LA MAREA JAPONESA

Desde un muelle de Manila, el hidrodeslizador nos lleva hasta la isla rocosa de Corregidor. Pienso en una escena de tantos años antes: asomado a la ventana de su habitación en el ático del Hotel Manila, el general MacArthur, con sus gafas de sol y su pipa de bambú, podía contemplar la isla, de seis kilómetros de largo por ochocientos metros de anchura y de gran interés estratégico por estar situada a la entrada de la bahía de Manila. Los españoles la fortificaron en 1876.

Desde el ataque a Pearl Harbor, los japoneses, llenos de moral, se lanzaron sobre Filipinas, Singapur y Malaca. El desconcertante general MacArthur tenía ante sí la difícil tarea de contener al ejército del emperador. Como el optimista incorregible que era, MacArthur creyó que podría detener en seco el avance japonés, pero sus fuerzas eran menguadas, insuficientes a todas luces y, desde luego, inferiores en número a las japonesas. Durante años fue consejero militar del Gobierno filipino, hasta que en julio de 1942 lo nombraron comandante en jefe de las tropas de Estados Unidos en Filipinas. Douglas MacArthur, el «cesar estadounidense», como le llamó William Manchester en su biografía, era «valiente, brillante, extravagante y amaba la gloria». Era, en palabras de William L. Shirer, el general más discutido de la historia de Estados Unidos. Su abuelo combatió a los indios y él presidió los primeros bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki el 5 y el 9 de agosto de 1945. El 2 de septiembre aceptó la rendición japonesa a bordo del acorazado Missouri.

Su padre, Arthur MacArthur, fue un héroe de la guerra de secesión (condecorado con la Medalla del Honor en 1864) y gobernador de Filipinas. Douglas fue ayudante de campo del presidente Theodore Roosevelt, combatió con la 42 División en Francia y en el Rhin y fue director de la academia de West Point, en la que estudió.

En la península de Batán, un comandante guerrillero mestizo, un hispano-malayo de diecinueve años llamado Manuel Quezón, se rindió al padre del general MacArthur. En nuestra visita a Batán y Corregidor, la huella del general MacArthur aparece por todas partes. Después de los españoles llegaron los yanquis. Los memoriales de guerra, los monumentos funerarios, salpican el paisaje en el que combatieron las tropas filipino-estadounidenses contra los invasores japoneses. Con la ayuda de mapas y fotografías reconstruimos los despliegues de tropas, los puntos de bombardeo, las líneas de resistencia, los lugares de la terrible «marcha de la muerte», a la que los vencedores, los japoneses, sometieron a los vencidos. Fue una batalla sin piedad. El gran error de MacArthur fue dejar su fuerza aérea en las pistas de la base de Clark, sin ninguna protección, ala con ala. La aviación japonesa la destruyó nueve horas después del ataque a Pearl Harbor. El reciente libro de John Costello Days of Infamy (1995) ha venido a demostrar que fue la destrucción de la fuerza aérea de Estados Unidos en Filipinas y no el ataque a Pearl Harbor la operación decisiva de los japoneses.

En la isla de Corregidor nos contaron una historia de Romeo y Julieta, el amor imposible de dos jóvenes españoles enamorados que escaparon del hogar allá por el siglo XVIII y fueron detenidos cerca de Batán por el corregidor. La joven María Vélez entró en un convento y su Romeo se hizo fraile. La montaña de la península de Batán tomó el nombre de la joven para transformarse luego en Mariveles. La isla recibió el nombre de Corregidor. El cine de Hollywood nos ha acostumbrado a lo que fue el infierno de Corregidor, una de las grandes hecatombes de la historia militar de Estados Unidos, un «glorioso desastre». Si los españoles resistieron dos horas y veinte minutos a la escuadra de Dewey en Cavite aquel 1 de mayo de 1898, año en el que se puso el sol sobre el imperio español en Asia y América, los hombres de MacArthur resistieron durante meses el asedio japonés, hasta que el presidente Roosevelt ordenó al general del «deber, el honor y la patria» que abandonara Filipinas. MacArthur pronunció su famosa frase: «Volveré», después de una retirada que sus propagandistas definieron como llena de peligros. MacArthur desobedeció las órdenes recibidas de Washington de atacar desde el aire las bases japonesas en Formosa inmediatamente después de Pearl Harbor. ¿Por qué no lo destituyó el presidente Roosevelt? Porque la publicidad había hecho de él un héroe nacional. MacArthur era un maestro de las relaciones públicas en tiempo de guerra. La victoria sobre el fascismo era un fin que justificaba casi todos los medios.

Los imponentes cañones de Corregidor mantuvieron a raya a los japoneses hasta la capitulación el 9 de abril de 1942. Allí habían establecido su cuartel general MacArthur y el presidente filipino Quezón, el mismo que rindió su espada al padre del general. Los dos se sentían más seguros junto a las baterías de la montaña de Malinta, rodeados de un impresionante arsenal de guerra, que en el Hotel Manila. Desde el 29 de diciembre de 1941 los japoneses sometieron a Corregidor a un duro asedio. El general Wainwright, que sucedió a MacArthur en el mando de las defensas de la isla, aguantó bombardeos diarios y la acción de las piezas artilleras instaladas por el general Homma justo enfrente de Corregidor. El 29 de abril, cumpleaños del emperador Hirohito, trataron de regalarle la conquista de la isla. El infierno duró hasta el 6 de mayo al mediodía, momento en que los estadounidenses izaron la bandera blanca. Como había prometido el 6 de mayo de 1941, MacArthur volvió: el 20 de octubre de 1944 desembarcaba en la isla de Leyte, donde le recibió con canciones de bienvenida una joven belleza local llamada Imelda Romuáldez, nieta de un misionero franciscano de Granada y futura primera dama de Filipinas.

Los japoneses se prepararon a conciencia para invadir el sudeste asiático. Sabían cómo infiltrarse, cómo luchar en la selva, cómo adaptarse al terreno, cómo sobrevivir con pocas raciones de arroz, cómo vivir en la copa de un árbol, cómo entenderse imitando los gorjeos de los pájaros y cómo confundirse con la vegetación. Después de Pearl Harbor, la ofensiva japonesa descargó sobre varios puntos: Kotha Baru en la Malaca británica, Singora en Tailandia, Singapur (considerada como el Gibraltar de Asia), Hong Kong, la ex colonia española de Guam, la isla de Wake, Midway, Filipinas. La primera en caer fue la isla de Guam, situada a menos de dos mil kilómetros al sur de Tokio. Medio millar de soldados estadounidenses no pudieron resistir demasiado tiempo. El 7 de diciembre de 1941 los aviones con la enseña del sol naciente neutralizaron las defensas antiaéreas de la isla y se hicieron con ella tres días después. Ni los estadounidenses, a pesar de Pearl Harbor, ni los británicos se tomaban aún demasiado en serio a los japoneses.

Los vencedores de Pearl Harbor fueron recibidos en Tokio en medio del delirio patriótico. Hasta el propio Hitler, que despreciaba a los nipones, creía que los hijos del sol naciente eran un tigre de papel. Ni siquiera habían podido con la China rota y desarticulada. El 15 de diciembre de 1941 eran cuarenta y tres los países que se encontraban en guerra, de los que quince lo estaban una semana después del ataque a Pearl Harbor. El equilibrio de fuerzas se inclinaba en contra del Eje de Berlín-Roma-Tokio. La entrada de Estados Unidos en la guerra puso de parte aliada a la mayor potencia industrial y sus recursos, sus hombres y su dominio de los mares. Por entonces, la iniciativa estaba en manos de los japoneses, que aprovechaban la sorpresa táctica de Pearl Harbor.

La isla volcánica de Wake era su próximo objetivo. Guam se entregó sin resistencia, pero Wake, con cuatrocientos cuarenta y nueve marines al mando del comandante Devereux, estaba dispuesta a plantar cara al «yellow bastard». Las armas con las que contaban eran viejas, casi inservibles: fusiles Enfield, cascos de la I Guerra Mundial y seis venerables piezas de artillería. Esa vez fueron los japoneses los que subestimaron a los estadounidenses que ocupaban la isla desde 1899.

