1942: EL VIENTO CAMBIA DE DIRECCIÓN

En pleno apogeo japonés llegó a Estados Unidos una noticia que se derramó como bálsamo sobre las heridas: la fuerza aérea estadounidense bombardeaba Tokio. El responsable de la hazaña se llamaba James Harold Doolittle. Había dejado la fuerza aérea en 1930 para volver diez años después con el cargo de comandante y la misión de transformar la industria automovilística en aeronáutica. En 1942, siendo coronel, fue elegido para mandar una espectacular incursión aérea sobre Tokio. En el colmo de la audacia, se trataba de despegar desde los portaaviones a los B-25, bombardear la capital japonesa y aterrizar, a ser posible, en las bases de China. El impacto militar de la incursión fue limitado, pero sus consecuencias estratégicas y psicológicas llegaron lejos, ya que fue un ataque directo al orgullo japonés. La Marina del Sol Naciente no se perdonó nunca aquella humillación, simbólica venganza de Pearl Harbor. Habían osado atacar la capital imperial y a la persona del emperador, y la afrenta no podía quedar así: en abril de 1942, Japón buscó la revancha sobre la Armada enemiga en el mar del Coral y en las Midway, pero la fuerza aérea de la Armada Imperial recibió tal castigo que ya nunca más se enfrentaría en términos de igualdad a su adversaria. Doolittle, hombre extravertido que intervino en el frente norteafricano y en el desembarco de Normandía, fue recompensado con la Medalla de Honor del Congreso.

El ataque a la capital japonesa tuvo lugar poco después del mediodía, hora de Tokio, del sábado 18 de abril de 1942. El entonces coronel recibió órdenes de no tocar el Palacio Imperial. La idea le vino a la cabeza al ingeniero y piloto acrobático poco después del ataque a Pearl Harbor. También el presidente Roosevelt deseaba propinar un escarmiento a los orgullosos japoneses. Debían dejar caer unas cuantas bombas, su tarjeta de visita, sobre la capital. La preparación del grupo de voluntarios se hizo con la mayor discreción. Doolittle, el primer piloto que cruzó Estados Unidos en doce horas, era sin duda el mejor jefe para aquella arriesgada misión. Después de varias semanas de entrenamiento en California, seleccionó a sus hombres, los reunió en el desayuno y les comunicó el plan de forma lapidaria: «Para los que no lo sepan o para los que estén preguntándose cuál será nuestro objetivo, les diré que vamos a bombardear Japón». Trece aviones B-25, un bombardero de tipo medio, de poco consumo de carburante y de velocidad más que aceptable, lanzarían sus cuatro bombas de quinientos kilos sobre Tokio, mientras que otros tres aparatos se encargarían de lanzarlas sobre Nagoya, Osaka y Kobe. «El portaaviones de la Armada nos acercará lo más posible al objetivo. Que levanten la mano los tripulantes que no deseen tomar parte en la operación». Nadie levantó la mano.

El portaaviones se hizo a la mar escoltado por el Enterprise, cuatro destructores y un buque cisterna. La confianza de los tripulantes en el secreto de su misión se vio rota cuando la radio oficial japonesa se hizo sarcástico eco de una noticia difundida por la agencia británica Reuter: «Dice que tres bombarderos estadounidenses han descargado sus bombas sobre Tokio. Es una historia de risa. En lugar de preocuparse por tan estúpidos rumores, los japoneses gozan del bello sol de la primavera y de la fragancia de los almendros en flor». Como respuesta, Doolittle colocó medallas japonesas en las bombas con la etiqueta: «No quiero incendiar el mundo; sólo Tokio».

En esa misma radio, la «Rosa de Tokio», la locutora traidora, anunció que colgaría al general MacArthur frente a la puerta de entrada del palacio del emperador.

A bordo del Hornet, el comandante John Ford director de cine, filmó el despegue de los B-25. También los japoneses, como los marines en Pearl Harbor, eran capaces de bajar la guardia, de confiar en sus fuerzas y en la distancia que les separaba de los portaaviones enemigos. A las doce y media de la tarde el coronel Doolittle se encontraba sobre el objetivo para lanzar la primera bomba. Lo mismo hizo el resto de la escuadrilla. No hubo oposición de los cazas japoneses ni de las baterías antiaéreas. Ni un solo avión fue alcanzado. Los habitantes de Tokio creyeron que se trataba de un simulacro aéreo. El almirante Ugaki fue incapaz de descubrir la flota enemiga y esa misma tarde, como recoge John Toland en The Rising Sun, escribió en su diario: «Debemos revisar nuestras medidas de defensa contra los ataques enemigos y comprobar los tipos, los números y marcas de los aviones. Hoy la victoria ha sido suya». Sin embargo, no fue una operación sin bajas: tres aviones se estrellaron en aterrizajes forzosos, y ocho tripulantes, que se habían lanzado en paracaídas, fueron hechos prisioneros por los japoneses y llevados a Tokio para ser juzgados. Tres de ellos fueron ejecutados y un cuarto murió en cautividad. Ante la intriga de los japoneses, el presidente Roosevelt informó que los aviones habían partido de Shangri-La, el reino de ficción creado por el novelista James Hilton en Horizontes perdidos. La radio japonesa lo tomó en serio. El oficial que mandaba las fuerzas antiaéreas se hizo el hara-kiri. La tripulación de Doolittle aterrizó en China, desde donde logró alcanzar las líneas del aliado Chiang Kai Chek. Los resultados del bombardeo fueron modestos, pero el impacto psicológico resultó enorme. Los Angeles Times tituló a toda página con un juego de palabras: «Doolittle do it». («Doolittle lo ha conseguido»). Ésa era la música que deseaba escuchar la opinión pública estadounidense. El coronel ascendió a general, a comandante en jefe de la XV Fuerza Aérea (1943) y luego de la VIII Fuerza Aérea (1944).

Japón respondió con el envío de una flota invasora en dirección hacia Nueva Guinea y Australia a través del archipiélago de las Salomón. El almirante Nimitz, sucesor de Kimmel, concentró sus efectivos para cortar el paso del enemigo. Las dos fuerzas navales se enfrentaron en el mar del Coral el 8 de mayo. Se trató del primer duelo en la mar entre dos fuerzas aeronavales sin que los buques dispararan un solo cañonazo. Puede decirse que estadounidenses y japoneses hicieron tablas. El novelista James Jones se encontraba tomando unas copas en la taberna del viejo Waikiki, en Honolulú. «Me enteré de la batalla del mar del Coral por un marinero borracho —escribió en WWII—. Yo creo que desde el punto de vista táctico, fue una victoria japonesa, y desde el punto de vista estratégico, una victoria norteamericana». Los aviones de Nimitz hundieron siete buques de guerra japoneses, entre ellos el portaaviones Ryukyu. El almirante Nagumo tampoco se fue de vacío: el poderoso portaaviones Lexington, un destructor y un buque cisterna se fueron a pique.

El aspecto decisivo de la batalla del mar del Coral fue que la flota japonesa se retiró a toda máquina sin poder poner pie en Port Moresby. Era su primer repliegue en la guerra. En cuanto a Estados Unidos, acababa de hundir su primer gran barco nipón. Los dos grandes portaaviones Shokaku y Zuikaku debieron entrar en dique seco para ser reparados y su ausencia se dejó notar en la gran batalla que se preparaba en el Pacífico septentrional y que cambiaría el signo de la guerra. El alto mando japonés, irritado por la incursión del coronel Doolittle, se reunió en el cuartel general naval en la capital japonesa. Los ojerosos y desmejorados rostros de los jefes delataban la rabia y la indignación. Discutían en torno a la mesa del mapa de operaciones del Pacífico sin saber bien cómo llevar a cabo el desquite cuando una mano a la que le faltaban dos dedos señaló un punto del mapa. Era el almirante Isoruku Yamamoto, que apuntaba hacia un remoto atolón simado a dos mil doscientas cincuenta millas al este. «Midway», exclamaron los jefes de la Marina.

Sí, Midway era el lugar elegido, una cadena de islas, una barrera de coral y arena, posesión de Estados Unidos, situada a poco más de mil millas de Pearl Harbor. Hasta entonces, Japón había perdido tan sólo cinco mil hombres a lo largo del blitzkrieg, la guerra relámpago asiática. Un precio muy barato en un periodo muy corto: tres meses desde el bombardeo de Pearl Harbor el 7 de diciembre hasta la capitulación de Java el 7 de marzo.

El almirante Yamamoto veía varias ventajas en el proyectado ataque contra Midway. En primer lugar, se desmantelaba una base ofensiva de los estadounidenses; en segundo lugar, serviría de rampa de lanzamiento para el asalto japonés a Hawai y, por añadidura, atraería a la flota estadounidense. Pero el Estado Mayor no las tenía todas consigo, hasta que la operación de Doolittle, pilotando el Ruptured Duck, les decidió a dar el paso. El plan de Yamamoto consistía en navegar hasta las Aleutianas con la más poderosa fuerza naval que podía reunir Japón. El propio Yamamoto se puso al frente de la Armada e izó su pabellón en el Yamato, un coloso de los mares de sesenta y tres mil toneladas. El acorazado estaba artillado con cañones de dieciocho pulgadas (460 mm). Sus dos objetivos: la ocupación de las tres islas del atolón de las Aleutianas y el atolón de Midway. Nadie sabe aún por qué Yamamoto dirigió la V Flota hacia las Aleutianas, unas islas sin ningún valor económico y estratégico sumidas en la bruma helada; tal vez para usarlas de futuro trampolín para la conquista de Estados Unidos. Pero Alaska quedaba a tres mil kilómetros del archipiélago y esa división de las fuerzas resultaba incomprensible: la concentración de los esfuerzos constituye la esencia del arte militar.

Desde el mes de diciembre, los estadounidenses procedieron a fortificar Midway. Lo hicieron en un medio hostil, bajo un clima insano, en un territorio en el que el agua escaseaba, sacudidos por el viento del mar, el ruido de los pájaros y el polvo coralífero. A pesar del clima que enervaba a los soldados, los marines, los aviadores y los zapadores trabajaron bien. Midway era una poderosa fortaleza, con sus cinturones minados, sus alambradas y sus lanzallamas (como han mostrado las películas, los estadounidenses hicieron un uso muy amplio de ellos). Los obstáculos se adentraban en el mar.

