El saxofonista Jack Lord pasó por encima de su cabeza la correa del instrumento y guiñó un ojo a su amigo William, el batería:
—Animo, que dentro de poco estaremos en Waikiki.
Habían quedado para cabalgar las olas de pie sobre una tabla. El surf era un invento hawaiano. A continuación sopló en el saxo para probar sus fuerzas. Por todos lados se escuchaban los saludos mañaneros: «Hi, Joe», «Helio, Jack». Se daban cita en los bares, en el Eagle, en el Golden Gate, en la playa, en las casas, en la iglesia. Tampoco es que trabajar como músico para la Marina fuera un oficio agotador.
A las ocho de la mañana se izaban las banderas a bordo de los buques de guerra. En los navíos de menor calado bastaba con que el marinero de guardia tocara su silbato. En otros hacían sonar la corneta, pero en navíos como el Nevada la banda interpretaba el himno nacional The Star-Spangled Banner (La bandera cuajada de estrellas).
Había en Pearl Harbor quienes compraron tarjetas de Navidad para enviarlas a familiares o amigos en Estados Unidos: «Desde este paraíso os recordamos con cariño», etc.… Los estadounidenses creían tener bajo control el océano Pacífico, no había nada amenazador en el horizonte, nada que hiciera presagiar, en la alegre y confiada Hawai, la llegada de la escuadrilla de aviones japs. En los bares, el tema de conversación era el partido de fútbol americano que jugaron en la víspera los ases de la Marina y del Ejército. La policía naval hacía su ronda por las tabernas y garitos. Los centinelas del puerto bostezaban de aburrimiento y maldecían su suerte: a nadie le gusta hacer guardia en domingo. Los 157.000 japoneses de Hawai, al menos los que no habían olvidado su idioma, sintonizaban las emisoras de su país. Radio Macuto se hacía amortiguado eco de las tensiones entre Estados Unidos y Japón, y los servicios de seguridad temían los posibles sabotajes de una quinta columna japonesa, pero recibieron órdenes de actuar con sordina para no alarmar a la población civil.
Las amas de casa madrugadoras y sus amigas comentaban la fiesta de beneficencia en la base aérea de Schofield. El almirante Kimmel, el jefe, no pudo acudir porque cenaba con su Estado Mayor en Honolulú. El almirante aseguró a sus oficiales que se habían tomado las medidas necesarias para hacer frente a la penetración de submarinos japoneses. En cuanto al general Short, aseguró en la fiesta de caridad que todo estaba previsto para evitar sabotajes. Nada perturbaría el fin de semana.
Se temía vagamente un ataque naval, pero nadie pensaba que el peligro vendría sobre todo del cielo. Como medida de precaución, en los aeródromos se habían colocado los aviones unos junto a otros con los depósitos vacíos de combustible, para evitar los incendios provocados. Los portaaviones se habían ausentado de la bahía en dirección a Wake y Midway, donde el alto mando estadounidense esperaba que podía pasar algo. El vicealmirante Bill Halsey abandonó Pearl Harbor con el Lexington y el Enterprise escoltados por tres cruceros y nueve torpederos. Se esperaba en Midway la llegada de nuevos aviones para reforzar la base.
Las tripulaciones se lamentaban en voz baja. Habrían preferido pasar el fin de semana en Honolulú. El almirante era un hombre previsor. Dio la orden terminante de disparar contra cualquier barco o avión no identificado. Su segundo de a bordo comentó que la situación era tranquila, que no había por qué preocuparse.
—Sé lo que hago —replicó Halsey—. Como en las películas del oeste, primero disparo y luego pregunto.
En su ático del Hotel Manila, en la capital filipina, el general Douglas MacArthur, comandante en jefe de las fuerzas estadounidenses en el extremo oriente, daba por hecho que los japoneses abrirían las hostilidades:
—Lo mejor que nos puede ocurrir —rezongó— es que el enemigo ataque después del mes de abril del año que viene. A partir de esa fecha estaremos mejor dispuestos para recibirlos. Los japoneses anotaron la frase del «cesar americano»: atacarían antes de abril del 42.