El primer desembarco sobre Wake llegó el 8 de diciembre. La fuerza japonesa se acercó a la isla. El comandante Devereux esperaba a la presa con el dedo en el gatillo. Con la ayuda de los viejos cañones y los cuatro aviones Wildcat que habían sobrevivido al bombardeo previo, los estadounidenses hundieron dos destructores y averiaron los tres cruceros en los que el enemigo transportaba sus tropas. Los japoneses, que habían sufrido más de un centenar de bajas, se retiraron desconcertados. Tras la humillación de Pearl Harbor, la resistencia en la minúscula isla, en la que no hay vegetación ni agua dulce, poblada tan sólo por pájaros alborotadores y salvajes, dio la medida del heroísmo.

«Send us more japs». («Envíenos más japoneses»), parece que dijo por radio el comandante Devereux, aunque éste siempre lo negó. Los estadounidenses necesitaban una subida de moral y el comandante que hizo frente con éxito a los japoneses en Wake era su héroe del momento, el vengador de la pira funeraria de Pearl Harbor. Los tres portaaviones del Pacífico, el Lexington, el Enterprise y el Saratoga, recibieron la orden del almirante Kimmel, cuyas horas de mando estaban contadas, de socorrer a los «últimos de Wake». Después del golpe mortal del 7 de diciembre, la flota de guerra japonesa no dejó rastro en el mar. Además, la Armada estadounidense le había cogido miedo al Pacífico. El Saratoga se acercó a cuatrocientas veinticinco millas de Wake, pero el almirante Fletcher temía una emboscada, por lo que los tres portaaviones volvieron a la base de Pearl Harbor. Era el temor, la incertidumbre, los sueños rotos, las esperanzas y las ilusiones derrotadas, los errores, las amarguras. El presidente Roosevelt advirtió en Filadelfia a «esta generación de estadounidenses», que tenía una «cita con el destino». El presidente dejó de lado su colección de sellos para dedicarse por entero a la guerra.

«No podemos perder la guerra. Contamos ahora con un aliado que no ha conocido la derrota en los últimos tres mil años», exclamó Hitler en su guarida del lobo cuando las fuerzas japonesas se desplegaron sobre el sudeste asiático. Winston Churchill charlaba con el embajador estadounidense, John Winant, cuando la radio difundió la noticia del ataque a Pearl Harbor. «Tendremos que declarar la guerra a Japón», aventuró el primer ministro. «Por Dios —replicó el embajador—, no puede declarar la guerra tan sólo por una noticia de radio». Pero Churchill no podía esperar. Había aguardado aquel momento durante años. La II Guerra Mundial se abría en dos frentes. Llamó por teléfono a Roosevelt para recabar noticias. Después, más calmado, envió la declaración de guerra dirigida al embajador japonés en Londres, que terminaba de manera rimbombante: «Con la más alta consideración, su seguro servidor, Winston Churchill». El primer ministro comentó: «Aunque vayas a matar a un hombre, no te cuesta nada ser educado».

No sabía lo que le esperaba. La indefensión de Singapur, la negligencia de los mandos británicos, la victoria japonesa en la «Ciudad de León» mientras los oficiales ingleses jugaban al cricket o al golf o se tomaban unos gin-tonics en la barra del hotel Raffles, sería uno de los pasos en falso de la carrera de sir Winston. En efecto, el libro del historiador John Charmley, Churchill, el fin de la gloria, publicado en 1993, ponía en tela de juicio, por primera vez en cuarenta años, la imagen del primer ministro. Según el historiador revisionista, el imperialista Churchill acabó con el imperio británico, dejó el país en la ruina y cedió el poder al Partido Laborista. El profesor de la Universidad de East Anglia presentaba una imagen distinta del mito popular, del héroe que salvó a una nación. Sin él, la guerra habría terminado mucho antes, de aceptar el camino de la paz, y no el de la guerra, que tantas vidas costaría a Gran Bretaña. El juicio final de Charmley es lapidario y discutible: «Churchill luchó por el imperio de Gran Bretaña. En julio de 1945, el imperio estaba contra las cuerdas, la independencia dependía tan sólo de Estados Unidos y la visión antisocialista se trocaba en victoria laborista en las elecciones. Churchill, el campeón, destruyó el viejo orden social». Las acusaciones no eran nuevas, incluida la que atribuye a Churchill una política ambigua con Hitler. En su libro Barbarossa el ex ministro de Defensa, Alan Clark, levantó una gran polvareda al afirmar que, en lugar de coquetear con Stalin, el primer ministro debería haberse aliado con Hitler para acabar con el comunismo. El ministro de Producción Aérea, Moore-Brabazon, fue cesado por Churchill cuando afirmó en público que lo mejor que podía hacer Gran Bretaña era dejar que Hitler y Stalin se despedazasen entre ellos. Había una corriente de opinión a los dos lados, incluidos los anglofilos alemanes, que preconizaba la idea de un pacto o un eje Londres-Berlín. En esa idea se comprendía el impulso del rocambolesco viaje del lugarteniente de Hitler, Rudolf Hess, a Escocia, y Clark señaló en su libro que algunos de los documentos relacionados con el «caso Hess» no habían sido aún abiertos, lo que significaba que Churchill tenía secretos que guardar. ¿Traía el desequilibrado, el hipocondríaco Hess una oferta de paz de Hitler? No lo parece. ¿Qué tipo de alianza podría haber formado Churchill con un hombre que preparó la «operación León Marino», que bombardeó las islas, que machacó Londres con sus bombarderos y que mató a miles de británicos en la campaña norteafricana, en Malta y en Creta? Cuando Hitler atacó la Unión Soviética, la única salida lógica para Churchill era la de echar una mano a Stalin.

Los pactos de Hitler duraban muy poco. Una victoria hitleriana sobre los soviéticos habría dado un vuelco completo al mapa político. Churchill se vio obligado a elegir entre la peste y el cólera. ¿Cuál de los dos, Hitler o Stalin, era el peor? La polémica sigue su curso. «Un pacto británico con Hitler —ha escrito Norman Stone, profesor de historia moderna en Oxford—, habría convertido a éste en dueño de Eurasia, y a Gran Bretaña en una república fantasma como la de Vichy». Algunos historiadores británicos han estado interesados en rehabilitar la figura de Chamberlain, pero no han llegado muy lejos. «Los pigmeos odian siempre a los gigantes», señalaba Rhodes James. La tarea de demolición y deshumanización de Churchill ha recibido amplios apoyos entre los revisionistas. El «hombre más grande del siglo» era, ya lo sabemos, visceral, imprudente, un egoísta que abandonó a sus hijos por la política. El historiador revisionista, David Irving, trazó de Churchill un retrato tan irreconocible como el que daban de él sus aduladores, lleno de veneno y manipulación. Es verdad que Churchill admiraba a Mussolini; que en 1937 escribió un artículo en el que alababa a Hitler; que estuvo al lado de Franco durante la mayor parte de la guerra civil española; que sus responsabilidades en la batalla de Galípoli fueron mayores de lo que creían sus defensores, lo mismo que en la guerra civil rusa o en el desastre de Noruega. Churchill era un ser humano sujeto a errores, un conservador de libro cuyas ideas en materia militar, naval o aérea eran discutibles. Su ministro Beaverbrook llegó a decir que Churchill estaba hecho de la misma madera con la que se fabrican los tiranos. Muchos de los que trabajaron con él entre 1939 y 1945 se mostraban de acuerdo. David Irving, interesado en blanquear la imagen de Hitler, afirmó que Churchill deseaba la guerra y trabajó por ella para satisfacer sus ambiciones políticas personales.

