Alguien, un periodista, se acordó en Honolulú de Nagao Kita, el cónsul japonés en la isla. Era Lawrence Nataksuka, reportero con olfato del Star Bulletin que corrió a entrevistar al cónsul:
—No sé nada, no veo nada anormal. ¿Un ataque japonés? ¿Dónde está el ataque? —manifestó con cara de no haber roto un plato en su vida.
—Pero señor cónsul —balbuceó el reportero—, a las pruebas me remito. No tiene más que mirar por la ventana.
—Nada, nada, son imaginaciones suyas. ¿Puedo invitarle a una taza de té?
Lawrence no se dio por vencido. Regresó a la redacción del Star para volver con un ejemplar del periódico y el titular que reventaba en primera plana: «La guerra. Oahu bombardeada por aviones japoneses». Ni siquiera un argumento tan irrefutable sacó a Kita de sus trece. A las 11.00 h, o sea, más de una hora después de que la operación Z hubiera concluido, el teniente Yushio Hasegawa, el único oficial de Policía de origen japonés de la capital, entró en el despacho del consulado. De la habitación contigua salía un humo espeso: los funcionarios del emperador procedían a quemar a toda prisa los documentos secretos. Lograron salvar algunos papeles que hicieron llegar al FBI. Yushio interrogó al cónsul Kita:
—¿Sabían ustedes del ataque lanzado por Japón?
Subrayan los manuales de periodismo que a preguntas obvias, respuestas obvias:
—No, no sabíamos nada —respondió el señor cónsul general—, ustedes nos traen la primera noticia.
Al volver a su casa, después de almorzar sopa de pescado en el restaurante Seaview Inn, el diplomático espía Yoshikawa Shigeru, alias Morimura (el apellido figura en Japón en primer lugar). Tadachi (el nombre), volvió a casa. Tenía la sensación de haber hecho un buen trabajo. No sabía que habían seguido todos y cada uno de sus pasos desde que desembarcó en Honolulú a los sones de Aloha oé, la canción de bienvenida compuesta por la última reina de Hawai. Tenían órdenes de fotografiar a todos los japoneses que llegaran. El agente de contraespionaje naval Theodore Emanuel tomó la primera fotografía del diplomático-espía. Ahora sabemos, cosa que no figura en los libros sobre Pearl Harbor publicados hasta los noventa, que Yoshikawa fue un «tonto útil» para los norteamericanos, aunque cumplió con la misión encomendada por sus jefes. El FBI ocultó las actividades del japonés durante más de cincuenta años. El consulado del tenno en la capital hawaiana estuvo siempre bajo vigilancia y el teléfono de Morimura-Tohimura pinchado. Ninguno de sus mensajes llegó a manos del almirante Himmel o del general Short, aunque el espía operaba en su isla. Y no llegaron por la mala traducción o por las perturbaciones atmosféricas o por retrasos burocráticos, sino porque Washington lo quiso así. Stinnett sostiene que los servicios de inteligencia dejaron hacer al espía y a su socio Kotoshidoro, norteamericano de nacionalidad y funcionario del consulado. Otras fuentes afirman que sin pruebas concluyentes era inútil llevarlo a los tribunales por espionaje: el juez no hubiera tardado en ponerle en libertad. Además, estaba prohibido detener súbditos japoneses.
Llegó a la isla en marzo de 1941 para redactar un estudio jurídico para su Ministerio de Asuntos Exteriores sobre los niseo, la primera generación de japoneses nacidos en Hawai, y creyó que borraba todas las pistas. ¿Cómo podía haber imaginado que hasta el presidente Roosevelt conocía su identidad y los informes que elaboraba para Tokio? Durante nueve meses, hecho todo un playboy, paseó con sus geishas por la isla, requirió en amores a su empleada doméstica, una joven nisei de diecinueve años a la que llevaba a todas partes para infundir menos sospechas. Pescó frente a los navíos de Pearl Harbor, se bañó para comprobar la profundidad de las aguas, poco profundas, de unos doce metros, pateó montes y valles con los ojos bien abiertos, se inscribió como socio en el club aéreo, frecuentó los bares de oficiales, se emborrachó a conciencia, protagonizó escándalos que llegaron a los diarios. Estaba agotado. Perdió peso. No había logrado pegar ojo durante las últimas semanas, consumido por la tensión.
Al llegar a las torres de Aloha, se encontró en la puerta con dos agentes del FBI. Su empleada doméstica había desaparecido y Yoshikawa pidió al agente permiso para fumar un cigarrillo, lo que le fue concedido, y fue internado junto con el cónsul y los funcionarios de la representación diplomática en Hawai. Al salir del campo de internamiento Yoshikawa se retiró a su aldea en la isla de Shikoku donde montó una gasolinera.