Para la Armada nipona, la ruta hacia Midway fue más o menos como la que le condujo a Pearl Harbor: una mar violenta, nubes bajas, viento fuerte y niebla. Pero no era el estado del mar, la bruma, el principal enemigo de Yamamoto, que navegaba al frente de su formidable escuadra. La clave de esta batalla pertenece al arte del espionaje, al hecho de que Estados Unidos conocía el código de transmisiones japonés desde el principio de la guerra. No sólo sabían que la Armada había zarpado, sino que conocían su destino. Después de una visita de inspección a la isla, el almirante Nimitz, cuyos cabellos se habían vuelto blancos como la nieve después de Pearl Harbor, felicitó al capitán de fragata Simard por su buen trabajo. De regreso a las Hawai le envió una nota: «Atención, el ataque se producirá el 4 de junio». Simard se hizo de cruces. ¿Cómo lo sabía Nimitz?

Al frente de la Armada marchaba el almirante Nagumo con cuatro portaaviones (Kaga, Akagi, Soryu e Hiryu), doscientos cincuenta aviones, dos acorazados, dos grandes cruceros y doce destructores. Las tropas de asalto y desembarco viajaban en dos grandes buques y otros treinta y ocho transportes bajo el mando del vicealmirante Kondo. Detrás, majestuoso señor del mar, iba el Yamoto con su escolta de siete cruceros y diecisiete destructores, entre otros navíos. En total, más de doscientos buques de guerra. La fuerza naval estadounidense era muy inferior: como máximo, dos acorazados, tres portaaviones, nueve cruceros y una treintena de destructores. El almirante Nimitz despachó en cabeza al almirante Raymond A. Spruance con su «Grupo de Combate 16» embarcado en dos portaaviones, el Enterprise y el Hornet, seis cruceros y nueve destructores. La segunda fuerza, la 17, navegaba a bordo del Yorktown, dos cruceros y cinco destructores al mando del almirante Frank J. Fletcher. El punto de encuentro entre los dos grupos de combate se llamó «Point Luck» («punto de la suerte»), al nordeste de Midway. Ninguna suerte era mejor que la de haber descifrado los códigos secretos japoneses, lo que no sospechaba Yamamoto. Metido en zona de densa niebla, Nagumo estudió dos opciones: machacar por completo el atolón para efectuar el desembarco o enviar la flota estadounidense al fondo del mar. Si ésta se encontraba cerca sería la opción elegida. El jefe de operaciones, el capitán de navío Oishi, creía que la flota estadounidense estaba en Pearl Harbor, a mil cien millas. «Creo —dijo el almirante Nagumo— que debemos atenernos a los planes y neutralizar Midway, siempre que no topemos con los buques enemigos». Oishi estuvo de acuerdo y, como por arte de magia, se alejaron las nubes, la bruma y la niebla. El tiempo mejoró. Perfecto. A las tres menos cuarto de la mañana del 5 de junio, los altavoces sacaron de la cama a los pilotos. A las cuatro y media Nagumo dio la orden de despegue: los aviones permanecieron en el aire quince minutos para tomar la dirección de Midway, a doscientas cuarenta millas. Mientras tanto, los hidroaviones de reconocimiento peinaban la zona para explorar cualquier pista de los barcos estadounidenses: «No tendremos la suerte de encontrarlos por estas aguas», pensó el capitán Oishi. Para el Estado Mayor de Estados Unidos, Midway era un portaaviones imposible de hundir. Habían reunido allí una fuerza aérea de ciento veintiún aparatos de todas clases. La base se encontraba en alerta máxima desde las tres de la madrugada. Un avión Catalina descubrió el convoy japonés. El almirante Nimitz tenía razón: sería el 4 de junio. A las cinco horas y cuarenta y dos minutos la estación de radar de la isla confirmó: «Muchos aviones, ochenta y nueve millas, trescientos veinte grados».

La batalla, desigual, se entabló en el cielo. La aviación japonesa destrozó a los Buffalos y a los Wildcats estadounidenses: los Zeros eran más rápidos y manejables. Los dos islotes desaparecieron entre las llamas y el humo, pero los daños fueron mínimos. El jefe de la fuerza aérea que atacó Midway, el teniente de navío Tomonaga, repitió la orden: «Segundo ataque». Eran la siete y diez cuando los bombarderos estadounidenses se acercaron a los buques japoneses. El primer ataque de los aviones torpederos resultó un fracaso. La defensa antiaérea del almirante Nagumo era cerrada y eficaz. Desde la carlinga de uno de los TBD Devastator tocado por el fuego japonés, un joven piloto pronunció por el micrófono sus últimas palabras: «Mamá, si me vieses…». El primer asalto lo ganaron los pilotos del mikado. El segundo fue un diluvio de fuego sobre los buques japoneses, que navegaban en zig-zag. Los aviones torpederos del Hornet, del Yorktown y del Enterprise, seguidos de los bombarderos en picado, se lanzaron en tromba sobre portaaviones, acorazados y cruceros. Los japs no pudieron reaccionar y Nagumo perdió todos sus aviones desplegados en cubierta. Desde arriba, los pilotos estadounidenses que habían despegado de los portaaviones contemplaban el desastre: los barcos incendiados, las explosiones de las santabárbaras, las cubiertas de vuelo destruidas. El chasco de Nagumo y de su jefe superior fue mayúsculo. ¿Cómo habían aparecido en escena tres portaaviones enemigos?

Los aviones se hicieron para comprometerlos en la batalla a pesar de los riesgos, y aquélla, como la del Coral, fue la batalla de los aviones. Lo esencial en una confrontación es sorprender al enemigo en el momento en el que es vulnerable, y eso fue lo que hizo Spruance al lanzar al combate ciento diecinueve aparatos del Enterprise y el Hornet. Después le tocó el turno al Yorktown con sus diez cazas, doce torpederos y diecisiete bombarderos. George H. Gay, piloto texano de la VIII Escuadrilla de Torpederos, despegó de la pista del portaaviones y voló a baja altura por el peso de los torpedos y con el sol de cara. Al cabo de una hora de vuelo divisó los portaaviones del almirante Nagumo defendidos por setenta Zeros. Uno a uno, los aviones de la VIII Escuadrilla cayeron al mar. El alférez Gay escuchó el grito de su ametrallador: «Me han dado». Tenía enfrente al portaaviones Kaga y se dirigió hacia él: «Pulsé el disparador del primer torpedo, pero falló. Yo estaba herido en un brazo. Tiré entonces del cable con mi mano buena y allí salió disparado el torpedo. Mi Devastator saltó por encima del puente del portaaviones. Cuando escapaba del peligro, los Zeros japoneses vinieron a por mí y me alcanzaron. Yo no sabía entonces que de los quince aparatos y los treinta hombres que atacaron los portaaviones Kaga y Akagi, yo sería el único en salvarme». Un desastre para los aviones torpederos.

El alférez Gay cayó a las aguas revueltas. A su lado se abrió la balsa neumática, pero se hizo el muerto para no llamar la atención de los Zeros. Se tapó la cara con su cojín de caucho. Un Catalina lo rescató al día siguiente. De pronto, a las once menos cuarto, cambió el curso de la batalla. Los tres portaaviones japoneses estaban tocados. Como un sonámbulo, el anciano almirante Nagumo hubo de abandonar el Akagi. Un ayudante llevaba consigo el retrato del emperador Hirohito. El Kaga y el Soryu desaparecieron casi al mismo tiempo. El primero se llevó con él a su capitán, muerto. El Akagi recibió al día siguiente el tiro de gracia por orden del almirante Yamamoto: «Mi primer blanco de la guerra», dijo entre sollozos. Pero la batalla no había terminado porque quedaba otro portaaviones japonés mandado por el almirante Yamaguchi, el Hiryu: doce cazas, dieciocho bombarderos y otros tantos torpederos nipones buscaron al Yorktown, lo encontraron y lo incendiaron. Como el Akagi, flotó durante horas hasta que un torpedo estadounidense lo hundió. Todas las fuerzas del Enterprise y del Hornet se concentraron para acabar a las cinco con el único portaaviones japonés que quedaba. A treinta nudos, el Hiyu zigzagueaba sin descanso haciendo uso constante de su defensa antiaérea. Todo fue en vano. Cuatro bombas cayeron sobre el navío. El almirante Fletcher pudo entonces transmitir el siguiente mensaje a Nimitz en Pearl Harbor: «Soy el dueño del aire». A la luz de la luna y del incendio, que envolvía sus portaaviones, el almirante Yamaguchi reunió a sus ochocientos hombres tiznados, heridos y con los uniformes desgarrados y sucios. «Me quedo a bordo —les dijo—. Les ordeno que abandonen el navío y continúen sirviendo lealmente a su majestad el emperador». Los hombres obedecieron y saltaron a un destructor que había en el costado del navío en llamas. Yamaguchi y el capitán Kaka murieron juntos en su barco. ¿Qué hacía mientras tanto el almirante Yamamoto a bordo del Yamoto? Lloraba. «Me dan ganas de blasfemar», dijo. A las dos del 5 de junio, el buque insignia tocó retirada. El 4 de junio por la mañana, Japón era invencible; ese mismo día por la noche, había sido vencido. Era la primera derrota naval japonesa desde 1592, cuando una flota nipona fue vencida por el coreano Yi Sunsin. Esta vez fueron los japoneses quienes subestimaron a Estados Unidos. Éstos, con fuerzas inferiores, causaron cinco mil bajas al enemigo, acabaron con los cuatro portaaviones y el crucero pesado Mikuma, dañaron gravemente el crucero pesado Mogami y a otras unidades menores y destruyeron ciento cuarenta y siete aviones. La escuadra nipona se esfumó de las aguas estadounidenses. Sobre Midway flotaba, como siempre, la bandera de las barras y estrellas. En cinco minutos, la fuerza de Spruance, los bombarderos en picado, acabaron con el mito. Donde fallaron los aviones torpederos (se perdieron el 90 por ciento de ellos) y los B-17, los bombarderos en picado, se revelaron como el instrumento más eficaz de este nuevo tipo de guerra aeronaval a gran distancia. Todo lo que ganaron los japoneses en su retirada fueron dos islas desiertas, las de Kisha y Attu. Sus errores fueron la falta de información, la ineficacia de los aviones de reconocimiento, la dispersión, lanzar el ataque aéreo desde los cuatro portaaviones al mismo tiempo y la decisión de Yamaguchi, de acuerdo con el código del honor, de hundirse con su barco. El almirante Yamamoto siguió la batalla de lejos. La capacidad de reacción fue nula, quizá como efecto de la sorpresa.

