RESPONSABILIDADES

El hijo del presidente, James Roosevelt, capitán de la infantería de Marina, vio cómo su padre «se sentaba en una esquina, sin ninguna expresión en su rostro, tranquilo, impasible. Había puesto sobre la mesa su colección de sellos que tanto quería y los miraba uno por uno cuando yo entré. “Esto va mal, muy mal”, dijo sin levantar la mirada». Luego se sentó en la cama para tomar notas en un gran cuaderno. El presidente había telefoneado poco antes a su secretario de la Guerra, Stimson:

—¿Ha oído las noticias?

—Bueno, he oído algo sobre el avance de los japoneses en el golfo de Siam…

—No, no me refiero a eso. Han atacado Hawai. Están bombardeando Hawai.

Stimson recibió la novedad con alivio. La indecisión había terminado. A las ocho y media de la noche el gabinete se reunió en el salón azul, en el segundo piso de la Casa Blanca. Roosevelt dijo que aquélla era la más importante reunión del Gobierno desde 1861. Los japoneses habían bombardeado Pearl Harbor, ocupado Guam, atacado las Filipinas, Wake y seguramente Midway. La cara del presidente era del color de la greda. Roosevelt, que había servido siete años en la Marina, preguntó dos veces seguidas a Frank Knox por qué los buques de la base habían sido amarrados en fila. «Así es como lo hacen habitualmente», contestó el secretario para salir del paso, pero el presidente seguía sin entender cómo era posible que la Navy, su Navy, hubiera sido descubierta con la guardia baja. Se trataba del mayor desastre naval de la historia de los Estados Unidos. A continuación el presidente leyó el mensaje que había escrito para leerlo en la sesión conjunta del día siguiente en el Congreso. Todo eran incertidumbres:

—¿Se sabe algo de las bajas en el campo enemigo? —preguntó un congresista.

—Es difícil saberlo —respondió el presidente—. No sé, tal vez hayan perdido algún submarino.

—¿Y los aviones, la fuerza aérea?

—Hemos derribado algunos de sus aviones, pero ya he visto algo de esto en la otra guerra. Un tipo llama y dice que ha derribado quince aviones enemigos, luego coges el teléfono y otro dice que cinco. Creo que somos nosotros los que hemos cargado con las mayores pérdidas. De eso no hay duda.

—Acabo de oír por la radio —comentó alguien— que hemos hundido uno de sus portaaviones.

—No lo sé, no lo creo. Ojalá fuera verdad. Es una gran decepción —añadió— ser presidente en tiempos de guerra y que ocurran estas cosas de la forma más inesperada.

Tom Connally, senador por Texas, no se mostró satisfecho con las explicaciones:

—Se suponía que se encontraban en estado de alerta. Estoy sorprendido de que esto le haya ocurrido a nuestra Armada. Estaban todos dormidos: dormidos.

El presidente se volvió hacia el secretario de Marina para leerle la cartilla:

—¿No me dijo el mes pasado que bastarían dos semanas para acabar con los japs? ¿No me dijo que nuestra Marina estaba tan bien preparada y tan bien situada que los japoneses no podrían hacerle ningún daño? ¿Por qué tenía a todos los barcos colocados en fila, amarrados juntos? ¿Y por qué puso usted una cadena en la entrada del puerto, de modo que nuestros barcos no pudieran salir hacia el mar?

—Para proteger el puerto de los submarinos japoneses —musitó Knox.

—Hacen y dicen cosas por ahí durante el día —añadió el presidente— mientras nosotros estamos todos dormidos.

—Sí —le dio la razón un congresista ya en la despedida—, nos pasamos demasiado tiempo en la cama.

Sobre la tan manida teoría de la conspiración, esa idea tan extendida de que Roosevelt lo sabía todo, hay que decir que, como mínimo, choca con la forma de ser del presidente, con su personalidad y con su amor a la Marina. El general Marshall tuvo que llamarle la atención alguna vez porque Roosevelt siempre se refería al Ejército como «ustedes» y a la Marina como «nosotros». Cuesta además creer que dejara morir a tanta gente y permitiera la destrucción de sus queridos barcos. Por otra parte, y como recuerda Ted Morgan en su libro FDR, la biografía del presidente, Roosevelt tenía a su lado a dos hombres de una gran integridad moral, como eran el propio Marshall y Stimson, que jamás habrían permitido que ocurriera algo así a sabiendas. Los británicos, por otra parte, compartían el «código púrpura» de los japoneses con sus aliados norteamericanos. De haber sabido dónde y cuándo atacaría la Armada Imperial, los británicos no habrían dudado en advertir a sus amigos, independientemente de cualquier posible conspiración, entre otras cosas porque la flota estadounidense del Pacífico era la mejor barrera de protección para la Royal Navy en Malasia, Singapur o Australia. Aquella noche de la infamia, no obstante, Winston Churchill se fue muy tranquilo a la cama: «Dormí como un niño —escribiría en sus Memorias— con el sueño de los justos». Ciertamente, la entrada en guerra de los Estados Unidos era favorable a sus intereses inmediatos. Sin embargo, no sabía que Pearl Harbor, con la proyección de la maquinaria de guerra y el relanzamiento del capitalismo estadounidense, señalaba el fin de la hegemonía europea en el mundo.