Muchas personas contemplaban sobrecogidas el paisaje, las columnas del espeso humo amarillento que se elevaban sobre Battleship Row, el pringue de aceite y cieno, el frenético carrusel de los aviones japoneses. «Menos mal que nuestros portaaviones se han ido. Hirohito se queda sin la mejor presa», le comentó el futuro novelista James Jones a un amigo. En efecto, el Lexington se encontraba en Wake, el Enterprise en Midway y el Saratoga en San Diego, en el dique de carenado y reparaciones. También el almirante Yamamoto lamentaba en su cuartel general la ausencia de los portaaviones. Si al menos el primer ministro Tojo le hubiera hecho caso… Yamamoto había propuesto el desembarco del ejército en Oahu, una vez que la aviación hubiera pasado la garlopa sobre Pearl Harbor. La ocupación de la isla, con el corte de las rutas de abastecimiento, habría trastocado por completo los planes de MacArthur y quizá otro gallo hubiera cantado en las batallas del mar del Coral y Midway.
«Los domingos —escribió James Jones en WWII— nos daban doble ración de leche. La mayoría de nosotros parecíamos más preocupados por salvar las botellas de leche que por las explosiones en Wheeler Field. “¿Son explosiones de dinamita?”, me preguntó un veterano cargado con su bandeja de pasteles. Sólo cuando aparecieron en vuelo rasante los aviones salimos a la calle sin olvidar las botellas de leche, no fuera que nos las robaran. Eso es lo que nos preocupaba en aquel momento único en la historia».
Si en el primer momento algún marino despistado saludó al aviador nipón creyendo que era de los suyos, James Jones vio con toda nitidez al piloto que se acercaba hacia él como un tiburón hambriento. Con su rostro escondido detrás de sus gafas, «llevaba un pañuelo de seda en torno al cuello y una cinta roja en torno al casco, con un punto rojo en el centro. Luego supe que la cinta era la hachimaki, la banda que portaban los samuráis del medievo antes de lanzarse a la batalla». Simbolizaba la aceptación del supremo sacrificio.
A media tarde, Jones salió de Schofield hacia las trincheras abiertas en la playa. «Pasamos por Pearl Harbor. Nunca olvidaré el espectáculo, las humaredas que se elevaban hacia un firmamento brillante y soleado a lo largo de kilómetros, hasta donde alcanzaba la vista. Todos parecían apresurarse, ya tarde, en montar ametralladoras sobre los camiones». Jones, en De aquí a la eternidad, dejó un claro testimonio, de primera mano, sobre las impresiones de aquel ataque, incluso en los detalles más nimios. «Warner volvía con los huevos y los pasteles, con el voraz apetito de siempre que se emborrachaba, cuando una explosión sonó bajo el suelo e hizo oscilar las copas. Yo me quedé quieto, los demás dejaron de comer y se miraron unos a otros: “Están dinamitando algo en Wheeler Field”, dijo alguien por decir algo».
Otro testigo del ataque fue el hawaiano John García, que contaba dieciséis años y trabajaba como aprendiz en el centro naval. «Hacia las ocho me despertó mi abuela. “John —me dijo—: los japoneses bombardean Pearl Harbor”. Ella sí lo tenía claro. “Serán unas maniobras”, respondí adormilado. Pero ella insistió: “No, lo han anunciado por la radio. Piden a todos que se incorporen a sus puestos”. Salí en pijama al porche y vi las volutas de humo que el fuego antiaéreo trazaba en el cielo. Y los aviones torpederos japoneses.
»Me encontraba a seis kilómetros —contó a Studs Terkel en The Good War—. Subí a mi motocicleta y llegué al ojo del huracán en cinco o diez minutos. Era un caos. Mi barco, el USS Shaw, ardía por los cuatro costados. Apareció un bombardero y picó sobre el Pennsylvania, que estaba cerca, a dos pasos. Me protegí detrás de un bloque de cemento. Un oficial se aproximó hasta mí y me pidió que ayudara a extinguir el incendio del Pennsylvania. Las llamas se elevaban sobre el depósito de municiones, de pólvora, de proyectiles. Me negué en redondo:
»—Ni se le ocurra pensar que voy a meterme en ese infierno —contestó García a la invitación del oficial.