Winston Churchill creyó más bien que la guerra era inevitable. «La siento en mis huesos», decía. El primer ministro venía advirtiendo desde 1934 sobre los peligros de la irresistible ascensión del nazismo. No fue Churchill quien creó el monstruo. La historia demostró que nada podía detener las ambiciones de Hitler, ni las concesiones territoriales ni la política de apaciguamiento ni los tratados firmados con él. Tampoco fue culpa suya que el ejército británico estuviera peor preparado en 1939 que en 1914. Churchill fue el estadista que logró meter a Estados Unidos en la guerra, a medias con el ataque a Pearl Harbor. Esa operación tuvo más mérito aún si se tiene en cuenta que Roosevelt era enemigo jurado del imperio británico. El primer ministro logró que, con sus dólares, su complejo militar-industrial y sus hombres, Estados Unidos prestara atención al frente europeo. Estados Unidos venció en la II Guerra Mundial y eclipsó a Europa, pero Churchill salvó a las islas Británicas de la invasión y la devastación. Las bajas británicas fueron altas, pero no tanto como en la I Guerra Mundial. ¿Era el final de la gloria? Los electores ingleses, que votaron a los laboristas después de la guerra, pensaban que, para la reconstrucción de la posguerra, eran necesarios otros hombres que los que habían llevado las riendas del conflicto. Churchill reconoció que combatieron durante seis años para tener el derecho a equivocarse. Después de todo, al cabo de seis años, Winston Churchill, senil aunque infatigable, volvía al número 10 de la calle Downing. Nunca debió haberlo hecho: se creía, aún, el centro del universo.

La valoración de la figura de Churchill, como la de otros protagonistas de la historia, está sometida a la tiranía de los ciclos, a altos y bajos, a las sorpresas de los archivos. Durante los años treinta fue muy impopular. En 1938 llegó a considerar su retirada de la vida pública: «Mi carrera es un fracaso. Estoy acabado. No tengo nada más que ofrecer». Con el estallido de la II Guerra Mundial empezaba una nueva carrera, la segunda gran oportunidad. Con todas sus equivocaciones, supo aprovecharla a fondo. Los ingleses le perdonaron su grave error de Noruega. El rey le encargó la formación de un nuevo gobierno. No las tenía todas consigo cuando anunció sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas en la Cámara de los Comunes. Como recuerda A. J. P. Taylor, tan sólo recibió aplausos de los escaños socialistas. Los conservadores, los suyos, no le perdonaron la manera en la que Chamberlain salió de Downing Street, residencia del primer ministro.

La figura de Churchill hay que analizarla a la luz de los líderes de la época: Hitler, Mussolini, Pétain y Stalin. Era el tiempo de las dictaduras. Churchill, que tenía mucho carácter, mandó sobe sus generales, pero lo hizo sin forzar la autoridad. «Todo lo que les pido a los generales y jefes de Estado Mayor —dijo con su típica ironía— es la aceptación de mis puntos de vista después de una discusión razonable». El cerebro de Churchill funcionaba con inusitada rapidez, de ahí su impaciencia, su terquedad. «Winston tiene cien ideas cada día —afirmó Roosevelt—, y es caso seguro que una de ellas será acertada». Pasaba por periodos de decaimiento, pero volvía a levantarse hasta transmitir su entusiasmo a los que le rodeaban. «Le gustaba creer que era un tirano —escribe A. J. P. Taylor—. Cuando alguien le informó de que Hitler abroncaba a los generales, Churchill replicó: “Yo hago lo mismo”». Le horrorizaban la duda o el fracaso. No dudó en cesar a generales tan valiosos como Wawell o Auchinleck. Espoleado por la impaciencia y su espíritu batallador, falló en el envío de una expedición a Grecia; obsesionado por el Mediterráneo, descuidó el flanco asiático. No tenía un sentido tradicional de la historia. Cuando en agosto de 1940 reunió a sus consejeros, lo primero que les dijo fue: «Vamos a discutir los problemas de la invasión». Todos creyeron que se refería a la invasión de Gran Bretaña por los nazis, pero Churchill se remontó a la invasión de Guillermo el Conquistador en 1066. Se pasó toda la tarde discutiendo los problemas de la acometida normanda y las razones de su éxito. «Los problemas de 1066 estaban para él tan vivos —apunta A. J. P. Taylor— como los de 1940».

En Churchill se reunían el estratega, el hombre de experiencia y el actor, no sólo y no siempre trágico. Taylor supone que su mayor error fue el de no tomar demasiado en serio la amenaza japonesa en el extremo oriente; claro que si hubiera concentrado sus fuerzas en el lejano oriente, habría perdido el Mediterráneo. Tras la caída de Singapur se disculpó: «Mis consejeros no me lo advirtieron». Sí que lo hicieron, pero Churchill se refugió en la seguridad y en la arrogancia del imperio: «Estos hombrecitos amarillos nunca podrán desafiar el poder del imperio británico». En 1941, en el extremo oriente, ese poder no existía ya. Eran los marines estadounidenses, los llamados «nucas de cuero», los que habían tomado el relevo, aunque en esa primera fase de la guerra en el Pacífico izaban bandera blanca en varios islotes. El bravo Devereux, después de luchar cuerpo a cuerpo con los japoneses, perdió Wake.

Les tocaba el turno a Filipinas, la de las siete mil islas, a la Malasia del caucho y el estaño, a Borneo, Sumatra, Java, Hong-Kong y Singapur. La III Flota, mandada por el vicealmirante Takahashi, y el XIV Ejército, al mando del teniente general Homma, se aprestaban para el ataque. Enfrente tenían a Douglas MacArthur, el profeta, el retador, el actor querido y execrado que desgranaba teorías grandiosas sobre el porvenir del Pacífico mientras diseñaba una gorra a la altura de su vanidad inagotable. Había pedido al presidente Manuel Quezón, el mestizo cascarrabias que decía tacos en español («coño, puñetas, carajo»), diez años para poner a Filipinas a resguardo de todos los peligros. Le faltó tiempo, en total seis años. El envío de refuerzos no resultaba fácil: ocho mil kilómetros de mar separan a Manila de San Francisco. La línea de los Pacific Clippers tardaba cuatro días en llegar de California a la capital filipina. MacArthur contaba con un regimiento de infantería, algunos carros y muy poca fuerza aérea. El «plan Naranja» preveía que, en caso de guerra con Japón, una guarnición de diez mil hombres se haría fuerte en el peñón de Corregidor y en sus galerías subterráneas.

El general MacArthur no vio con buenos ojos esa retirada a Corregidor. Creía que, con el apoyo de algunas superfortalezas volantes, su ejército filipino-estadounidense podría resistir la invasión de Luzón, la isla capital. Salvo Mindanao y Panay, el resto quedaba abandonado a su suerte. Los estadounidenses trasladaron sus bombarderos y sus submarinos a Australia. El plan defensivo de MacArthur resultó un fracaso: el desembarco japonés, el 21 de diciembre, dos semanas después del ataque a Pearl Harbor, se hizo con precaución. El general Homma no era uno de esos militaristas que creían que Australia y la India estaban a su alcance y que no tardarían en ocuparlas. Homma era un declarado enemigo de la política expansionista japonesa de 1937, fecha de la intervención en China.

Fue una frenética Navidad en Manila. La aviación japonesa destruyó el arsenal de Cavite y la vieja ciudad española de Intramuros, el puerto. En medio de las detonaciones y el humo, soldados y civiles se retiraron hacia la península de Batán y la isla de Corregidor. En su silla de ruedas, el presidente Quezón protestó ante Roosevelt por la falta de ayuda. También MacArthur se opuso a la teoría «Hitler first». («Hitler primero»), del presidente estadounidense. Las tropas de asalto del general Masaharu Homma avanzaron sin resistencia sobre Manila, militarmente indefendible. Manuel Quezón, tuberculoso y en silla de ruedas, el hombre que sobornara a MacArthur con quinientos mil dólares, dejó colgado en el ayuntamiento de Manila un cartel que decía: «Ciudad Abierta. No tiréis». Los japoneses abrieron fuego desde todos los ángulos y arrasaron la ciudad colonial española. Según la ley del bushido, el código del honor militar nipón, no debe haber piedad para con el vencido. En Manila, los supervivientes de aquellos años de sangre nos contaron los excesos de las tropas japonesas: ejecuciones en masa, torturas, humillaciones, pillajes, degollamientos, ataques a bayoneta contra civiles indefensos. En la cultura japonesa no existe el sentido de culpa.

