CALMA ANTES DE LA TORMENTA

Todo estaba ya preparado. O casi. En los últimos instantes la policía secreta, una especie de Gestapo japonesa, procedía a desmantelar las redes de espionaje enemigas, sobre todo la de Richard Sorge, un comunista al servicio de Moscú desde 1931. La coartada de este espía alemán en Japón era su trabajo como corresponsal de prensa. Tenía, como tal, entrada libre en la embajada alemana en Tokio, donde conoció el plan de Hitler para invadir la Unión Soviética en junio de 1941, la Operación Barbarroja. Es curioso hacer notar que Stalin no creyó la advertencia de su agente, que sería finalmente ahorcado por los japoneses.

La situación del Gobierno del príncipe Konoye se había vuelto insostenible. Hirohito no quería a su alrededor gente tibia, dudosa con el paso hacia la guerra que el Japón estaba a punto de dar. Por eso lo destituyó y nombró en su lugar como primer ministro al general Tojo, recomendado, entre otros, por el Señor del Sello Privado.

Hideki Tojo era un fanático partidario de la guerra. Como tal, había negociado el Pacto Tripartito con Hitler y Mussolini. Llegó a la jefatura del Gobierno con el apoyo de Sugiyama, jefe del Estado Mayor conjunto y de Nagamo, jefe de la Armada Imperial. Tojo era un trabajador infatigable, amigo del orden estricto, de la más férrea disciplina. Se tomaba quince cafés diarios y fumaba 50 cigarrillos, por lo menos. «La Cuchilla», como le llamaban, era popular en el ejército y muy temido entre los civiles de la administración. Desde su puesto oficial puede considerársele el primer responsable de la embestida contra Pearl Harbor. Permaneció en su cargo hasta la pérdida de las islas Marianas, momento en el que aceptó la responsabilidad de la derrota y fue obligado a dimitir. En su puesto le sucedería Koiso, un general algo más moderado. Tojo trató de hacerse el hara-kiri, abrumado por su fracaso. Salvado del suicidio, compareció ante un tribunal de guerra aliado que le condenó a la horca el 23 de diciembre de 1948, poco más de siete años después de la agresión a la base estadounidense en el Pacífico. Pocos fueron los que pagaron con su vida los crímenes de guerra. Estados Unidos parecía más preocupado en combatir al comunismo, en hacerse aliados sólidos, que en depurar responsabilidades. Los mismos militaristas que perdieron la guerra y cometieron atrocidades se encargaron de dirigir el país en la posguerra. Tojo y un puñado de jefes pagaron el pato por todos ellos.

El Gobierno japonés transmitió el 6 de diciembre un telegrama en clave a sus dos embajadores en Washington con la orden de entregarlo a las autoridades estadounidenses a las 13.00 horas, según el horario local. Era una declaración de guerra. En ese momento, sin embargo, la fuerza aérea japonesa estaría ya volando en dirección a la base de Oahu. Circulan varias versiones sobre lo que sucedió: o bien la traducción del mensaje se demoró mucho, o bien los estadounidenses habían descifrado las claves criptográficas, lo que era el caso, de modo que el telegrama de declaración de guerra habría llegado a manos de Roosevelt y del secretario de Estado, Cordell Hull, unas veintiséis horas antes del ataque. La clave era: «Viento del Este. Lluvia».

El almirante Harold Stark, jefe de operaciones navales, envió una comunicación de alerta a las autoridades de Pearl Harbor, pero la electricidad estática impidió su transmisión a través de la radio militar, por lo que fue cursado por vía comercial ordinaria a Honolulú. Una de las consecuencias de todos estos fallos y chapuzas del contraespionaje, salvo que fueran premeditados, fue la posterior obsesión estadounidense por organizar unos mejores y más eficaces servicios secretos. De esa preocupación nacieron la CIA (Agencia Central de Inteligencia) y la Agencia de Seguridad Nacional.

Cuando los aparatos nipones se dirigían ya hacia Honolulú, la central de telégrafos de la capital hawaiana «envió el mensaje a la base con carácter de urgencia por medio de un muchacho en bicicleta. Cuando el chico pedaleaba por la carretera de Honolulú a Pearl Harbor empezaban a caer las primeras bombas y torpedos japoneses. El asustado mensajero se arrojó de cabeza a la cuneta y permaneció tendido en ella durante varias horas, mientras las bombas llovían de los cielos». Resulta curioso y un tanto estrambótico que el resultado de una batalla dependiera, más o menos, de un telegrama de advertencia enviado por vía normal y de un chico montado en una bici.

