Al general de brigada Dwight «Ike». Eisenhower lo despertó una llamada desde Washington del coronel Bedell Smith, secretario del Estado Mayor conjunto:
—El jefe [se refería al general Marshall] quiere que tome un avión ahora mismo y se presente aquí cuanto antes.
El futuro comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa y primer presidente de la posguerra viajó del norte al este en un avión de transporte de tropas. Eisenhower era un desconocido en el momento de empezar la guerra, incluso le llamaban «Ersenbein» o algo así. Durante el viaje tomó unas rápidas notas: «Ayuda al Extremo Oriente; levantar una base de operaciones en Australia desde la que deberán enviar suministros y tropas hacia las Filipinas para que puedan resistir el ataque. La rapidez es esencial; influir sobre la Unión Soviética para que entre en guerra con Japón».
Poco después volaría a las Filipinas para ponerse a las órdenes de MacArthur y enfrentarse a la invasión japonesa. Nada pudo hacer. Las maniobras sorpresivas de los japoneses habían privado a los estadounidenses, al menos de momento, de capacidad de respuesta.
Hasta ese momento el único país occidental que se enfrentaba con éxito a la oleada del Eje era el Reino Unido. Londres escuchó por primera vez y con sorpresa el nombre de Pearl Harbor. La periodista Mary Welsh, futura esposa de Hemingway, cenaba en un restaurante de Park Lane con el que entonces era su marido, Noel Monks, primer reportero que informó en abril de 1937 del bombardeo de Guernica. Alguien entró en el comedor y dijo en voz alta que los japoneses habían atacado una base naval en algún lugar del Pacífico. Después sonó el nombre de Pearl Harbor. «¿Dónde demonios está Pearl Harbor?», preguntaban de mesa en mesa.
Edward R. Morrow era el periodista más conocido en radio y televisión de los Estados Unidos. Sus crónicas para la CBS desde Londres, en las que comentaba los ataques aéreos alemanes, le convertirían pronto en una leyenda viva. Era un hombre decidido que años más tarde se enfrentaría al psicópata senador McCarthy en su programa See it now. Si Ernie Pyle era el reportero de guerra, siempre en el frente, al lado de los soldados en primera línea, Ed Morrow era el informador desde el teatro de operaciones europeo. El día del ataque a Pearl Harbor Ed Morrow estaba en los Estados Unidos, jugando al golf en el club Burning Tree de Washington. Cuando jugaba el cuarto hoyo llegó corriendo un mensajero de la CBS con un sobre que contenía una nota de teletipo: «Los japoneses han atacado Pearl Harbor». Morrow preguntó de quién era el despacho: «De la agencia Reuters», contestó el botones. «No pasa nada», dijo entonces a sus compañeros y continuaron el partido. Sin embargo, la noticia se extendió por el campo de golf. Pronto no tuvieron más remedio que convencerse de que pasaba algo, y muy gordo. Con todo, el ambiente siguió siendo de cierta dejadez, de incredulidad. Esa noche Ed y su mujer, Janet, habían sido invitados a cenar en la Casa Blanca por el propio presidente Roosevelt. Janet llamó por teléfono porque dio por supuesto que la cena se habría suspendido ante la urgencia de la situación, pero no fue así. Eleanor Roosevelt, según cuenta Joseph E. Pérsico en la biografía del periodista, An American Original, dijo a Janet Morrow:
—De todos modos tenemos que comer algo. Queremos que vengan a pesar de todo.
Ed Morrow y su mujer se prepararon, pues, para la cena. En la Casa Blanca, a eso de las ocho de la noche, había un hervidero de políticos, senadores, ministros, líderes del Congreso, generales y almirantes. Eleanor Roosevelt presidió la mesa. Durante la cena Roosevelt contó, ultrajado por la noticia, que había visitado en fecha reciente la embajada japonesa, cuando era obvio que los nipones ya preparaban el ataque. Durante la velada no dejaron de entrar en el comedor consejeros presidenciales para entregarle notas de última hora. Algunas de ellas se las pasaba a sus huéspedes, otras no.