MacArthur continuó su repliegue hacia la península de Batán (cuarenta kilómetros de larga por treinta y dos de ancha) que con su gigantesca forma de dedo apunta a la base naval de Cavite, la isla de Corregidor y la bahía de Manila, en la que fue derrotada en 1898 la Armada española. De una forma un tanto frívola, había quienes confiaban en que Corregidor no podría aguantar el cañoneo constante, los bombardeos, el hostigamiento de las tropas japonesas. El general Homma le envió a MacArthur una oferta de rendición: «Vuestro prestigio y honor están a salvo. Para evitar un mayor derramamiento de sangre, os aconsejamos que os rindáis». Los estadounidenses respondieron con fuego de artillería. Las tropas japonesas entraron en la destruida Manila en la noche del 2 de enero de 1942.

Las provisiones dejaron de llegar a Batán. En el laberíntico sistema de túneles horadados en Malinta, con hospitales, depósitos de municiones, almacén y cuartel general, creció la incertidumbre. Se habían comido iguanas, monos, carabaos, serpientes, bayas y raíces. Los soldados entonaban la siguiente canción, recogida por Louis Snyder:

Somos los combatientes de Batán,

sin papá, sin mamá, sin tío Sam.

Entre los depósitos de gasolina incendiados, los soldados del emperador entonaban otra canción, el himno nacional:

El reino del emperador durará

durante mil y después ocho mil generaciones,

hasta que los guijarros se conviertan

en poderosas rocas cubiertas de musgo.

Las fuerzas estadounidenses (quince mil hombres) y las filipinas (otros sesenta y cinco mil, salvo diez mil batidores) formaban un conglomerado mal equipado y peor adiestrado. Con raciones para treinta días, se esperaba que MacArthur pudiera resistir seis meses. «Su mejor aliado —escribe John Toland en The Rising Sun— es el terreno. Los filipinos quieren demostrar que no se repetirá la desordenada y humillante retirada de Batán. Hay que combatir o morir». El presidente Quezón estaba desesperado. Sus insultos en español se oyeron en todos lados: «Por Dios y por todos los santos, ¡hatajo de sinvergüenzas! ¿Por qué los estadounidenses se preocupan por el destino de un primo lejano [Gran Bretaña], mientras los japoneses violan a una hija suya en el cuarto de atrás?». MacArthur no lograba serenar los ánimos del presidente filipino: «La ayuda de Washington está a punto de llegar. Envían miles de soldados y cientos de aviones. La única puerta para la salvación es el combate, la defensa, derrotaremos al enemigo». Nadie, ni siquiera él mismo, creía en sus palabras. El 22 de febrero, el presidente Roosevelt dio la orden a MacArthur de que abandonara Corregidor y se dirigiese a la segunda isla en importancia de Filipinas, Mindanao, para desde allí saltar a Australia.

La evacuación de Douglas MacArthur con su familia y su plana mayor estuvo plagada de amenazas. Tomaron una lancha PT en dirección a Mindanao, donde les esperaba un bombardero que les llevaría a Australia. Era el 12 de marzo de 1942. Habían transcurrido noventa y cuatro días desde el estallido de la guerra en el Pacífico. El general Homma llevaba un retraso de cinco semanas sobre el calendario previsto para la conquista de las islas. MacArthur cedió el mando al general Jonathan Wainwright. «Se han metido en Batán como un gato en la talega», afirmó el general Morioka, uno de los comandantes de división del aristócrata general Homma.

Las medicinas se acababan. Las epidemias de malaria, beri beri y disentería hacían mella en la guarnición. Tres días después de la partida de MacArthur, los defensores de Batán se comieron los últimos caballos. Homma reanudó el ataque con artillería de sitio y morteros pesados. Cuando se agotaron todas las reservas, el general King, comandante de Batán desde que Wainwright se retirara a Corregidor, tomó la onerosa responsabilidad de la rendición. MacArthur le pidió que resistiera hasta el final, y ese final había llegado. El 29 de abril, cumpleaños del emperador Hirohito, el general Homma lo celebró con diez mil tiros de cañón. El 5 de mayo, cuando a la guarnición de Corregidor le quedaban tan sólo cuatro días de agua, disparó dieciséis mil salvas. Era la preparación artillera para el desembarco en la isla. Los tanques japoneses avanzaron hacia el peñón. Los marines combatieron con la última munición disponible. Dentro de los túneles, el ambiente era irrespirable: más de mil heridos hacinados en las entrañas del monte Malinta pedían unas medicinas y unos cuidados que nadie podía dispensarles.

Tan sólo quedaba la capitulación. El contraste entre el vencido y el vencedor no podía ser más llamativo: el general Wainwright, muy alto, se había quedado en los huesos; el general Homma, vestido con su uniforme tropical cubierto de condecoraciones, más bajo de estatura, sin embargo, pesaba más que el general estadounidense. Aunque hablaba inglés, se hizo traducir los términos de la rendición por medio de un intérprete. Su idea era la de mantener a la guarnición de Corregidor en estado de guerra hasta que capitularan el resto de las fuerzas estadounidenses diseminadas por las islas filipinas. El 9 de mayo, como escribió Wainwright, «la hora terrible había llegado». Fue ese día cuando el general Homma le anunció: «Su mando ha cesado. A partir de ahora usted es prisionero de guerra». Un coche le esperaba para trasladarle al campamento en el que pasaría tres años de cautiverio. La primera medida que MacArthur tomó para celebrar la rendición japonesa a bordo del Missouri, en la bahía de Tokio, fue asegurarse de que el general de Corregidor estaría a su lado. Cuando Wainwright llegó hasta el comandante del Pacífico, éste no pudo menos que sorprenderse del estado físico del general: ojeroso, demacrado y enflaquecido. Había envejecido prematuramente y el uniforme le venía muy ancho. Así es como lo vemos en la fotografía de la rendición nipona. «Caminaba con dificultad —escribió MacArthur—, y lo hacía con la ayuda de un bastón. Sus ojos aparecían hundidos en las cuencas, su pelo se había tornado blanco como la nieve y su piel parecía la de un viejo zapato arrugado. Cuando trató de hablar no consiguió emitir ningún sonido». El 26 de marzo de 1946, MacArthur firmó la sentencia de muerte contra el general Masahary Homma, que pagó así con su vida la «marcha de la muerte» en Batán.

El calvario para decenas de miles de soldados estadounidenses y filipinos no terminó con la rendición. Hasta llegar a los campamentos de San Fernando y O’Donnell, los prisioneros sufrieron lo indecible. Fue uno de los episodios más salvajes de la guerra del Pacífico. Los soldados japoneses les sometieron a todo tipo de sevicias: les golpearon con las culatas de sus fusiles, les negaron el agua que derramaban en la carretera ante sus ojos, les empujaron con sus bayonetas, remataron a los heridos incapaces de seguir adelante, les insultaron y escupieron en la cara. Un sol abrasador no hizo sino aumentar el dolor y el sufrimiento de las derrotadas huestes de MacArthur. La resistencia de cinco meses del peñón de Corregidor retrasó el avance japonés sobre la bahía de Manila y permitió la retirada del resto de las fuerzas acantonadas en el archipiélago. La noticia de la caída de Filipinas consternó a los estadounidenses. ¿Cómo era posible que los japoneses, con su fama de sonrientes y corteses, hubieran tratado como bestias a los soldados de Batán? La guerra del Pacífico ofrecía su auténtico rostro.

Hong-Kong, una de las joyas de la corona británica, cayó en el tiempo de un suspiro. El gobernador de la isla capituló el día de Navidad. La ciudad ardió por los cuatro costados: los saqueos y las violaciones se sucedieron durante varios días. Las columnas japonesas avanzaron por las junglas malayas hacia Singapur.

