa. Si se hubiera terminado antes, Roosevelt, que encargó el proyecto, o Truman, la habrían lanzado sobre Berlín o Frankfurt. Ya a esas alturas los bombardeos estratégicos, convencionales, sobre Alemania se calcula que causaron seiscientas mil víctimas. Para los ex combatientes del Pacífico, el acento no hay que ponerlo en Hiroshima, sino en las atrocidades cometidas por los japoneses en todos los frentes. Había que evitar, según los partidarios del uso de la bomba atómica, una cadena de Okinawas en el asalto final de un extremo a otro de Japón.

Según la versión de los antinucleares, la bomba se lanzó para intimidar a la Unión Soviética, para hacerse respetar, no para evitar un alto número de bajas. Según esta tesis, una intervención diplomática y la concesión de un estatuto especial para el emperador habrían evitado la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. El diario de Truman, publicado en 1979, mostró que el presidente sabía por los mensajes descifrados del código secreto japonés que al enemigo le faltaba poco para rendirse. También el general Eisenhower sabía que la guerra podría terminar sin necesidad de desembarcar en Kyushu y en la isla mayor de Honshu. El resultado de esta nueva polémica, en vísperas del quincuagésimo aniversario del bombardeo atómico, fue que los ex combatientes triunfaron en su propósito de cancelar la exposición en el Museo del Aire y el Espacio. Entre otros, se retiró un texto de la biografía que Stephen Ambrose escribió sobre Eisenhower. El comandante en jefe de las fuerzas aliadas le confesó a su secretario de la Guerra, Stimson, que creía que «Japón estaba ya derrotado y que el lanzamiento de la bomba era algo completamente innecesario».

El 16 de julio de 1945, Churchill, Truman y Stalin se sentaron en torno a una mesa en Potsdam, en la residencia de verano del ex príncipe de la corona. Como en Yalta, Stalin llegó con retraso. Truman, que acababa de sustituir a Roosevelt, examinó a Stalin con curiosidad. Diría más tarde que el jefe de Estado soviético le recordaba a su antiguo patrón de la tienda de ropa para hombres en Kansas City. Churchill se inquietó por el hecho de que los comunistas trataran de llevarse la parte del león en el reparto de Europa. Aquel 16 de julio, la atmósfera de la conferencia cambió de pronto. Truman, el primerizo, el ex juez de Missouri, el senador y vicepresidente, parecía mucho más seguro de sí mismo. Acababa de recibir un telegrama secreto que decía: «El niño ha nacido bien»; el ministro de la Guerra le comunicaba el nacimiento de la bomba atómica, de la que Truman ni siquiera había oído hablar cuando accedió a la presidencia a los sesenta y un años. Los propios fabricantes de la bomba, en Los Álamos, se enteraron por los periódicos al día siguiente de la destrucción de Hiroshima, que el «Proyecto Manhattan», en el que trabajaron en el desierto de Nuevo México, era nada menos que la bomba A, el Little Boy que lanzaría luego el Enola Gay sobre Japón.

El telegrama recibido por Truman no sólo cambió la relación de fuerzas entre los allí reunidos, sino que hizo que la humanidad entrara en una nueva era: la atómica. Churchill tuvo que abandonar la última conferencia de la guerra para interesarse por los resultados de las elecciones del 5 de julio: no volvería al palacio Cecilienhof de Potsdam; ante su gran sorpresa y la de todo el mundo, el ganador de las elecciones fue el laborista Clement Attlee. En Potsdam se pusieron en práctica los acuerdos tomados en Yalta. Alemania quedaba dividida en cuatro zonas de ocupación.

El telegrama informaba a Truman de la primera experiencia atómica, de una bomba que podría ser usada para fines militares: la ensayaron con éxito en el desierto de Nuevo México, al pie de los montes Sangre de Cristo. La explosión de la bomba fabricada en Álamo Gordo se produjo a las cinco y media de la mañana. Los testigos vieron un resplandor mil veces más brillante que el sol del mediodía, el día más soleado de todo el verano. Una gigantesca bola de fuego, un hongo de un amarillo vivo, se elevó sobre el horizonte color violeta con volutas rosas y púrpura, que se oscurecían y se iluminaban de nuevo. El resplandor se vio a cuatrocientos kilómetros de distancia. Una cadena de radio mencionó la formidable detonación. Las autoridades militares, para guardar el secreto, hicieron público un comunicado según el cual un depósito de municiones había hecho explosión en la zona.

En la conferencia de Potsdam, que puso en marcha la desnazificación, la desmilitarización y la descentralización de Alemania, Truman le consultó a Churchill si debía o no informar a Stalin, cuya entrada en la guerra contra Japón le interesaba sobremanera. Al fin Truman sopló al oído de Stalin: «Estados Unidos acaba de poner a punto una nueva arma de capacidad destructiva sin precedentes». Stalin, cuyos científicos trabajaban también en un proyecto similar, contestó imperturbable: «Bueno, espero que se sirvan de ella contra los japoneses». ¿Estaba ya informado Stalin por sus espías Hiss y Rosenberg —que más tarde pasarían por la silla eléctrica— de lo que se cocía en el «proyecto Manhattan»?

El 26 de julio, la primera bomba atómica embarcaba sobre el crucero Indianapolis con destino a una isla del Pacífico que había sido posesión española, Tinian. El ministro japonés de la Guerra, el general Anami, se negó en redondo a aceptar la rendición: «Capitular sin condiciones es para Japón no sólo inaceptable, sino inconcebible». En su biografía sobre Hirohito, mi compañero de fatigas en algunos frentes de guerra, Edward Behr, cuenta que la idea de poner fin al sueño de showa, de una dinastía de dos mil seiscientos años de vida, paralizó al emperador. ¿Cómo podía rendirse un dios vivo jamás derrotado por nadie? Kido, su consejero y Señor del Sello Privado, le aconsejó que pidiera el cese de las hostilidades. El emperador no actuó con rapidez suficiente: decidió ignorar el ultimátum a Japón conocido como «Declaración Potsdam».