El Ministerio de Asuntos Exteriores en Tokio había enviado a través del «código púrpura» un mensaje a sus dos embajadores en Washington: «Romped relaciones diplomáticas con los Estados Unidos a las tres de la mañana del 8 de diciembre». Las interferencias atmosféricas en el Pacífico hicieron que el mensaje tardara en llegar. Cuando horas antes de la agresión, el presidente Roosevelt conoció la noticia que ordenaba a la embajada japonesa en Washington que quemara los libros de claves y códigos, exclamó «Esto es la guerra».
Guerra sí, pero ¿dónde? En los mensajes cifrados no se hacía ninguna referencia a Pearl Harbor. En realidad, tan sólo unos pocos generales y almirantes, algunos ministros del Gobierno de Tojo y el emperador conocían la fecha y el lugar. Faltaba para los descifradores estadounidenses la pieza esencial. ¿En Panamá, en Filipinas?
Naoki Hoshimo, secretario principal del primer ministro Tojo, fue despertado el día del ataque a Pearl Harbor, a las tres de la mañana, para que convocara al gabinete. Se vistió a toda velocidad para trasladarse a la residencia de Tojo. A las cinco se reunía el Gobierno. Tojo cedió la palabra al ministro de Marina, Shigetaro Shimada, que anunció el resultado del bombardeo. «Los primeros informes son buenos». El ministro estuvo muy moderado, incluso advirtió que los pilotos de bombarderos tienden a exagerar sus éxitos. Hubo ministros, según Hoshimo, que se mostraron sorprendidos ante la noticia. Uno de ellos preguntó cándidamente: «¿Dónde está Pearl Harbor?».
El bombardeo fue sobre todo una brutal advertencia que los estadounidenses no dejarían de tener en cuenta para más adelante. Sin embargo, ¿cómo se explica la pasividad suicida de Estados Unidos una vez que había descifrado el código japonés «Higashi no Kazea-me»: «Viento del este. Lluvia» y tantos otros? El Centro de Inteligencia Naval, en Maryland había interceptado y descifrado el mensaje de alerta japonés dirigido a sus embajadas y consulados:
«Cuando estalle la crisis, después del boletín meteorológico de la radio de Tokio se dirá: 1). “Viento del este. Lluvia”; será el anuncio de la guerra con Estados Unidos. 2). “Viento del norte. Lluvioso”; significará que la guerra es contra la Unión Soviética. Y 3). “Viento del este. Despejado”; supondrá la guerra con el Reino Unido, incluido el ataque a la independiente Tailandia y a Malasia, Hong Kong, Singapur y las Indias Holandesas. Si la noticia se repite, deben quemar de inmediato todos los códigos y papeles secretos».
La idea de que Roosevelt, de acuerdo con Churchill, escondió y silenció todas las señales de alarma de un ataque cuyas líneas maestras conocía ha alimentado durante años la teoría de la conspiración. Todavía se venden libros basados en estas circunstancias previas y en hipótesis que dan títulos como Roosevelt lo sabía, El día del engaño, El día de la traición o La edad de oro, de Gore Vidal. El respetado historiador británico John Keegan (The Second World War) opina que no hubo un pacto secreto entre Roosevelt y Churchill. Al primer ministro británico, preocupado por la suerte de sus colonias, no le interesaba una guerra en el Pacífico contra los japoneses, a los que junto con franceses y alemanes había armado y adiestrado en cuestiones navales. «Todo lo que deseaba era la ayuda norteamericana para luchar contra Hitler».
La flota nipona había zarpado de la desolada Tankan. Las unidades avanzaban por separado, como si nada tuviera que ver un navío con otro, a una velocidad de catorce nudos en dirección hacia las Hawai, con la radio en silencio, dato que los historiadores de hoy consideran inexacto, y las luces apagadas. Hasta se prohibió fumar a bordo. El buque de pasajeros Taiyo Maru, por delante de la flota, había servido como «liebre» para levantar acta del tiempo, las mareas, los icebergs. Su viaje desde las glaciales islas Kuriles hasta Honolulú, donde desembarcó a una tropilla de turistas durante unas pocas horas para zarpar de inmediato, permitió a los japoneses conocer un dato importante: la capacidad de reconocimiento aéreo de la aviación estadounidense llegaba tan sólo a ciento sesenta kilómetros de la base. El Taiyo Maru sólo dejó en tierra a un pasajero, pero no a uno cualquiera, sino a Suguru Suzuki, el espía militar que por espacio de una semana se movió a sus anchas por la isla con su cámara en la mano. Según otras versiones, una vez reconocida la isla y obtenidos los datos volvió a bordo horas más tarde y regresó a Japón.