Cuando los dos enviados japoneses llegaron por fin al despacho del secretario de Estado, Cordell Hull conocía ya la noticia de la embestida nipona. El político estadounidense, de por sí poco amigo de todo lo japonés, los expulsó con estas palabras textuales: «Sois unos granujas, os meáis en los pantalones, largo de aquí».

A trescientos cincuenta kilómetros de Pearl Harbor, desde el puente de mando del portaaviones Arizona, el vicealmirante Chiuchi Nagumo leía una vez más el último mensaje enviado por Takeo Yoshikawa, el falso diplomático-espía. Los seis portaaviones de Nagumo habían llegado a las cinco y media de la mañana al punto de encuentro. El buque enarbolaba la bandera Z que el almirante Togo llevara treinta y seis años antes, cuando envió al fondo del mar la flota rusa en Tsushima.

De acuerdo con la orden número uno del almirante Yamamoto, el imperio japonés declaraba la guerra a los Estados Unidos, el Reino Unido y los Países Bajos. «La guerra se declara el día X y será efectiva el día Y».

En la última visita al emperador antes de subir a su portaaviones, Hirohito preguntó a Nagumo por los partes meteorológicos en Malasia y el Pacífico durante las fechas del ataque. El hijo del cielo se interesó también por la fecha concreta. El jefe del Estado Mayor de la Armada respondió:

—Será el 8 de diciembre.

—¿No cae en lunes?

—Es lunes en Tokio, Majestad domingo en Hawai —corrigió Nagumo.

En el memorándum de esta reunión, publicado en 1967, y que recoge Manning en su libro The War Years, el general Sugiyama transmitió la orden al almirante Yamamoto, y esa misma noche a bordo del buque insignia Nagato brindaron con licor de arroz «por las batallas que les esperaban». El almirante Yamamoto (según un amigo suyo «tenía corazón de apostador») creía que la serpiente más peligrosa podría ser vencida «por una manada de ratas». Esas ratas eran sus aviones Zero, sus portaaviones, sus 104 bombarderos de altura, sus 135 bombarderos en picado, sus 40 aparatos torpederos y sus 81 de caza, además de tres acorazados, dos destructores, tres cruceros, tres submarinos y ocho buques cisterna.

Nagumo pidió una taza de sake. Casi no pudo beberla porque se echó a llorar, tal era la emoción del momento. Ciento ochenta y tres aparatos despegaban de los seis portaaviones, a pesar del fuerte viento cargado de gotas de lluvia. Era la primera oleada de ataque. Desde que zarpó de una de las islas Kuriles, sumidas en la bruma, Nagumo se mostró preocupado por el tiempo sobre Oahu. Si las formaciones de nubes ocultaran la base, a los pilotos no les resultaría tarea fácil hacer blanco en los objetivos. El efecto de sorpresa «To, to, to», en morse («adelante»), se habría perdido. Sin embargo, al acercarse a las islas Hawai, los pilotos nipones pudieron sintonizar Radio Honolulú que transmitía el parte meteorológico: «Parcialmente cubierto en las montañas. Visibilidad buena por debajo de los tres mil quinientos pies».

A esa misma hora, los melómanos esperaban la retransmisión por la CBS del concierto de la Filarmónica de Nueva York con el pianista Arturo Rubinstein, la radio de Washington se hacía eco del partido de béisbol entre los Pieles Rojas, el equipo de la capital federal, y los Águilas de Filadelfia. Joe di Maggio, de los Yankees de Nueva York, y futuro marido de Marilyn Monroe, era el héroe de los estadios. La II Guerra Mundial estaba a punto de extenderse al escenario del Pacífico, pero todo seguía su curso normal. Estados Unidos, el Reino Unido y los Países Bajos serían atacados al mismo tiempo y por el mismo enemigo en Hawai, Filipinas, Hong Kong, Guam, Birmania, la isla de Wake, Malasia y Java.

La flota japonesa se acercaba a las Hawai por una ruta nunca antes usada. Hasta habían enviado un año antes un barco de pasajeros por el mismo itinerario para comprobar qué es lo que podrían encontrarse en su camino. El capitán informó que no se toparon con un solo buque en su singladura hacia Honolulú. Así de despejado estaba el camino del mar.

En la Alemania hitleriana, mientras tanto, todos los judíos de más de seis años estaban obligados a llevar la estrella de David en público. Las tropas nazis habían comenzado a invadir la Unión Soviética. Ese mismo año Orson Welles rodaba Ciudadano Kane, una de las más célebres películas de la historia del cine. Era la época en la que nacieron la televisión comercial, el jeep (que se convertiría en el vehículo más conocido en los frentes aliados) y el aerosol. Glenn Miller, que moriría en un accidente de aviación, era el músico más popular de los Estados Unidos.