Desde la isla de Tinian llegó la última información a Potsdam: el grupo 509 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos se hallaba preparado, a reserva de las condiciones meteorológicas, para llevar a cabo la misión encomendada. Los objetivos seleccionados eran cuatro. La «bomba especial» debería caer después del 3 de agosto sobre uno de ellos: Hiroshima, Kokura, Niigata o Nagasaki. El jefe de la fuerza aérea estratégica había exigido una orden escrita del presidente Truman. Comprendía sin duda que esa vez se trataba de asumir responsabilidades históricas que consistían en matar de un golpe a cien mil personas y al doble si eran dos las ciudades atacadas. La opinión se dividió en torno a Truman. El arma atómica fue concebida para ser utilizada contra la Alemania nazi. ¿Por qué entonces lanzarla sobre Japón? Algunos meses antes asomaron los primeros escrúpulos. El doctor Leo Szilard, que presionó a Einstein para que convenciera a Roosevelt sobre la necesidad de utilizar la energía nuclear con fines militares, se hallaba ahora torturado por la duda y trataba de disuadir al presidente Truman. Otros, como el doctor Franck, pensaban que la bomba atómica debería lanzarse sobre un lugar deshabitado, el monte Fujiyama, por ejemplo. Eso bastaría para reducir el espíritu de lucha de los japoneses en la fase terminal. Se celebró un consejo que decidiría la oportunidad o no de servirse del arma atómica para terminar la guerra.

Fueron consultados los más grandes sabios, entre ellos Enrico Fermi, premio Nobel de Física de 1938, profesor de la Universidad de Roma y más tarde de Chicago, o el doctor Oppenheimer. El «Proyecto Manhattan» inició sus trabajos en 1942 bajo la dirección del doctor Bush, jefe de la Oficina de Investigación Científica y de Desarrollo. En Los Álamos, cerca de Santa Fe (Nuevo México), el doctor Oppenheimer fue el encargado de dirigir un laboratorio especial. Sería, como escribió Snyder, el secreto mejor guardado de la guerra. Ningún obrero, y se necesitaron casi doscientos mil para construir las instalaciones, ni un solo colaborador del «Proyecto Manhattan» sabía del mismo más que una pequeña parte. Nadie tuvo acceso a la totalidad del proyecto, salvo el comité director. El brigadier Farrell, uno de los encargados de la explosión de Álamo Gordo, habló de un «espectáculo magnífico, hermoso y terrorífico». El bramido que siguió a la explosión parecía más propio del día del juicio final. «¿Cómo nos atrevimos nosotros, en nuestra insignificancia, a desatar fuerzas que hasta entonces le estaban reservadas al Todopoderoso?».

El día 1 de junio, mientras las fuerzas aéreas del general Curtís Le May bombardeaban Tokio y otras ciudades japonesas, el comité hizo llegar sus conclusiones al presidente: 1). La bomba atómica debía ser utilizada contra Japón. 2). Debía hacerse sin advertencia previa. 3). Debería ejercer sin equívocos su poder de destrucción.

O sea, sin tapujos, sin limitaciones. Los miembros del comité concluían que ninguna demostración técnica, como por ejemplo, una explosión sobre un lugar desértico, conduciría al final de la guerra. Por lo tanto había que arrojar la bomba sobre un objetivo real.

El padre jesuita Pedro Arrupe, que fue general de su orden y que vivió el primer bombardeo atómico a unos kilómetros de Hiroshima, me contó una vez algo que le llamó la atención: «A pesar de la importancia militar de Hiroshima y de que todas la ciudades importantes de alrededor fueron bombardeadas con terrible intensidad tan sólo nuestra ciudad quedó intacta. Sólo una vez, casi podríamos decir que por descuido, cayó una bomba en el centro sin causar el menor daño». La explicación era sencilla: los constructores de la bomba deseaban comprobar sus efectos sobre un escenario virgen, no tocado. Harry S. Truman no sentía ningún escrúpulo moral: «Nunca abrigué la menor duda sobre la necesidad de emplearla. Era un arma militar», escribió en sus Memorias.

Ocho horas, quince minutos y cinco segundos del 6 de agosto de 1945. Las cuatro toneladas de Little Boy, equivalente a veinte mil toneladas de TNT, cayeron sobre la ciudad de las adelfas. Un relámpago más fulgurante que mil soles lo barrió todo en un radio de acción de un kilómetro. En las escaleras del Banco Sumitomo quedó impresa la sombra de un cuerpo humano desintegrado a una temperatura de tres mil grados. Hemos visto en el Museo de la Paz la reproducción de esta sombra, la de una mujer sobre la piedra. De regreso de la misión, el entonces coronel Tibbets pasó los mandos a su adjunto Lewis y se durmió sin remordimientos: misión cumplida. La noche del 5 al 6 de agosto, en un barracón de la isla de Tinian, el coronel Tibbets reunió a sus tripulaciones: «Ésta es la noche que esperábamos —anunció—. Vamos a poner a prueba nuestro entrenamiento y en pocas horas más conoceremos el éxito o el fracaso. Un acontecimiento histórico depende ahora de nuestros esfuerzos. Vamos a despegar dentro de poco para lanzar una bomba de un modelo nuevo del que hasta hoy nadie ha oído hablar y que es el equivalente a veinte mil toneladas de trinitotolueno». Tras sus palabras, Tibbets pidió a los reunidos: «¿Alguna pregunta, muchachos?». No, no había preguntas, tan sólo, como confesó el navegante Van Kirk, unas ganas enormes de echar una partida de póquer para eludir la tensión. Después, los tripulantes fueron conducidos hasta la iglesia bajo la luz de la luna. El capellán militar Downey tomó la palabra: «Padre todopoderoso, escucha las súplicas de quienes te quieren. Te pedimos que acompañes a los que cruzan las cimas de tus cielos para llevar la batalla al enemigo. Te imploramos que los guardes durante su misión. Que los hombres que vuelan esta noche vuelvan sanos y salvos por tu misericordia, sostenidos por nuestras creencias… Amén». El desayuno consistió en huevos, salchichas, pan tostado, porridge y café.

