El pueblo estadounidense pedía venganza. Y también responsabilidades. Antes de pensar en una contraofensiva (de momento algo difícil, dadas las bajas de la flota), el Gobierno de los Estados Unidos tenía que ofrecer un chivo expiatorio.
El almirante Husband Kimmel, jefe de la flota en Pearl Harbor y el Pacífico, había dejado preparados los palos de golf para su duelo con el general Short, poco antes del ataque aéreo. Era un hombre y deportista competitivo, por eso su partida del domingo con su colega, el jefe del Ejército, le tenía absorbido el seso. Era, además, una persona sin demasiada imaginación, partidario de la estricta disciplina, trabajador sin descanso, tradicionalista y poco amigo de innovaciones. Odiaba los cócteles y las recepciones sociales, así que aceptó por cortesía acudir a la fiesta que los altos mandos daban en su honor en el acreditado hotel Halekulani, junto a la playa de Waikiki.
El general Walter Short, por su parte, era un jefe militar de pocas luces, pero sabía apreciar las bellezas del paisaje. Cuando regresaba de la fiesta de caridad en el campamento de Schofield se tomó un tiempo para admirar el panorama de tarjeta postal que se ofrecía a sus pies, el fulgor de Pearl Harbor, el espejeo, el destello sobre las aguas de la luz los faroles y del reflector que iluminaba de vez en cuando el cielo.
—¿No es hermoso? —comentó—. Y qué objetivo para un enemigo…
Esa noche la policía militar tuvo poco trabajo. Tan sólo veinticinco soldados, de los 42.592 de la guarnición, fueron recogidos borrachos en la famosa Hotel Street de Honolulú. El acontecimiento más notable del sábado 6 de diciembre había sido el concurso de bandas de la Marina, que ganó la orquesta del Pennsylvania. Tras la entrega de premios todos cantaron Dios salve a América y la cita filarmónica concluyó con un baile. El programa del día siguiente era el de todos los domingos: un poco más de sueño para los que no tuvieran guardia, iglesia, golf, béisbol, cine, barbacoa en el jardín, baños en la playa, surf y, según para quién, chicas en Hotel Street y cerveza a caño libre. Todo como en el film De aquí a la eternidad.
El almirante Kimmel, de grandes orejas y nariz pronunciada, era de costumbres espartanas. Hasta el uniforme color caqui, introducido desde hacía poco en la Marina, «perjudicaba —según él— la dignidad y el espíritu militar de los que lo llevan». Su promoción al cargo, saltando por encima de treinta y dos almirantes en una carrera meteórica no sentó nada bien dentro de la Armada. Se disponía a cambiar el uniforme por la camisa y el pantalón de deporte cuando repiqueteó el teléfono: uno de sus oficiales le informaba de que el destructor Ward había detectado un submarino japonés de bolsillo. Después le informaron de que los japoneses arremetían contra la base. Desde el jardín de la casa de su ayudante, el capitán Earle podía ver en Battleship Row, la avenida de los acorazados, algo que hizo que la sangre le bajara a los talones: las primeras columnas de humo, el fuego, las detonaciones, el paso rasante de los aviones, el tableteo de las ametralladoras. «Su rostro —recordó más tarde su esposa— era del color del uniforme que llevaba: blanco».
El almirante evocaría más tarde aquellos instantes: «El cielo aparecía cubierto de enemigos. Vi cómo el Arizona emergía unos segundos para hundirse del todo».
—Parece que han alcanzado al Oklahoma —comentó la señora Earle.
—Sí —respondió lacónico Kimmel—, ya lo veo.
