UN NUEVO ORDEN MUNDIAL

No deja de ser curioso que las dos potencias principales derrotadas en la II Guerra Mundial, Alemania y Japón, ganaran a partir de 1945 la «otra guerra» y vivieran cada cual su milagro económico en la posguerra. Japón, en la actualidad ya no necesita bombardear Pearl Harbor, le basta con comprarlo, y ya lo han hecho los hombres de negocios y los turistas japoneses que invaden Hawai cada año.

A Honolulú, aloha, sol, arena, sexo, tiendas de souvenirs, los turistas japoneses llegan en masa atraídos por las guirnaldas y el hula hoop de las hawaianas en sucintos biquinis. Al cumplirse cincuenta años de la consigna «Viento del este. Lluvia», 250.000 hijos del emperador visitaban la isla cada año, y los samuráis de los negocios invertían en el archipiélago 2.000 millones de dólares. El derrotado Japón se había convertido en la segunda potencia comercial del mundo. Hoy, el número total de visitantes supera los dos millones y medio.

La historia se repetía, pero esta vez la invasión era por negocio. El famoso Columbia Inn, propiedad del emprendedor Fred Kaneshiro, con el café Eagle o el Golden Gate, y hasta su burdel en el piso superior, había cerrado sus puertas derribado por la piqueta, pero en la península de Waikiki brotaban rascacielos y modernos hoteles. Había ahora bailes polinesios junto a la piscina del hotel Kaliuani, con un precio de tres mil dólares la suite por una noche.

Los autobuses de Viajes Enoa esperaban a los turistas con sus cámaras de vídeo para llevarlos hasta Pearl Harbor y al blanco memorial del Arizona levantado en los años cincuenta sobre los restos del acorazado. Los turistas posaban ante el muro de mármol de Vermont, sobre el que están esculpidos los nombres de los muertos. A los japoneses se les ahorra, por lo general, la visita al hundido Arizona para evitar malos recuerdos y los fantasmas del pasado.

El último «caído» de Pearl Harbor fue el viejo navío General Belgrano[2], hundido por la fuerza aérea británica en las Malvinas.

En el bazar se venden fotos, llaveros con la silueta del Arizona, mecheros, medallas, tarjetas postales, y hasta vídeos con títulos como Recordad Pearl Harbor. Éste, narrado por Telly Savalas, fue rodado por John Ford semanas después del ataque para levantar la moral de los abatidos estadounidenses.

«Con el tiempo —escribió Graham Greene—, hasta los campos de batalla se convierten en lugares poéticos». Sentado en un noray de la bahía, como en la canción de Ottis Redding, un joven japonés leía la novela De aquí a la eternidad que Zinneman llevó al cine con Burt Lancaster, Deborah Kerr, Frank Sinatra y Monty Cliff: «Era el desayuno típico del domingo, después de haber cobrado el sueldo. Por lo menos una tercera parte de la compañía no se encontraba en el cuartel. El resto permanecía en la cama». Nueva manipulación de la historia: para no irritar a los turistas japoneses, apaciguar las conciencias y no arruinar el negocio se ha suprimido la banda sonora de la declaración de Roosevelt ante el Congreso y la rendición en el Missouri dura en el vídeo el tiempo de un fogonazo.

En un nuevo mundo dirigido por los Estados Unidos y, hasta 1990, por la Unión Soviética, Japón se recuperó de la derrota en los aspectos materiales, pero no en los morales. Cuando se viaja por Japón uno descubre, ante todo, la dimensión de la amnesia colectiva. No se puede hablar de la guerra con un japonés salvo que se quiera escuchar un tedioso relato de victimismo. No aceptan ninguna responsabilidad. Es asombrosa la incapacidad japonesa para afrontar su historia. Sus aliados, como Alemania, no dudaron en aceptar sus responsabilidades.