Los primeros aviones en despegar fueron los meteorológicos. A la una y media de la mañana uno de los aparatos tomaría la dirección de Kokura, el otro se dirigiría hacia Hiroshima y el otro hacia Nagasaki. Según el tiempo que hiciera, se elegiría una de las ciudades. A las dos, el Enola Gay, bautizado así por el piloto Tibbets en homenaje a su madre, se deslizaba pesadamente por la pista de Tinian con veintinueve mil litros de carburante y la bomba Little Boy en su vientre. Los proyectores y las cámaras fotográficas y cinematográficas iluminaban la escena: «Parecía la inauguración de unos grandes almacenes», afirmó un testigo.

Los tripulantes del Enola Gay llevaban gafas oscuras; la explosión —decían— desataría una fortísima luminosidad. El capitán Parsons se deslizó al pañol cuando el Enola Gay hubo superado la zona de turbulencias. Provisto de una linterna Parsons armó la bomba, «el huevo que íbamos a arrojar sobre el país de los cerezos». Parsons había repetido aquella operación de ensamblaje tantas veces, que cuando Tibbets le preguntó cómo había ido, el técnico respondió mientras se limpiaba las manchas de grasa: «Ha sido un juego de niños». Pocas horas antes, el padre Arrape, nacido en Bilbao en 1907, se había acostado tras los rezos de rigor: dio gracias a Dios, en la capilla del noviciado de los jesuitas en Nagastsuka, a seis kilómetros del centro de Hiroshima, porque les hubiera ahorrado la destrucción y los ataques de los bombarderos estadounidenses. «Los dioses nos protegen», pensaban mientras tanto los trescientos mil habitantes de la ciudad. A las siete de la mañana, Hiroshima se puso en movimiento: columnas de obreros se dirigían a las fábricas de aviones Mitsubishi, a los astilleros, hacia la estación, el puerto y las empresas conserveras. Los niños, vestidos de uniforme, se preparaban para los ejercicios gimnásticos y los ensayos de protección civil.

A las siete y nueve minutos comenzaron a sonar las sirenas de la alarma aérea. Nada de qué preocuparse, pensaron los habitantes de Hiroshima, acostumbrados a este tipo de alertas. Era un avión meteorológico que sobrevolaba la ciudad en un día claro, soleado, luminoso. El avión estadounidense desapareció a las siete y veinticinco. Desde el Straight Flush, que así se llamaba el avión meteorológico al mando del comandante Eatherly, se dirigió el siguiente mensaje al B-29 que se acercaba a las costas japonesas. «Y2-9 2-B 2-C1».

A bordo del Enola Gay: a diez mil metros de altitud, los tripulantes bromeaban sobre sus gorros. Unos lo llevaban de cricket, otros de rugby, y Nelson, el encargado de la radio, se tocaba con un sombrero de paja. El resto eran gorros de policía. La llamada de Eatherly hizo que Nelson dejara su sombrero de paja a un lado para descifrar el mensaje: «Nubes bajas, 1 a 3/10. Nubes medias a 3/10, nubes altas 17/10. Consejo: primer objetivo». «¿Y ahora?», preguntó el comandante Forebee. «Hiroshima», respondió sin descomponer la figura el comandante del Enola Gay.

Tras mirar los cuadrantes y modificar el rumbo, el sargento Stiborik, que vigilaba el radar, le preguntó al jefe mecánico Schumard: «¿Crees que funcionará este cacharro?». Todos se preguntaban lo mismo, incluido el jefe Tibbets.

—¿Qué es lo que hará? ¿Un bummm espantoso?

—Va a ser cosa del comandante Forebee, tiene a Little Boy bajo sus pies. Es el especialista en dar en la diana.

Los dados ruedan sobre la mesa. Tibbets comunica a los dos aparatos de escolta que se alejen del avión. Tom Forebee comienza la cuenta atrás: «Cuatro minutos, tres minutos, dos minutos, un minuto… Pónganse las gafas oscuras».

Nueve horas, quince minutos y diecisiete segundos, hora del Enola Gay. Forebee descubre a través de la mira el puente cuyas fotografías ha analizado durante horas y horas. Es el objetivo ideal. «Go!» («vete») grita al apretar el botón. Las compuertas se abren y Forebee confirma: «Ha salido». El coronel Tibbets deberá dominar el B-29. Tienen el tiempo contado para alejarse quince kilómetros de Little Boy, que desciende en paracaídas y que estallará a quinientos cincuenta metros sobre Hiroshima. El coronel vira ciento cincuenta y cinco grados.

Seis horas, quince minutos y cinco segundos, hora de Hiroshima: los tripulantes del Enola Gay cierran los ojos deslumbrados por la luz que libera la explosión. «Atención, onda de choque —advierte ahora el ametrallador Carón— se acerca». Tibbets lo explicaría así: «Se parecía sólo que en más terrorífico a esos espejismos del desierto. Carón gritó que veía un segundo círculo con ligero retraso. En efecto, nos alcanzaron las dos ondas. La primera de una fuerza de 2,2,5 prevista por los expertos, la otra, más débil. Cuando Carón me anunció que llegaban las dos ondas viré de nuevo hacia la ciudad: quise comprobar los efectos de la explosión». El navegante, capitán Van Kirk, lo explicó ocho meses más tarde: «Se diría una marmita con aceite negro en ebullición». «Sí, pero debajo —le corregiría Carón— parece como si hubiera un lecho de brasas que hacen cocer».

El Enola Gay se dirigió a continuación hacia el mar. Lewis, uno de los tripulantes, recordó más tarde: «En tres minutos la nube atómica, en forma de hongo monstruoso, subió hasta nuestra altura, nueve mil setecientos cincuenta metros. Después nos superó». Van Kirk dijo: «Yo pensé: “Gracias, Dios mío, la guerra ha terminado y podré volver a casa”». Eran las nueve y veinte, hora de Tinian, cuando se recibió un mensaje del Enola Gay: «Misión cumplida con éxito». «Good results». «Good results!», exclamó Parsons al leer el mensaje que el radio había enviado a la isla de las Marianas.

—¿Buenos resultados?

—Son extraordinarios, increíbles, no hay palabra para describirlo —corrige Parsons a Tibbets.

—De acuerdo —responde el comandante—, resultados que han superado con mucho las previsiones.

