La palabra «atamirashita» («tocado») corría en cada avión del observador al piloto. Sobre el terreno se cumplía la terrible amenaza de la canción del samurái que entonaron los pilotos mientras se dirigían hacia su objetivo:
A través del mar, cadáveres en el agua;
a través de las montañas, cadáveres en tierra.
Ofrendaré mi vida por el emperador,
prometo que nunca daré marcha atrás.
El comandante de todos ellos, Mitsuo Fuchida, nieto de un famoso samurái, admirador de los nazis y, desde 1949, pacifista y misionero presbiteriano, no podía apartar los ojos del fascinante (para él) espectáculo de ruina, aniquilación y espanto:
«Una inmensa columna de oscuro humo rojo subió desde el Arizona hasta los mil pies y la onda de un fuerte golpe sacudió mi avión. Era una odiosa llama roja, el tipo de llama que produce esa clase de pólvora, y supe en ese momento que había explotado un gran polvorín. Terrible».
En la base de Kure, a ocho mil kilómetros, el almirante Yamamoto recibía informes puntuales de la operación Z. Los gritos de alegría de los marinos se escuchaban desde su camarote. El almirante, acostumbrado a ocultar sus emociones, garabateaba impasible unas notas: «Tan sólo deseo servir al emperador como escudo, por mi honor y por mi vida». Luego recordó sus órdenes: «La aviación será la punta de lanza, los submarinos el puñal, pero no hay que dejar un solo navío o un bombardero en pie».
Echó un vistazo, sin abrirlos, a los telegramas y cartas de felicitación que se acumulaban sobre el escritorio a medida que en Japón se conocía el éxito del ataque: «Me temo —aventuró— que hemos despertado a un gigante dormido. Su respuesta será terrorífica». En su premonición se advertían ya los diabólicos braseros de Hiroshima y Nagasaki, donde perecerían decenas de miles de ciudadanos japoneses. «Por fin vamos a vengar Pearl Harbor», aseguró el presidente Harry Truman para justificar el ataque atómico.
En el momento de gloria ningún japonés pensaba en el catastrófico futuro que les aguardaba. «¡Adelante! ¡A la conquista de Asia!», gritaban alborozados los generales de Tokio. Zenji Abe, del portaaviones Akagi, tomó parte en el segundo ataque con su bombardero en picado. Al final de la guerra hizo un aterrizaje de emergencia en las Marianas y se pasó un año escondido en la jungla antes de entregarse a las fuerzas estadounidenses. Lo encerraron un año y medio en un campo de prisioneros de Guam, antes de devolverlo a Japón. «No me sentía excitado ni tampoco sentía miedo —confesó a Time al cumplirse los cincuenta años de la agresión—. Todo lo que deseaba era cumplir lo mejor posible con las órdenes recibidas. Haría como una hora que habíamos despegado del Akagi cuando Chiaki Saito, mi navegante sentado detrás de mí, me informó que acababa de escuchar por la radio las palabras “Tora, tora, tora”. “Bien”, dije. Entre las masas de nubes blancas, acerté a distinguir las olas y las playas. Cuando llegamos a Pearl Harbor los norteamericanos disparaban sus baterías antiaéreas. Volaba a unos tres mil metros, pero pronto descubrí que tenían buena puntería. Empecé a notar el sudor en el cogote.
»Al descender —continúa Zenji Abe— vi seis buques alineados de dos en dos. Piqué hasta cuatrocientos metros por encima del nivel del mar y dejé caer una bomba de doscientos cincuenta kilogramos. Descendí hasta los cincuenta metros y poco a poco remonté el vuelo. Saito gritó desde atrás: “Tocado el objetivo”. Más tarde supe que el barco sobre el que lancé la bomba debía de ser el Arizona».
«Un sueño que va a transformarse en realidad —escribió el marino Kuramoto en su diario—. Vamos a atacar Hawai. Ah, si mi familia pudiera saberlo… ¿Qué pensarán cuando reciban la noticia? Pegarán un salto y batirán palmas. Vamos a demostrar a esos cobardes anglosajones de lo que somos capaces». Kuramoto sería el primero en correr hacia los pilotos para felicitarles. Misión cumplida. Tan excitado estaba que pidió a uno de los aviadores que le regalara su cinta de samurái como recuerdo de aquel día glorioso.
El ex piloto de un escuadrón de cazas, Yyozo Fujita, orgulloso de sus hazañas bélicas, contó en Tokio a la periodista española Montse Watkins que el ataque a Pearl Harbor fue inevitable: «No hubo otra salida para evitar el bloqueo económico impuesto por los Estados Unidos». El aviador se apuntaba así a la tesis del general Tojo, para quien el embargo del suministro de petróleo y acero a Japón fue la razón para la guerra: «Cruzarnos de brazos habría significado la destrucción de Japón», escribió el primer ministro y ministro de la Guerra poco antes de subir al cadalso. «La guerra era la guerra —manifestaba Fujita—. No tiene sentido pedir ni dar disculpas. Pero hay que evitar su repetición a toda costa. Yo me jugué la vida a los veinticuatro años en las dos horas que cambiaron el mundo», añadía orgulloso. Fujita contó a Montse Watkins que trabajó durante veinticinco años como piloto comercial en la compañía de bandera japonesa Jal. Era miembro activo de la Asociación de Pilotos de Caza Zero y visitaba con frecuencia, como otros veteranos, el polémico santuario de Yasukuni, donde se adoraba como un dios al criminal de guerra Hideki Tojo.