Los ataques de los aviones torpederos fueron algo parecido al suicidio. El teniente John C. Valdron, que mandaba la escuadrilla de torpederos del Hornet, natural de Dakota del Norte y con sangre india en sus venas por parte de su abuela sioux, estrechó la mano de su jefe, el capitán Mitscher, y le confió antes de despegar: «Yo sé que mi escuadrilla está condenada a la destrucción total y que no nos queda ninguna posibilidad de volver a ver este portaaviones, pero cuente conmigo, señor». Sabían que les esperaba la muerte. ¿Por qué lo hicieron? «Tan sólo podemos especular», respondería James Jones para apuntar alguna hipótesis: profesionalidad, sentido del sacrificio, espíritu de cuerpo. Eran los soldados escogidos de Norteamérica, la fuerza aérea, y, por añadidura, pilotos de portaaviones. «Vanidad y orgullo, masoquismo nacional, social y hasta racial, una suerte de excitación casi sexual. El último lujo, el de que ya nada les importaba un bledo», escribió el novelista. Y también el patriotismo. Quizá algunos de ellos tenían esposas que ya no les importaban nada, aunque fueran lo bastante caballeros como para no reconocerlo de forma abierta. «Cualquiera que fueran las razones —añadió James Jones—, estos hombres salieron a luchar y murieron, jóvenes estadounidenses sin la tradición medieval del bushido. Su sacrificio fue un factor importante para la victoria de Midway».

Quedaban otras sangrientas batallas por librar, por ejemplo, la de Guadalcanal, isla que constituía un punto estratégico vital en el sudoeste. Los japoneses habían salido escaldados del centro del Pacífico, demasiado cerca de la fortaleza de Pearl Harbor. En cuanto a Nimitz y MacArthur, nombrado jefe de las fuerzas del sur desde su base en Australia, necesitaban apretar la tuerca, proceder al contraataque. Guadalcanal fue el punto elegido. Las Salomón las descubrió un joven español, Álvaro de Mendaña, que partiendo de Perú en 1576 buscaba minas de oro, las minas del rey Salomón. Allí no había oro, sino tan sólo unas islas estériles pobladas por ruidosos pajarracos. Esta vez Tokio adivinó las intenciones de los estadounidenses y reforzó Tulagi y la gran isla vecina de Guadalcanal, de ciento cuarenta y cinco kilómetros de largo y cuarenta de ancho. El almirante Nimitz puso a Robert Ghormley al frente de la operación.

El 7 de agosto, después de la preparación artillera y la acción de los bombarderos, once mil marines pusieron el pie en las playas de Guadalcanal. Los obreros japoneses que trabajaban en la isla la abandonaron a toda prisa. En Tulagi ofrecieron mayor resistencia, pero seis mil marines la ocuparon sin apenas dificultad. Los japoneses creyeron que resultaría una tarea sencilla desalojar a los marines, mientras que los estadounidenses nunca pensaron que sus enemigos acumularían fuerzas tan considerables para su reconquista. La idea de los jefes estadounidenses era la de ocupar, una tras otra, las islas más importantes. La defensa que los soldados del emperador hicieron en alguna de ellas fue encarnizada.

El 9 de agosto le tocó el turno a la Armada japonesa. Cruceros y destructores atacaron a las fuerzas estadounidenses en Guadalcanal. Hundieron cuatro cruceros pesados que estaban prácticamente anclados a lo largo de la isla, tras lo cual los japoneses tocaron retreta para recuperar fuerzas. Así empezó la batalla de los seis meses. Los marines conocieron muy pronto la capacidad de adaptación de los soldados del emperador a aquel terreno húmedo, caluroso y malsano. Se fundían y confundían con la jungla: los «pacos» disparaban colgados de los árboles. Al enemigo humano había que añadir el adversario de la naturaleza: boas, mosquitos portadores de la malaria, ratas… El japonés era un enemigo elusivo y los marines se vieron obligados a ir por él. Cada vez desembarcaban más hombres, su objetivo no era otro que el aeropuerto de Guadalcanal.

Los japoneses atacaban y los marines repelían el ataque. Se llegaron a disputar seis encuentros navales. El apoyo aéreo estadounidense era muy inferior al japonés. A mediados de octubre, la aviación imperial atacó con éxito el aeródromo Henderson: destruyó cuarenta y dos de los noventa aparatos que había. El día 24, el mando japonés lanzó una dura ofensiva por tierra con todos sus efectivos en juego. Los marines se hallaban bien colocados sobre el terreno, en posición favorable, y su artillería causó estragos en las filas enemigas, que dejaron dos mil cadáveres sobre la playa y la jungla. Los marines extendieron su perímetro. Los hombres del sol naciente, herido su orgullo, no se daban por vencidos. El Tokyo Express, un convoy naval rápido formado por destructores y al mando del agresivo Tanaka, uno de los mejores almirantes del emperador, desembarcaba tropas por la noche, la hora japonesa. Poco a poco, la fuerza naval de Nimitz se impuso sobre la nipona, que al comenzar la batalla era muy superior. Llegaron doscientos aviones más. Fue una lucha para comprobar cuál de los dos adversarios ponía más medios y más fuerzas sobre el terreno. En ese aspecto ganó Estados Unidos. Para el 7 de enero de 1943, Nimitz había desembarcado cincuenta mil soldados en Guadalcanal. El clima, las enfermedades, el paludismo y la escasa alimentación hicieron mella en los guerreros japoneses: perdieron veinticinco mil hombres, nueve mil de ellos por enfermedad además de seiscientos aviones. Muy a su pesar, dieron la orden de retirada. Los marines perdieron mil quinientos noventa y dos hombres en las batallas terrestres.

Stalingrado, El Alamein, Guadalcanal: las tres batallas tuvieron un punto de inflexión en torno al mismo mes de noviembre del mismo año, 1942. Las tres fueron decisivas.

El mundo miraba con preocupación lo que ocurría en el norte de África, en Italia, en las acciones de los grandes océanos, el Atlántico y el Pacífico, y olvidaba la guerra de la jungla. Compañías, batallones y regimientos se disolvieron en la selva birmana que, en muchos sentidos, acogió a la peor guerra de todas. El enemigo japonés se hizo un experto en este tipo de enfrentamientos. Vestía uniforme ligero, botas de caucho, se movía con sigilo, y llevaba, como todo alimento, una botella de agua, una bola de arroz y unos trozos de pescado seco. Sus armas eran automáticas, adecuadas a los choques en la selva, lo mismo que las granadas, metralletas ligeras y morteros. Nunca utilizaba las carreteras si sabía que estaban ocupadas, y elegía los senderos menos frecuentados de la selva, o abría nuevos caminos que tan sólo él conocía. En cambio, los soldados británicos y sus aliados, a los que no quedó otro remedio que aprender de los primeros errores de una guerra cuyos secretos desconocían, debían mantener abiertas las principales rutas. Los japoneses les tendieron una emboscada detrás de otra. Los blindados no servían allí. La única guerra que podían librar era la que planteaba el enemigo. La verdad es que a los británicos les costó aprender y adaptarse. Rangún, la capital de Birmania, aguantó el bombardeo durante semanas. Lo hizo a pie firme. Cuando entraron las tropas japonesas, la capital, una de las joyas de Asia, aparecía en estado ruinoso, saqueada, destruida por los bombardeos, poblada de dacoits (bandidos), leprosos, criminales y lunáticos a los que dieron suelta con la evacuación. El general Slim se replegó a la India tras una marcha de cerca de mil kilómetros entre los montes y la selva. Era una tropa mal alimentada y mal armada, castigada por el monzón, las fiebres malignas y las llagas. Por lo menos habían evitado la catástrofe.

En la India, el Partido del Congreso, que dirigía el Pandit Nehru, protegido de Mahatma Gandhi, llevaba años de lucha contra los colonizadores británicos. Había surgido mientras tanto un extremista llamado Subas Chandra Bose que organizó un movimiento clandestino a favor de los japoneses: él sí creía que el Ejército Imperial iba en plan libertador. Bose llegó a ser muy popular en determinadas zonas de la India, que preferían la «Esfera de la Prosperidad Común», que les ofrecía Japón, al dominio británico. He visto retratos de Bose en casas de Calcuta, de Madrás y de las islas Andaman. Tres son los personajes, cuatro si incluimos al general Slim, que llamaron la atención en esta guerra olvidada de Birmania: el ya citado Stilwell «Joe Vinagre»; Chennault, el aviador de los Tigres Voladores; y el brigadier Wingate. La corriente no pasó entre Chennault y Stilwell; uno era aviador y el otro de infantería, tan terco este último que se negó a tomar el avión para la retirada. Stilwell era una leyenda en vida. Amigo de los chinos, a quienes defendía a capa y espada, hablaba su idioma, era tenaz y poco diplomático. Slim lo definió así: «Los estadounidenses le temían. Era muy valiente. No era un gran soldado en el sentido más estricto, pero sí un líder sobre el terreno; nadie habría sido capaz de sacarles tanto partido a los chinos».

Joseph Stilwell no se anduvo con rodeos. Cuando salió de la jungla tras la increíble retirada, exclamó: «Vaya paliza que nos han dado los japoneses. Nos han echado de Birmania y eso escuece mucho. Es una humillación. Creo que debemos estudiar por qué nos han vencido, para volver y echarles nosotros a ellos». Iba a contar con la ayuda de otro singular personaje que sirvió en Palestina, Charles Wingate. Los sionistas le adoraban hasta el punto de pensar en él como comandante en jefe de un futuro ejército israelí. Combatió en Abisinia contra los italianos al frente de fuerzas irregulares. Era un hombre original, puritano, disciplinado y díscolo. Para marzo de 1943, Charles Wingate había formado unidades selectivas de británicos, indios y gurkas. Los llamó «chindits» («león» en birmano) y los empujó hacia los japoneses, detrás de las líneas enemigas, en la zona del alto Irawadi. Sus ocho columnas de chindits volaron puentes, destruyeron depósitos de municiones y aeropuertos y obligaron a los japoneses a moverse sin tregua. Recibieron suministros desde el aire y combatieron como el enemigo: se ocultaron como él en la selva y le presentaron el mismo tipo de batalla. Después de tres meses, volvieron dos mil ciento ochenta y dos de los tres mil que salieron, y de ellos, tan sólo seiscientos se hallaban en condiciones de volver a luchar, tal era su ruinoso estado físico como consecuencia de las privaciones.