Tailandia cayó sin resistencia, en veinticuatro horas. Singapur era la última línea de defensa, el portaaviones indestructible, fortificado por todos los flancos salvo por el mar. Lo defendían las piezas de artillería más potentes del mundo, cañones de quince pulgadas con un alcance de treinta y cinco kilómetros. La guarnición terrestre se redujo a seis batallones. Se concentraron provisiones y munición para ciento ochenta días: Singapur estaba preparada para un largo bloqueo por parte de la escuadra japonesa, y resistiría hasta que llegase la fuerza naval británica. Churchill envió grandes navíos de guerra al estrecho de Johore, el Prince of Wales, de treinta y cinco mil toneladas, y el Repulse, un crucero de batalla de treinta y dos mil toneladas. Eran las dos esperanzas de Gran Bretaña en la defensa de su imperio. Dos falsas esperanzas porque, ¿cómo se puede confiar todo el poder a dos acorazados, por sólidos que parezcan, cuando, sin apoyo aéreo, están condenados a la destrucción? Ya habían surgido críticas en este sentido cuando el Repulse y el Prince of Wales se construían en los astilleros ingleses. La fuerza aérea había revolucionado la escala de valores militares, como se comprobó en Pearl Harbor.

El comandante naval era el vicealmirante Tom Phillips, más conocido por «Tom Pulga» debido a su estatura, que le obligaba a subirse a una caja de jabón para que sus ojos pudieran alcanzar la línea de la barandilla en el puente de mando. El 8 de diciembre se celebró una reunión a bordo del Prince of Wales. Las noticias que llegaban del exterior no podían ser más descorazonadoras: la flota de invasión japonesa fue descubierta en el golfo de Siam y nadie había dado la señal de alerta. Bombardearon Singapur con todas las luces encendidas porque nadie pudo encontrar al jefe de la defensa pasiva encargado de las medidas de oscurecímiento. Ni el Repulse ni el Prince of Wales sufrieron ningún rasguño.

El desembarco japonés en el istmo de Kra no les inquietó. Se encontraban aún a mil kilómetros de Singapur. Malasia era la gran presa del botín japonés. El ataque a Malasia había precedido cronológicamente al bombardeo de Pearl Harbor. Con el 38 por ciento del caucho y el 58 por ciento de la producción de estaño, Malasia consumía en palabras del gobernador inglés, Shenton Thomas, una «fábrica de dólares». Su defensa era, por lo tanto, esencial. El comandante en jefe, Percival, el de los dos dientes de liebre, reunió unidades británicas, indias y nepalíes (gurkas). Cien mil hombres en total, una fuerza considerable para una guerra tropical contra un enemigo que operaba a cinco mil kilómetros de sus bases. Percival cometió el error de dispersar a sus fuerzas, y dejó cerca de Singapur dos brigadas tan indisciplinadas como su jefe, Gordon Bennet, de la VIII División australiana. «Es un político vestido de general», escribió Raymond Cartier, que aspiraba a ocupar la plaza de su superior, el general Percival. El Gobierno australiano le concedió permiso para rechazar toda orden que no se correspondiera con sus planes.

Al llegar al golfo de Siam, las tropas del emperador dividieron sus fuerzas: un destacamento se dirigió a Kota Baru, otro hacia Patani y el tercero, el más importante, hacia el puerto tailandés de Singora. La sorpresa fue total. Tan sólo se registró un tiro de fusil: un policía defendió de esa única manera la neutralidad tailandesa. Un intérprete japonés le disuadió con estas palabras: «No tiréis, somos el ejército japonés. Hemos venido a libraros de los blancos». Al mando de los japoneses llegó un general llamado Yamashita, predestinado a la cuerda del ahorcado.

Los soldados japoneses se batieron el cobre en la campaña de China. Los habían acostumbrado a la austeridad y a la disciplina, conocían los peligros de la selva y fueron preparados a fondo en la escuela de guerra tropical de Formosa. La jungla era su fuerte, su sólido apoyo, su elemento. Debían moverse en ella como peces en el agua. El soldado blanco desconfiaba de la selva: «Los occidentales son cobardes y afeminados, temen entrar en la jungla —decía el manual de instrucciones del soldado japonés—, la consideran como impenetrable. Por eso debemos aprovecharnos de ella para sorprenderlos».

Las lluvias torrenciales desarticularon las líneas británicas, arruinaron su artillería y rompieron sus enlaces y comunicaciones. La «operación Matador» (así la bautizaron en español) no servía ya para nada: los legionarios del sol naciente llegaban de todas partes. A bordo del Prince of Wales los criterios diferían: el almirante Layton se mostraba partidario de arriesgar los dos acorazados fuera del estrecho de Johore, sobre todo después de que un accidente del Indomitable en un arrecife de coral de Jamaica les privara de protección aérea. Por su parte, Phillips quería penetrar en aguas turbulentas porque, según creía, el honor de la Royal Navy estaba en juego. No podía quedar inmóvil, protegido por las redes antitorpedo, cuando los japoneses invadían Malasia. Sin embargo, su código del honor le iba a jugar una mala pasada. Su temperamento le pedía salir al encuentro de los convoyes japoneses y confiaba en las defensas antiaéreas de sus dos navíos y en el apoyo ' que le prometieron las escuadrillas de tierra. El 8 de diciembre a las seis menos veinticinco de la tarde, la «Fuerza», escoltada por cuatro destructores, se hizo a la mar.

La confianza reinaba a bordo. Los marineros de sir Tom Phillips se reían de los pilotos japoneses. Eran tan cegatos, decían, que no podían ver por la noche. Un periodista estadounidense de la radio NBC escuchó estas conversaciones con rabia mal contenida. «Vosotros, los británicos —les acusó—, no podéis desprenderos de la vieja costumbre de subestimar al enemigo. Lo hicisteis en Noruega, en Francia, en Creta y me temo que lo vais a hacer también aquí». Los hombres del Repulse ardían en deseos de entrar en fuego, ya que al menos los del Prince of Wales tuvieron el honor de tomar parte en el hundimiento del acorazado alemán Bismarck.

Sir Tom Phillips cometió el error de adentrarse en aguas peligrosas sin mirar el cielo. Estaba convencido de que podría destruir los transportes y las lanchas japonesas de desembarco. Ni siquiera le asustaba el mensaje que recibió de tierra: «Imposible asegurar protección aérea». Los seis buques de guerra navegaban a veinticinco nudos sobre la mar picada bajo la protección de las nubes. Pero la suerte dejaría de acompañarles; porque el cielo se abrió y la flota quedó al descubierto. ¿Perderían el factor sorpresa? Poco antes de la puesta de sol, los serviolas de los dos acorazados escucharon ruido de motores: eran aviones japoneses de reconocimiento, que no tardaron en comunicar la situación de la flota enemiga a sus bases de bombardeo.

«Tom Pulga», como también se conocía al jefe británico, se debatía entre la prudencia y la temeridad. Aspiraba a tantas medallas, por lo menos, como el almirante Nelson. Finalmente eligió la cautela, la media vuelta. Los marinos del Repulse se rebelaron. «Unlucky ship!» («malhadado barco»). Se retiró a su base sin disparar un solo tiro. Se encontraban a ciento cincuenta millas marinas de Singapur. Tom Phillips dormía vestido con su uniforme en la cabina de mando. Los submarinos japoneses los descubrieron a través de sus periscopios. El teniente de navío Tanisaki disparó cinco torpedos sobre las siluetas del Repulse y el Prince of Wales. Era noche cerrada. Los ingleses no sospechaban nada, ni siquiera habían visto las estelas de los torpedos ni escuchado los mensajes de radio. Tanisaki comunicó a su comandante en jefe que ninguno de sus cinco torpedos había dado en el blanco.

En su base aérea en Saigón, los pilotos del emperador llenaban sus depósitos de carburante. Antes del alba despegaron diez aviones de reconocimiento y, a renglón seguido, treinta y cuatro bombarderos. Tan sólo debían dar media vuelta si llegaban a dos grados latitud norte, límite de su radio de acción. La escuadra de Tom Phillips se acercó a la costa malaya, hacia el puerto de Kuantan, donde se había anunciado la presencia de tropas japonesas. Era una falsa alarma: una manada de búfalos penetró en un campo de minas. Eran las diez de la mañana cuando uno de los destructores, el Tenedos, que se dirigía hacia Singapur tras abandonar la labor de escolta, comunicó el ataque de nueve aviones con la enseña del sol naciente en el fuselaje. Los japs demostraron su mala puntería: no acertaron al destructor y tuvieron que volver a su base. Sin embargo, desde su avión de reconocimiento, el teniente Mishima reconoció la escuadra: «Es una oportunidad de oro que sólo se presenta una vez cada mil años». Allí estaba la flor y nata de la armada enemiga. Iba a olvidar el frío, el cansancio, el sueño y las ganas de orinar para transmitir el mensaje por radio a toda velocidad: «Grandes navíos enemigos a la vista, cuatro grados latitud norte, ciento cuatro grados cincuenta y cinco minutos latitud oeste. Grandes navíos a la vista». Los artilleros del Prince of Wales confiaban en sus baterías antiaéreas, sobre todo en las ametralladoras pesadas de fabricación estadounidense, a las que llamaban «los pianos de Chicago», armas de cuatro tubos de cuarenta milímetros.