En algún libro de texto de Japón se dice orwellianamente que «Japón no invadió China en 1931»: fue un «avance de las tropas», una «ofensiva». Para los educadores japoneses no hay inocentes o culpables, buenos o malos, hay sólo víctimas: ellos. Tan sólo Akihito, el heredero de Hirohito, viajó en 1990 al sudeste asiático para expresar sus «remordimientos» por lo que Japón hizo durante la guerra, pero nunca se ha pedido perdón oficialmente. «En el Japón —afirmaba un viejo coreano— la memoria de las guerras se parece al día siguiente de los banquetes: los platos están todavía sucios y los manteles manchados». En el quincuagésimo aniversario de Pearl Harbor, el portavoz del Gobierno japonés aseguró que «pasarán decenas o quizá cientos de años antes de que se alcance un juicio definitivo sobre quién fue el responsable». Durante treinta y cinco años el Imperio del Sol Naciente saqueó Corea y desposeyó a su pueblo de sus tierras, su cultura y hasta del derecho a hablar su lengua; deportó a cientos de miles de trabajadores asiáticos hacia las fábricas y las minas del archipiélago; agredió a China en 1937 con una guerra total bajo el signo del sanko, los tres ideogramas: matar, quemar, saquear.

Bruno Birolli levanta acta del horror: entre diez y veinte millones de muertos en China y medio millón de víctimas japonesas. «La población japonesa no se siente culpable —reconoce el historiador Makoto Morii—. Tan sólo exhibe sus desgracias, Hiroshima y Nagasaki. Es bastante normal, padeció los bombardeos norteamericanos pero no vio los campos de batalla de Asia. Y otra cosa: a diferencia de Hollywood, el cine nipón, en plena autocomplacencia, no ha producido ninguna película sobre los crímenes cometidos por los japoneses».

La matanza de Nankín en China, con sus 200.000 o 300.000 asesinados, es la metáfora de la barbarie nipona. «Un comandante nos ha pedido que le llevemos intestinos. Obedientes, tratamos de matar a un chino, pero se defendía con uñas y dientes. Entonces el comandante tomó su sable y lo decapitó de un tajo. Nos dijo: “Llevemos la cabeza como recuerdo a Japón”». Éste es el testimonio de Tsuchiya Nagatomi, un anciano ex combatiente de la Kompei, que añadía: «Estábamos convencidos de que los japoneses éramos superiores a las demás razas. Nos enseñaron que matar a un pueblo inferior era un acto glorioso del que nuestros padres podrían sentirse orgullosos. Nos enseñaron que el emperador era nuestro cerebro y nosotros, el pueblo, sus manos y sus pies». El Ejército Imperial, tras intensos combates, entró en la capital china del sur el 14 de diciembre de 1937. Entonces empezó una de las más salvajes carnicerías de la historia. Durante mes y medio los soldados japoneses torturaron, violaron, fusilaron y enterraron vivos a los civiles y a los prisioneros de guerra. Embrocharon a los niños con sus bayonetas como más tarde harían los khmeres rojos de Pol Pot en Camboya. El río Yang Tse Kiang estaba tan lleno de cadáveres «que marchábamos sobre ellos para subir a nuestros barcos», confesaba un soldado. En los textos oficiales (y no sólo en ellos) se ha borrado esa historia de la infamia. Cuando la película El último emperador, de Bertolucci, se exhibió en Japón, la censura cortó las secuencias de la matanza de Nankín. ¿Hirohito lo sabía? El príncipe Asaka, el tío preferido del emperador, mandaba una de las divisiones implicadas en la masacre.

Los estadounidenses, obsesionados en parar el avance soviético, necesitaban al emperador. Por eso dejaron correr la idea de que Hirohito había sido inocente al principio, durante el ataque a Pearl Harbor, y un héroe al final, al capitular. En definitiva, un monarca constitucional engañado por sus asesores militares. Con la muerte de Hirohito en 1989 desaparecieron los tabúes y comenzaron a aparecer materiales históricos, documentos inéditos, diarios y memorias, entre ellos los de Makino Nobuaki, gran chambelán del emperador desde 1925 a 1935, y el de Nara Takeji, su ayudante de campo.