»Yo era joven, dieciséis años, pero no estúpido, al menos no por sesenta y dos céntimos por cada hora de trabajo. Pasó una semana y me llamaron a un consejo de guerra. Les dije que yo no formaba parte del personal de servicio y que, por lo tanto, nadie podía darme órdenes. Lo que sí hice fue ayudar a rescatar a los heridos desparramados en el agua. Algunos estaban inconscientes, otros eran cadáveres. Me pasé todo el día nadando en la bahía junto con otros hawaianos. Recuperé no sé cuántos cuerpos, ni siquiera supe si estaban vivos o muertos. La excitación era indescriptible. Algunos de nuestros marinos disparaban armas de cuatro pulgadas. Todo el mundo sabe que no puedes derribar un avión con un arma de ese calibre. Nuestros proyectiles iban a caer en Honolulú. Mataron a mucha gente en la ciudad. Al volver a casa me hicieron saber que una bomba japonesa había destruido el bungallow de mi novia. Salíamos juntos desde hacía tres años. Más tarde supimos que había sido un proyectil norteamericano. Mi chica murió en el acto. En ese momento se vestía para acudir a la iglesia».
Un superviviente de Pearl Harbor, E. E. Lajeunesse, supo, a pesar de lo joven que era, que tarde o temprano los Estados Unidos entrarían en guerra contra Hitler: «Con esa idea en la cabeza pedí a mi madre que firmara un papel por el que se me permitiría ingresar en la Marina. En 1940, la Marina anunció que aceptaría el alistamiento de los que hubieran cumplido diecisiete años. Pensé que sería mejor estar entrenado antes de que estallara la guerra. Por fin pude convencer a mi madre para que firmara.
»Me aceptaron en la caja de reclutas de Albany —contó en el portal de Internet Task Forcé— y partí hacia el campamento en el que me adiestraron durante tres meses. Además de los ejercicios físicos me enseñaron a apagar los incendios en un barco, a reparar los daños, a abandonar el buque llegado el caso… Había que subir a lo más alto, porque las posibilidades de sobrevivir a un ataque de torpedos en la sentina o en los pisos de abajo eran mínimas. Después había que lanzarse al mar desde arriba, nadar deprisa y alejarse del barco por si éste se iba a pique y tú con él.
»Durante un mes seguí los cursos de maquinista. Me asignaron al USS Helena CL50, fondeado en Long Beach, California. Al inscribirme, me preguntaron si sabía escribir a máquina y dije que sí.
»Mi bautismo de fuego lo viví el 7 de diciembre, en Pearl Harbor. Me hallaba en la oficina de ingeniería escribiendo a máquina cuando un torpedo vino a pegar en la sala de máquinas, debajo de la oficina. El efecto de la explosión me proyectó hacia el techo y quedé tendido en el suelo, perdido el conocimiento. No recuerdo cuánto tiempo permanecí inconsciente. Al salir, aturdido, comprobé que muchos de mis compañeros yacían en carne viva por efecto del torpedo. Ayudé como pude a trasladar a los heridos a las ambulancias cuando pasó un caza Zero ametrallando la cubierta. En trances como ése, haces lo que el instinto te dicta. Si te pones a calcular las consecuencias, eliminas el factor instinto. Mientras disparaban desde las ametralladoras me quedé anonadado al advertir los destrozos en el Oklahoma, que encajó tres torpedos seguidos. Un obús de quinientos kilos había caído sobre el castillo de proa del Arizona, lo que provocó la explosión de los depósitos de munición del acorazado. Tanto me impresionó aquel cuadro, que no recuerdo lo que hice el resto del día.
»Al día siguiente levantamos acta del número de muertos y heridos y verificamos los daños en nuestro barco: el agujero abierto en la línea de flotación era tan grande que un camión habría podido pasar por él. El Helena derribó cuatro aviones enemigos, y eso que disparamos con tres balas trazadoras y un proyectil normal por cada carga, o sea, una posibilidad entre cuatro de alcanzar a un avión. Mi madre recibió un telegrama en el que le comunicaban que yo había muerto en combate. Pocos días después llegó hasta sus manos una carta mía en la que desmentían la noticia.
»A veces me preguntan cómo me sentí en Pearl Harbor. Pues, cagado de miedo, muertecito de miedo. Confías en el instinto, eso es todo. Circula un dicho entre los militares: cualquiera que haya entrado en fuego y afirme que no ha sentido miedo o es el más mentiroso o el más tonto del mundo».
Cari N. Best, casado pocos meses antes del ataque, había alquilado un apartamento simado en una colina que daba al puerto de Honolulú. Una vista hermosa para unos días que no fueran aquéllos:
«El 6 de diciembre salimos mi mujer y yo de compras. Después pasamos parte de la noche en una sala de fiestas. Al día siguiente por la mañana, temprano, nos despertó el fuego antiaéreo. Salimos al jardín. Como yo estaba en la Marina atribuí el desaguisado al Ejército. Luego supe que ellos nos echaban la culpa a nosotros por haber puesto en marcha las baterías. Los dos nos equivocábamos. Subí a grandes zancadas hasta mi piso y por la radio informaron de que los japoneses atacaban la base. La pareja con la que compartíamos el piso tenía un coche en el garaje, de modo que los cuatro nos pusimos en marcha para tomar el camino de Pearl Harbor. Ya en la autopista, en medio de un tráfico descabellado, una barrera de la Guardia Nacional detuvo nuestro coche. Hicieron bajar a las mujeres porque, advirtieron, los japoneses ametrallaban la carretera.