La euforia reina a bordo. Los tripulantes ríen, se abrazan, se palmean en la espalda, hablan de sus proyectos. «Los japoneses habrán comprendido después de recibir eso en la jeta», afirmaba uno de ellos, radiante.

El padre Arrupe nos ofrece su propia versión del ataque: «Estaba yo en mi cuarto con otro padre cuando, de repente, vimos una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio disparado ante nuestros ojos. Naturalmente, extrañados, nos levantamos para ver lo que sucedía, y al ir a abrir la puerta del cuarto que daba hacia la ciudad oímos una explosión formidable, parecida al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles que, hechas añicos, caían sobre nuestras cabezas. La onda expansiva nos arrojó al suelo. Un padre alemán de más de noventa kilos de peso se hallaba apoyado en la ventana de su habitación y se encontró de pronto sentado en el pasillo, a varios metros de distancia, con un libro en la mano. Seguía cayendo sobre nosotros la lluvia de tejas, ladrillos, trozos de cristal… Tres o cuatro segundos que nos parecieron mortales, porque cuando uno teme que una viga se derrumbe sobre su cabeza el tiempo se hace muy largo. Cuando pudimos ponernos en pie, fuimos a recorrer la casa. No encontré a ningún novicio herido, ni siquiera con el menor rasguño. Salimos al jardín para comprobar dónde había caído la bomba. Al recorrerlo todo nos miramos extrañados: allí no había ningún hoyo, ninguna señal de explosión. Los árboles, las flores, todo parecía normal. Recorrimos los arrozales que circulaban nuestra casa cuando, pasado un cuarto de hora, vimos que por la parte de la ciudad se levantaba una desoladora humareda. Subimos a una colina: teníamos ante nuestros ojos Hiroshima totalmente destruida, arrasada. Como las casas eran de madera, papel y paja y a esa hora se preparaba en todas las cocinas la primera comida del día, a las dos horas de la explosión toda la ciudad era un enorme lago de fuego.

»Llamas de color azul y rojo, seguidas de un espantoso trueno y de insoportables oleadas de calor cayeron sobre Hiroshima, arruinándolo todo. Una gigantesca montaña de nubes se arremolinó en el cielo. En el centro mismo de la explosión apareció un globo de terrorífica cabeza. Una ola gaseosa a setecientos cincuenta kilómetros por hora barrió una distancia de seis kilómetros de radio. Por fin, a los diez minutos de la primera explosión, una especie de lluvia negra y pesada cayó sobre el noroeste de la ciudad. Era el pikadon, “pika” por el fogonazo y “don” por el estrépito que hizo la explosión de Little Boy».

El presidente Truman, a bordo del crucero Augusta, regresaba de Europa, donde había asistido a la conferencia de Potsdam. Un mensaje de radio le traía la esperada noticia: la primera bomba atómica de la historia había sido lanzada con éxito. Reunió a los marinos y les comunicó la noticia: el lanzamiento de una bomba nueva. El anuncio fue recibido con vivas y aplausos. Ésa es la versión que dio en sus Memorias. La verdad es que sus palabras fueron otras: «Chicos, les hemos lanzado un pepino de veinte mil toneladas de TNT». Después de la guerra un periodista le preguntó al presidente: «¿Cuál ha sido el remordimiento más grande de su vida?». Truman contestó: «No haberme casado antes». En Tokio, la mañana del 7 de agosto, la radio difundió la noticia: «Una pequeña formación de B-29 ha sobrevolado Hiroshima ayer por la mañana y ha lanzado unas cuantas bombas. Como consecuencia de esta incursión las casas han prendido fuego, se han incendiado. Se ha lanzado un nuevo tipo de proyectil en paracaídas que al parecer explosionó en el aire. Se lleva a cabo una investigación para comprobar la eficacia de esa bomba». En efecto, el alto mando envió un equipo investigador dirigido por el general Seizo Arisue. «Llegué a Hiroshima hacia las cinco y media de la tarde —escribió en su informe—. Cuando mi avión sobrevoló la ciudad sólo pude ver un árbol calcinado. No vi nada más que ese árbol muerto. La ciudad había sido totalmente aniquilada. Sí, ésa era la palabra, “aniquilada”». Las primeras víctimas se cifraron en setenta y nueve mil cuatrocientas. Los supervivientes son los hibakushas, los apestados de la bomba A, el «pepino» de Truman. La leucemia afectará de una u otra forma, entre diez y cincuenta veces más de lo normal, a los supervivientes que se encontraban a menos de un kilómetro de la explosión. Hasta los mil quinientos metros de distancia del punto cero el número de los cánceres se duplicará con relación a la media en los años siguientes.

«Apenas se podía avanzar entre tanto ruido —recordó Pedro Arrupe—. Miles de personas salían de aquel infierno. Huían a duras penas, para escapar cuanto antes. No podían correr por las espantosas heridas que sufrían». Todo lo que el maestro de novicios guardaba en su botiquín era un poco de yodo, aspirina, sal de frutas y bicarbonato. ¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar? Abrumado por el espectáculo, Arrupe cayó de rodillas: «Hice lo único que se podía hacer ante una hecatombe de aquella envergadura: rezar pidiendo luz y ayuda al cielo». Lo primero que vio en la ciudad arrasada me un grupo de chicas jóvenes, de dieciocho a veinte años, que venían agarradas unas a otras, arrastrándose: una de ellas tenía la mitad del rostro quemado y un corte producido por la caída de una teja, que al desgarrarle el cuero cabelludo dejaba ver el hueso. Le resbalaba por la cara una gran cantidad de sangre. Uno de los pacientes le dijo que sufría quemaduras cuyo origen no podía explicarse: «He visto una luz, una explosión terrible y no ha sucedido nada, pero al cabo de media hora he sentido que se me iban formando en la piel unas ampollas superficiales y al cabo de cuatro a cinco horas era ya una quemadura que empezaba a supurar, y eso sin fuego…». Se trata de las radiaciones infrarrojas que mataban los tejidos y producían no sólo la destrucción de la epidermis y de la endodermis, sino también del tejido muscular.