El vicealmirante Nagumo pudo comprobar, al recibir los datos en su buque insignia, el Akagi, que la información facilitada por el Taiyo Maru y por Suzuki era correcta en todos sus puntos. El convoy fantasma que marchaba hacia Pearl Harbor no fue detectado. Nagumo se frotó las manos: «Nuestro enemigo no sospecha». En caso de ser descubiertos o de alcanzarse un compromiso de paz entre los negociadores de Tokio y Washington, tenían orden de dar media vuelta y regresar a sus bases en Japón. En su camarote consultó por última vez las órdenes, más de mil, que guardaba en una carpeta de cuero negro. Los pilotos, mientras tanto, se preguntaban hacia dónde les llevaba Nagumo. La mayoría creían en un ataque a Dutch Harbor, en las Aleutianas, pero el verdadero plan consistía en atacar Pearl Harbor en dos tiempos. Una primera oleada de torpederos rompería el fuego sobre los aeródromos y las baterías antiaéreas, seguidos de los bombarderos pesados. Mientras, los cazas Zero los protegerían. Este primer golpe serviría para quebrar toda la resistencia y golpear con dureza la moral de los estadounidenses. Una hora y quince minutos después se desencadenaría el segundo ataque, más demoledor si cabe.
En medio del impresionante silencio los pilotos hacían ejercicios gimnásticos, se acicalaban, se ponían guapos. Debían, según el rito, vestirse con sumo cuidado, desde la ropa interior al uniforme. Los soldados de tierra olvidaban esos detalles de coquetería. Sus uniformes color caqui estaban mal cortados, los botones sueltos, las suelas de sus botas desgastadas. En aquellos tiempos la apariencia, el aspecto exterior, no significaban gran cosa en Japón. Los pilotos eran de otra casta. Ante la solemnidad del momento se perfumaban o se inclinaban hacia sus altares portátiles, rodeados de velas. Rezaban más por la patria y el emperador que por ellos mismos. Del ataque dependía el futuro éxito de la guerra. El ritual del perfume formaba parte de la tradición samurái. Después de perfumarse podían morir con gloria, «caer —como decía uno de los pilotos— como las flores del cerezo».
Desayunaron en silencio un menú especial: arroz cocido con judías rojas, plato fuerte de las grandes ocasiones que no supieron apreciar demasiado. No era el momento del estómago, sino del corazón, la vista y el cerebro. Guardaron en el macuto sus raciones de arroz, ciruelas, chocolate concentrado y sus píldoras para mantenerse despiertos.
Los marineros limpiaron sus botas una vez más. Era inconcebible que se aprestaran al combate con las botas sucias. Antes de levantar el vuelo, en cada uno de los portaaviones se celebró la última reunión ante una maqueta de Pearl Harbor. Ahora los aviadores ya conocían su destino. Las fotografías de los navíos estadounidenses, tarjetas postales compradas por Suzuki en Honolulú, pasaron de mano en mano. Después escucharon el parte meteorológico. Las tripulaciones, según J. Bawuens en Le réveil américain, comprobaban los depósitos de carburante, las hélices de los bombarderos, los aviones-torpedo o los cazas, las ametralladoras, las municiones…
Los aviadores, con sus cintas en torno a la cabeza con la inscripción «Hissho» («victoria segura»), corrieron hacia sus carlingas, no sin antes entregar a los marinos cartas para las familias, objetos de recuerdo, mechones de pelo, trozos de uña, por si ya no volvían a la pista del portaaviones.