Todos los testimonios coinciden en señalar que la actitud de Hirohito fue complaciente con la élite militar. Otro de los documentos que arrojan luz sobre el papel del emperador, mucho menos inocente de lo que se ha tratado de hacer creer, es el que hizo público la pluma de Kinoshita Michio, un jurista que fue secretario privado de Hirohito desde 1924 hasta su dimisión en 1946. En sus páginas descubrimos el juego florentino del emperador, que pasa a ser de símbolo del militarismo a emblema de la paz. Se olvida que Hirohito era el comandante en jefe de las agresivas Fuerzas Armadas niponas, muy lejos de la imagen que quería dar de líder que nunca se ocupaba de las cosas terrenales fagocitado por los militares.

Ahora sabemos que la longa manu del emperador fue decisiva en la destitución del príncipe Konoye que, como vimos, fue el primer paso para abrir las puertas del asalto a Pearl Harbor. El emperador aprobó el ataque, supervisó el esfuerzo de guerra posterior y dio órdenes concretas a los comandantes sobre el terreno, en los teatros de operaciones, por distantes que estuvieran, como documenta Herbert P. Bix, profesor de estudios de Japón en la Universidad de Harvard y autor de Hirohito and the Making of Modern Japan.

El emperador presionó sobre el alto mando para la invasión de Filipinas, pidió la intervención de la fuerza aérea en la campaña de Guadalcanal y diseñó la ofensiva sobre Nueva Guinea. «Insatisfecho con la conducta de la Marina en la islas Salomón —escribe Bix—, criticó a los almirantes y urdió nuevas batallas contra los norteamericanos en represalia por las bajas que les habían causado en las Aleutianas».

La obra del historiador Yamada Akira es fundamental para comprender este periodo, incluidos los esfuerzos de Hirohito para quedar al margen de la responsabilidad de la derrota. Nunca reconoció sus errores al arrojar toda la basura y la incompetencia sobre los demás. Las diferencias con los mandos militares, que las tuvo, pero no conviene exagerarlas, eran tácticas, no de principios.

El barón Kido, su ex Señor del Sello Privado, escribió una carta secreta a Hirohito desde la prisión de Sugamo en 1951: «El emperador —decía— debe asumir la responsabilidad de la derrota y abdicar en honor de sus antepasados y del pueblo japonés. En caso contrario escarnecerá la memoria de las víctimas y dejará una eterna cicatriz en la familia imperial». La respuesta a esta y otras invitaciones fue el silencio administrativo. La oligarquía, la misma que perdió la guerra, desvió todo ataque al emperador, con la ayuda del general MacArthur.

Desde la perspectiva oficial, el estudio de la historia a partir de mediados del siglo XIX se deja a los periodistas, no a los historiadores, como señala Ian Buruma en Wages of Guilt. Cuanto más se insiste en la culpabilidad japonesa, más se empeñan en negarla. Lo niegan todo, hasta la matanza de Nankín, «un invento de los chinos». Resulta difícil que inventaran nada, pues los mataron a todos, incluidos mujeres y niños, para que no pudieran hablar. Un veterano de la masacre de Nankín contó que el emperador estaba bien informado del hecho y que era beligerante de principio a fin. «Fuimos a la guerra por él —confesó—. Mis amigos murieron por él, pero nunca pidió perdón».

En 1953 quince millones de japoneses firmaron una declaración para pedir la libertad de los criminales de guerra, ya que las sentencias se dictaron por los vencedores «con afán de venganza». Sus crímenes, según el punto de vista japonés, no eran tales, sino sólo reflejos de un intenso patriotismo.

Un capellán de la cárcel de Sugamo, derruida en 1970, le dijo a Buruma que los condenados no tenían conciencia de haber cometido atrocidades con los prisioneros de guerra aliados: «Creen que ni un solo enemigo del emperador puede tener razón, por lo tanto cuanto más brutales eran con los prisioneros de guerra, más leales eran al emperador». En lo que un historiador ha llamado el «sistema de irresponsabilidades», Hirohito sirvió con su sello divino para acallar las voces críticas, justificar la censura y la represión.