«¿Dónde estabas cuando atacaron Pearl Harbor?» es una expresión, invitación a la nostalgia, que se harían a partir del infausto 7 de diciembre los ciudadanos de los Estados Unidos. Y seguirían haciéndosela, cambiando los nombres, después del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, luego cuando estallaron las guerras de Corea y Vietnam, y también cuando asesinaron a Kennedy. Habría un antes y un después de Pearl Harbor.

El tiempo era bonancible, casi primaveral, aquel 7 de diciembre. Las preocupaciones eran, en Estados Unidos, las habituales después del Día de Acción de Gracias. El boxeador Joe Louis había defendido su título con éxito al vencer a Lou Nova por K.O. técnico en el sexto asalto. Los soldados británicos y neozelandeses detenían el avance de Rommel en Tobruk. En el frente oriental de Europa, los soviéticos hacían frente a las fuerzas de Hitler apoyándose en su mejor aliado de siempre: el «general Invierno». «Za rodinu, za Stalina!». («Por la madre patria, por Stalin»), gritó el novelista Nekrasov al incorporarse al combate. Ese año murieron Tagore, Virginia Woolf y James Joyce. También tuvo lugar el primer tratamiento con penicilina, el invento del doctor Fleming.

El Clipper de la Pan Am despegaba cuatro días a la semana desde Nueva York para su vuelo de veinticuatro horas hasta Lisboa. En la Quinta Avenida se desplegaban los símbolos de la Navidad y se vendían abetos. La canción del invierno era de título premonitorio: No quiero pegar fuego al mundo. Triunfaba el woogie-boogie en las pistas de baile. Se escuchaba con fruición la radio: había cuarenta y cinco millones de aparatos en el país, uno por cada tres ciudadanos. Pearl Harbor inauguraría la «era del instante»: las emisoras darían cuenta minuto a minuto de los pormenores de la acometida japonesa y de otras operaciones posteriores.

En Broadway estaba a punto de terminar la representación de la disparatada comedia Hellzapoppin, después de varios años en cartel. De Greta Garbo se estrenó su película La mujer de las dos caras, y de Humphrey Bogart, El halcón maltes. Nueva York vivía una de las más intensas epidemias de gripe y el número de las víctimas de la polio subía a 9.086 casos.

Sin embargo, y a pesar del ambiente teórico de normalidad absoluta, la pregunta general era: «¿Entrará Estados Unidos en la guerra? ¿Cuándo?». Los debates entre aislacionistas e intervencionistas ardían en la radio y en la calle. Y tampoco es verdad que a nadie se le ocurriera pensar que Pearl Harbor podría ser el objetivo. El embajador en Tokio, Joseph Grew, insistía en un despacho, el 27 de enero de 1941: «Corre por toda la ciudad el rumor de que en caso de ruptura con los Estados Unidos los japoneses atacarán por sorpresa en Pearl Harbor». Es una declaración que se encuentra en los archivos y que nos recuerda a la fábula del pastor y el lobo. También estaba el punto de vista del embajador Grew cuando se refería al estado de ánimo de los ciudadanos nipones y sus jerarcas: «Se vive una psicosis nacional de desesperación que está derivando hacia el deseo de ponerlo todo en riesgo».

Las amas de casa estadounidenses fueron las destinatarias de un mensaje comercial: «Los desechos pueden convertirse en cartón, papel y otros productos útiles para la defensa nacional». Había que estar preparados, era la consigna. Los reclutas jugaban a la guerra en sus ensayos y maniobras militares en las Carolinas. En líneas generales, no obstante, ganaban las delicias de Capua, una inocencia que el país de las barras y estrellas perdería tras el ataque.

¿Cuál era, mientras tanto, la atmósfera que se respiraba en Japón? Desde hacía una década era una nación en guerra. Las tropas del emperador se habían atrincherado en Manchuria y en Indochina. En China habían empujado a las fuerzas de Chiang Kai Chek hasta sus bases de retaguardia en Chungkin. Reinaba en todo el país un ambiente de xenofobia, de odio al extranjero. Los que vestían ropas occidentales eran insultados en las calles y más de uno recibió una pedrada, como informaría la revista Newsweek. El espía Sorge solía citar una frase: «La japonesa es una raza capaz de odiar inmensamente, capaz también de caer en el más cruel de los salvajismos pero, cuando pasa la furia, es el pueblo más gentil y de mejores modales del mundo».