A mediados de septiembre de 1941, Minoru Genda visitó la base de Saeki e informó a los altos oficiales del plan de ataque con la orden de no comunicarlo a sus hombres hasta el último momento. «Me lo contó un superior en secreto —añadía Fujita—. Sabía que no cabía la posibilidad de vencer y me hice a la idea de morir durante la misión. En aquella época no podíamos oponer resistencia porque la policía militar nos habría detenido por alta traición a la patria. La noche anterior la pasé bebiendo cerveza, sin poder conciliar el sueño». El comandante de su grupo dio con un movimiento de alas la orden de que se colocaran en formación de ataque. «Subimos de los tres mil a los seis mil metros. Yo me sentía tranquilo, como si se tratara de un entrenamiento rutinario. Habían desaparecido los nervios que me impidieron dormir la noche anterior. El comandante del grupo Fusata Lida nos hizo signos de que se le había agotado el combustible. Dijo adiós con la mano y se lanzó en picado sobre un hangar como un piloto kamikaze. No llevábamos puesto el paracaídas, que utilizamos como cojín. Cumplida la misión, descargadas las dos ametralladoras de 20 milímetros y las dos de 7,7, pude regresar sin problemas a mi portaaviones, el Soryu».
Al abandonar el ataque, a las diez de la mañana, los pilotos japoneses podían sentirse satisfechos de su tarea de demolición. Sus pérdidas habían sido mínimas: sesenta y cuatro hombres, veintinueve aviones y los cinco submarinos de bolsillo (que tan poco le gustaban a Yamamoto). Las pérdidas estadounidenses fueron de 2.433 muertos (otras fuentes hablan de 2.330 o de 2.403) y 1.347 heridos (o 1.178), ocho navíos de guerra hundidos o severamente dañados, otros diez barcos hundidos y 188 aviones destruidos o tocados. No obstante, varios de los buques pudieron ser reparados para volver al servicio activo, entre ellos el California, el Nevada y el West Virginia.
El comandante Fuchida sería uno de los más rezagados al prolongar su vuelo sobre la base. Era como si necesitara contemplar la escena una y otra vez para creer en ella. Sin embargo, se hacía necesario regresar a la flota. Desprovistos de radio-compás, los cazas debían seguir a los bombarderos para encontrar el camino a los portaaviones. El vicealmirante Nagumo, mientras volvían sus aparatos, daba muestras de impaciencia al considerar que se encontraba demasiado cerca del enemigo, a unas 190 millas, diez más de las convenidas para la línea de seguridad. Mitsuo Fuchida, en su bombardero, estaba tomando unas últimas fotografías para verificar la dimensión de los daños causados. Creía que era el último en volver, pero a las once se encontró de pronto con un caza que le hacía señales oscilando las alas. Fuchida decidió volver sobre la vertical de Pearl Harbor y, en efecto, encontró a otro Zero al que devolvió al redil. Los tres aviones tomaron el rumbo noroeste, hacia la flota, donde les esperaban con ansiedad. Era preciso volver hacia Japón y prevenir cualquier posible respuesta estadounidense.
Desde el puente del Akagi el contraalmirante Kusaka «escrutaba el horizonte mirando con ansiedad hacia el sur». Poco después de las once apareció el primer caza con signos de encontrarse en la última reserva de combustible. Enseguida el cielo comenzó a llenarse de aviones que volvían del ataque. El aterrizaje no fue tan ordenado como el despegue, horas antes. Hubo de todo: aterrizajes forzosos, amerizajes cerca de los portaaviones y algún aparato que capotó en el mar. En total regresaron 324 aviones. Todo un éxito. Hubo aplausos, lágrimas en cubierta, abrazos, genuflexiones y apresurados rezos ante los altares portátiles del shinto.
Sin embargo, pasadas las primeras emociones, los pilotos reclamaron al almirante una segunda oportunidad una tercera acometida sobre Oahu. La fiebre del ataque no había cesado en sus mentes, al contrario. Deseaban volver al lugar del crimen para asestar el golpe de gracia a un adversario que estaba groggy. Pensaban que habían dejado el trabajo a medias, que el dispositivo de la base necesitaba una segunda o tercera alfombra de bombas. El jefe de la flota no estaba decidido pero, para ganar tiempo, el capitán Amagai ordenó que se llenaran los depósitos de los aviones.
A la una de la tarde aterrizó el comandante Fuchida, que se apresuró a contar al vicealmirante Nagumo sus impresiones sobre la operación Z. Nagumo, poco deseoso de volver a las andadas, dado su carácter tímido y más bien pacífico, sacó en conclusión que se habían cumplido los objetivos previstos. Fuchida, en cambio, se mostró partidario de un nuevo asalto:
—Los norteamericanos están entregados, sin defensa. Es el momento de rematar nuestro trabajo para que no queden dudas.