En todo caso, y por último, hay un hecho evidente que contradice las teorías conspiratorias: si lo que se deseaba era entrar en guerra, no hacía falta dejar que los japs destruyeran impunemente la flota, puesto que la mera agresión habría servido como casus belli.

El escritor John Toland especialista en la guerra del Pacífico, publicó en 1982 un libro, Infamy: Pearl Harbor and its Aftermath, otra de tantas obras en las que se defiende la tesis «Roosevelt lo sabía». Su tesis se basaba en ciertas informaciones confidenciales recibidas de un tal «Marino Z», el cual, por lo que se ve, trabajaba en las oficinas de la Inteligencia Naval de San Francisco. Ese tal Z había avisado a la Casa Blanca acerca del ataque inminente, pero Roosevelt ignoró el aviso. Un año más tarde de la publicación del libelo se supo que Z era en realidad Robert Ogg, un joven que en 1941 contaba 24 años, aficionado a la radio y la electrónica. Se demostró que era un aficionado incapaz de fijar posiciones en un mapa a través de señales de radio, y que sus afirmaciones, el propio Ogg lo confirmó en persona, no llegaban, ni muchísimo menos, a la idea de que Roosevelt estuviera avisado de la agresión nipona en ciernes.

Los japoneses confirmaron que habían navegado toda la travesía con la radio en silencio. Incluso retiraron los tubos de los transmisores y pusieron candados en las instalaciones para que nadie pudiera usarlas. ¿Qué fue entonces lo que escuchó el operador del Lurimer? Se encargaron al mismo tiempo de enviar señales de portaaviones desde barcos-señuelo anclados cerca de sus costas para hacer creer a los posibles espías que la Armada del emperador no se había movido de aguas japonesas. La táctica japonesa fue un éxito. Nadie podía esperar una maniobra tan audaz. De esperarse un ataque, Filipinas era el objetivo natural del Imperio del Sol Naciente.

Husband Kimmel, el jefe de la flota de Pearl Harbor, defenestrado en menos de tres meses como castigo a su fracaso, fue uno de los que más trabajaron, junto con historiadores de la derecha y políticos conservadores, en favor de la teoría de la conspiración. «Roosevelt y sus muchachos —afirmó Kimmel— traicionaron a las fuerzas de los Estados Unidos en Pearl Harbor. La información vital procedente de los mensajes japoneses interceptados me fue ocultada. Me condujo al error. Luego me convirtieron en cabeza de turco».

Después de su retirada del servicio activo el almirante se retiró con su mujer a un rancho de Connetticut. Cuando, al cumplirse los veinticinco años del ataque, los reporteros se acercaron al rancho para entrevistarle sobre el tema, Kimmel salió del paso con sentido del humor:

—No pueden verme. No existo. Estoy muerto —dijo a Time—. Pearl Harbor está ya en los libros de historia. Por favor, no me hagan hablar. Estoy mudo, sordo y ciego.

Kimmel falleció en 1968 y Walter Short, el jefe terrestre de la base, en 1949. El primero fue mejor defendido por la Marina que el segundo por los suyos. Ambos hicieron todo lo posible para lograr la rehabilitación, para restaurar su honor. Ambos lo consiguieron, aunque demasiado tarde: cincuenta y ocho años después del ataque el Senado aprobó, por 52 votos a favor y 47 en contra, una enmienda que eximía de responsabilidad al general y al almirante y restablecía sus rangos. No se les privó exactamente de sus culpas: se hizo justicia repartiendo la responsabilidad entre todos.

El historiador naval Edward L. Beach afirmó: «Roosevelt hizo de nuestra flota de Pearl Harbor un cebo para el ataque japonés; tenía pleno conocimiento de la aproximación de seis portaaviones procedentes del norte del Pacífico y se abstuvo de advertir a nuestras fuerzas en Hawai para que el primer golpe japonés fuese tan devastador que provocase el apoyo de todo el abanico político en favor de la entrada en guerra. La historia se habría revisado antes de no haber sido por las personalidades aplastantes de Roosevelt y Marshall».

Si bien es cierto que la sorpresa táctica fue un poco fruto de la desidia general, también es verdad que la historia sigue su curso y que, pese al empeño de los historiadores revisionistas, hasta ahora no se ha podido demostrar que Roosevelt supiera dónde y cuándo se produciría el ataque. No obstante, mientras haya secretos seguirán vivas las teorías de la conspiración.

Al mediodía siguiente al ataque, en Washington, diez coches negros entraron en el recinto del Capitolio. Los guardaespaldas de Roosevelt protegieron la entrada del presidente en el Congreso. Iba apoyado en su hijo Jimmy, que vestía su uniforme de capitán de marines. Iba serio, pero en absoluto parecía deprimido, e incluso saludó con la mano a los ciudadanos que se agolpaban por los alrededores. El presidente demócrata entró en el hemiciclo y fue recibido con cálidos aplausos, aclamado por primera vez también por los republicanos. Un capellán rezó una oración. Roosevelt se dirigió a la tribuna de oradores y abrió un cuaderno escolar con tapas negras: «Ayer, 7 de diciembre de 1941, día que quedará para siempre marcado por la infamia, los Estados Unidos fueron objeto de un ataque brutal y deliberado…». En un borrador previo había dictado: «una fecha que perdurará en la historia del mundo», pero luego tachó «historia del mundo» y con su pluma escribió, sobre la copia en limpio del discurso, la palabra «infamia». Habló durante seis minutos.