EL RESTO DEL MUNDO

Pearl Harbor puso en bandeja a Hitler la declaración de guerra a los Estados Unidos, que se hizo efectiva el 11 de diciembre. El lema de los aislacionistas estadounidenses, «Primero América», pasó ese día a la historia. Los Estados Unidos daban su primer paso para convertirse en gendarmes del mundo.

Roosevelt, paralítico de las dos piernas debido a la polio y que, como su sucesor, Truman, había combatido en las dos guerras mundiales (la primera como oficial de Marina y la segunda como comandante en jefe), afirmó que ese día, el 7 de diciembre de 1941, quedaría marcado por la infamia. «La decisión de Hitler de declarar la guerra a los Estados Unidos fue lo que permitió a Roosevelt poner todo su poderío industrial y su potencia de fuego contra Alemania. Fue el más grave error de los cinco que cometió [el dictador alemán]». Es la opinión del historiador británico Alistair Horne. Los otros cuatro errores de Hitler, según su teoría, fueron: no haber invadido el Reino Unido tras el desastre de Dunkerke; alejar a la Luftwaffe (la fuerza aérea nazi) de los aeródromos del mando de combate durante la batalla de Inglaterra; permitir que la invasión de la Unión Soviética se retrasara por las operaciones en Grecia y Yugoslavia; y, por último, el hecho mismo de atacar a Rusia.

Durante los años siguientes el mundo se debatiría en la más terrible confrontación jamás conocida. Y de ella saldrían engrandecidos dos países: los Estados Unidos y la Unión Soviética, en detrimento de la vieja supremacía de Europa occidental. La guerra terminaría con el epílogo terrible de los bombardeos nucleares sobre las ciudades japonesas, ordenadas por el nuevo presidente estadounidense, Harry Truman. «Truman es la prueba de que cualquiera puede ser presidente», diría de él Harry Golden. Y el famoso columnista Walter Lippmann fulminó al ex sastre de Missouri con estas palabras: «La técnica de Truman consiste en no enfrentarse a los problemas, sino sólo a los excelentes resultados que consigue una vez que los problemas se han resuelto».

Sin embargo, todavía quedaban años de conflicto. Adolf Hitler, cuyas tropas sufrían el primer contratiempo en el frente de Moscú, confió a un diplomático alemán: «Ahora [después de Pearl Harbor] es imposible que perdamos la guerra. Tenemos un aliado que no ha sido vencido en tres mil años». Cuatro días después el dictador alemán declaraba la guerra a los Estados Unidos. El ministro de Asuntos Exteriores, von Ribbentrop, leyó al embajador estadounidense Morris el texto de la declaración de guerra y le dijo: «Su presidente ha querido esta guerra. Ya la tiene». Desde Berlín, Hitler aplaudía los primeros éxitos japoneses. La caída de Filipinas o el torpedeo y hundimiento de los buques de la Royal Navy británica, el Prince of Wales y el Repulse, con 840 muertos, en las costas de Malasia, fueron dos acontecimientos tan graves para la causa aliada como Pearl Harbor.

¿A qué se había debido la indiferencia de los estadounidenses hasta el momento, en un mundo conmovido por la guerra? Ernie Pyle, el joven y magnífico periodista, se encontraba en Albuquerque, estado de Nuevo México, cuando llegó la noticia del ataque. Recordó de pronto su viaje a Pearl Harbor y a la isla de Oahu. Pyle se había quejado con anterioridad del poco interés de sus paisanos por la guerra. «No quiero decir que sea indiferencia, no es eso, pero da la impresión de que su actitud es tan objetiva que parece como si la guerra fuera cosa escrita en una novela. A nadie he escuchado hablar con apasionamiento sobre ella y, menos que en ningún lugar, en la costa oeste, porque California se encuentra lejos de Europa y cerca del oriente».

Después de Pearl Harbor todo cambió. Ya tenía la guerra en oriente. Pyle cogió el primer avión hacia San Francisco, donde escribiría: «Una sensación de drástica urgencia: La larga siesta ha terminado y ha terminado para todos. Observo una renovada vitalidad incluso entre los que tenemos un frágil sentido de nosotros mismos, una necesidad de hacer algo. Lo más cómodo hasta ahora era desentenderse del mundo. La guerra ha cambiado estos sentimientos. Nos ponemos en pie. Para mí y para millones de personas las cosas no han discurrido como pensábamos».