Las acciones de los chindits no fueron espectaculares. Cuando regresaron a sus bases y se cuadraron ante su jefe, Wingate, estaban macilentos, esqueléticos, con la huella de la enfermedad y la fiebre en sus ojos. No obstante, habían demostrado algo: los japoneses podían ser vencidos en la jungla. El brigadier Wingate era el hombre que buscaba Churchill: poco ortodoxo, ascético y lleno de iniciativa. «Este hombre —dijo el primer ministro— es un genio. Creo que debe conducir al ejército en su batalla contra los japoneses en Birmania. Después de la ineficacia y la laxitud que han caracterizado las operaciones en el frente birmano, los resultados obtenidos están ahí. Hombres como éste no deben ver su carrera obstruida por el escalafón». A pesar de todo, era el general Slim el que continuaba en el mando. A los chindits de Wingate se incorporaron los de la Unidad 5.307, más conocidos como «los merodeadores de Merrill». Eran tres mil voluntarios, seleccionados con cuidado de entre casi todas las unidades del ejército estadounidense. En la primavera de 1944, los chinos de Stilwell estaban preparados para atacar Mitykina, como preludio de la reconquista de Birmania. Los «merodeadores de Merrill» cayeron sobre los japoneses como el halcón sobre su presa. Tenían enfrente a la XVIII División, una de las mejores del Ejército Imperial. Desgastados por el clima y la falta de víveres, quedaron muy pocos «merodeadores» vivos para contarlo, pero su sacrificio permitió a Stilwell reabrir la ruta de Birmania con China, la lúgubre y laberíntica carretera de Ledo.

Los británicos marcharon con dos divisiones a lo largo de la costa hasta Arakan. La lucha fue aquí salvaje y desesperada, sin cuartel. Los japoneses los cercaron hasta el punto de que los ingleses se vieron obligados a pedir refuerzos, armas, municiones y abastecimiento desde el aire. Un sargento británico describió las características del soldado japonés: «Su artillería y sus morteros eran de primera clase, el fusil lo disparaban mal, pero eran fanáticos y decididos. Un incidente me impresionó mucho. En la carga a la bayoneta, uno de nuestros oficiales pasó al lado de un japonés herido sin rematarle. El herido le disparó por la espalda y lo mató de inmediato. El japonés herido fue rematado por el ayudante del oficial, que a su vez resultó muerto por otro herido o moribundo. La moraleja corrió entre nosotros: nunca dejes atrás a un japonés herido».

Las fuerzas del Ejército Imperial en el frente birmano pasaron de cinco a ocho divisiones. Se temía una ofensiva sobre Imphal, la puerta de la India. Churchill contaba con un amigo suyo para poner orden en las filas británicas, lord Mountbatten, pero ni siquiera este comandante supremo para el sudeste de Asia podría en primera instancia con la fuerza bruta japonesa, que el 8 de marzo desencadenó un ataque sobre Imphal desde varias direcciones. En una aldea de cuatro chozas y de hileras de rododendros, el Regimiento Real del West Kent, un batallón de gurkas y otro del Regimiento de Assam se cubrieron de gloria ante el asalto de toda una división. Poco a poco se redujo el perímetro. Después de quince días de rabiosa batalla los empujaron a una colina. La guarnición de Kohima hizo cuatro mil bajas entre los asaltantes japoneses. Tras ser rescatados dejaron esta inscripción entre sus muertos:

Cuando vuelvas a casa

habla de nosotros y di:

por vuestro mañana

nosotros dimos nuestro hoy.

De los ochenta mil japoneses que atacaron Imphal a sable y granada, cincuenta mil estaban muertos y el resto, desperdigados. A finales de junio, el almirante Mountbatten podía afirmar con seguridad. «La carrera japonesa hacia la India ha terminado. Nos espera la primera gran victoria de Gran Bretaña en Birmania». Para entonces, el brigadier Wingate había desaparecido (marzo de 1944) entre los restos de un avión incendiado en plena jungla. «Con él se ha extinguido una llama brillante», dijo Churchill.

El XIV Ejército del general Slim logró el triunfo a un alto costo. En la primera mitad de 1944 perdió cuarenta mil hombres. Otros doscientos treinta y siete cayeron enfermos. No hubo banderas ni gaitas escocesas para ellos. Tan sólo la voz de su comandante: «Éstos son los hombres que convirtieron la derrota en victoria».

He visitado el cementerio cerca de Rangún: veintisiete mil soldados británicos y aliados descansan allí. De los cuatro mil doscientos soldados que emprendieron la retirada desde Birmania hacia la India con los japoneses en los talones, tres mil quedaron en el camino. Las tropas de Stilwell entraron en Rangún el 3 de mayo de 1945. El cine se ocupó también, a su estilo, de esta batalla con la película Objetivo: Birmania, protagonizada por un Errol Flynn con la barba crecida y el barboquejo suelto. Para entonces, «Joe Vinagre» había sido relevado del mando por sus diferencias con el generalísimo Chiang Kai Chek.

El premio Nobel Kipling escribió sobre Mandalay, la ciudad dorada:

El viento en las palmeras

y las campanillas del templo dicen:

«Vuelve, soldado inglés, vuelve a Mandalay».

He subido los mil setecientos veintinueve peldaños que conducen a la colina de Mandalay. El guía Ko Soe me llevó hasta allí. Los astrólogos, los palmistas, los monjes budistas, mujeres que fumaban grandes cigarros verdes, todos confluían en Mandalay Hill. Los británicos y los indios sufrieron allí cuantiosas bajas en marzo de 1945. Quedan como recuerdo la insignias de los regimientos.

La guerra del Pacífico no había terminado. Japón dominaba desde las Aleutianas hasta las Salomón, cerca de Australia. Sus ingenieros trabajaron duro y construyeron fortines de los que sólo se les podía sacar en el cuerpo a cuerpo o con la ayuda del lanzallamas. De la determinación del soldado japonés da idea el caso del teniente Hiro Onoda, que se refugió en la selva cuando MacArthur retomó las Filipinas en 1945. Durante años, las patrullas estadounidenses y filipinas dieron caza a los soldados fugitivos. Todos ellos resultaron muertos o se rindieron salvo uno, Onoda. En 1974, un viajero japonés tomó contacto con el teniente, que se negaba a creer que la guerra hubiera terminado con la derrota de Japón. Ni siquiera sabía que había terminado. Tan sólo creería en la derrota japonesa si así se lo comunicaba el comandante Taniguchi, su jefe. En marzo de 1974, o sea, casi treinta años después de acabada la guerra, Taniguchi le leyó las órdenes de alto el fuego del jefe del Estado Mayor del XIV Ejército. ¿Qué había hecho Onoda durante todos estos años? Él mismo lo contó: «Cuando se pasó mi enfado lo comprendí por primera vez: mis treinta años como guerrillero en el ejército japonés habían acabado abruptamente. Era el final. Saqué el cargador de mi fusil y retiré las balas». Un poeta llamado Hirohito les pidió a sus soldados:

Sed como pinos

cuyo color no cambia

aunque soporte el peso

de una nieve que cae sin cesar.

Treinta y un años pasaron entre la salida a la luz del teniente Onoda en las selvas filipinas y la muerte del almirante Yamamoto. Una vez más, el acceso a los códigos de transmisiones japonesas permitió a la Marina estadounidense saber que el almirante Yamamoto, responsable del ataque a Pearl Harbor, saldría de Rabaul para visitar una serie de bases del Pacífico sudoccidental. Yamamoto viajaría en un Mitsubishi bimotor escoltado por seis cazas Zero. El aterrizaje de Yamamoto y su plana mayor, que viajaba en otro Mitsubishi, estaba previsto para las diez menos cuarto en un aeropuerto de la isla de Boungaville. El mensaje llegó en código secreto al campo Henderson, el aeródromo de Guadalcanal. La orden era acabar con Yamamoto. Una escuadrilla de dieciocho aparatos P-38 despegó de Guadalcanal. El éxito de la operación dependía de la puntualidad, legendaria, del gran almirante. En efecto, diez minutos antes de la hora prevista para el aterrizaje, los dieciocho Lightnigs estadounidenses distinguieron a los Mitsubishi. Yamamoto y su plana mayor murieron en la emboscada al ser derribados sus aviones. El almirante Koga, que sucedió a Yamamoto, no llegó a mostrarse nunca tan temible como fue el jefe de la escuadra que atacó Pearl Harbor y las Midway. En su ruta hacia Tokio, Nimitz y MacArthur hicieron el salto de la rana de isla en isla del Pacífico. Los combates fueron muy virulentos en las Salomón, en Boungaville y en otras islas que los estadounidenses laminaron con sus fortalezas volantes. La batalla del mar de Bismarck fue, en palabras de MacArthur, «determinante en el avance de Estados Unidos hacia Japón».

La técnica de Nimitz con respecto a la toma de la base de Rabaul con diez mil hombres, seis mil aviones y la VIII Flota, junto a defensas minadas, bloques de cemento y trampas con ametralladoras, consistió en aislarla sin atacarla de forma directa. El almirante Nimitz ocupó las Marshall, Boungaville (diciembre de 1943) y otras islas situadas en la costa de Papua (Nueva Guinea) y se sirvió de ellas como bases aéreas para hostigar a Rabaul y cortar su ruta de aprovisionamiento por mar. La base japonesa del Pacífico central quedó rodeada hasta el final de la guerra. Fue en el centro del Pacífico donde se libró la batalla de Tarawa, fortificada hasta tal punto que el comandante en jefe del atolón, el almirante Shibasaki, aseguró que ni un millón de soldados estadounidenses podrían conquistarla en el espacio de cien años. A mediados de 1943, el almirante Nimitz, conquistadas las Marshall, pasó a interesarse por las Gilbert. La «operación Galvanic» puso en acción una fuerza expedicionaria de doscientos barcos y treinta y cinco mil tropas de asalto. El 20 de noviembre, los marines de la II División desembarcaron en Tarawa con sus tractores anfibios, que se usaron tácticamente por primera vez. El almirante Shibasaki y sus cuatro mil ochocientos hombres parecían dispuestos a vender cara su piel. El primer día del asalto cayeron mil quinientos de los cinco mil soldados de la infantería de marina estadounidense. Calcularon mal la fuerza y la intensidad de la marea. Los marines se vieron obligados a recorrer muchos metros bajo un fuego mortífero. Eso explica el alto número de bajas. De los cien tractores anfibios se perdieron noventa, y trescientos veintitrés de los quinientos hombres que los conducían fueron muertos o heridos. La infantería logró abrir una estrecha cabeza de playa gracias a la artillería naval y a que los japoneses se quedaron sin aviación.

Los aguerridos defensores de Tarawa fueron reducidos uno a uno, cueva por cueva, blocao por blocao, con el uso de explosivos y lanzallamas. El almirante Shibasaki ardió como una antorcha en su fortín el 22 de diciembre. De toda la guarnición tan sólo un oficial y dieciséis soldados quedaron con vida. El alto número de bajas estadounidenses en Tarawa, con mil nueve muertos y dos mil ciento un heridos, hizo que se criticaran las condiciones técnicas en que se llevó a cabo.

Hubo generales que defendieron el ataque en las Marshall antes que en Tarawa porque, al cabo de un mes, la marea en el atolón habría favorecido a los invasores y no a los invadidos, como ocurrió.