Faltaban pocos segundos para las seis de la mañana. Los motores de los aparatos se pusieron en marcha a esa hora. Las tres banderas ondeaban a media asta en el Akagi, la nao capitana «Castillo Rojo». Todo listo. A las seis en punto, las banderas subieron a la cima del mástil. Los pilotos consultaron sus relojes. Las banderas volvieron a bajar a media asta. Era la señal. Los «banzai», los gritos de guerra en homenaje al emperador, se confundieron con el estrépito de los motores. La maniobra de despegue en masa de decenas de aviones no resulta fácil en alta mar. Requiere de una gran precisión y maestría, con un tiempo concreto para cada aparato. La semioscuridad tan necesaria para salir sin ser descubiertos, tampoco ayudaba demasiado. Nadie falló en el despegue una vez que se accionaron los mandos: ningún avión se estrelló contra el puente. Los ensayos, mil veces repetidos, habían servido de algo.
Ahora no había tiempo que perder: cada minuto de vuelo representaba el consumo de grandes cantidades de combustible.
Cuando los aparatos estaban ya en el aire, los marinos de los portaaviones, algunos de los cuales lloraban de excitación, prorrumpieron en nuevos gritos de «banzai», mientras otros se inclinaban ante los altares shintoístas para pedir a los dioses que protegieran a los pilotos en su misión. A su lado, el almirante Kusaka, devoto budista, meditaba arrodillado. Faltaban dos horas todavía para abrir las compuertas de las bombas.
Los bombarderos volaban a una altitud de 4.000 metros. Los pilotos de los aviones torpederos, nerviosos como potros salvajes, picaban sobre la cresta de las olas para enderezarse y subir. El comandante lanzó como señal del comienzo de la operación un cohete de humo negro. Luego, por error, un segundo, lo que confundió a sus aviadores, que olvidarían el plan de ataque y sus prioridades. Fue el único fallo de la operación Z.
En Washington, mientras tanto, los mandos no sabían qué sentido dar a la confusa faramalla de mensajes que estaban interceptando. En la embajada japonesa, de mala gana, los encargados de la cifra traducían los últimos avisos. La alarma no sonó en Pearl Harbor. Tres cuartas partes de los 780 cañones antiaéreos emplazados en los buques de guerra estaban sin servidores, y sólo cuatro de las treinta y una baterías del ejército de tierra se hallaban en condiciones de abrir fuego.
A bordo del Nevada, el oficial de servicio no sabía qué bandera elegir para ser izada. Las había de todos los formatos. Al fin eligió una de tamaño mediano. A las 7 horas y 55 minutos, los veintitrés músicos de la banda del Nevada se hallaban en sus puestos. El director Mac Millan elevó la batuta:
—¿Preparados?
Fue entonces cuando se escuchó un ronroneo y luego un zumbido ensordecedor. Los aviones japoneses de guerra pasaban por encima de la Bahía de las Perlas. El director de la banda no se dio por enterado. Marcó tres compases y comenzó a sonar el himno de los Estados Unidos. Los músicos, mientras tocaban sus instrumentos, miraban con un ojo furtivo hacia el cielo, ya negro de aviones. Mac Millan era un director de orquesta concienzudo que no admitía distracciones. Golpeó el atril con la batuta para reclamar la atención de la orquesta. Fueron muchos los marinos y los soldados que creyeron en un simulacro de ataque aéreo:
—Éstos de la fuerza aérea lo hacen cada vez con mayor realismo —comentó un marino a bordo del Utah.
Sin embargo, la radio de Honolulú puso las cosas en su sitio: «Atención, atención, los japs atacan, los japs atacan». «Japs» era la forma despectiva de referirse a los japoneses. Pocos esperaban, aquel día, que los «enanos amarillos» fueran capaces de sorprender, burlar y humillar a la que pronto sería la primera potencia militar del mundo.
El cielo prometía un día claro, lleno de sol, de un azul interrumpido por unas cuantas nubes altas. Los niños jugaban en la playa, un pescador lanzaba el anzuelo al agua. Algunos feligreses volvían de los oficios religiosos. Los capellanes católicos se aprestaban a celebrar la misa en una tienda de campaña. Algunos marineros se lustraban las botas para saltar a tierra; otros, tumbados en sus hamacas, pensaban en las musarañas; muchos estaban desayunando en los barracones o fumándose un cigarrillo en medio de la agradable brisa de la mañana. De repente, al menos los que creyeron que no era un simulacro, sintieron cómo se les hacía un nudo en la garganta, sobresaltados por las primeras explosiones.