Hacia las once menos diez los Morrow se disponían a marcharse cuando Eleanor pidió al periodista que se quedara: Roosevelt quería verle. Janet volvió a casa y Ed esperó sentado en un sofá ante el despacho oval. Continuaba el desfile de personalidades: Cordell Hull, el secretario de Estado; Stimson, ministro de la Guerra; Knox, secretario de la Marina…
Era casi la una de la mañana cuando, tras celebrarse la reunión del gabinete, le llamó el presidente. Roosevelt, un inválido, puede parecer un hombre débil y afectado, pero Morrow lo describió así: «Nunca le había visto tan tranquilo y tan decidido. Comió un bocadillo y bebió una cerveza». Una vez dentro del despacho el presidente no le dijo nada sobre el ataque a Pearl Harbor, sino que preguntó a Morrow por el Londres bombardeado por los nazis. Quería saber si los británicos mostraban alta moral y espíritu de resistencia. Morrow contó lo que sabía sobre el tema, que conocía de primera mano. De pronto, con una rabia controlada, el presidente se puso a contar a los presentes lo que el almirante Stark le había referido sobre el desastre de Pearl Harbor: los buques hundidos, los hombres muertos o heridos, los aviones destruidos. Golpeó con la palma de la mano sobre la mesa y dijo:
—Destruidos en tierra, Dios mío, en tierra.
Ed Morrow desmintió siempre la teoría de la conspiración. Roosevelt, decían los rumores, habría conocido de antemano el ataque japonés, pero no hizo nada para evitarlo porque deseaba con toda su alma entrar en la guerra. «Si aquellos señores ya ancianos, Roosevelt, Hull, Knox, Stimson, no estaban sorprendidos por la noticia del ataque es que era la suya una actuación que habría asombrado a cualquier actor experimentado».
¿Se guardó Morrow alguna carta en la bocamanga? Esto es lo que dice en la biografía que le dedica Joseph Pérsico, pero también sabemos que esa noche, en la que no pudo dormir, tras la charla de veinticinco minutos con el presidente le dijo a su mujer: «Es la mayor historia de mi vida y no sé si mi deber es contarla o callarla». El gran periodista, que falleció el 27 de abril de 1965, dos días después de cumplir 57 años, se llevó el secreto al crematorio.
«Ahora —dijo el presidente por la radio dos días después del bombardeo— estamos todos unidos. Cada hombre, cada mujer, cada niño es un compañero ante la más tremenda empresa de la historia de los Estados Unidos. Será una guerra dura y larga que requerirá del sacrificio de todos. Esa banda de gángsters unida contra toda la raza humana deberá ser derrotada por completo para la seguridad de los niños de este país y por todo lo que nuestra nación representa».
El día del ataque, Ronald Reagan, un actor de treinta años, dormía tranquilamente en su cama. El también futuro presidente, Lyndon Johnson, ni siquiera podía recordar, tiempo después, lo que hizo aquel 7 de diciembre por la tarde. Un estudiante de dieciséis años llamado Robert Kennedy esperaba la visita de su hermano John en el Colegio Católico de Portsmouth, donde estudiaba. Supo del ataque por la radio del dormitorio. Richard Nixon, abogado de veintiocho años, salía con su mujer, Pat, de ver una película en un cine de Los Ángeles. Inmediatamente compró uno de los diarios que voceaban los vendedores: «Extra, extra, War!» («guerra»), «¡Japón ataca a los Estados Unidos!».
El que tenía entonces la responsabilidad presidencial nunca olvidaría la fecha que él mismo bautizó como «día de la infamia». Franklin Delano Roosevelt dirigiría el esfuerzo militar de su país durante toda la guerra, pero no llegaría a ver el día de la victoria: murió el 12 de abril de 1945, pocos meses antes del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki y de la capitulación japonesa.
Antes de que ocurriera eso, cuando el presidente Roosevelt recibió la terrible noticia en la Casa Blanca, se quedó en un estado de «pasmado silencio», según comentó el fiscal general Francis Biddle. También se enfadó, porque muchos de sus consejeros o ayudantes se hallaban ese día fuera de la ciudad. Sin embargo, eso nada tenía de raro, porque era domingo y, como vimos, todos se habían tomado a la ligera las informaciones sobre una guerra inminente.
La flota japonesa regresó a Japón entre el 24 y el 26 de diciembre. Las fiestas de la victoria duraron quince días. Nagumo, Fuchida y Shimazaki, que dirigió la segunda oleada a partir de las 8.40, fueron recibidos en audiencia por el emperador. La audiencia duró media hora más de lo previsto. Fuchida declaró luego que lo había pasado peor en la entrevista que en el curso del ataque. «¿Había buques-hospitales en Pearl Harbor? ¿Hundieron alguno?», le preguntó el tenno. «No», respondió Fuchida.