El 7 de diciembre de 1988 el emperador se moría de cáncer. Era el fin de la era showa, la de la «paz radiante». El alcalde de Nagasaki, Motoshima Itoshi, respondió así a una pregunta que le hicieron sobre la responsabilidad de Hirohito:

—Han pasado cuarenta y tres años desde que la guerra terminó y creo que estamos de sobra en condiciones de reflexionar sobre la naturaleza del conflicto. Yo he sido soldado y he leído miles de documentos y creo que la responsabilidad de la guerra fue del emperador.

Fue uno de los escasos críticos. Las voces de dimisión contra el alcalde se elevaron no sólo en Nagasaki, sino en todo el país. Lo que había dicho era una blasfemia. Motohima contestó que eso era lo que pensaba y que no podía «traicionar a su corazón». Bandas de ultranacionalistas pedían incluso su muerte como «castigo divino». El 18 de enero de 1990 el alcalde recibió un tiro en la espalda que le descerrajó un extremista de derecha. Medio siglo después de acabada la guerra no se podía tocar el mito imperial ni racial.

No obstante, en esta actitud hay algo que va más allá de la mística del respeto al emperador y a la tradición: al proteger al emperador se protegían a sí mismos, protagonistas de las atrocidades.

El semanario Le Nouvel Observateur, al preguntar al profesor de historia de la civilización japonesa, Bernard Frank, por las barbaridades cometidas por los japoneses durante la II Guerra Mundial, éste respondió: «Creo que estos actos bárbaros fueron el resultado de una intoxicación colectiva. Poniendo tiempo y energías se puede deshumanizar a cualquier pueblo. Recuerden el caso de Camboya: todos los que conocieron este país antes de Pol Pot decían que los camboyanos eran suaves y pacíficos. Los hechos demostraron, llegado el momento, que algunos de ellos eran capaces de cometer monstruosidades. Algunos decenios antes, en los años treinta y cuarenta, esa misma furia irracional y asesina se apoderó de Japón». El profesor rechazaba la tesis de que los japoneses fueran tradicionalmente más crueles que el resto de los pueblos. «Sus exigencias morales estaban a la altura de las nuestras. Nada en sus tres religiones, el budismo, el confucianismo y el shintoísmo justifica la matanza o la crueldad. Al contrario. El prejuicio de occidente se origina en la atroz persecución de los misioneros católicos en el siglo XVII. Yo creo que marcó de manera profunda la imaginación occidental, sobre todo porque nadie se lo esperaba. Los jesuitas fueron bien recibidos y en un texto célebre, san Francisco Javier habla, al referirse a los japoneses, de “delicias de mi corazón”. El amigo navarro de san Ignacio de Loyola creía que ese país reunía todas las virtudes morales perdidas por occidente. Tan sólo le faltaba el cristianismo para ser perfecto. La Iglesia católica conoció un gran éxito en el archipiélago. Un joven príncipe japonés fue a Roma en el siglo XVII a presentarle sus respetos al Papa. En Japón, como en todas partes, los católicos quisieron imponer su fe, por lo que al final las autoridades sintieron miedo y la reacción fue terrible. De la noche a la mañana Japón se encerró en sí mismo y ese repliegue duró tres siglos».

Otro de los escenarios del horror durante los años de la guerra fue la famosa Unidad 731, formada por médicos japoneses que durante trece años y medio se sirvieron de seres humanos como conejillos de Indias para experimentar armas bacteriológicas. El general Shiro Ishii fue el doctor Mengele nipón. Quiso probar con prisioneros vivos puestos en fila cuántos de ellos podía atravesar una determinada bala, o si podían hacerse transfusiones con sangre de cabra. Les inoculaban el virus de la peste y el tifus. Exponían a los prisioneros a temperaturas polares en Manchuria, centro de las operaciones del general Ishii, para seguir minuto a minuto la agonía de las víctimas. Se calcula que más de tres mil seres humanos fueron martirizados por la unidad 731. En mayo de 1945, los médicos de la unidad lobotomizaron a la tripulación de un B-29 abatido sobre el cielo japonés para comprobar si era posible que vivieran con sólo parte del cerebro. Tras la guerra, los médicos y estudiantes de la 731 hicieron brillantes carreras en la vida civil. Les protegió la ley del silencio. El doctor Ishii murió en la cama, en 1958, de cáncer.