A bordo del Tennessee, el sargento Emmons esperaba el primer informe del día. Ni siquiera llegó a sus manos, porque sintió un brusco golpetazo que convulsionó el navío. «Fue como si otro barco hubiera colisionado con el nuestro. No escuché ninguna explosión». Fue entonces cuando empezaron, con retraso, a sonar las alarmas y se ordenó el zafarrancho de combate en los barcos.
El Arizona recibió un torpedo en la línea de flotación. Ráfagas de ametralladora barrían la cubierta del Oklahoma. La música continuaba como si tal cosa a bordo del Nevada cuando los cañones del avión japonés con el sol pintado en el fuselaje abrieron fuego sobre el navío. Nadie parecía darse cuenta de lo que ocurría, tal era el efecto de la sorpresa. Mac Millan, el abstraído director de orquesta, no tuvo conciencia de que la guerra hubiera estallado. Pidió a su banda que siguiera tocando hasta que los obuses, las bombas y los torpedos la hicieron callar. Sonó la corneta en señal de aviso, pero nadie pudo oírla, tal era el alboroto. Hubo quien tendió el puño hacia el cielo al creer que se trataba de puras maniobras.
A las 7 horas y 58 minutos la radio de la isla Ford emitió un inquietante comunicado: «Ataque aéreo. No es un simulacro». Desde el Oklahoma llegó la orden por medio de los altavoces: «Todos a sus puestos de combate. Esto no es una broma; repito, esto no es una broma». Noventa y ocho navíos de guerra estaban fondeados en la bahía. Noventa de ellos recibieron el fuego enemigo.
La orden de Fuchida, «To, to, to», se cumplía al pie de la letra. Abajo todo era pasmo, desconcierto, confusión, caos. Gritos incoherentes se unían a los lamentos de los heridos; las voces de mando se perdían en medio del tumulto. Eso era «escalar el monte Nitaka».
En una ladera al norte de la isla, en Opana, los soldados Lockhard y Elliot comprobaron ahora, en la realidad lo que no creyeron ver en la pantalla del radar, marca SCR-270B, poco tiempo antes. Hacia las siete de la mañana, George Elliot, de los servicios de detección de la fuerza aérea, descubrió en su radar-camión una mancha oscura ante la aguja del radar y alertó a su compañero Lockhard, que leía un tebeo:
—Algo raro ocurre aquí o el radar se ha vuelto loco.
—Lo habrás estropeado.
—Nada de eso. Mira, la mancha se hace cada vez más grande. Son como cincuenta aviones.
Era el enjambre de la primera oleada de aviones que se dirigían hacia Pearl Harbor. Los pilotos japoneses escuchaban música de guitarras hawaianas en Radio Honolulú. Era el mejor síntoma de que no les habían detectado. Los bombarderos volaban a esa hora a 3.500 metros de altitud y los cazas a 5.000. A partir de los 1.800 metros, según los aviones de reconocimiento, el cielo nuboso se abriría para ofrecer el paisaje azul de la bahía de Oahu. La visibilidad era tan diáfana que algunos pilotos tomaron fotografías de la arena, de la costa verde, de las casas blancas y los techos rojos.
Ante el escepticismo de Lockhard el soldado Elliot se dirigió al teléfono:
—Hay que dar la alerta. Es toda una escuadra la que se nos viene encima.
Había fijado la posición de las escuadrillas a 200 kilómetros hacia el este.
El telefonista del fuerte Shafter comunicó a Elliot que no quedaba allí ningún oficial. Ante su insistencia, el de la centralita se mostró un poco harto de la monserga del soldado del radar móvil, que hablaba de formaciones de aviones en lontananza. En ésas estaba cuando escuchó un ruido en la habitación de al lado. El teniente Tyler, piloto de la fuerza aérea, un novato en esas materias, que se hallaba al frente de la oficina de mando y control de todas las informaciones que concernieran a aviones enemigos, roncaba. De mala gana, el telefonista le despertó:
—Señor —le dijo—, parece que tenemos malas noticias. Son los operadores del radar de Opana.
—Que se vayan al diablo. ¿Es que ni siquiera me dejarán descansar en domingo? —protestó.
—Perdone, señor, pero los de Opana no saben qué es lo que se ve en la pantalla del radar.