Las primeras bombas cayeron sobre el Repulse a las once y cuarto. Eran los nueve bombarderos del teniente de navío Sadao Takai. Durante una hora y cuarto, los barcos de guerra británicos sufrieron un ataque lleno de contundencia y precisión. Los nueve aviones torpederos lanzaron sus proyectiles sobre el Repulse. «Se vio de inmediato —transmitió luego Cecil Brown a la CBS— que el Repulse estaba sentenciado a muerte. Los altavoces anunciaron: “Prepárense a abandonar el barco. ¡Que Dios nos asista!”». Parecía imposible que el crucero de batalla pudiera hundirse a las primeras de cambio. Densas columnas de humo brotaban del puente, chorros de agua surgían junto al crucero. Llegaron más torpedos, sonaron las ametralladoras pesadas desde el aire. Rodeado de cajas de munición vacías, un oficial se dirigió al corresponsal Cecil Brown en la que sería su última confesión: «Valientes japoneses. Es un ataque tan hermoso que nunca lo hubiera podido imaginar».

El teniente de navío Hariki Iki se abalanzó con sus aviones torpederos sobre el Prince of Wales. El capitán del Repulse llamó por radio al segundo navío: «¿Habéis sufrido algún daño?». «Estamos mera de control», respondieron al otro lado. El puente se había hundido sobre los marineros del Repulse. El comandante ingeniero Harland escuchó una terrible explosión sobre el Prince of Wales. El buque orgullo de la marina británica se detuvo en su veloz andar, tocado el timón, y empezó a describir círculos, herido de muerte. Nuevos torpedos le alcanzaron. A las doce y diez tres nuevos torpedos dieron en el blanco y el Repulse se fue a pique. El comandante dio la orden: «Marinos, al mar». Se lanzaron al agua oleaginosa. Con la proa al cielo, el Repulse se hundió a las doce horas y treinta y tres minutos. El Prince of Wales navegaba a ocho nudos. La última orden de Tom Phillips a Singapur fue: «Envíennos remolcadores». Había soñado con la gloria de Nelson y murió en el empeño. Su navío zozobró frente a la costa malaya. El comandante Harland recordó los últimos instantes antes de abandonarlo: «El silencio se hizo tras la palpitación de las máquinas. Eso es lo que recuerdo, el silencio». De un solo y afortunado golpe, la aviación japonesa acabó con la oposición naval en el mar de la China y en el océano índico. «En toda la guerra —se lamentó Churchill—, nunca recibí un golpe tan directo. Japón reinaba como dueña en toda la extensión de las aguas. Nos habían dejado debilitados y desnudos».

Al tumbarse de costado, la succión del Prince of Wales se llevó al almirante Phillips y al capitán Leach al fondo. De acuerdo con las normas, fueron los últimos en saltar por la borda. En aquel día negro para la historia naval británica, tan sólo la suerte salvó a dos mil ochenta y un oficiales y marinos, ya que afortunadamente ninguno de los dos barcos hizo explosión. Los japoneses perdieron tan sólo cuatro aparatos. Magnánimos en la victoria, hicieron saber a los destructores de escolta que podían recoger a los supervivientes. Los ingleses ya tenían su Pearl Harbor. El 12 de diciembre, Winston Churchill zarpó en el Duke of York hacia Estados Unidos, donde el presidente Roosevelt le esperaba con palabras de consuelo y promesas de ayuda. La Conferencia Arcadia marcó la pauta para la victoria aliada y el comienzo imaginativo de un mundo nuevo: allí se diseñó la primera estructura de lo que luego serían las Naciones Unidas.

Los japoneses se encontraban en el cénit de su ofensiva. Dejaban atrás un año victorioso, el de la serpiente, y se adentraban en el año del caballo, lleno de buenos auspicios. Habían desembarcado en Birmania y las Célebes, y se acercaban a un continente vasto y mal defendido: Australia. Singapur era el siguiente objetivo, la ciudad alegre y confiada. Al atardecer, en los jardines de sus casas, los hacendados del caucho y los hombres de negocios, junto a los oficiales vestidos con sus uniformes inmaculados, bebían su acostumbrada copa de stengahs. Las orquestas sonaban bajo los cocoteros. No cundía el pánico: Singapur era inexpugnable. Los soldados del mikado avanzaban a marchas forzadas. A las fuerzas inglesas tan sólo les quedaba la fuga a través de la jungla. Al cruzar el puente de Singapur con la península malaya, la volarían con dinamita para encerrarse en la más poderosa fortaleza del mundo.

Ante la sorpresa de los malayos, los ingleses se retiraron. Hasta entonces parecían invencibles, los dueños del mundo. El gran cazador blanco caía en el descrédito. Para los japoneses, el año del caballo es el de la «paz luminosa». El emperador lo definió como el de la «nube sobre la montaña». Es atributo del tenno asignar a cada año un nuevo lema. Churchill hizo llegar al teniente general sir Arthur Ernest Percival su propio lema, un mensaje de nuevo año: «La batalla debe continuar a cualquier costo. Los comandantes y los oficiales deben morir al lado de sus tropas. El honor del imperio y del ejército británico están en juego». A las 8.30 del domingo 15 de febrero de 1942, la guarnición de Singapur se rendía al general Yamashita, cuyo supuesto tesoro buscaría infructuosamente Ferdinand Marcos en algún lugar secreto de Filipinas.

La derrota de Singapur fue considerada como la pérdida más considerable del Reino Unido desde la guerra de la independencia de Estados Unidos. Si Pearl Harbor fue «el día de la infamia», el 15 de febrero de 1942 fue «the day of the tragedy» («el día de la tragedia») para los ingleses. Para los japoneses, sin embargo, fue el día de la gloria. El general Yamashita fue el vencedor de Singapur; el general Homma, el de Batán y Corregidor. Ya tenía Japón a su alcance los yacimientos de petróleo y las materias primas que le negaron Estados Unidos e Inglaterra. El Imperio del Sol Naciente no podía vivir sin el suministro de petróleo que ahora obtendría en los yacimientos de Java, Sumatra, Borneo y Birmania. El código de honor japonés elevó el orgullo militar a la categoría de religión, de valor espiritual. El guerrero era al mismo tiempo sacerdote. Al atacar Pearl Harbor, los japoneses, humillados por el embargo a que les sometieron Gran Bretaña y los Estados Unidos —el 88 por ciento de los suministros de petróleo dependía de ellos—, aceptaban el reto del destino. Ninguno de los soldados del emperador estaba dispuesto a la indignidad de la rendición, pero sí al sacrificio por su nación. Se habían reservado el sable para el suicidio ceremonial (hara-kiri) y la última bala de fusil. John Masters escribió: «En nuestros ejércitos, casi cada soldado japonés habría ganado la Medalla del Congreso y la Cruz Victoria».

Los días de la infamia no acabaron en Pearl Harbor el 7 de diciembre; quedaban por delante muchos días de horror. A los ojos de los japoneses, el prisionero de guerra no tenía ningún derecho humano. En Hong-Kong, en Manila, en Mindanao, en Singapur, en Penang, en Saigón, en Yakarta y en Birmania hemos escuchado relatos de atrocidades cometidas por los guerreros japoneses. Barde Pitt, historiador militar y editor del Purnel History of the Second World War, llegó a escribir que «fue una suerte que la ciencia concediera la bomba atómica a occidente, porque un mundo dirigido por una filosofía tan inexorable como la japonesa habría sido de una gran crueldad para todos». Mientras Estados Unidos se recuperaba de la pérdida de Batán y Corregidor, MacArthur aterrizaba en Darwin (Australia) sano y salvo. La caída de Singapur cerró las puertas del imperio británico en el extremo oriente.