En el «templo» de Tojo en Yasukuni, a dos pasos del Palacio Imperial, ministros, parlamentarios y ex combatientes le rinden culto al criminal de guerra, Tojo, el «Hitler japonés», al cual consideran como un dios de la guerra muerto en el cadalso «por cumplir órdenes». En el Japón de posguerra se lamenta la pérdida de la «identidad nacional». Es, dicho sea con todos los respetos para los judíos, la contrafigura del muro de las lamentaciones. El japonés, más que ningún otro pueblo, vive con los muertos, el culto a los antepasados constituye el centro de sus tradiciones. Honran a Tojo, dicen, como antepasado, no como persona. Es el mismo Tojo que, subido a su caballo, recorría los mercados para detener las protestas de los pescadores, que se habían quedado sin combustible para salir a la mar: «¡Hay que trabajar más! ¡Hay que trabajar más!», les gritaba.

El sagrado templo de Yasukuni (que significa «llevar la paz a la nación») es en realidad el símbolo de un rabioso nacionalismo fomentado desde el Gobierno. En una fecha no tan lejana como la de 1991 la bandera del sol naciente y el viejo himno imperial, Kimigayo, fueron elegidos como símbolos nacionales a pesar de las vivas protestas de izquierdistas y liberales. El templo está repleto de reliquias de su guerra relámpago: cañones, sables y ametralladoras, aviones kamikazes y recuerdos de los 6.000 pilotos suicidas muertos al estrellarse su avión contra objetivos enemigos, piedras de los lugares de batalla (Leyte, Guam, Guadalcanal), así como obuses, torpedos, trenes (como el primero que hicieron circular en Birmania), y hasta poemas de adiós de los generales salpicados de la sangre del hara-kiri. En una palabra, es la glorificación de la guerra, el culto al ametrallamiento.

Dentro del templo se proyectan películas en las que reina el orden japonés y predominan los desfiles militares con Hirohito montado sobre su caballo blanco. Si preguntas al guía te dirá que la «gran guerra del Asia oriental» (nunca la llaman del Pacífico) fue de autodefensa: «No teníamos elección —dice, como un disco rayado—. Era cuestión de supervivencia. La idea era liberar Asia del yugo colonial. Los pueblos asiáticos todavía nos están agradecidos». Sin embargo, en los lugares de Asia que hemos visitado, las heridas de la traumática ocupación japonesa no han cicatrizado aún, y la opinión sobre su «campaña liberalizadora» es muy distinta.

Tampoco podrás decirle a un japonés, guiado por el sentido común, que aquella estrategia de ocupación de miles de islas en millones de kilómetros cuadrados de océano era un disparate ¿Quién podía asegurar los suministros a puntos tan dispersos y lejanos de Tokio? Pearl Harbor fue, también, un hara-kiri. El resultado de aquella guerra devastadora es que Estados Unidos perdió de golpe la ilusión de que se pudiera vivir en la torre de marfil, al margen del mundo, replegados sobre sí mismos. Japón, por su parte, ni siquiera con la revolución industrial, la recuperación y el milagro económico de la posguerra, logró recuperar el pulso de antaño, la conciencia de que estaba llamado, por la disciplina, la capacidad de trabajo, el sentido de la autoridad la obediencia y la deificación del emperador a mandar sobre el mundo. Estados Unidos, tras su victoria, pasó al primer plano de la política mundial en detrimento de Europa: se había convertido en la primera potencia global.