A regañadientes, Tyler saltó del camastro y, arrastrando los pies, se acercó al teléfono:
—¿Pueden decirme qué es esa historia de los aviones? ¿Es una broma?
—Desde luego que no, señor. Hemos detectado un grupo de numerosos aviones que vienen hacia nosotros.
—El aparato debe haberse estropeado.
—De ningún modo, señor, lo hemos comprobado.
—Bueno, basta. Tomad una taza de té bien cargado. Se trata de los B-17 que despegaron de la base de Hamilton, en California. Los esperamos de un momento a otro. Y ahora dejadme dormir. No quiero que vuelva a sonar el teléfono.
Y Tyler colgó. El soldado Lockhard volvió a sus tebeos mientras Elliot veía con preocupación cómo la mancha negra se acercaba más y más. 7 horas y 25 minutos: 62 millas, 3 grados norte-noroeste; 7 horas y 30 minutos, 47 millas; 7 horas y 39 minutos, 22 millas. Después, la señal desapareció de la pantalla. Había entrado en «zona muerta».
—Venga —dijo Lockhard—, deja ya ese trasto o te vas a volver loco. Vamos al camión de suministros a desayunar.
Bajaron al camión, donde les esperaban los termos de café, los huevos fritos, el pan y la mermelada. Fue entonces cuando los aviones dejaron el radar para hacerse presentes sobre la vertical de la taberna. La onda expansiva de la bomba derribó la taza de café que Elliot sostenía en la mano. Lockhard perdió su rebanada de pan untada de mermelada.
En el Nevada, la banda de Mac Millan se dispersó al instante. Tras poner a buen recaudo los instrumentos, cada uno corrió por su lado para hallar refugio. Les costaba creer que fuera la guerra. El humo, el agua negruzca y el fango empezaban a cubrirlo todo.
«Se han vuelto locos —pensó el sargento Emmons—. A quién se le ocurre bombardear a sus propias fuerzas para descubrir si funciona o no el dispositivo de seguridad. Y para hacerlo todo más verosímil han pintado soles rojos en los aviones, para hacernos creer que son japs». Hasta que no brotó la sangre, hasta que no vio a uno de los marinos alcanzado en el pecho levantar una mano ensangrentada, hasta que no pudo observar a uno de sus muchachos cayendo a su lado con el cráneo destrozado, no dio crédito a lo que veían sus ojos. Nada de simulacros, era la guerra real. «No es el mundo el que se hunde —podía haber dicho en ese instante—: es nuestro mundo el que se derrumba».
Un cadete del West Virginia salió a cubierta para que le diera el aire al uniforme blanco que acababa de estrenar:
—Qué magnífico día —exclamó cuando se desperezaba y los rayos del sol le dieron en pleno rostro.
No acababa de pronunciar la frase cuando un obús dio de lleno en un depósito de gas-oil y el espeso líquido voló desde el muelle al West Virginia para cubrir de negro el inmaculado uniforme del cadete, que saltó al agua justo cuando una bomba estaba a punto de alcanzarle de lleno.
Otro tanto ocurría en el Oklahoma y el California. A esa hora tan sólo los acorazados, protegidos en el centro de la escuadra, se libraban del terrible castigo. Era el pánico. Las tripulaciones, enloquecidas, corrían por los pasillos, chocaban unos con otros en el puente, se atropellaban en las escaleras y en las escotillas. Las ventanas, las mamparas, los ojos de buey, la vajilla de la cocina, todo saltaba hecho añicos. Los muertos y los heridos yacían sobre el puente. En los quirófanos, los cirujanos, recuperados del estupor, intervenían a los heridos por la metralla. Las sirenas aullaban sin parar.
—Círculos rojos, son los japoneses —vociferaba un marino mientras se frotaba los ojos.
—Ni hablar, el rojo —replicaba otro— es el color de los rusos. Son los rusos.
En ese mismo instante una esquirla le destrozó el cuello. El pobre hombre murió creyendo que era Stalin el que atacaba a la flota del Pacífico. En aquel momento no sólo los aviones japoneses destrozaban la escuadra yanqui: también los submarinos y los sumergibles de bolsillo ponían su granito de arena, disparando sus torpedos.