He visitado en las afueras de Singapur el lugar en el que los dos generales, el vencedor, Yamashita y el vencido, Percival, se dieron cita aquel infausto 15 de febrero de 1942. Era la fábrica de automóviles Ford. Percival, de cincuenta y cinco años, el comandante estoico, correcto pero sin personalidad, se sentó frente al fornido Yamashita, que después de setenta días de campaña izaba su bandera sobre el Cathay, el rascacielos más alto de Singapur. Yamashita, hijo de un médico rural, estaba a punto de entregar un imperio a su patria, mientras el Reino Unido lo perdía. Fue el triunfo del trabajo y la dedicación. El general, alumno brillante de la Academia Militar de Tokio y comandante del XXV Ejército, entregó a cada uno de sus soldados un folleto titulado «Lee esto y ganaremos la guerra». Eran los vencedores de la selva «impenetrable». Eran, también, inferiores en número a los británicos, australianos o indios, pero muy superiores en capacidad de combate. Percival, hijo de un agente de fincas rústicas, obtuvo la Croix de Guerre francesa en la I Guerra Mundial, pero en aquel escenario, y enfrentado a Japón, no bastaba el coraje personal.

Fue más importante, por ejemplo, el trabajo de los espías en la zona. Pescadores japoneses, caucheros, mineros, barberos y mercaderes prepararon el terreno al general Yamashita. Por increíble que parezca, el fotógrafo oficial de la base naval de Singapur era japonés. ¿Cómo se justifica la actitud pasiva de los militares y los civiles ingleses de Malasia y Singapur en trance tan decisivo? James Leasor cuenta en su libro Singapore, the Battle that Changed the World, que en vísperas de la rendición, un oficial de artillería británico se encontró con que le pedían un permiso oficial del comité del club de golf para emplazar sus baterías sobre el césped. Tenía razón el corresponsal Cecil Brown: los británicos despreciaron a su enemigo, lo subestimaron. Sir Archibald Wawell, comandante en jefe de extremo oriente, aseguró que tres semanas más de resistencia habrían cambiado el signo de la batalla. Percival le confirmó a James Leasor, poco antes de su muerte en 1966, que de haber aguantado dos semanas más, habrían llegado los refuerzos necesarios para efectuar el contraataque. El general Yamashita tuvo la última palabra. Si Percival hubiera resistido una semana, a los japoneses se les habrían agotado las municiones, la comida y la gasolina. Tan sólo le quedaban cien proyectiles de cañón cuando entró en Singapur para cortar las arterias del imperio británico y de todos los imperios europeos en Asia. Las relaciones entre oriente y occidente nunca volverían a ser las mismas. El mundo de Rudyard Kipling terminó en la planta de fabricación de Ford. Aquella mañana de domingo, antes de dirigirse a la fábrica, Percival recibió la sagrada comunión en su cuartel general. El general Yamashita se inclinó en profunda reverencia hacia la Meca nipona, el palacio del emperador en Tokio.

Fue una capitulación sin gloria. El comandante Wilde fabricó una bandera blanca con un mantel y se dirigió a las líneas japonesas en un Land Rover. Un comandante llamado Fujita, de amplio mostacho, gafas de culo de botella, un sable más grande que él y la clavícula rota, le recibió en la encrucijada de Adams Road. Un superviviente francés, que volvió a Singapur después del largo internamiento en un campamento de las Indias Holandesas, contó aquellos últimos momentos de la gran fortaleza, la «naked island» («la isla desnuda»). Las volutas del humo se elevaban sobre los depósitos de gasolina incendiados, una nieve negra caía del cielo, la ciudad estaba sometida a intenso fuego de artillería y los Zero japoneses ametrallaban a ras de los árboles y las casas. Olía a basura acumulada y a excrementos, a cadáveres en descomposición. Sobre la ciudad del León se elevaba la tufarada de los cinco millones de galones de licor, whisky, vino y ginebra, arrojados a los sumideros para evitar que la población se emborrachara. Los campos de golf fueron hollados por los vehículos japoneses. Los desertores blancos, revólver en mano, trataban de subir a las embarcaciones que zarpaban hacia las Indias Holandesas; los saqueadores reventaban los almacenes alcanzados por la artillería. Y una escena surrealista: frente a los Army and Navy Stores (los almacenes del ejército y la marina), los soldados australianos, ebrios, bailaban con mujeres desnudas. Eran maniquíes de cera robados de las vitrinas.

Los prisioneros de guerra de Singapur fueron dispersados por los campos de concentración del sudeste asiático. Muchos de ellos fueron llevados a Tailandia, a orillas del río Kwai. Una novela y una película lanzaron a la fama el puente sobre aquel río. Después de la novela del escritor francés Pierre Boulle, en Hollywood, William Holden, Alee Guinness y el director David Lean tocaron con su varita mágica el puente tailandés y una fiebre inmobiliaria cayó como el monzón a dos horas en coche desde Bangkok.

Como tantas otras veces, la historia real nada tenía que ver con la ficción creada en torno al famoso puente. En la novela, el comando británico no volaba el puente; en la película, sí. La verdad según nos contaron los ex prisioneros de guerra en Kanchanaburi, fue muy otra. Sobre los campamentos en la jungla, sobre las orillas del río, junto a los cementerios de guerra en los que reposaban las víctimas del gulag japonés, se alzan ahora complejos hoteleros, campos de golf, discotecas y pistas de tenis. Los que diseñan las campañas de publicidad necesitan algo nuevo, una excitante historia que ofrecer a cinco millones de turistas que visitan todos los años del reino de Bumipol y Sirikit. El drama es lo de menos, un punto de partida, una disculpa. Cualquier razón es buena para escapar de una ciudad tan congestionada y tan ávida de dólares como Bangkok. El humo de los tubos de escape ofusca los templos dorados, las túnicas de color azafrán de los bonzos y los budas de esmeralda.

También la avalancha de coches, el ruido, los carteles de publicidad han llegado al Kwai. Acodado en la barandilla de bambú de su casa, el inglés Trevor Deakin contemplaba esa trepidación con una velada tristeza. Fue uno de los prisioneros de guerra, sometido y torturado por las tropas de ocupación japonesas junto con otros sesenta y dos mil británicos, australianos, holandeses y estadounidenses cazados por el emperador en la trampa de Singapur, además de cien mil coolies asiáticos. En su esfuerzo de guerra, Japón necesitaba construir una línea de ferrocarril entre Tailandia y Birmania. Había extendido sus tentáculos sobre Birmania, el país del jade, de la pagoda dorada de Suedagon, de las leves campanillas colgadas de los templos budistas. También aquí los británicos se batieron en retirada. Abandonaron la carretera de Birmania, de mil trescientos kilómetros, que aseguraba la comunicación con China. El general estadounidense Joseph W. Stilwell, más conocido por «Joe Vinagre», jefe de los ejércitos chinos en Birmania, se retiró con sus tropas hasta el Assam, en la India, en una de las hazañas de la guerra. Fueron veintiún días de agotadora marcha a través de una jungla hostil.

Los japoneses ocuparon Birmania a mediados de mayo, salvo algunas pequeñas bolsas de resistencia. El problema era el abastecimiento del generalísimo Chiang Kai Chek en China, aislado al quedar cortada la carretera de Birmania. Fue entonces cuando surgió, o mejor, resurgió, otra figura providencial en estos frentes: el aviador estadounidense Claire L. Chennault, que recorrió Estados Unidos para reclutar voluntarios. Se instaló en su cuartel general, doscientos cuarenta kilómetros al norte de Rangún, la capital birmana, con sesenta pilotos veteranos. Eran los Tigres Voladores de Chennault. Con ellos y con aviones de fortuna, los Tigres Voladores se enfrentaron con éxito a los Zeros japoneses. Desde finales de 1941 hasta el verano de 1942, destruyeron doscientos noventa y siete aviones japoneses, dejaron fuera de uso otros trescientos y causaron mil quinientas bajas en el enemigo.