El avance por el centro del Pacífico continuó entre el fogonazo de los lanzallamas y los contraataques suicidas de los japoneses, emborrachados con sake. El ataque sobre las Gilbert sirvió a los estadounidenses de enseñanza para futuras operaciones de desembarco. Los corresponsales titularon su crónicas: «Tarawa la sangrienta». Después les tocó el turno a las Marshall y a las Carolinas: esta vez habían asimilado la lección de Tarawa. Los japoneses se habían atrincherado de forma tan profunda que sus adversarios se vieron obligados a doblar la dosis de fuego de artillería naval y de bombardeos de saturación, «alfombras» de bombas, para hacerlos salir de sus escondrijos. Los seiscientos islotes de coral de las Marshall estaban peor defendidos, y en Kwjalein recibieron treinta y seis mil obuses. El atolón, el mayor del mundo, cayó en una semana. Después lo harían las islas de Truck y Eniwetok en cuatro días. Por todas partes olía a cocotero quemado y a cadáveres en descomposición. Tras la ocupación de las Marshall y las Carolinas, la marcha de Nimitz seguía adelante en el Pacífico occidental.

Un haiku, pequeño poema japonés, de Basho dice:

Las hierbas del estío,

he aquí cuanto queda

del sueño del guerrero.

Los marines se disponían a segar esas hierbas en el archipiélago de las Marianas, mientras los últimos japoneses gritaban «¡Banzai!» y cargaban a la bayoneta o con el sable del samurái. Los japoneses buscaban una batalla decisiva después de perder las Gilbert y las Marshall. Nimitz, para desbaratar la línea de comunicaciones enemiga, se concentró en las tres islas de las Marianas: Guam, Saipan y Tinian. En la lucha por el mar de Filipinas, los japoneses perdieron cuatrocientos aviones. Después, el almirante estadounidense se lanzó al ataque sobre las islas de Saipan, cuyo comandante en jefe era el almirante Nagumo. Éste ordenó a sus hombres que, a falta de unas defensas adecuadas, se adelantaran a combatir en las playas. El fatalismo nipón, su forma de animar a los soldados, consistía en que sus jefes se pegaran un tiro. Es lo que hizo en Saipan el famoso almirante Nagumo, que se descerrajó con un disparo de pistola. Dos días más tarde, sus tropas salieron a las playas en una serie de ataques banzai. La población civil japonesa se suicidó también en masa al arrojarse por los acantilados o volarse con granadas. En la batalla de Saipan murieron diez mil trescientos cuarenta y siete marines y otros tres mil seiscientos setenta y cuatro soldados regulares. El fracaso japonés en las Marianas —llamadas así en homenaje a la reina de España, esposa de Felipe IV— llevó a la dimisión del Gobierno del general Tojo el 18 de junio de 1944. Saipan se encuentra a mil doscientas cincuenta millas náuticas de Tokio. Mientras, MacArthur seguía su ruta triunfal por el centro del Pacífico.

Los japoneses aprendieron de la derrota de Saipan: la reducida guarnición de Iwo Jima causó entre los marines el doble número de bajas. Sin apoyo aéreo y naval, la guarnición japonesa de Guam estaba condenada a la derrota. En cambio, la artillería naval estadounidense sometió la isla a un duro castigo: veintiocho mil setecientos sesenta y cuatro cañonazos tan sólo desde los buques de guerra. La defensa japonesa se hizo más intensa en las playas del sur. La resistencia, esporádica, continuó hasta el final de la guerra e incluso después.

El asalto a los bastiones japoneses del Pacífico se llevó a cabo a un ritmo más acelerado del que se esperaba. En esta fase de la campaña se libraron dos batallas, también éstas «decisivas», aunque para los corresponsales y los militares todas ellas lo eran: una fue la batalla del mar de Filipinas, la otra, la de Leyte. MacArthur se mostró partidario de elegir Mindanao, la segunda isla filipina en extensión, para cumplir su promesa: «Volveré». Sin embargo, el 25 de junio de 1944, el comandante en jefe de las fuerzas del Pacífico sur cambió de idea: abrirse camino por la isla de Mindanao sería una costosa y arriesgada operación. MacArthur apuntó entonces en el centro del mapa de Filipinas. Leyte, una isla menor que contaba con unos cuantos aeródromos, sería más fácil de atacar y conquistar. Otras dos opciones eran la isla principal, Luzón, además de Taiwán, que por esas fechas se llamaba aún por su nombre portugués, Formosa. Al fin, el general Marshall eligió el objetivo: Leyte, pues allí la resistencia japonesa parecía inferior. El alto mando naval en Washington buscaba una batalla decisiva que dejara fuera de combate a las fuerzas del sol naciente. Esa batalla tuvo lugar en el golfo de Leyte. La flota japonesa había salido muy mal parada de las Marianas, pero faltaba el golpe de gracia.

MacArthur siguió el desarrollo del desembarco estadounidense en Leyte desde el puente de mando del crucero Nashville. Al mediodía entró en su cabina para ducharse y cambiarse de ropa. Con el sentido escénico que le caracterizaba, apareció con un uniforme nuevo, color caqui, gafas oscuras y gorra de mariscal. Después se metió en el agua, seguido del presidente Osmeña, sucesor de Manuel Quezón, fallecido tres meses antes, y del general filipino Carlos Rómulo. «Carlos, chaval —le dijo al general filipino—, ya estamos en casa». Así fue cómo desembarcó MacArthur con los pantalones caqui mojados casi hasta la rodilla. El pequeño Rómulo, que estrenaba zapatos, apenas podía seguir al «césar» estadounidense, que daba largas zancadas hacia la playa en la que aún ardía alguna barcaza de desembarco. «Aquí estamos —dijo—. Lo creáis o no, hemos regresado. Por vuestros hogares y vuestros corazones, luchad; en el nombre de las futuras generaciones de vuestros hijos e hijas, luchad; luchad en el nombre de nuestros muertos. No dejéis que el corazón desfallezca».

La batalla del golfo de Leyte ha sido definida como el más grande choque naval de todos los tiempos. Setenta buques de guerra y setecientos dieciséis aviones por el lado japonés, y ciento sesenta barcos y mil doscientos ochenta aviones estadounidenses se dieron cita en el oriente filipino para dirimir de una vez quién ganaría la guerra. Después de tres días de ásperos combates, los japoneses quedaron K.O. El alto mando japonés nunca supo dónde asestarían sus enemigos el golpe, por eso prepararon varios planes bajo el nombre de «operación Cho» («victoria»). Uno de los puntos era Leyte. El plan japonés consistió en ofrecer como señuelo sus portaaviones (les quedaban pocos y dañados) como mejor cebo para atraer a la flota enemiga y luego destruirla por medio de la artillería de sus acorazados y las oleadas aéreas. En efecto, mientras los portaaviones del almirante Ozawa atraían a la flota de Halsey, una segunda fuerza, bajo el mando del almirante Kurita, llegaba desde el norte para atacar a la VII Flota del almirante Kinkaid que protegía el desembarco de los lanchones de las playas. Al mismo tiempo, las fuerzas del almirante Nishimura llegarían al golfo de Leyte desde el sur para sorprender a Kinkaid en una pinza naval. Halsey salió a la caza de Ozawa, pero la trampa se convirtió en un desastre para los japoneses, que perdieron portaaviones, cruceros y destructores. El almirante Kinkaid se adelantó a los movimientos de su colega japonés Nishimura. En la noche del 24 a 25 de octubre, la VII Flota se situó en posición para efectuar la clásica operación de dominio naval: cortar la «T» al enemigo. Mientras cada uno de los buques japoneses llegaba en línea, recibía desde la barra de la «T» las descargas de toda la artillería de la VII Flota. Nishimura lo perdió todo, salvo un destructor. Quedaba la fuerza central, la del almirante Kurita. Después de cruzar el estrecho de San Bernardino, confundió los buques estadounidenses, que eran de pequeño calado, en su mayoría portaaviones-escolta, por una fuerza mucho mayor y rompió el contacto cuando podía haber infligido un enorme daño a su adversario. Kurita había perdido ya el Musashi, uno de los grandes acorazados japoneses —gemelo del Yamoto—, más dos cruceros y otro tocado por la aviación y los submarinos. Asustado, salió de allí a toda máquina perseguido por la aviación estadounidense. La gran flota japonesa del Pacífico naufragó en Leyte. La campaña por tierra, mar y aire le costó a Estados Unidos cinco mil muertos y catorce mil heridos, un balance ligero si se tiene en cuenta la envergadura de la operación.

En la batalla de Leyte, las tripulaciones de Halsey y Kinkaid vieron con estupor cómo algunos aviones japoneses, con sus pilotos a los mandos, se lanzaban en picado sobre los barcos estadounidenses. Eran los kamikazes («viento divino»). Su aparición en las batallas navales del Pacífico, a partir de Leyte, puso en evidencia la desesperación japonesa, casi agotados el resto de sus recursos. Después de la caída de Saipan, el almirante Onishi empezó a entrenar a los pilotos suicidas. Dos eran los tipos de aproximación al objetivo: desde muy arriba y desde baja altura. En el primer caso, después de beber la tradicional taza de licor de arroz, los pilotos se abalanzaban sobre su objetivo. La distancia, la alta velocidad adquirida y el mal control del aparato hacían que muchas veces marraran su objetivo. En el segundo caso, los kamikazes eran invulnerables a las defensas antiaéreas. Al principio los pilotos suicidas del «viento divino» causaron graves destrozos a la flota del Pacífico, pero, poco a poco, los estadounidenses aprendieron a defenderse de sus ataques. El almirante Onishi se vio forzado a reclutar pilotos inexperimentados, al mando de aviones de fortuna, cuando se había ya desvanecido toda esperanza. Uno de estos nuevos aviones era el monoplaza Oka, bautizado por los estadounidenses como «baka» («tonto»), fabricado de chapa de madera y aluminio y cargado con tres cohetes y unos mil kilos de explosivos. La misión de los pilotos era estrellarse en las cubiertas de los buques de Nimitz, a ser posible junto a la isleta, el puente de mando. Los transportaba un bombardero hasta unos veinte kilómetros del objetivo y, ayudado por señales de radio, iba a estrellarse contra el buque, a ser posible un portaaviones, a una velocidad de unos seiscientos kilómetros por hora. A medida que se agotaban los Oka o los Nakajima, el almirante Onishi recurrió a todo lo que fuera capaz de volar y chocar contra el barco enemigo. También usaron torpedos humanos, llamados «kaiten», lanzados desde los submarinos o lanchas rápidas. Estaban cargados con dos toneladas de TNT en la proa. Los kamikazes entraron en escena demasiado tarde como para cambiar el curso de la guerra. La aviación y la flota niponas quedaron muy debilitadas para poder servir de rampa de lanzamiento sobre una escuadra como la estadounidense, que no dejaba de reunir barcos y más barcos en su masivo dispositivo de ataque contra Japón.