Ernie Pyle recogió al llegar a San Francisco un rumor que estaba en la calle: dos portaaviones enemigos se dirigían hacia San Francisco y en toda la costa se tomaban medidas para el oscurecimiento. Ya en el avión, desde Albuquerque, había respirado una atmósfera de guerra. Al aterrizar se encontró con miles de gaviotas sobre la pista. Hasta entonces no había pasado nada, pero no convenía adoptar la postura del avestruz. «Si vienen [los japoneses] —indicaba— San Francisco lo pasará mal, pero saldremos de ésta». Sin embargo, y a pesar de la intensidad de los rumores y de que desde Japón a Singapur y las Indias Orientales Holandesas el Pacífico se había convertido en un océano que olía a pólvora, los japoneses no aparecieron nunca por las costas de América.

¿Cómo se vivía la situación, no obstante, en los territorios del «frente»? Carlos P. Rómulo, al que conocí como ministro de Exteriores del dictador filipino Marcos, vivía en la «deleitosa molicie» de Manila, en una casa de estilo español, con un patio adornado con orquídeas de Singapur. Pearl Harbor fue un mazazo para Rómulo como lo fue para todos los filipinos. «No tuvimos que esperar mucho. Me encontraba asomado a los balcones del edificio del diario Herald de Manila cuando vi los primeros aeroplanos enemigos que cortaban como grandes cuchillos aéreos el cielo de Manila. Eran cincuenta y cuatro monstruos que despedían reflejos de plata al ser heridos por la cruda luz del mediodía. Volaban en dos formaciones de V, y entre los gemidos de las sirenas voceadoras del peligro sonaban las campanas de las iglesias dando las doce.

»Bajo los aviones enemigos, Manila no alteraba su aspecto de ciudad de viejos conventos, de clubes nocturnos con fachadas chillonas. Desde mi observatorio vi cómo el personal del periódico abandonaba el edificio y salía a la calle de la Muralla. La policía ordenaba a los ciudadanos que se acogiesen al abrigo de las mohosas y centenarias murallas españolas. Muchas mujeres se habían agrupado bajo las acacias del parque y no pocas abrían sus sombrillas, como una protección suplementaria. Tales eran las ideas sobre la guerra moderna en aquellos tiempos».

Carlos P. Rómulo observó a media docena de religiosos españoles, de largas barbas, que abandonaban el colegio de San Juan de Letrán y contemplaban las evoluciones de los aparatos japoneses. Luego, recogiéndose sus blancos hábitos, volvieron con prisa a su convento. Se paralizó el movimiento de la ciudad. Los tranvías eléctricos quedaron inmóviles sobre sus raíles y los automóviles y carromatos que arrastraban flacos caballejos, se quedaron también petrificados. «A nadie le cogía el espectáculo por sorpresa. Se esperaba la agresión desde el momento en que se supo la de Pearl Harbor, y ya a las pocas horas de ese ataque Japón había lanzado su metralla sobre varias posiciones del archipiélago filipino. Cuando más abstraído me hallaba en mis observaciones sentí algo que se metía entre mis pies. Era Cela, el gato del periódico, cuyo instinto felino presentía desgracias en el lamento de las sirenas. Pero sus maullidos quedaron apagados por el zumbido de los motores y por el estallido de las bombas.

»Uno de los niños vendedores de nuestro periódico había subido a lo alto de la muralla. Lo veía desde mi balcón. Cuando los aviones estaban sobre nuestras cabezas, aquel pequeño les amenazó con el puño cerrado, gritándoles en tagalo:

»—¡La pagaréis! ¡Ya la pagaréis!

»“¿Dónde están nuestro aviones?”, se preguntaba Rómulo. La defensa aérea de Manila contaba con ciento ochenta aparatos y los japoneses habían destruido más de la mitad en tierra. Los pilotos estadounidenses y filipinos bajaron a las bases de Clark y Nichols para comer y llenar los tanques. Así fue como los bombarderos nipones los sorprendieron en la pista de despegue y en pleno día. Rómulo recibió entonces el consejo de un experto: “Muerda un lápiz o un palito y tiéndase a lo largo. Así se evita la sordera y el retumbar de las bombas en el cerebro”».

La pérdida de los aviones en Filipinas fue a la larga un hecho más nocivo para los intereses de Estados Unidos que la destrucción de la flota en Pearl Harbor. Un gravísimo error del general MacArthur, el jefe arrogante que dijo «I’ll return» («volveré»), mientras escapaba de la quema dejando al general Wainwright en la ratonera de Corregidor para ponerse a salvo en Brisbane, Australia. Pese a sus errores y conducta, Roosevelt le recompensó. El presidente necesitaba héroes, aunque fueran de pies de barro, por lo que le concedió la Medalla de Honor. Douglas era la niña bonita de los periodistas. Daba una conferencia de prensa detrás de otra con su llamativa gorra, sus gafas de sol y su pipa de bambú. Sin embargo, también recibió críticas, y en más de una ocasión se le acusó no de contar con un equipo de colaboradores y ayudantes, sino con una «corte de aduladores».