Había muy pocos judíos en Japón, pero la propaganda cargaba contra ellos para lisonjear a los aliados nazis. Hasta tal punto llegó la corriente antisemita que se pusieron de moda los registros casa por casa para confiscar los discos de los compositores hebreos. La decisión del emperador de firmar el pacto con Hitler y Mussolini provocó la represalia aliada por la que Estados Unidos prohibió el envío de materias primas a Japón, hecho que empujaría a ambos países a la guerra y que aumentaría la xenofobia en el archipiélago nipón. «Parece inevitable —informaba un editorial del diario Ashahi Shimbun— que se produzca un choque entre Japón, decidido a formar su zona de influencia en el Asia oriental, y los Estados Unidos, decididos por su parte a meterse en los negocios de la otra orilla del vasto océano». El Yomiuri titulaba en gruesos caracteres: «Asia es para los asiáticos». Ni una sola palabra crítica, ninguna denuncia de las barbaridades cometidas en Nankín, por ejemplo. Era el vacío informativo en la dictadura de los militaristas, amparada por el tenno.

Sin embargo, no todo era entusiasmo. Había verdadera escasez. El almirante Nagano se lamentaba: «La Armada consume cuatrocientas toneladas de carburante a la hora. Hay que decidir ya sobre una vía o la otra» (la negociación o la guerra).

En vísperas de Pearl Harbor, Tokio era una ciudad libre de contaminación. La niebla industrial no atacaba aún a los pinos del Palacio Imperial ni oscurecía la visión del sagrado monte Fuji. En el río Sumida, que divide la ciudad, la porquería del aire no había expulsado todavía a las mariposas que bailaban sobre la corriente del agua. A lo largo de la calle Ginza, en el centro de Tokio, el neón centelleaba en los edificios, aunque no habían llegado aún los clubs nocturnos que hoy festonean con sus agresivas luces y sus reclamos publicitarios la principal arteria comercial de la ciudad.

Los occidentales se daban cita en el Hotel Imperial para compartir el té de las cinco. Todos ellos se reían con disimulo de los espías que, con la cara oculta bajo el periódico, vigilaban a los extranjeros. A pesar de todo, nadie esperaba una noticia tan brutal como la que llegó el 8 de diciembre, hora de Japón. Sin Pearl Harbor —opinan muchos—, la opinión pública estadounidense no habría justificado el ataque nuclear contra Japón o, incluso, quién sabe si habría llegado a producirse.

El Club de Señoras Norteamericanas en Tokio preparaba para el día del ataque una conferencia sobre los peines japoneses. A las 2.25, hora de la costa este estadounidense, el presidente Roosevelt, reelegido en 1940 para su tercer mandato con la frase «os prometo que vuestros hijos no serán enviados a guerras extranjeras», conoció la noticia del ataque. Llamó a sus consejeros y al embajador del Reino Unido en Washington, lord Halifax. El Congreso declaró la guerra al Imperio del Sol Naciente con un solo voto en contra, el de la diputada de Montana Jeanette Rankin, la misma que se pronunció en contra de la entrada de Estados Unidos en la I Guerra Mundial.

¿Y qué pasaba entonces en España? Se acababa de estrenar la película Raza, con guión de Francisco Franco. Amparo Rivelles abanderaba la nueva generación de actrices. Era la época del racionamiento y el estraperlo, de los coches de gasógeno, del hambre. 1.903 personas murieron ese año de hambre. Eran sólo los muertos oficiales. Del campo se traen, burlando a la autoridad y al fielato, harina, arroz, aceite y garbanzos. Triunfa la novela rosa (escapismo de la miseria y las heridas de la guerra civil) con Rafael Pérez y Pérez, que pone en escena Madrinita buena. Franco y Mussolini se entrevistan en Bordighera, Italia. La muñeca Mariquita Pérez sonríe desde los escaparates. Es el año del incendio de Santander. Alfonso XIII abdica en su hijo don Juan y muere en su exilio romano. Se crea el Instituto Nacional de Industria y la RENFE. Radio Pirenaica empieza sus emisiones con la esperanza de derribar a Franco desde las ondas, mientras un grupo de humoristas funda la revista La Codorniz. Salen los voluntarios de la División Azul para combatir al comunismo al lado de los ejércitos nazis. Muere el torero Guerrita. Un anuncio: «Anís del Mono, sabor de España en el mundo desde 1870». El Atlético de Aviación (futuro Atlético de Madrid) fue campeón de la liga por segundo año consecutivo. El segundo fue el Atlético de Bilbao (el régimen prohíbe que sea Athletic) y el tercero el Valencia.

España vivía sumida en sus miserias y esperanzas, aislada en su propia pobreza, mientras en el otro extremo del mundo se preparaba un acontecimiento de dimensiones históricas.