El comandante Fuchida, que había dado la señal del ataque a las 7 horas y 49 minutos, fue el primero en localizar un pez gordo, precisamente el acorazado Nevada. Descendió en picado para ametrallar la cubierta del buque. Desde el puente del Akagi, el vicealmirante Nagumo recibió el mensaje que le tendía el operador de radio: «Tora, tora, tora». Era el aviso de que todo iba bien. La guerra «santa» había comenzado. La tripulación no pudo reprimir gritos de júbilo. Pronto el Japan Times titularía: «Los Estados Unidos reducidos en una mañana a potencia naval de tercer orden».
El aire era puro fuego. Nadie reaccionaba entre las dotaciones de los barcos atacados con tanta furia. «Disparen, respondan al fuego», gritaban algunos oficiales señalando con la mano los cañones antiaéreos, las ametralladoras de todos los calibres que permanecían sin desenfundar. El maestro armero, que guardaba las llaves de las cajas de municiones, había desaparecido del mapa. Otro, según cuenta Bauwens, se negaba a entregar a los que se la pedían la llave de la santabárbara. Era un ordenancista, un burócrata hasta en plena tragedia:
—Necesito la firma de un oficial sobre un formulario BuSand A 307 Stub. Si no, no habrá municiones. Órdenes son órdenes.
Los nervios impedían a los voluntariosos marinos desenfundar los cañones:
—Pero, por Dios —clamaba un oficial—, rasgadlos con los cuchillos.
Diez minutos tardaron en sonar las primeras andanadas de respuesta desde que sonara la alarma. Demasiado tiempo. Cuando pudieron recuperar su presencia de ánimo, los ametralladores y los artilleros lograron derribar los primeros aviones enemigos. Cada vez que esto sucedía, las gargantas dejaban escapar gritos de alegría. Sin embargo, para ese momento varios barcos, entre ellos el Nevada, ya se habían ido a pique por el efecto de las bombas de grueso calibre.
El Oklahoma recibió un torpedo que abrió una profunda brecha a babor. Otro impactó sobre el grupo electrógeno y dejó el buque sin electricidad. Tocado el Arizona por una bomba, la tripulación intentó apagar el incendio pero las mangueras no tenían suficiente presión. Hasta que un nuevo torpedo alcanzó la santabárbara. Un enorme chorro de fuego y metralla brotó sobre el acorazado. La explosión llegó hasta algunos de los aparatos atacantes. Cuerpos despedazados caían sobre el mar, sobre el muelle situado a cuarenta metros: cabezas, extremidades, trozos de carne volaban aquí y allá. Se salvaron muy pocos. Los submarinos nipones se encargaron del Oklahoma hasta hundirlo. Al otro lado de la isla Ford, el Utah, escorado a babor, se hundía sin remedio. Algunos de sus tripulantes dieron muestras de sangre fría y heroísmo. El operador de radio permaneció en contacto con su comandante hasta el naufragio total. Un oficial se negó a abandonar el barco hasta que el último marino hubiera saltado al agua. No pudo salvarse y se hundió con su barco.
El agua ofrecía la salvación contra el fuego, pero no dejaban de caer trozos de mástiles, de hierros y maderas y, para colmo de desgracias, el gas-oil derramado comenzaba a arder sobre la superficie del agua.
En el aeropuerto de Hickam Field los soldados salieron de sus hangares y barracones a medio vestir, en ropa interior y hasta desnudos. Un diario titularía después: «La flota del Pacífico sorprendida en paños menores». Algunos oficiales, como el coronel Ferguson, ordenaron la dispersión de los aviones en la pista del aeródromo, para dificultar los blancos.
Las escuadrillas japonesas, que ahora atacaban todas a la vez, se cebaron en los aviones del coronel, que más parecían patos en una barraca de tiro, alineados unos junto a otros. Algunos de los que obedecieron la orden de dispersión cayeron sobre la pista. Otros lograron subir a las superfortalezas volantes para, con grandes dificultades, ponerlas a salvo, si es que en medio de aquel diluvio de plomo y fuego podía haber un lugar seguro.