La utilización de los kamikazes ilustra el estado de ánimo de un país desesperado que, ante la vergüenza de la derrota, se sirvió de los pilotos suicidas en una movilización de la mística nacional autodestructora. Según el código guerrero del bushido, inspirado en el budismo, la nación, la sociedad y el cielo formaban una unidad encarnada en el mikado. El nombre del kamikaze procedía de un tifón que, según la leyenda, venció a la armada enemiga del guerrero mongol Kublai Kan que trató de invadir Japón en el siglo XIII. El alto mando japonés presentó como un gran privilegio el hecho de pertenecer a una escuadrilla kamikaze y los jóvenes voluntarios se tomaron muy en serio su misión, a juzgar por los daños que causaron desde Leyte hasta el final de la guerra. Cuando se agotó la tecnología de guerra, quedaba el hombre frente al destino. Poco antes de hacerse el sepuku, el almirante Onishi pidió perdón a las almas de los pilotos suicidas y a sus familiares por su parte de responsabilidad en la derrota. Ni el «viento divino» logró vencer a la poderosa flota estadounidense. Entre las ceremonias rituales del hara-kiri y las bajas en combate, Japón se quedó sin pilotos veteranos que pudieran enseñar a los jóvenes. Era la morbosa fascinación por la muerte, el supremo sacrificio, «un fanatismo, hipnótica fascinación —señaló el vicealmirante Brown—, muy alejados de la filosofía occidental». No existía alternativa a la victoria. Se dijo que los drogaban, que los ataban a los mandos de sus cazas Zeros, pero eran simples voluntarios convencidos de que la razón de existir no tenía ya sentido. Debían despedirse del mundo lanzándose sobre la cubierta de un portaaviones enemigo. Su objetivo era un portaaviones; su himno, el Doki no sakura, la promoción de los cerezos en flor; su licor sacramental, el sake. El almirante Onishi, creador de los kamikazes, dejó un último poema:

Me siento como la luna clara

después de la tempestad.

Ya había introducido el sable en su estómago y vomitaba sangre cuando el almirante Kodama le pidió que no rematara el suicidio hasta que llegara su mujer. Onishi respondió con sus últimas fuerzas: «No hay nada más estúpido que un militar que comete suicidio y espera la llegada de su mujer». Tomó de la mano a Kodama y se despidió de él y de la vida: «Sayonara» («adiós»), dijo. Al final de la batalla de ochenta y dos días, los kamikazes habían hundido treinta y cuatro buques de Estados Unidos y averiado otros doscientos ochenta y ocho, entre ellos treinta y seis portaaviones, quince acorazados y ochenta y siete destructores. En su misión de un único vuelo sin regreso murieron cerca de cuatro mil pilotos suicidas.

Trescientos cincuenta mil soldados japoneses quedaban en Filipinas. El general MacArthur comprometió más tropas en la batalla de Luzón que en otros teatros de operaciones salvo el «Día D», la invasión de Normandía. Por primera vez se sabía el nombre del vencedor, MacArthur, deseoso de volver a ocupar su ático en el Hotel Manila, frente al general Tomoyuki Yamashita, «el Tigre de Malaya». Sólo en Luzón, como apunta James Jones, se dio una batalla terrestre del calibre de las libradas en África y Europa con intervención de divisiones enteras. En ninguna otra isla del Pacífico combatieron y murieron más soldados japoneses que en Luzón.

El desgaste sufrido por las tropas japonesas, mal organizadas, mal alimentadas, mal pertrechadas y sin cobertura aérea ni hombres ni medios suficientes para cerrar el paso a los marines en la playa, le dejó pocas alternativas a Yamashita. Ni siquiera trazó planes para defender la capital, Manila, y las vastas llanuras centrales. Concentró sus tropas en los tres puntos montañosos de la isla para ofrecer un tipo de guerra que poco tenía que ver con el estilo japonés: a la defensiva. «Nuestro nuevo ejército era muy diferente del que fue derrotado en 1942 y del que yo formé parte en Guadalcanal —escribe Jones—. Parecían alienígenas de Marte. Venían con nuevos uniformes diseñados para ellos, con mejores botas y nuevas mochilas a la espalda. Llevaban en las manos mejores armas. Las provisiones de gasolina y víveres que les seguían en su marcha eran de tal volumen que aquello parecía increíble».

Manila quedó destruida casi por completo en la única batalla urbana del Pacífico. La perla española del extremo oriente perdió todo su esplendor de ciudad colonial. Los dieciséis mil hombres del almirante Iwabuchi que defendían la capital, dispuestos a morir todos ellos, resistieron por espacio de un mes. Las pérdidas estadounidenses se elevaron a mil muertos y cinco mil heridos. El general Yokoyama, desconectado al norte de las fuerzas de Yamashita, combatió durante tres meses hasta que la guerra terminó en el frente europeo. «Lo hicieron —escribe James Jones— porque les resultaba embarazoso rendirse». Nada había más ignominioso en el código japonés que caer en manos del enemigo: era algo peor que la muerte. Entonces, la crueldad japonesa, que alcanzó cotas inimaginables en la guerra del Pacífico, se volvió contra ellos mismos. Se hicieron el hara-kiri, se volaron con granadas, se arrojaron de los acantilados, mataron en masa a sus heridos y pasaron a cuchillo a los enfermos de los hospitales. La furia de la autodestrucción, todo menos caer prisioneros y volver derrotados.

Era la agonía. Tras la batalla naval de Leyte y la victoria de MacArthur en Filipinas, desde el 1 de abril hasta el 21 de junio de 1945, la guerra se centró en Borneo, en Iwo Jima y en Okinawa. Para entonces, los bombarderos aliados atacaban el corazón de Japón. En julio, el almirante británico Rawlings lanzó una mortífera ofensiva naval sobre Nagoya, Osaka y Nagasaki. Los aliados sometieron a las islas niponas a un bloqueo sin fisuras.

Ardían las ciudades japonesas, estallaban los depósitos de municiones. No quedó ni rastro de la flota del emperador, que para la última resistencia disponía de una fuerza aérea sin estrenar. En el territorio japonés, en China y en el sudeste asiático les quedaban todavía cinco millones de soldados. ¿Cuál sería el número de bajas que debería soportar el ejército estadounidense para reducir las últimas defensas japonesas? ¿Trescientos mil? ¿Medio millón? ¿Un millón? El desembarco aliado tenía dos fechas: el 1 de noviembre de 1945 en la isla de Kyushu, y el 1 de marzo de 1946 en la isla de Honshu. Tras el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, Japón se rindió el 14 de agosto de 1945.

El general MacArthur fue recibido como un dios en Manila. El misticismo filipino encontró en él la salvación y la sublimación de los años pasados bajo la bota japonesa. Los campesinos cubrían de flores su jeep, le besaban la mano, tocaban su uniforme, le acercaban sus hijos para que los besara. Era el talismán de la victoria final. El almirante Yamashita prometió que mataría a trescientos mil oficiales y soldados de Estados Unidos. Pero cuando desembarcó del crucero ligero Boise, el general MacArthur tenía el pulso tranquilo, como pudo comprobar su médico, el doctor Egeberg. Volvía a los paisajes familiares: «En el horizonte, bajo el sol —escribió—, se veían Manila, Corregidor, Batán. Sólo con mi memoria, al contemplar estos lugares de mi pasado familiar, sentí una sensación de pérdida, de dolor, de soledad». MacArthur se acercó al frente en medio de sus soldados. Al llegar a Batán se aventuró cerca de las líneas enemigas hasta tal punto que un teniente que iba a su lado, cuando sonaron disparos de armas automáticas, le recomendó: «Agáchese, señor, estamos bajo el fuego del enemigo». «No estamos bajo el fuego —replicó el general—. Esas balas no vienen por mí». Quiso entrar en Manila el 26 de enero, fecha de su sexagésimo quinto cumpleaños, pero no fue posible. Los filipinos, electrizados por su presencia, lo mismo que sus soldados, le recibían con gritos de «mubuhay», que significa «bienvenidos» en tagalo. Manila fue, después de Varsovia, la ciudad más castigada por la II Guerra Mundial: cien mil filipinos fueron asesinados por los japoneses. «Los hospitales —escribe William Manchester en American Caesar— fueron incendiados, los cuerpos fueron mutilados, mujeres de todas las edades fueron violadas antes de ser acuchilladas, los ojos de los niños, arrancados de las órbitas, fueron arrojados a los muros como si fueran gelatina». No se libraron los españoles que vivían en Manila, muchos de los cuales, a pesar de las buenas relaciones que mantenía el Gobierno del emperador con Franco, murieron a bayonetazos. Cayeron ciento treinta españoles. Los soldados japoneses atacaron el Consulado de España y mataron a todos los allí refugiados, lo que dio pie a la ruptura española de relaciones con Tokio. A esas alturas, uno de los ministros de Franco, Arrese, pidió el envío de una División Azul contra los japoneses. Sabía de sobra de qué lado soplaba el viento. MacArthur, en compañía de su ayudante, el hispano-filipino Andrés Soriano, dueño de la fábrica de cervezas San Miguel, se acercó con una patrulla de la XXXVII División al que había sido su hogar, el Hotel Manila. Su apartamento en el ático quedó reducido a cenizas. Sus libros seguían en los anaqueles «pero cuando los toqué, se desintegraron». Habían pasado más de tres años desde que el general salió de Manila. El 27 de febrero, cuando todavía los japoneses resistían en la vieja ciudad española de Intramuros, MacArthur se reunió con sus leales Osmeña, Rómulo y Soriano. Lloró durante un rato y, con voz temblorosa, pidió a todos los presentes que rezaran por la victoria. En su libro Reminiscencias, el general escribió: «Quizá para los demás fuera un momento de gloria personal, pero para mí era tan sólo la culminación de un panorama de desastre físico y espiritual. Ver cómo morían mis hombres hizo que algo muriera también dentro de mí».

Mientras MacArthur diezmaba a los japoneses en Filipinas, los marineros desembarcaban en la isla de Iwo Jima, que pertenecía a la provincia de Tokio y era un bastión estratégico de la defensa aérea enemiga. Situada en la ruta de los bombarderos desde las Marianas a Tokio y otras ciudades industriales, a mil doscientos kilómetros de la capital japonesa se hacía ya necesaria como base adelantada para los B-29 y, sobre todo, para los cazas de escolta de las fortalezas volantes. Aquí, como en un movimiento coreográfico de algún ballet militar clásico, se repitió el conocido guión, sólo que con más áspera intensidad en los combates: desembarco en los lanchones —como el novelista Norman Mailer nos contaría en Los desnudos y los muertos (1948)—, conquista de la cabeza de playa, avance sobre los blocaos y casamatas, fiera resistencia japonesa, retrocesos, contraataques, reducción del enemigo gracias al implacable bombardeo de la aviación y las baterías navales, lanzallamas, cuerpo a cuerpo y limpieza de las últimas bolsas de resistencia. En la novela de Mailer la patrulla del sargento Croft seguía en la batalla sin saber que ésta se había ganado ya. «Nos hemos roto el culo por nada», dirá Polack.