Para el alto mando japonés en la zona, era de vital importancia tender una línea férrea entre Tailandia y Birmania. Los prisioneros de guerra serían los encargados de desbrozar la selva. Así comenzó la ordalía para Trevor Deakin, que, a los setenta y tres años, cuando le conocí, celebraba el aniversario: «Se han cumplido cincuenta años —me dijo— y ya ve, nuestro sufrimiento lo han convertido en hoteles de lujo, en souvenirs para turistas, en un paraíso turístico. No me quejo, sé que es el signo de los tiempos, pero comprenderá que me sienta burlado. Han tomado el pelo a los muertos, a quince mil de los nuestros, que cayeron bajo la bayoneta de los soldados japoneses, la malaria, el cólera, el dengue, la pelagra, la desnutrición o la tortura».

Trevor, como un viejo elefante, incapaz de librarse de los fantasmas que lo perseguían, había venido a morir en el Kwai. Durante años, después de su salida del campo de concentración, sufrió pesadillas, insomnio, alteraciones nerviosas y malestar general. Su esposa se separó de Trevor porque no podía aguantar sus decaimientos, sus depresiones. La última y eficaz recomendación vino de su hijo: «Sólo escaparás de ese infierno —le dijo— si vuelves al río Kwai, si te enfrentas a tus fantasmas». Fue lo que Trevor hizo al cabo de tantos años.

La terapia funcionó. El ex viajante de Duffield visitaba los cementerios de guerra —en uno de los cuales se reservó sitio—, escribía a los familiares de los caídos y reunía recuerdos y testimonios. Desde su bungalow, no lejos del puente Kwai, veía discurrir las aguas del río, del color del cacao, veía pasar el tren que llevaba a los turistas en tropel, escuchaba la cacofonía del discurso de los guías y se lamentaba de la rapacidad de los que pusieron el tinglado comercial en pie.

A los cincuenta años de la guerra, japoneses y australianos, holandeses y estadounidenses, los enemigos de ayer, se daban cita ritual a orillas del río Kwai. Nos paseaban en barca de motor por el río, almorzábamos opíparamente en los elegantes salones de bambú, nos ofrecían músicas y danzas tailandesas con bailarinas de dedos doblados. El Kwai era una sociedad anónima. Nadie engañaba a nadie, pero si nos atenemos a la conversación de Trevor Deakin y otros compañeros mártires, habrá que imaginar el calado del drama: murieron ciento dieciséis mil prisioneros de guerra entre occidentales y asiáticos.

Para construir la línea férrea entre Tailandia y Birmania en tan ingrato escenario, bajo un sol que doblegaba el ánimo y un monzón que lo convertía todo en un lodazal, era necesario el afán de supervivencia, una fuerza física fuera de lo normal y una capacidad sin límites para la esperanza. Muchos fueron los que se dejaron caer en el desánimo, sucumbieron a la melancolía y a la enfermedad. Otros, guiados por el instinto de conservación, resistieron años de penalidades en los campos de prisioneros de Java, de Malasia y de Birmania. Trevor Deakin y sus compañeros de infortunio desbrozaron la jungla, derribaron montañas de granito a golpe de martillo y cincel, limpiaron los empinados caminos hacia la frontera birmana hasta que el «tren de la muerte» pudo circular. «Ni siquiera nos sirvieron rancho doble», recordaba Trevor. Les esperaban otras selvas, aeropuertos por construir, puentes que tender para los amos japoneses.

Los turistas del emperador volvían ahora al lugar del crimen armados con una cámara de vídeo. «La realidad, lo que vivimos aquí —recordaba Trevor—, no tiene nada que ver con la película de David Lean. En la novela, el coronel Nicholson representa el símbolo de la resistencia británica. Resiste estoicamente hasta que los japoneses aceptan el cumplimiento de las leyes internacionales de guerra. Es entonces cuando se ponen a construir el puente sobre el río Kwai. Los comandos británicos harán todo lo posible por obstaculizar esa obra que obsesiona al coronel. O sea, el ideal humano del trabajo bien hecho frente al patriotismo. Casi nada es verdad. La novela y el cine no tienen por qué ajustarse a ella, pero este montaje, en el que hasta los cementerios de guerra se transformaron en cebo turístico, me revuelve el estómago. Si estos compañeros míos levantaran la cabeza…». Trevor exorcizaba las pesadillas: deseaba morir al lado del puente que ayudó a construir con sus manos.

No hubo asalto al puente, que ahora es de hierro, ni los que lo construyeron llegaron a sentir ningún orgullo al levantarlo; sólo hubo crueldad humillación, tiranía. Ni un rasgo de compasión por parte de los japoneses. Trevor Deakin recorría con su amigo, el holandés Van Linden, los escenarios de su juventud perdida, el núcleo cerrado de árboles, el sendero, el recodo en el camino, el terrible paso del Fuego del Infierno, donde tuvieron que abrir a brazo y martillo un paso de dieciocho metros de ancho y ciento diez de largo a través de la piedra granítica.

Deakin y Van Linden se intercambiaban nostalgias. Van Linden fue hecho prisionero en la isla de Java: «Yo estaba adscrito a la ABDA —me dijo—, la alianza americano-británica y holandesa-australiana para defender la barrera malaya. Por tratar de defender tanto, no se pudo defender nada. Para colmo de desgracias, ninguno de los socios de la ABDA estaba de acuerdo con el otro. Cayeron dos imperios, el británico y el holandés de las Indias Orientales. Yo recuerdo con pavor aquellos días de invasión de Java. Los bombarderos japoneses, el caos y la histeria de las columnas de refugiados que no sabían a dónde ir, el sol apabullante, las lluvias, el hambre. De pronto, el colono blanco se veía reducido al nivel de los coolies, de los esclavos. Yo me encontraba en Bandung cuando entraron los japoneses sin encontrar resistencia. Los hospitales aparecían repletos de heridos y empezaban a faltar los víveres, la gasolina, la luz y las municiones. Los indonesios, los indígenas, nos habían jurado lealtad, pero yo veía con estupor cómo recibían a los japoneses: como libertadores. Ese día comprendí muchas cosas. La batalla del mar de Java fue el último intento de rechazar la invasión. En tres días, los japoneses destrozaron la flota aliada de Doorman. El gobernador Van Mook escapó a Australia. A nosotros nos metieron en un barco de transporte y nos trajeron al campo de concentración de Kanchanaburi, aquí en Tailandia».

La película del río Kwai se rodó en Sri Lanka. La reconstrucción del puente, que se hizo sobre el río Kitani, costó doscientos cincuenta mil dólares. «Ni el orgullo de los japoneses —me dijo Trevor— ni las reglas inglesas sobre el trabajo voluntario en favor del enemigo habrían hecho posible que ocurriera en la realidad lo que inventaron los guionistas. Nosotros lo pasamos mucho peor que en el cine. Nos hacían trabajar doce horas diarias a paso de carga y a golpe de látigo. Nos veíamos obligados a retirar la vista de los compañeros convertidos en esqueletos ambulantes, vestidos de harapos, castigados por el paludismo y las diarreas. Yo tuve la suerte de no coger el cólera, pero todavía escucho los alaridos de agonía, los últimos lamentos de los moribundos. Las raciones que nos daban los japoneses eran misérrimas: una escudilla de arroz en la que flotaba algún trozo perdido que no se sabía si era carne o pescado, agua turbia para beber y un plátano al mes. A los más débiles los dejaban abandonados en la selva».

Se comían, disuelta en la sopa, la pasta de dientes enviada por la Cruz Roja. «El 17 de agosto de 1945 desde los aviones estadounidenses lanzaron una lluvia de octavillas —recordaba Trevor—: nos aconsejaban que no comiéramos demasiado el primer día, que el hartazgo era peligroso. Tomé mis precauciones porque no estaba dispuesto a morir de un atracón el día que nos pusieran en libertad». Trevor Deakin alejaba el rencor de sus pensamientos. En medio del gran carnaval, tan sólo deseaba mantener vivo y limpio el recuerdo de los muertos, reducidos a cinta de vídeo y exotismo tailandés al instante. Su tumba lo esperaba en el cementerio de Chung Kai. Cuando le visité, Trevor redactaba el epitafio.