En los hangares incendiados de Hickam los hawaianos luchaban contra las llamas. «Solomon Naauao —así lo vio Blake Clark— era un atleta, hijo de un guerrero. Luchaba a brazo partido por apagar el incendio de un B-17 hasta que comprendió que nada podía hacer el agua contra la gasolina». Los japoneses volaban justo por encima del hangar. Uno de los aparatos lanzó una bomba que fue a dar cerca de donde se encontraba Solomon. «Dios mío», exclamó. Le habían volado la pierna derecha. Se arrastró como pudo en medio de la humareda hasta la salida, donde otros compañeros lo dejaron a la espera de la ambulancia.
Los pilotos del comandante Fuchida ametrallaban a todo lo que se moviera. Cuando cesó el ataque, las calles de Hickam se llenaron de coches privados, autobuses escolares, vehículos de correos, camiones y ambulancias que recogían a los heridos para trasladarlos al hospital. Cuando parecían confiados en su tarea, una nueva oleada de aviones apareció para descargar bombas incendiarias y de demolición. Se hizo un breve silencio hasta que todo voló otra vez por los aires: el parque de bomberos, el laboratorio fotográfico, la guardería… Los barracones que albergaban a miles de soldados estallaron en pedazos. El humo y el polvo invadían la escena.
Los soldados emplazaban sus piezas antiaéreas allí donde podían. Los cabos furrieles retiraban la comida cuando un sargento recibió una esquirla en plena cabeza. Se quitó la camisa y se la anudó en torno a la cabeza para taponar la salida de la sangre. Cuando el servidor de un antiaéreo caía herido o muerto, otro corría a sustituirle. Un ametrallador logró escalar a un bombardero B-19 y se puso a disparar desde sus torretas hasta que recibió un impacto directo.
En medio de una guerra hay rasgos, aislados, de humor. Cuando la fuerza aérea del emperador volvió por segunda vez, destruyó por completo el Snake Ranch, una taberna recién inaugurada. Según cuenta Clark, un sargento de intendencia, muy enfadado, salió de una casamata y dirigió su dedo índice hacia el cielo:
—Tú, sucio hijo de perra, acabas de bombardear el único edificio que merece la pena de toda la guarnición.
Un grupo de bombarderos estadounidenses apareció entonces sobre la base para encontrarse con un escenario de pesadilla. ¿Era aquélla una aloha, bienvenida hawaiana, con guirnaldas de fuego en lugar de flores? La escuadrilla se dispersó para aterrizar cada uno donde pudo.
Hombres de todo el país, a bordo de navíos con nombres de ilustres ciudades y estados de su nación, salían poco a poco de la perplejidad. Tardaron en reaccionar, hipnotizados por la paz que reinaba hasta las ocho menos cinco de aquella mañana del 7 de diciembre. Parecía tan sólida su flota, tan inexpugnable su base, con sus aeródromos y hangares protegidos por radares móviles y un cinturón de baterías antiaéreas, que se creyeron invencibles. En dos horas se volatilizó Pearl Harbor. El aceite, la gasolina, el combustible, las cenizas grasientas lo taparon todo, desde las cubiertas y puentes hasta el blanco uniforme de los marinos. Un penetrante olor acre se extendió por doquier. El calor era asfixiante. Explotaban las calderas y los polvorines, ardían la piel, la carne y los cabellos. La tragedia parecía no tener fin, porque tras cada engañoso respiro volvían sin misericordia los aviones enemigos. Alguna barca de salvamento trataba de recoger a los que nadaban sin rumbo perseguidos por la gasolina en llamas.
Un capellán católico que se vestía en la sacristía para oficiar la misa salió al exterior con el sobrepelliz puesto y el atril en la mano. Pidió una ametralladora y con el facistol del evangelio como soporte, abrió fuego hacia un cielo del que no caían precisamente bendiciones. Su colega, el capellán Maguire, a bordo del Arizona, erró el pronóstico al comentar a su monaguillo, cuando el sol se alzaba sobre el mar: «Es un día perfecto para los turistas…».
Otro capellán se jugó la vida al correr a salvar el cáliz con el sagrario en llamas. Nada más ponerse a salvo, una nueva andanada desintegró la iglesia. Las palabras de otro reverendo, Howell Forgy, «Reza a Dios y pásame la munición», sirvieron de inspiración a una de las más famosas canciones de la guerra mundial.