»Así era, porque desde otro vehículo en el que subimos pudimos comprobar los numerosos coches despanzurrados en las orillas o en medio de la autopista. Un camión pasó a nuestro lado. Llevaba en la caja a un soldado al que la metralla había arrancado una pierna: reía a carcajadas y gastaba bromas a los enfermeros.
»Al llegar a Pearl Harbor los aparatos japoneses ametrallaban todo lo que se les ponía a la vista. Llegué en una chalupa hasta mi navío, el USS Curtis. Varios de nuestros hombres resultaron muertos en el ataque. Ayudé a rescatar heridos y los trasladé en una barca de salvamento. Estaba cubierta de sangre. Cuatro días después, a algunos miembros de la tripulación nos concedieron cuatro horas libres de servicio. Por fortuna, yo fui uno de ellos. Volví a Pearl Harbor con mi mujer cincuenta años después, el 10 de abril de 1991. Era nuestro aniversario de boda».
Wade Hawkings llevaba cuatro años y medio de servicio en el USS Tennessee como capitán artillero de una batería antiaérea:
«Celebré mi vigesimotercer cumpleaños el sábado 6 de diciembre. El 7 me desayunaba solo cuando escuche una serie de deflagraciones. Pensé que se trataba de un ejercicio táctico. “Ni en domingo nos dejan en paz”, dije para mis adentros. Salí a cubierta y, al ver que eran los aviones japoneses los que arrojaban las bombas y describían un círculo para volver sobre el objetivo, me refugié detrás de una mampara metálica. En medio de la embestida me dio un ataque de histeria y me puse a reír como un loco. Luego corrí hacia la torreta, donde mis hombres estaban ya en la tarea. Abrimos fuego durante largo rato. A los del Tennessee nos adjudicaron el derribo de cinco aviones enemigos. Nunca sabré si mi antiaéreo abatió alguno de ellos.
»El capitán Reardon, mi capitán, subió a bordo vestido de paisano, con un sombrero de paja. Uno de los oficiales le recordó cómo iba vestido. Respondió que no tenía el uniforme a mano. Cambió el panamá por un casco y siguió en su trabajo como si tal cosa. Era un gran hombre. Tengo el honor de haber combatido a las órdenes de un jefe vestido con ropa civil.
»Dos o tres días más tarde, los cadáveres de los soldados y los marinos aparecieron en la superficie del agua. Estaban cubiertos de grasa, de agua aceitosa, y sus cuerpos aparecían quemados, decapitados, sin brazos o piernas. Los enterramos en una fosa común. Mi amigo Bob Graves, marino en el Utah, me ayudó a darles sepultura. Tenía diecisiete años, muy joven aún para hacer ese tipo de trabajo.
«Cincuenta años después, Bob y yo volvimos a Honolulú. Había a las puertas del hotel un autobús lleno de pilotos japoneses, de los que nos bombardearon aquel día aciago. Un historiador naval vino hasta mí para decirme, al saber que había servido en el Tennessee, que uno de los pilotos que atacó mi barco quería saludarme y conocerme. Me negué. Lo que debe hacer el Gobierno imperial del Japón es pedir disculpas a los Estados Unidos. La canallada, el ataque sin previa declaración de guerra ni siquiera lo mencionan en sus escuelas». (Testimonios extraídos de una entrevista en Task Force, portal de Internet que puede consultarse estos días).
Se cree que el primer muerto en Pearl Harbor fue el marino californiano de diecisiete años Lawrence McCutcheon. Hacia las 7.52 de la mañana el teniente Jinichi Goto, al frente de los aviones torpederos del Akagi, dirigió el primer ataque de los pilotos desde la Cabeza del Diamante, en cuyas olas retozaron Deborah Kerr y Burt Lancaster en De aquí a la eternidad. Se fue hacia el Maryland y el Oklahoma, lanzó su torpedo a las aguas y se elevó abriendo fuego de ametralladora. Un proyectil fue a dar en el corazón del joven McCutcheon. Las primeras bajas civiles se registraron entre los bomberos de Honolulú, la única ciudad norteamericana sometida a un raid aéreo, que acudieron a Camp Hickam al creer que se trataba de un incendio.
Por sus actos de sacrificio y heroísmo los soldados y marinos de Oahu recibieron quince Medallas de Honor del Congreso, sesenta Cruces de la Marina, cinco Cruces por Servicios Distinguidos y sesenta y cuatro Estrellas de Plata.