«Este despacho debe considerarse como una advertencia de guerra (war warning)», le había comunicado Stark, jefe del Estado Mayor de la Marina. Por su parte, el jefe del Estado Mayor del Ejército, transmitió al general Walter Short una nota de aviso en parecidos términos: «Hostile action possible at any moment». («Una acción hostil puede producirse en cualquier momento»). Efectivamente, tuvo lugar una acción hostil. Los dos jefes militares de Pearl Harbor, al ver el panorama, pensaron automáticamente en los yellow bastards («bastardos amarillos»). Una bala perdida fue a dar en el pecho del almirante Kimmel, quien no tardaría en ser apartado del mando, lo mismo que el general Short. «Esta bala —exclamó Kimmel— tendría que haberme matado». Sabía lo que le esperaba porque el presidente y la opinión pública, que pasó del temor a la ira, reclamaban un culpable, una cabeza en bandeja de plata a la que responsabilizar de la catástrofe. Lo que se procuró ocultar por todos los medios es que la imprevisión, la falta absoluta de cautela que favoreció el éxito del ataque japonés, fue una responsabilidad general, empezando por el propio presidente y su Gobierno y pasando por todos los mandos militares.
Cuando Kimmel preguntaba a Mac Morris, de la Oficina de Operaciones, si existía algún peligro de ataque por sorpresa sobre la base, éste nunca dudaba al responder: «Absolutamente excluida esa posibilidad». La seguridad y autoconfianza de los estadounidenses tenía su lógica: ¿cómo podrían navegar los japoneses a lo largo de más de 5.630 kilómetros sin que se advirtiera su presencia? Los japs tenían otro punto de vista.
El capitán de corbeta Genda Minoru, durante dos años agregado naval en Londres y admirador como Yamamoto de la fuerza aeronaval, de 36 años, joven as de la aviación que formó parte del grupo de planificadores del ataque, fue algo más prudente en su respuesta cuando Yamamoto le preguntó si el ataque era viable: «Arriesgado pero posible», afirmó Genda con gesto agridulce, antes de aconsejar que se utilizaran todos los portaaviones para un asalto combinado de bombarderos de altura, en picado y torpederos. Después de la guerra Minoru Genda fue jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea, miembro del Parlamento y estrecho amigo de los EE.UU.
El general Short no sabía qué hacer. Escuchó el ruido de las bombas pero, corto de reflejos, no supo a qué atribuirlo. Llamó a su oficial de inteligencia:
—¿Qué pasa ahí afuera?
—No lo sé, mi general —balbuceó el coronel Bicknell—, pero acabo de ver cómo hundían dos de nuestros navíos.
—Eso es ridículo —protestó Short encolerizado.
El 15 de diciembre el mundo, por primera vez casi todo el mundo, estaba en guerra. Después del ataque a Pearl Harbor había cuarenta y ocho naciones en conflicto, además de las posesiones coloniales europeas, que incluían toda África y buena parte de Asia. Era el momento culminante de una guerra que produciría un total de unos sesenta o setenta millones de muertos.
Las primeras «bajas» estadounidenses de cierto nivel iban a ser Kimmel y Short, por no saber reaccionar ante el ataque. Fueron apartados del mando casi de inmediato, y si bien se reconocieron sus responsabilidades en la ineficaz defensa, nunca fueron sometidos a un consejo de guerra. Lo que no se dijo es que nunca fueron informados sobre los mensajes cifrados japoneses de Magic-Purple, ni siquiera contaron con una máquina Purple en Hawai. El presidente Roosevelt, en una de sus charlas por radio al amor de la lumbre, anunció el sacrificio de ambos en el altar de la popularidad de Douglas MacArthur. Ese personaje teatral, el niño mimado de la derecha republicana, se convertiría rápidamente en el símbolo del patriotismo y la victoria, casi en igual o hasta mayor medida que las barras y estrellas de la bandera. Estados Unidos es una nación, tal vez como todas, en permanente búsqueda de héroes. De un plumazo se habían depurado responsabilidades y se había conseguido un espejo de valor militar para levantar los ánimos del país.
Sin embargo, ¿cómo explicar los fallos de seguridad? ¿Cómo pudieron concatenarse tantos errores? El «olvídalo» del teniente Tyler; el «eso es ridículo» del general Short… ¿Cómo pudo juntarse tanta irresponsabilidad de una sola vez? Más de una hora antes del ataque, el contratorpedero Ward avistó en la bocana del puerto un submarino japonés de bolsillo. Es un tipo de nave tripulada por dos hombres y armada con sólo dos torpedos. El capitán Outerbridge avisó al mando, pero era domingo. Su mensaje, sin embargo, era claro: «Atacado con cargas de profundidad un submarino que operaba en nuestra zona de defensa». En el cuartel general de la XIV Región Naval pensaron: «Habrá sido, como otras tantas veces, una ballena o un salvavidas».