La toma de Iwo Jima superó todo lo conocido hasta entonces. Los soldados del general Kuribayashi se pegaban de tal forma a aquel terreno volcánico (Iwo Jima significa «isla de sulfuro») que se hizo necesaria toda la valentía de los infantes de Marina para desalojarlos de sus defensas. El almirante Raymond Spruance, que había sucedido a Halsey, desautorizado por el mando tras su errónea operación en el estrecho de San Bernardino, recibió tres divisiones de marines. Llegó un momento en el que había tantos soldados concentrados en las playas de arena negra de Iwo Jima que los japoneses disparaban a placer: los frieron a morterazos y ráfagas constantes de ametralladora. El vicealmirante Ichimaru había llegado a la isla, vaciada de la población civil, con sus infantes de Marina. Sabía lo que iba a ocurrir en aquella isla que parecía una ballena medio sumergida en el mar, llena de túneles que se comunicaban unos con otros.

El almirante escribió:

Dejadme que caiga como un pétalo,

que las bombas enemigas caigan sobre mí.

Me voy para siempre,

al volver la cabeza veo la majestuosa montaña (Fuji):

que el emperador viva tanto como ella.

La Marina y el Ejército japoneses mantenían criterios diferentes sobre la mejor manera de defender la isla. La primera preconizaba la instalación de caballos de Frisia y otras defensas en las playas. Kuribayashi, por su parte, le recordó a Ichimaru que esas defensas no sirvieron de nada en Tarawa, en Guam, en Tinian y Saipan. Lo mejor era atrincherarse en las cuevas y abrir fuego sobre los marines.

La potencia de fuego de la artillería naval y la aviación estadounidenses era tal que esas defensas y bloques de cemento, así como las alambradas en la playa, servirían de muy poco. Sería mejor esperar a que los estadounidenses asomaran sus cascos. Kuribayashi ordenó a sus hombres: «Resistiréis hasta el fin, vuestra posición será vuestra tumba. Cada soldado hará todo lo posible para matar a diez enemigos».

El bombardeo preliminar fue el más intenso que se había conocido hasta entonces en el Pacífico. Los japoneses resistían en sus cuevas y en los túneles, en las galerías subterráneas abiertas gracias al poroso terreno volcánico. Cuando desembarcaron los marines el 29 de febrero, fueron recibidos por una furiosa barrera de fuego. El primer día perdieron dos mil quinientos de los treinta mil hombres que desembarcaron. Las laderas escupían fuego de artillería de grueso calibre, de tal modo que los marines, aculados en la playas, tuvieron que avanzar metro a metro entre fuertes pérdidas. La batalla de Iwo Jima duró cinco semanas, cuando estaba previsto tomar la isla en diez días. Kuribayashi escribió a su mujer que vivían del agua de lluvia: «Un vaso de agua para beber, para limpiarme los ojos, para la ducha, para la higiene personal. Todo está lleno de moscas y de cucarachas».

Los marines no podían dar marcha atrás: aquella base era decisiva como aeropuerto, como portaaviones para el asalto final a Tokio. A bordo del buque insignia, el general Smith Howling, alias «el Loco», leía la Biblia mientras acariciaba la medalla de san Cristóbal, bendecida por el Papa para el general, de religión metodista. A los soldados del emperador les explicaron que el enemigo estadounidense no luchaba por los antepasados, por la prosperidad o por la gloria familiar, sino que le gustaba la aventura y el peligro, que era mentiroso y materialista. «La primera noche en Iwo Jima fue una pesadilla en el infierno», escribió el corresponsal Sherrod. En efecto, los marines volvieron al asalto una y otra vez hasta que conquistaron el monte Suribachi.

La bandera de las barras y estrellas ondeó por fin sobre el volcán. Joe Rosenthal tomó entonces la mejor fotografía de la II Guerra Mundial: seis infantes de marina que por segunda vez clavaban en el suelo volcánico el mástil con la bandera estadounidense. Rosenthal, de la agencia Associated Press, apenas tuvo tiempo de subirse sobre unos sacos de arena para tomar con su cámara Speed Graphic la instantánea de los seis soldados de la V División de Marines, 2o batallón, 28º regimiento. No creyó que aquella fotografía revistiera una importancia especial: transmitió otras por radio y el resto de los rollos los envió a Guam para que los revelaran. En la redacción de la Associated Press en Nueva York la seleccionaron como la mejor fotografía de Iwo Jima y al día siguiente, domingo, apareció en las primeras páginas de todos los periódicos, incluso el New York Times. La revista Time se negó a publicarla, la creía amañada, hasta que al comprobar su error pidió públicamente perdón al autor de la instantánea, que ha alimentado la iconografía de la potencia americana. El dramático encuadre era inolvidable. Simbolizaba al mismo tiempo el heroísmo, el lenguaje del cuerpo, el sufrimiento y la conquista. De los seis soldados protagonistas de la fotografía, tres murieron en Iwo Jima, y los otros tres, entre ellos un indio llamado Ira Haye, fueron enviados a Estados Unidos en misión de propaganda para recaudar fondos. Se habían convertido en los héroes de toda la nación. Haye, valiente bajo las balas y las granadas, no pudo soportar la fama y murió alcoholizado en 1955. En cuanto a Rosenthal, de ochenta y tres años, parcialmente ciego, celebró el quincuagésimo aniversario del final de la guerra en su apartamento de San Francisco. El último de los seis supervivientes de la foto, John Bradley, que trabajó toda su vida en la funeraria familiar, falleció en un pueblo de Wisconsin, en enero de 1994. Rosenthal hizo una carrera gris como fotógrafo, a pesar de haber ganado el Pulitzer.

El asalto entre la lluvia, el sol, la bruma y las noches heladas proseguía en todo su furor. El mando estadounidense, impresionado por el alto número de bajas, llegó a pensar en la utilización de gas venenoso, del que disponían en grandes cantidades. El almirante Nimitz se opuso: «No será Estados Unidos —dijo— el primero que viole la Convención de Ginebra». El hedor de los cuerpos en putrefacción se extendía por toda la isla. Los mensajes de radio del general Kuribayashi eran cada vez más pesimistas.

La derrota japonesa se disolvía en poemas. Cuando la batalla se aproximaba a su final, Kuribayashi escribió:

Sin munición,

me despido con tristeza del mundo.

He fracasado en la misión que me encomendó

la madre patria.

Ordenó que quemaran las banderas e insignias del Regimiento 145, así como los libros de códigos y los documentos secretos. El almirante Ichimaru dijo a los suyos: «Es la hora del ataque general: las 00.01, 18 de marzo de 1945. Combatid hasta la muerte. Yo me pondré al frente de mis tropas. La pérdida de esta isla significará que las botas de los estadounidenses hollarán pronto la sagrada tierra de Japón. Guerreros de la gloria, no temáis a la muerte. Matad el mayor número posible de enemigos, luchad por vuestra séptima vida. Gracias».

Después hizo que el comandante Takeji Mase leyera en voz alta una carta dirigida a Roosevelt, en la que acusaba al presidente de envilecer a Japón al llamarlo «peligro amarillo, nación sedienta de sangre y protoplasma de la camarilla militar». Los sitiados de la isla, distribuidos a lo largo de cinco kilómetros de túneles, llevaban casi una semana sin comer ni beber. Las invitaciones a la rendición eran recibidas con sarcasmo por el general Kuribayashi, que el 26 de marzo transmitió su último mensaje por radio: «Nuestro espíritu combativo es muy alto. Lucharemos hasta el final. Adiós». Después, los supervivientes salieron a la superficie, semidesnudos como hombres de las cavernas, para efectuar la carga final. El general Kuribayashi, herido, miró hacia el norte, en dirección al Palacio Imperial, y se atravesó el abdomen con su sable. Su ayudante, el coronel Nakane, hundió su espada en el cuello del general e informó al almirante Ichimaru de lo que había ocurrido para, inmediatamente después, pegarse un tiro. Esa misma noche, el almirante abandonó la cueva acompañado de diez oficiales y soldados de su Estado Mayor y se colocaron al alcance de las ametralladoras estadounidenses, que tronzaron sus cuerpos en sucesivas ráfagas. La conquista de Iwo Jima costó a los asaltantes más de veinticuatro mil bajas, el precio más alto pagado en las filas estadounidenses hasta ese momento —aunque después sería superado por la sangría de Okinawa—, si se tiene en cuenta la duración de la batalla y el número de los combatientes que tomaron parte en ella. De los veintitrés mil defensores, mil ochenta y tres fueron hechos prisioneros, quizá porque no les quedaban ya armas o granadas con las que darse muerte. El resto, unos trescientos, permanecieron en las cavernas de Iwo Jima. Vivieron como animales acorralados entre las emanaciones sulfurosas y el olor de los muertos desparramados por las laderas volcánicas. «Es la batalla más dura que han librado los marines en ciento sesenta y ocho años», afirmó su comandante, el general Smith. El «día D» del ataque a la isla del azufre, los marines desayunaron chuletas y huevos fritos. Nombres tan famosos como Turkey Konb, El Anfiteatro, Charlie-Dog Ridge o el Valle de la Muerte evocan la intensidad de los combates. La declaración del almirante Nimitz fue válida tanto para la infantería de marina como para los hombres de Kuribayashi, cuyo cuerpo nunca fue encontrado. Un valor poco común fue la virtud de los que tomaron parte en la batalla de Iwo Jima. Los estadounidenses tuvieron cinco mil novecientos treinta y un muertos y diecisiete mil trescientos setenta y dos heridos. Se concedieron veinticuatro medallas de honor. Estados Unidos ocupó la isla de Iwo Jima hasta el año 1968.