«Son sufrimientos espantosos, terribles dolores que hacen que los cuerpos se retuerzan como serpientes. Sin embargo, no escuchaba un solo quejido: todos sufrían en silencio. Aquí es donde el pueblo japonés se manifiesta muy superior a los occidentales: en su estoicismo, en el control absoluto del dolor, tanto más admirable cuanto más espantosa es la hecatombe». Nadie gritaba ni lloraba. Filas de heridos pasaban delante de las enfermeras improvisadas que, con un fude, un pincel para escribir caracteres, pintaban las heridas con mercurocromo o aplicaban pulpa de nabos, un remedio recomendado contra las quemaduras. El mercurocromo producía la destrucción de los tejidos. «Al principio el efecto era refrescante, pero al cabo de media hora, con el sol de agosto y con el pus que supuraban las heridas, aparecía una costra que provocaba dolores insoportables». Arrupe convirtió el noviciado en un hospital improvisado: un aldeano le trajo un saco de ácido bórico. Fabricaron vendas con las sábanas. Llegaban ancianos con heridas en carne viva, niños con los cuerpos abrasados, con cristales clavados en las pupilas o en el rostro, jóvenes que entraban en la casa dejando a su paso un reguero de pus.

«Desde que ocurrió la explosión no había vuelto a ver a una joven, que yo mismo había bautizado hacía menos de un año. Dos semanas después me avisaron de que se encontraba en las ruinas de su casa. Me lancé hacia Hiroshima. Los escombros hicieron desaparecer todos los puntos de referencia para encontrar una calle o un edificio. Al cabo de cuatro horas de inútil búsqueda, unas muchachas me dijeron: “Padre, por aquí, en aquella esquina, a la vuelta”. Les rogué que me acompañasen. Un japonés jamás dice que no a un extranjero, pero en aquella ocasión sólo me contestaron: “Sí, es allí, a la vuelta”. Fui solo. En el lugar indicado me encontré con que unos palos sostenían un tejadillo de latas chamuscadas. Intenté entrar, pero un hedor insoportable me echó hacia atrás. Nakamura San apareció tirada en el suelo con cuatro extremidades hinchadas. Supuraban un pus que en hilillos turbios caía y empapaba el suelo. La carne requemada apenas dejaba ver más que el hueso y la piel. Así había permanecido quince días, tendida sobre una tabla sin cepillar, sin que la pudieran atender, ni limpiar, alimentada tan sólo con un poco de arroz que le traía su padre, también herido. La espalda era una llaga medio gangrenada. No pudo cambiar de postura. Al tratar de limpiar la quemadura en la región coxal, me encontré con que la masa muscular corrompida y convertida en pus dejaba ver una cavidad en la que cabía un puño cerrado, y en cuyo fondo hervía una madeja de gusanos».

Cuando Nakamura San abrió los ojos y vio que era el padre Arrupe el que se encontraba a su lado, sólo dijo estas palabras que no se le olvidarían nunca al jesuita: «Padre Arrupe, ¿me trae la comunión?».

La trasladaron al noviciado. Las curas eran muy dolorosas. La fiebre hacía delirar a la enferma, que creía ver a un fantasma que le oprimía el cuello para ahogarla. Dos meses después un ataque al corazón le arrebato la vida. Su propio padre se encargó de quemar el cadáver cerca de la casa. Pero a la mitad de la cremación se le apagó la hoguera y corrió a llamar al padre Arrupe. «Aún me quedaba por ver, a media noche, el cadáver de Nakamura San con el rictus de dolor en su rostro y su carne medio derretida por el fuego. Entonces vino a mi memoria aquella frase de san Ignacio en su libro de los Ejercicios: “Como una llaga y postema de donde ha salido (…) ponzoña tan torpísima”».

Pregunté al padre Arrupe cuáles fueron las curaciones que causaron más sufrimiento: «Las de los niños —respondió—, todos saben que en Japón se adora a los niños. Al producirse la explosión, miles de ellos quedaron separados de sus padres, heridos, abandonados a su suerte en la ciudad y sin poder valerse por sí mismos. Lo que nos desconcertó fue que muchas personas, que no sufrieron ninguna herida, pasados unos cuantos días venían a nosotros para decirnos que se sentían débiles, que se abrasaban por dentro. Poco después morían. Tenían las encías ensangrentadas, la fosa bucal llena de heridas pequeñas, perdían los cabellos: eran los síntomas del ataque radioactivo. La bomba atómica emitió tres clases de ondas, una explosiva, otra térmica y la última radioactiva».

El relámpago que desgarró el cielo y destrozó la materia, el hongo rojo que escapó hacia el cielo, dejó, además de los muertos, nueve mil heridos y catorce mil desaparecidos. «Mizu no Muyako», la metrópoli de las aguas, el nombre poético de Hiroshima, había dejado de existir. ¿Será así el fin del mundo? «Fue horrible —contó el doctor Tabuchi—. Centenares de heridos pasaban por delante de nuestra casa huyendo hacia las montañas. La piel se les caía a tiras. Desfilaron como una procesión de hormigas durante toda la noche hasta que al llegar la mañana detuvieron la marcha. Se amontonaban tantos muertos en las carreteras que resultaba difícil pasar». Soldados sin rostro, cuerpos carbonizados que, como en la explosión de Pompeya, permanecían tal y como fueron sorprendidos por la luz cegadora del Little Boy, en los bancos de los tranvías, en los parques, con las orejas fundidas. «Vi grandes estanques de agua —contó el doctor Hanaoka— cubiertos hasta el borde de cadáveres, cocidos vivos. En uno de estos estanques vi cómo al lado de un muerto un hombre bebía sangre mezclada con detritus humanos. Se había vuelto loco. Sufrían diarrea, espantosos dolores en la garganta, erupciones en la piel, vómitos, fiebres violentas. Por la tarde, el viento trajo olor a sardinas asadas. Los equipos de rescate quemaban los cadáveres. Centenares de cuerpos se consumían en los braseros. Los primeros mártires del átomo no sabían que habían sido atomizados. No sabían por qué morían. También los médicos se preguntaban qué era lo que les mataba. Sin embargo, no se escuchaba una sola voz contra los causantes de la tragedia. Nadie protestaba. No cundía el pánico. El pueblo estaba habituado a las catástrofes naturales, tifones, terremotos, olas marinas».