Por otra parte, la guerra del Pacífico ni siquiera había empezado en Hawai. Dos horas antes del ataque a Pearl Harbor la aviación nipona había iniciado el bombardeo de las pistas de aterrizaje malayas. ¿Es que nadie se tomó la molestia de alertar a las fuerzas estadounidenses en su base hawaiana?
El capitán Outerbridge repitió el recado al cabo de un rato: «Hemos atacado con cañón y cargas de profundidad y hundido un sumergible que navegaba en la zona de defensa». Esa primera escaramuza tendría que haber desatado la alarma. Sin embargo, el mensaje cayó en el vacío. Kimmel llegó a su cuartel general pasadas las ocho y diez, una hora después del aviso del destructor Ward y quince minutos más tarde del inicio del ataque principal. Éste se prolongó durante casi dos horas, y en todo ese tiempo parece que tan sólo unos cuantos cazas estadounidenses lograron despegar de la base para hacer frente a los aviones de Fuchida.
Los problemas defensivos se acumularon. En algunos de los navíos de Kimmel la desidia había llegado a tal extremo que las baterías o no tenían municiones o éstas habían envejecido hasta quedar inservibles. Los aviones, como vimos, tenían los tanques de combustible vacíos para evitar sabotajes, y sus armas no estaban cargadas. La defensa activa desde el aire era casi imposible.
Se vieron escenas surrealistas. Un oficial, preocupado por los formalismos, recriminaba a un marino, que disparaba desde un cráter abierto por las bombas enemigas, por combatir sin casco. Otro se tomó la molestia de advertir a sus hombres, en medio de un mar de fuego, que estaba prohibido fumar. Cuando aterrizaron los B-17, el sargento Welch corrió por la pista para avisar del peligro a la primera superfortaleza volante:
—¡Rápido, capitán —gritó el sargento—, deben remontar el vuelo. No nos quedan municiones!
—¿Quién es usted? —le respondió el capitán con malos modos—. Deme su nombre y su graduación. Le castigo con diez días de arresto por descortesía hacia un superior.
El candor fue denominador común en la base. Ni los militares ni los civiles quisieron admitir la realidad de los hechos hasta que no vieron el titular del Star o escucharon las noticias de la radio. No hubo más remedio que ver las cosas como eran, aunque fuera demasiado tarde: eran los japoneses y era la guerra real, no un mal sueño. Incluso había quien pensaba que eran los propios aviones estadounidenses los que bombardeaban la base por error. La red telefónica se bloqueó con llamadas de los escépticos, los curiosos y los aterrados.
Los testimonios sobre la falta de preparación del personal emplazado en Hawai son constantes y sorprendentes: la señora King, en Honolulú, lo cuenta Walter Lord, telefoneó a su garaje para saber si podrían lavarle el coche por la mañana; Arthur Land llenó su coche de ensaladas para la merienda anual de los alumnos de la escuela; Hubert Coryell salió tan campante para tirar al arco. Se dieron casos de auténtica ceguera: el subteniente Patton, de permiso ese día, pescaba en un bote con sus amigos cuando vio cómo un avión convertido en una bola de fuego se desintegraba al caer al mar. «Pensó —escribe Lord— que se trataba de un accidente. Remó hasta el lugar del siniestro con la esperanza de salvar al piloto. En ese momento, un segundo avión picó sobre la barca y la ametralló, hiriendo a uno de los pescadores. Patton creyó simplemente que el piloto trataba de llamar la atención sobre el accidente que acababa de producirse». La señora Gillis, que salía de la iglesia, vio un edificio en ruinas y pensó que habría explotado la caldera; otra señora, llamada Bradeley, herida por una esquirla cuando daba de comer a sus gallinas, se creyó «víctima de la impericia de un cazador».