Era la idea que les había transmitido Yamamoto: golpear hasta el K.O., hasta la destrucción total del enemigo. Finalmente, el almirante Kusaka, dotado de un gran sentido práctico, puso fin a las discusiones. Poco antes de la una y media el jefe del Estado Mayor se volvió hacia Nagumo y anunció su punto de vista, salvo opinión contraria de su jefe:
—El ataque ha terminado. Nos retiramos.
—Hecho —respondió Nagumo.
De inmediato, y ante la decepción de los pilotos favorables a otro ataque, el Akagi izó los pabellones que ordenaban el cambio de rumbo. La enorme flota viró sobre sí misma y empezó la travesía de regreso. Era la una y treinta y tres minutos de la tarde.
En el calendario budista de la fortuna, 1941 fue el año de la serpiente, un año de buenos auspicios. Debió de serlo para muchos, pero no para Kazuo Sakamaki, comandante de un submarino de bolsillo, henchido de orgullo naval, dispuesto a comerse el mundo aquel diciembre del año de la suerte. Todo le fue mal y eso que se roció bien de colonia marca Cedro de Pekín. Los cinco sumergibles de bolsillo resultaron hundidos y sus tripulantes muertos, salvo Kazuo. Su misión consistía en infiltrarse antes de la medianoche en la bahía, permanecer sumergido hasta el ataque y completar el trabajo de la fuerza aérea de Fuchida. En realidad la batalla de Pearl Harbor empezó una hora antes del ataque de las escuadrillas por el este cuando un dragaminas y un destructor, el Ward, avistaron periscopios japoneses.
Poco antes del raid aéreo los cinco submarinos fueron liberados de los sumergibles-nodriza, los I-24 que los habían transportado desde las Kuriles. Nada más tocar agua empezaron las dificultades para el teniente Sakamaki y el marino Inagaki: el minisubmarino volcó. No era cosa de salir a la superficie. Arreglada la situación de forma provisional, Sakimaki puso rumbo a la entrada del puerto, pero cuanto más intentaba acercarse más se alejaba. Se tomó una taza de sake para calmar los nervios:
—No tengas miedo —le dijo a su marino—, hemos venido aquí para vencer. En cuanto entremos en el puerto lanzaremos los dos torpedos, y si hace falta nos estrellaremos contra en vientre de un acorazado. Ese es nuestro destino ¿Comprendes? ¡Viva el emperador!
Al terminar su grito de victoria, un choque, un golpe hizo estremecer al submarino. Sakamaki perdió el conocimiento durante unos minutos. Al despertarse comprobó que los torpedos estaban intactos. Era el alba y el destructor lanzaba cargas de profundidad. Fue justo en el momento en que Fuchida daba la orden de ataque a sus aviones.
—Mira el humo, escucha las bombas y los torpedos —dijo alborozado el teniente—. Ahora nos toca a nosotros. A por ellos.
De pronto el submarino, «bang», chocó con un arrecife de coral. Todo había terminado. El sumergible sufrió daños muy serios, perdía aire comprimido y gas, se cortó la electricidad. Uno de los torpedos había quedado inservible. Cuanto más trataba de empujar al pequeño navío hacia el puerto más se desviaba del objetivo. Era ya media tarde y a través del periscopio el teniente lo veía todo negro, como su propia aventura.
—Hemos fracasado y la culpa es mía —se lamentó un Sakamaki lloroso y desesperado—. Ya no podremos acudir al punto de cita con los submarinos.
La luna descendía por el oeste. El teniente, ayudado por su marino, colocó una carga de dinamita y abandonó el submarino de bolsillo. Al saltar Tnogoku fue tragado por las olas. Sakamaki nadó hasta la playa para convertirse en el primer prisionero de guerra japonés, el único de la batalla de Pearl Harbor. Para colmo de males el submarino no estalló. Fue a parar a un amarradero de Key West en Florida, en 1947, no lejos de la casa de Hemingway.
Kazuo Sakamaki pasó los cuatro años siguientes en un campo de prisioneros. Le torturaba la idea de haber sido hecho prisionero. «Intenté matarme —confesó—, golpeándome la cabeza contra la pared como otros compañeros míos». Cuando lo repatriaron en 1946 el teniente se encontró con que era una celebridad en Japón: el marino que se había rendido en Pearl Harbor. Pero no todo eran insultos y sarcasmos, también recibió cartas de apoyo y ofertas de trabajo. Entró en la fábrica Toyota donde con los años se convertiría en uno de los principales directivos de la empresa.
En 1965 visitó Pearl Harbor. «Me inscribí en un viaje organizado», declaró a Newsweek. «Estaba solo, el resto de los turistas eran norteamericanos. Nos llevaron al Arizona… No hablé una palabra con nadie. Nadie allí sabía quién era yo. Me asaltaron una serie de impresiones extrañas…».