Se sucedieron episodios extraordinarios como el que cuenta Michihito Hachiya en Diario de Hiroshima: «Yasuda era el encargado de proteger la imagen del emperador, un empleado de la Central de Correos al que la explosión le sorprendió en un tranvía que le llevaba a Hiroshima. Sin pensar en otra cosa se precipitó a través de las ruinas de las casas y llegó a la central antes de que la devoraran los incendios. Lo primero que hizo fue subir al cuarto piso donde se encontraba el retrato del emperador. Forzó la puerta de hierro del salón. Se hizo con la efigie de Hirohito y se dirigió con ella al despacho del director. Después de deliberar sobre el siguiente paso todos decidieron que lo mejor sería llevarlo al castillo de Hiroshima, que parecía relativamente a salvo del fuego. Colocaron la imagen del emperador atada sobre la espalda del funcionario señor Yasuda y el cortejo se puso en marcha. Se dirigió primero al jardín interior de la Central, donde el director anunció a los empleados reunidos allí que se disponían a guardar la imagen del emperador en un lugar seguro. Ante el anuncio, todos, incluidos los heridos, inclinaron la mirada hacia el suelo».

Mientras uno de los funcionarios corría en busca de la bandera del sol naciente, que debía preceder a la efigie del emperador, el cortejo se puso en marcha. Durante el trayecto la procesión se encontró con gran número de muertos y heridos que aumentaban a medida que se acercaban al río Ota. Los miembros de la comitiva gritaban a los heridos que se interponían a su paso: «¡La imagen del emperador! ¡Abran paso!». Ante estas palabras, todos, civiles y soldados, cualquiera que fuera su estado, con sus rostros cubiertos de llagas, devorados por el fuego, se inclinaban o saludaban militarmente. Los que eran incapaces de ponerse en pie juntaban las manos a la altura del pecho. La muchedumbre abría paso. El cortejo pudo llegar por fin al río. Cuando la imagen fue llevada hasta una barca en la que viajaría hasta el castillo los soldados desenvainaron sus sables. «Todos los civiles se inclinaron hacia la tierra —añadía en su relato Michihito Hachiya—. Era algo sublime». «No sé lo que sentía —confesó el director de Correos, el señor Ushio— pero rezaba para que nada le ocurriera a la imagen de Su Majestad». El río se hallaba en calma. El señor Ushio tendía la imagen del emperador hacia el cielo en medio de todos aquellos seres agonizantes. Hachiya, médico famoso, director del hospital, terminó con estas palabras la narración de la escena: «Yo creí que la imagen del emperador había aparecido entre las llamas, pero al ver que lo poníamos a salvo sentí mi corazón invadido por un calor sobrehumano». Estallaba el apocalipsis y todo lo que les preocupaba era salvar una foto de Hirohito.

Era el presagio de un mundo terrible. «La vieja bomba —escribió Anthony Burgess— es grande, pero acogedora y familiar, como los nazis y Glenn Miller. Hemos progresado mucho desde entonces. Hemos aprendido a vivir con la bomba. Hoy sabemos —añadía el autor de La naranja mecánica— y entonces lo suponíamos, que Japón estaba dispuesto a rendirse antes del 6 de agosto de 1945. La bomba fue un lujo mortal. Se invirtieron cantidades tan ingentes en su desarrollo que había que utilizarla. No haberla utilizado habría sido como gastar millones en una producción en cinemascope con un reparto estelar y luego tirarla a la basura. Así pues, todos nos sentamos en la oscuridad comiendo nuestras palomitas y viendo el show. Duró poco, pero fue espectacular: un hongo monstruoso en el cielo. Valió el precio. Pero nos alejamos del cine con una sensación más de depresión que de alegría. Y sin embargo, dimos gracias a Dios de que Hitler hubiera echado de su país a los genios científicos judíos, dando al traste con la posibilidad de que nuestro gran aliado, el tío José Stalin, se hiciera con ella. A pesar de todo no éramos completamente felices. Y a pesar de que nos decíamos a nosotros mismos que los japoneses lo estaban pidiendo, no podíamos dejar de sentirnos culpables».

«Dios mío, qué hemos hecho», musitó el copiloto del Enola Gay, Robert Lewis. «Ahora todos somos unos hijos de puta», exclamó Robert F. Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, cuando el 16 de julio de 1945 el resplandor de los mil soles iluminó Álamo Gordo.

«Oppie», como le llamaban sus amigos, fue un hombre triste hasta su fallecimiento en 1967. El comandante del avión meteorológico que seleccionó Hiroshima para tan terrible prueba, Eatherby, trató de buscar la paz interior en un monasterio. El remordimiento no le dejaría vivir. «Los físicos han conocido el pecado», afirmó Oppenheimer al abandonar Los Álamos. Poco después caerían sobre él las sospechas de los cazadores de brujas.

La noticia conmovió al mundo. El Alcázar de Madrid titulaba «La ciudad de Hiroshima destruida por un incendio». Pueblo: «Toda señal de vida quedó extinguida en Hiroshima». El día 22, El Alcázar facilitaba nuevos datos: «Más de sesenta mil muertos y cien mil heridos en Hiroshima por la bomba atómica». Franco se enteró en su despacho de El Pardo de cómo las gastaban los yanquis. Todo estaba a punto para cambiar el ritmo: de Hitler a Eisenhower. En España se fusilaba a diario. Según el historiador franquista Salas Larrazábal, hasta treinta mil personas cayeron ante el paredón. La canción de moda, de Bonet de San Pedro, era la metáfora de la situación de avitaminosis en que vivía una nación destrozada por la guerra civil. «Rascayú, cuando mueras qué harás tú: tú serás un cadáver nada más…». Los anuncios recomendaban Sarnical (de sabor muy agradable). Para los estómagos caídos, Elevador Narla, y para los que caminaran encorvados, Espaldillas Juventud.

A partir de entonces todo empezó a ser atómico: las escobas que se llevaron los manifestantes contra el bloqueo de la ONU al Palacio de Oriente eran «atómicas», fabricadas en España; las bellezas eran anatómicas y atómicas, lo mismo que los ases del balompié, los goles atómicos o los tortazos de los campeones de boxeo o las pedaladas de Julián Berrendero o Delio Rodríguez. Faltaban casi quince años para la visita del presidente Eisenhower a Madrid. «Hoy ha terminado la guerra civil», aseguró el jefe del Estado después de abrazar a Ike.