En los primeros días de 1945, el alto mando estadounidense preparaba el asalto anfibio a Okinawa, la mayor de las islas de Ryukyu, defendida por el XXXII Ejército del general Mitsuru Ushijima, que se componía de ochenta y siete mil soldados y treinta y un mil auxiliares, además de contar con el apoyo aéreo de dos mil aviones de las bases de Japón y Taiwán (Formosa). Lo abrupto del terreno, montañoso, y la impenetrabilidad de la jungla, muy tupida, sirvieron de parapeto a los japoneses, que levantaron defensas y se atrincheraron en las cuevas a la espera de los marines. Okinawa formaba parte del archipiélago japonés. Los soldados del sol naciente combatían en casa. En la «operación Iceberg», que así se llamó la invasión, tomaron parte ciento setenta mil soldados estadounidenses, incluidas la I, II y VI divisiones de marines y cuatro divisiones de infantería del XXIV Cuerpo del Ejército con la V División como reserva. En la fase preliminar de la batalla, la aviación estadounidense hizo un primer repaso sobre Okinawa y destruyó ciento sesenta aviones enemigos. La respuesta de los pilotos suicidas no se hizo esperar. Uno de cada diez kamikazes cruzó la barrera de radar y artillería establecida por los almirantes Mitscher y Turner en torno a la isla. El «viento divino» hundió treinta y cuatro barcos y averió otros trescientos sesenta y ocho antes de que la isla cayera en manos de los Estados Unidos.

Esa desesperación suicida no era para menos: el monstruo estadounidense se encontraba en el umbral de Japón y amenazaba a su centinela, una fortaleza de poco más de cien kilómetros de largo que aseguraba las rutas marítimas con las Indias Orientales y guardaba la parte oriental de China. El almirante Raymond Spruance quería a toda costa los cuatro aeropuertos de Okinawa. Por eso Estados Unidos concentró allí la flota más poderosa que se recordaba en el Pacífico: mil doscientos buques. Las fuerzas de asalto se dividieron tras el desembarco del 1 de abril, que fue de una insólita facilidad sin nidos de ametralladora ni fuego de mortero. Se diría que los japoneses se hubieran evaporado. Ese silencio presagiaba lo peor. La feroz resistencia japonesa esperaba en las barrancas, las cavernas, las laderas de los extinguidos volcanes. Los marines tomaron el camino del norte, mientras la infantería se dirigía hacia el sur. El general Simón Bolívar Buckner, ex comandante de Alaska, fue elegido para mandar las fuerzas combinadas que partieron la isla en dos. El X Ejército de Buckner rompió la Línea Machinato y cercó al general Ushijima en la zona rugosa de la costa oeste y en las viejas fortificaciones de la Línea Shuri, en el centro. Mientras tanto, los kamikazes, en oleadas sucesivas, atacaban a la flota estadounidense, que estableció una cortina de fuego para detener a los pilotos suicidas.

Fue aquí, en Okinawa, donde cayó el Yamato, el buque japonés que resistió a las heridas de la batalla de Leyte. El 9 de abril, el buque símbolo de Japón, avistado por los aviones de reconocimiento, recibió veintitrés bombas de gran calibre y torpedos y se fue al fondo del mar con tres mil tripulantes a bordo. Era el final de la Armada Imperial. En tierra no discurrían mejor las cosas para Ushijima, que se vio obligado a ceder terreno hasta refugiarse con su XXXII Ejército en el sur de la isla. Fue la más dura de las batallas en el Pacífico.

Estados Unidos sufrió setenta y dos mil bajas, incluido el general Buckner, herido mortalmente por una esquirla de coral al estallar un proyectil japonés muy cerca de su puesto de mando en primera línea, cuando el 18 de junio, en vísperas de la victoria, seguía el curso de la batalla desde un promontorio. Las pérdidas japonesas se elevaron a ciento siete mil quinientos treinta y nueve muertos entre soldados y auxiliares civiles, otros diez mil setecientos cincuenta y cinco fueron hechos prisioneros, muchos de ellos heridos. Perdieron asimismo siete mil ochocientos aviones. El general Ushijima resistió hasta el último aliento: entretuvo a las fuerzas adversarias durante una guerra de desgaste en la mitad sur de la isla con ataques, retiradas y contraataques continuos, sin dejarse rodear.

A la oleada de kamikazes siguió la oleada de suicidios. La batalla se endureció a medida que los estadounidenses se acercaban a Japón. El número de bajas tan sólo en Okinawa presagiaba lo peor para el asalto final. ¿Cuántos hombres costaría la conquista total de Japón?

En eso pensaba el presidente Roosevelt cuando el 12 de abril, en Palm Springs, estado de Georgia, posaba ante un acuarelista que le hacía un retrato. A la una y cuarto cerró los ojos y dijo en voz baja: «Tengo un terrible dolor de cabeza», y cayó desvanecido. Al llegar a la cabecera del enfermo, el doctor James Paullin lo encontró «bañado en sudor frío, gris como la ceniza y respirando con dificultad». Apenas tenía pulso, y poco a poco desaparecieron las constantes vitales. El corazón dejó de latir. El doctor Paullin le administró al presidente una inyección de adrenalina intracardíaca, pero todo fue inútil. Franklin Delano Roosevelt murió a los sesenta y tres años de hemorragia cerebral. La enfermedad que le perseguía desde hacía años y la tremenda responsabilidad del peso de la guerra acabaron con la vida del trigésimo segundo presidente de Estados Unidos. Un poco más y hubiera asistido al triunfo final de sus ejércitos, que incluyeron el nombre de Roosevelt en la lista de bajas del 13 de abril de 1945.

La inesperada desaparición del presidente llevó la consternación al mundo aliado y provocó las lágrimas de sus compatriotas. Nunca se vio en Washington un funeral tan concurrido. Otras exequias fúnebres se celebraron en el mundo libre, incluida una misa de difuntos que presidio el general De Gaulle en la catedral parisina de Notre Dame. El presidente estadounidense, algo rencoroso y testarudo, distinguía a De Gaulle en la lista de los enemigos íntimos. Fue un buen presidente. Todos reconocieron en él al campeón de las libertades frente a los totalitarismos. Los nazis vieron en su muerte un buen signo: todavía era tiempo para que la derrota se tornara en victoria. El jefe del Ministerio de Propaganda, Goebbels, telefoneó a Hitler para darle jubiloso la noticia: «Führer, Dios no nos ha abandonado. Dos veces le he salvado de asesinos salvajes. La muerte que le enviaron en 1939 y 1944 se ha llevado ahora a su más peligroso enemigo. Es un milagro». Estaba escrito en las estrellas. El nuevo primer ministro japonés Suzuki, que quizás albergaba esperanzas de un acuerdo de paz, presentó sus condolencias en plena batalla por Okinawa al Gobierno estadounidense. Los militares del nippon banzain cambiaron la última frase pronunciada por el presidente de «Tengo un terrible dolor de cabeza» por «He cometido una terrible equivocación». El diario de Tokio Mainichi Shimbun tituló: «Ha sido un castigo del cielo».

En aguas de Okinawa, a bordo de la flota estadounidense, los altavoces anunciaron la noticia al atardecer del día 13: «Atención, atención. El presidente Roosevelt ha muerto. Repetimos, nuestro comandante en jefe, el presidente Roosevelt, ha muerto». Fue tal la incredulidad con la que fue recibida que el almirante Turner se vio obligado a emitir un comunicado oficial. ¿Pediría el sucesor de Roosevelt, Truman, la rendición incondicional de Japón? Los japoneses aprovecharon el fallecimiento de Roosevelt para relacionarlo con la suerte de los marines y los soldados del ejército. Hicieron imprimir octavillas en las que se leía «Os habéis quedado huérfanos en la isla. La tragedia americana ha llegado a Okinawa». En realidad, era la tragedia japonesa la que descendía sobre la fortaleza. El 17 de junio, las fuerzas del Sol Naciente, ya en «sol poniente», llegaban al límite. Entre el olor a muerto y humo los soldados del XXXII Ejército, encerrados en sus cuevas, reñían entre ellos, se peleaban como salvajes por la última porción de comida y disparaban sobre los civiles. Se habían vuelto locos en la isla de la muerte.

El general Ushijima, educado y cortés, no perdió el sentido del humor. Al amanecer del 22 de junio pidió a su barbero que le cortara el pelo. «Soy una máquina giratoria», le dijo al barbero cuando éste le pelaba de parte a parte. Tan sólo le quedaban unas rodajas de piñas, que compartió con los que se encontraban con él. Después, su jefe de Estado Mayor, el teniente general Cho, tendió una sábana blanca, el símbolo de duelo en Asia, a la puerta de la cueva. La resistencia, salvo un fuego esporádico, había cesado casi por completo. Los dos generales, Ushijima y Cho, se colocaron al lado uno del otro. El jefe de las fuerzas japonesas de Okinawa, arrodillado con su uniforme de gala y una ringlera de condecoraciones sobre el pecho, se abrió el vientre según mandaba el código samurái. El sargento Fujita seccionó el cuello a ambos oficiales de un golpe seco de sable. La avanzadilla estadounidense se hallaba a cien metros del lugar del sacrificio. La sangre de otros suicidios rituales corrió por la isla. «Esa misma tarde —escribió John Toland—, en los cuarteles del X Ejército cerca del aeropuerto de Kadena, los hombres formaron ante la banda que tocaba The Star-Spanglend Banner. Y la guardia izó la bandera». Las bajas estadounidenses fueron terribles: siete mil seiscientos trece muertos y desaparecidos y treinta y un mil ochenta y siete heridos.

El desembarco en Okinawa lo contó para una cadena de periódicos el mejor corresponsal de guerra de todos los frentes, el pequeño, calvo y retraído Ernie Pyle junto con mi admirada Martha Gellhorn, la tercera esposa de Hemingway: «Estamos en Okinawa una hora y media después de la “Hora H” sin que nos hayan disparado y sin que nos hayamos mojado los pies». Poco después, Ernie formaba parte de la primera oleada de soldados que desembarcaron en le Shima, una isla ovalada de siete kilómetros de largo. Como se prolongaba la toma de Okinawa, el corresponsal, de cuarenta y cuatro años y amigo de los marines, los dejó por unos días para asistir al ataque de le Shima. A las ocho de la mañana, después del bombardeo naval, los Gis (Government Issue) subían por las dunas hacia el aeropuerto. El periodista, que informó desde los frentes de Europa, África del Norte y el Pacífico, viajaba en el jeep de un comandante de regimiento, cuando una ráfaga de ametralladora le destrozó el cráneo. Ernie Pyle fue enterrado en la orilla de la carretera: «En este lugar —dice la lápida— la 77 División de Infantería perdió a su camarada Ernie Pyle, 18 de abril de 1945». En Okinawa, los marines lloraron por su periodista favorito. «Es injusto que un hombre tan grande —dijo un sargento— haya muerto en una isla tan pequeña».

Nadie contó la guerra como Ernie, salvo Martha Gellhorn, en otro estilo. No le interesaban los comentarios generales ni los toques editorializantes, lo que él quería era estar en primera línea, al lado de «sus» marines y escuchar sus relatos, sus miedos, sus alegrías y sus cobardías, sus actos heroicos y sus pequeños dramas.