El desconcierto de los civiles es comprensible, pero el de los militares sólo puede explicarse de acuerdo con una suma de incompetencias que va más allá de la sorpresa táctica japonesa. La defensa apenas si respondió al ataque. Los hombres no sólo estaban sorprendidos, sino mal entrenados. Pearl Harbor fue durante casi dos horas un campo de negligencia. Los defensores trataron de reaccionar, pero el primer golpe fue tan demoledor, los medios de protección tan insuficientes y el despiste tan generalizado que los japoneses regresaron a sus seis portaaviones con la miel de la victoria en los labios. Tal y como ponía en sus cintas de samuráis, había sido una «victoria segura».
No había terminado la embestida cuando el diario local Star Bulletin puso en la calle una edición extraordinaria con titulares de grueso calibre: «La guerra». Y en caracteres más pequeños: «Oahu bombardeado por los aviones japoneses». Un inspector de Policía llamó al redactor-jefe, Riley Alien, para pedirle que retirara a sus vendedores y voceadores que se entrometían en la zona de bombardeo. En las farmacias arrancaban el aceite y los ansiolíticos de las manos de los mozos de botica. Las casas se abrían para ofrecer a los soldados Coca-Cola, cigarrillos, galletas…
Cuando los últimos aviones japoneses partieron el espectáculo era desolador. A los muertos y heridos, a los edificios e instalaciones destruidos, había que añadir el efecto desmoralizador de ver, en las aguas de la bahía, algunos de los mejores barcos de la flota del Pacífico hundidos en sus propios muelles, cubiertos de humo y fuego. Los jefes militares de la isla, pero no sólo ellos, se habían ganado a pulso la destitución.
UN MINUTO DESPUÉS DEL ATAQUE
En la mitología estadounidense Pearl Harbor representa —según comentó la revista Time— «un momento clásico de traición y perfidia, cuando lo imposible ocurrió. Fue el día en que los Estados Unidos pasaron de ser una nación de inocentes provincianos, no sólo ignorantes del gran mundo sino orgullosos de su ignorancia, a un país que debería cargar con frecuencia con la responsabilidad de rescatar a ese mundo de los peligros». También cambió a Japón que curiosamente, en los años siguientes a la derrota, consiguió, por medio del trabajo, la industria y el comercio los objetivos que no había alcanzado con una guerra devastadora.
En Hawai, sobre todo en el entorno de la base, se vivió a partir de entonces una psicosis aguda de «espionitis». La gente veía traidores por todos lados, incluso pilotos de Hitler. Cualquier señal más o menos extraña se interpretaba como una amenaza. Llegaban informes, que se revelaron falsos, sobre la aparición de nuevos submarinos y aviones japoneses. A los niños se les prohibió que comieran bombones por si estuvieran envenenados. Las bases se erizaron de cañones y ametralladoras pesadas, esta vez con abundantes reservas de munición. Se formaron partidas de guerrilleros dispuestos a echarse al monte y a las plantaciones de azúcar ante el temor de un nuevo ataque o un desembarco. A todas horas se recibían en la comandancia mensajes avisando de desembarcos, asaltos anfibios o caída de paracaidistas.
El general Short, en los instantes posteriores al ataque, instaló su cuartel general en un viejo túnel excavado bajo una colina. Desde allí telefoneó al presidente Roosevelt:
—Creo, señor presidente, que está a punto de producirse un desembarco japonés. No debemos correr ningún riesgo. Solicito el envío urgente de armas y soldados.
Roosevelt le deseó suerte y le prometió el envío de pertrechos y tropas de refresco. «Protéjanse», añadió el presidente a modo de despedida y colgó.
La movilización, aunque tardía, fue general. Los scouts, las mujeres, los ancianos y hasta los niños se incorporaron con brío a las tareas de defensa. Las patrullas militares, en plena psicosis, detenían a los japoneses de la isla, que en todo el tiempo que había durado el ataque no movieron un dedo para ayudar a los aviones de Fuchida. La población blanca deseaba venganza, pedía campos de concentración para encerrar y dejar morir de hambre a los que hasta ese momento habían sido sus vecinos. Algunos oficiales estadounidenses salvaron a los niseis del linchamiento in extremis.