Franco sacó el dedo mojado a su ventana de El Pardo para conocer hacia dónde soplaba el viento: cambió el Gobierno. En Exteriores al elegante filonazi bilbaíno José Félix de Lequerica le sustituyó un cristiano, Alberto Martín Artajo, cuyas palabras quince días después de la explosión de Hiroshima reprodujo José María Izquierdo en un reportaje publicado en 1985 en El País: «La rendición de Japón, que pone fin a la guerra, es la noticia más grata que han podido recibir todos los españoles amantes de la paz. Por eso, creyendo interpretar el sentir de todos los españoles, el Gobierno dispuso que ondeara la bandera nacional, en señal de júbilo, en todos los edificios públicos». Así se barrían seis años de colaboración con los países del Eje. En 1966, en Palomares (Almería), los españoles conocieron, a pesar del baño reparador del ministro Fraga Iribarne y el embajador estadounidense Duke, un presagio de Hiroshima, un soplo, un escalofrío del demonio nuclear.

El calipso caribeño, con su talento para el sarcasmo, puso en circulación una melodía con esta letra: «Fue el final de la II Guerra Mundial. Cuando la bomba atómica cayó sobre Hiroshima. Aunque algunos tontos lo tacharon de crimen internacional. Sin embargo, mostraba el progreso de los tiempos modernos».

Tres días después del Little Boy de uranio, Fat Man, otra bomba, cayó sobre Nagasaki. El «Gordo» era de plutonio. Según el Estado Mayor, «una doble dosis le enseñaría a los japs lo que era bueno». Los científicos deseaban saber si Fat Man se portaría como Little Boy. Después de Hiroshima fue una acción totalmente cruel e innecesaria. El buen tiempo, la meteorología, condenaron a Nagasaki y salvaron a Kokura: treinta y cinco mil muertos y sesenta mil heridos por las radiaciones. El Fat Man estuvo a la altura de Little Boy. Ese mismo día, la URSS declaraba la guerra a Japón para invadir Manchuria, Corea del Norte, el sur de Sajalín y las Kuriles. Los soviéticos conquistaron un territorio más de tres veces el tamaño de España con tan sólo ocho mil muertos. «Puede decirse —declaró el general soviético Malakow— que la tontería estadounidense no ha tenido límites». El embajador japonés en Moscú buscaba por esos días las mediación de Stalin.

El 10 de agosto, «la voz de Jade», Hirohito, de treinta y dos años, el hijo del cielo, pidió a los dirigentes de Japón que le comunicaran sus impresiones. ¿Qué debía hacer? Unos se mostraron partidarios de poner condiciones a la rendición. Otros pensaron que tan sólo una cláusula podría negociarse con MacArthur: el sagrado estatuto del Emperador. El primer ministro Suzuki zanjó el asunto con un grito: «Propongo que nos dirijamos al guía imperial». Un mortal tenía la audacia de dirigirse al emperador para pedirle su opinión:

«Hay que soportar lo insoportable», dijo el dios-emperador con voz lenta. No podían rechazarse las condiciones de los aliados. Suzuki se volvió hacia sus colegas y dijo: «Su majestad ha hablado». En Estados Unidos el demócrata Tom Stewart pidió que colgaran a Hirohito por los pies. El senador Langer sugirió que «lo mataran como a Hitler». Acalladas esas y otras voces que clamaban venganza, la moderación se impuso: había que salvar al trono para que Japón se uniera a las «naciones libres» en su lucha contra el comunismo.

El general Anami pidió un papel y un pincel para escribir un poema y despedirse del mundo y de la vida: con todos los respetos solicitaba perdón al emperador por quitarse la vida. Se abrió el vientre con su sable mirando hacia el Palacio Imperial. Japón vivió una formidable ola de suicidios. Los últimos kamikazes hicieron despegar sus aviones y se estrellaron contra el suelo. Grupos de jóvenes nacionalistas se quitaron la vida ante la puerta principal de palacio.

El 15 de agosto se anunció en todas las ciudades de Japón que el emperador hablaría al mediodía por la radio. Todos deberían escuchar su voz. Los trenes se detuvieron, los niños dejaron de ir a la escuela, los obreros abandonaron las fábricas y los campesinos sus huertos. Los altavoces instalados en medio de las ruinas traerían todos la voz del hijo del cielo. Los hombres se pusieron sus trajes de boda. A mediodía sonaron las sirenas y la radio difundió el himno nacional, el Kimiyago. Era la primera vez que los japoneses escuchaban la voz de su emperador. «El enemigo —dijo la voz sagrada— ha empezado a utilizar una bomba nueva de una crueldad inaudita, cuya potencia de destrucción es incalculable. Si continuáramos la lucha, ésta nos daría por resultado no sólo la destrucción de la nación japonesa, sino que conllevaría la extinción total de la civilización humana. Por eso hemos ordenado la aceptación…». La voz calló. Todo Japón lloraba.

¿Qué es lo que pasaba mientras tanto en la ciudad atomizada? Cuenta el doctor Hachiya en Diario de Hiroshima que alguien gritó: «“Más vale morir que ser vencidos”. Todo el hospital respondió en un grito unánime de indignación. Nada podía calmarles. Yo mismo pensaba que era mejor luchar hasta el final. Pero el emperador nos había dado la orden de capitular. Sólo nos quedaba inclinarnos ante su voluntad». En Tokio, cuatro adolescentes de quince años anunciaron a sus padres con el mayor de los respetos que se disponían a suicidarse bajo los pinos, cerca de palacio, para ayudar al emperador a soportar su cruz.

En su cuartel general de la isla de Guam, el jefe de la flota del Pacífico, el almirante Nimitz, acogió sin que le temblara un músculo la noticia de la rendición japonesa. En cambio, los jefes de su Estado Mayor reaccionaron con júbilo, con lanzamiento de gorros al aire y frases como ésta: «Que los sucios japs se vayan al infierno». Fue entonces cuando el almirante se retiró a su despacho para redactar una orden que exigía a sus hombres el respeto para con el vencido: «Ahora que la guerra ha terminado no deben insultar a los japoneses, tanto como raza como individualmente. Una actitud así sería indigna de los oficiales de la Marina de Estados Unidos».

El emperador era el único que no podía hacerse el hara-kiri. La efusión de sangre real representaba en sí misma un acto sacrílego. Hirohito no se encontraba a bordo del Missouri, el acorazado preparado para la ceremonia de la rendición nipona y fondeado en la bahía de Tokio. Sería más útil desde su Palacio Imperial, encerrado en su laboratorio de biólogo marino. El acorazado Missouri, de cuarenta y cinco mil toneladas, era el buque insignia de la flota del Pacífico. Ahora, tras cañonear varias islas, con el olor a pólvora aún fresco, su proa apuntaba hacia el monte sagrado, el Fujiyama. Todo estaba dispuesto para la ceremonia de la capitulación.

La delegación de los derrotados la encabezaba el ministro de Asuntos Exteriores, Mamoru Shigemitsu, vestido de chaqué y chistera, y el general Umezu, que representaba al Estado Mayor nipón, vestido de uniforme. Era un día frío, demasiado frío para primeros de septiembre. El ministro de Exteriores japonés arrastraba su pierna ortopédica cuando subió a bordo. Había sufrido un atentado terrorista en Shanghai, en el que perdió una pierna. Era el 2 de septiembre de 1945. Para los japoneses, el segundo día del noveno mes del vigésimo año de showa, en el 2.605 de la subida al trono del primer emperador, Jimmu. El general Umezu mostraba el pecho cubierto de condecoraciones. Al principio se negó a tomar parte en la ceremonia de la rendición: hubo de recibir la oportuna llamada de Hirohito. Pero ni siquiera el emperador pudo convencer al almirante Toyoda para que subiera a bordo del Missouri con objeto de firmar el acta de capitulación. El almirante pidió a su jefe de operaciones, Tomioka: «Usted perdió la guerra, luego le toca firmar la rendición». Tomioka prometió que se haría el hara-kiri en cuanto regresara a su casa. La delegación japonesa subió al acorazado a las nueve menos cinco de la mañana, un testigo escribió que los comandantes aliados, los mismos que sufrieron la tortura y el cautiverio a manos del Ejército Imperial, contemplaron la llegada de los vencidos «con una salvaje satisfacción». El The Star-Spangled Banner sonó a través de los altavoces. Entonces apareció en uno de sus teatrales golpes de efecto el general Douglas MacArthur vestido de caqui, sin condecoraciones en el pecho, flanqueado por los almirante Nimitz y Halsey. Así habló el general MacArthur:

«No nos hemos reunido aquí, como representantes de la mayoría de los pueblos de la tierra, animados por un espíritu de desconfianza, odio o malicia. Por el contrario, todos nosotros, tanto vencedores como vencidos, debemos esforzarnos por alcanzar aquella elevada dignidad que es la única que puede beneficiar los sagrados fines que nos disponemos a cumplir, comprometiéndonos todos sin reservas a cumplir fielmente los compromisos que nos proponemos asumir. Es mi más fervorosa esperanza y ciertamente la esperanza de toda la humanidad, que de esta solemne ocasión nazca de la sangre y las matanzas del pasado un mundo mejor, un mundo fundado sobre la fe y la comprensión; un mundo consagrado a la dignidad del hombre y el cumplimiento de sus más profundos anhelos: la libertad, la tolerancia y la justicia».

El guerrero, para sorpresa de todos, hablaba de libertad, tolerancia y justicia. Dos copias del Acta de Capitulación esperaban a los firmantes en la cubierta del acorazado sobre una sencilla mesa. Una encuadernada en cuero, la de los aliados, y la otra en negro, la de los japoneses. El ministro Shigemitsu se desprendió sus guantes amarillos, se quitó la chistera y firmó al pie del documento. Después lo hizo el general Umezu, pálido, como en otro mundo. Un testigo japonés, al contemplar a los representantes de las cuatro grandes naciones, se preguntó «cómo fue posible que Japón, una nación pobre, cayera en la temeridad de declarar la guerra a un conjunto de naciones tan poderosas. Fue Japón contra todo el mundo». En efecto, el exceso de soberbia, la incapacidad para comprender las necesidades tácticas y estratégicas de una guerra total llevaron a Japón al Missouri. Mientras los aliados se ponían al día en armamento y en reclutamiento, los japoneses olvidaron que no se podía ganar una guerra sin aviones, sin tácticas nuevas, con tan sólo el banzai, las miradas al palacio del emperador y el recurso al hara-kiri.

La ceremonia discurrió sin incidentes. La delegación japonesa, que esperaba un rapapolvo, una humillación añadida, tardó en comprender el significado de las palabras de MacArthur, el hombre que unos años más tarde propondría arrojar la bomba atómica al norte del río Yalu para ganar la guerra de Corea. Un general de la República China, un almirante del Reino Unido, un teniente general soviético, un general de Australia, un coronel por Canadá, el general Leclerc (el liberador de París) por Francia, un almirante por Holanda y un general de la fuerza aérea de Nueva Zelanda rodeaban a MacArthur. Tan sólo un delegado de los aliados, borracho, se puso a hacer gestos hostiles a la delegación nipona. MacArthur sacó cinco estilográficas de su bolsillo y estampó su firma con ellas. Después, entregó la primera a Wainwright, al que puso a su lado, recién salido de un campo de prisioneros, el hombre de Corregidor. La segunda pluma fue par Percival, el general británico derrotado en Singapur. La tercera pluma iría a la academia de West Point y la cuarta a Annapolis. La última, una pluma barata, color rojo, pertenecía a su mujer, Jean.

La ceremonia duró dieciocho minutos. A las diez menos cuarto de la mañana, MacArthur se levantó para pedir con su voz de acero que todos los presentes rezaran por la paz «y que Dios la conserve para siempre». A Douglas MacArthur le esperaban en los cincuenta las trincheras de Corea. La guerra había terminado. «Después de las guerras de los grandes, vendrán las guerras de los pigmeos», profetizó Churchill. El tiempo le daría la razón.