«¡Banzai, banzai, banzai!». Los tres vivas preceptivos al emperador resonaban en todos los cuartos de banderas. También el «Tenno heika banzai». («Diez mil años de vida al emperador»), frase con la que se irían al otro mundo cientos de miles de soldados y oficiales japoneses.
Ser soldado nunca fue, en determinados países, un timbre de gloria. Se trataba más bien de un deber, incluso una carga, una interrupción justo cuando el joven recluta debía enfrentarse a la vida. Sin embargo, la patria te llamaba… En Japón, en cambio, era tan intenso el patriotismo que cumplir el servicio militar sí era algo glorioso. Los años transcurridos entre las dos guerras mundiales constituyeron una época de exaltación del sacrificio y de glorificación de las trincheras y los cañones. Se hablaba, sin que nadie se ruborizara por ello, del «valor educativo» y del «aspecto ético de la guerra».
Este concepto no era exclusivo de los japoneses: el futuro presidente Roosevelt les diría en su discurso a los cadetes de la Academia de Guerra Naval que «Ningún triunfo de la paz es tan grande como los supremos triunfos de la guerra». Luego sabríamos por Stanley Baldwin que «la guerra terminaría para siempre si los muertos pudiesen regresar». El alemán Ernst Jünger tomó la temperatura del ardor guerrero de aquellos años al escribir en Tempestades de acero: «La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en el que la sangre era el rocío. No hay en el mundo muerte más bella». Así lo creyeron también los militarizados jóvenes japoneses que se disponían a atacar Pearl Harbor y varias naciones de Asia para mayor gloria de un hombre bajito, de gafas circulares, apasionado por la biología marina: el tenno.
Mientras que en la literatura de guerra occidental los testimonios de amargura y dolor se multiplican, en Japón, donde la guerra está muy presente, son pocos los libros de autocrítica o de condena de lo que pasó. Sería inimaginable un texto como el que escribió el soldado Mitchel Sharpe a su madre tras haber combatido a los nazis en Francia y Alemania, con su amigo Neal muerto a su lado en la trinchera: «Somos chicos de dieciocho, diecinueve, veinte años, combatiendo en un país que nada significa para nosotros, luchando porque se trata de matar o que te maten, no porque haya que salvar la democracia o destruir el nazismo».
En cambio, los jóvenes japoneses sabían por lo que luchaban, aunque fuera en tierra extraña: por los 10.000 años de vida del emperador. El Ejército, las Fuerzas Armadas, eran el espejo de las virtudes nacionales. Su código era el del samurái. Puede que algunos de los samuráis fueran déspotas, fanfarrones, criminales violentos o crueles, pero de ellos sólo se ve la lámina heroica y victoriosa, sus setecientos años de defensa de la patria. Frugalidad, deber y lealtad son los tres principios morales del soldado japonés. «Para el pueblo, el ejército se sitúa por encima de los políticos o los diplomáticos. El campesino, el pescador, el obrero regresan a la granja, al muelle o a la fábrica, rodeados de la dignidad de haber servido a la patria», apunta Marcel Giuglaris.
El tiempo que el soldado ha pasado en el servicio militar es el único que le ha aportado igualdad social y educación. Aunque la casta de los guerreros había desaparecido con la restauración de 1868, el espíritu que anima al recluta seguía siendo el de los samuráis. Era, más que en ningún otro lugar, el pueblo en armas. En vísperas de Pearl Harbor la duración del servicio militar obligatorio era de dos años menos un mes. Para que un recluta fuera declarado apto debía medir 1,50 metros por lo menos, pesar 50 kilogramos y medir 75 centímetros de pecho. Los pies planos y los calvos están exentos. Las condiciones para el alistamiento son rígidas: el emperador no quiere debiluchos, sino la élite física y moral. Para que mejore la forma física, en las fábricas y en las escuelas se establecen programas obligatorios de pruebas deportivas y entrenamiento militar.
Cuando un joven es llamado al servicio, la familia recibe una carta como la siguiente:
«Saludos al padre y al hermano mayor [adviértase que no hay ninguna referencia a la madre o a la hermana mayor]:
»Hemos sabido que su hijo y hermano va a vivir pronto la experiencia de la más grande de las alegrías y la mayor satisfacción posible para nuestros compatriotas, al unirse a nuestra compañía. Les felicitamos por ello.
»Cuando su hijo y hermano entre en el cuartel, los oficiales de la compañía les sustituirán a ustedes para garantizar su bienestar. Nosotros seremos para él como un padre atento y una madre amorosa. Estaremos pendientes de su doble entrenamiento: físico y moral, de modo que podremos hacer de él, gracias a su incorporación a las Fuerzas Armadas, un buen soldado y un súbdito leal del emperador. Haremos todo lo posible para que pueda cumplir con el supremo deseo y la esperanza de todos los de nuestra raza [se sobrentiende que ese deseo es el de morir por el emperador].
»Nuestra compañía y la casa de ustedes forman desde ahora el espacio en el que deberemos colaborar al máximo para llevar a cabo su educación de acuerdo con los métodos más racionales. Para conseguirlo, tendremos que conocer todos los detalles posibles sobre su historia personal y sobre el tipo de vida de su familia. Estas informaciones se guardarán en secreto.
»Si tienen ustedes alguna duda o temor sobre las condiciones exactas de la vida de su hijo y hermano después de su incorporación a filas, o si temen ustedes que no vaya a ser capaz de avanzar en la jerarquía, o cualquier otra preocupación, tengan por seguro que nos sentiremos felices de poder charlar con ustedes sobre este asunto. Con el fin de poder guiar al joven sin dar pasos en falso, les pedimos que rellenen con gran cuidado el cuestionario que incluimos y que deberán devolvernos cuanto antes una vez cumplimentado.
»El regimiento no tiene en cuenta la vida pasada de su hijo. Lo que pretendemos es exaltar las cualidades y disminuir los defectos, de manera que pueda desarrollar todas las facultades que le permitan convertirse en un soldado bueno y fiel con un comportamiento ejemplar en el ejército, de modo que pueda cumplir con su misión en las Fuerzas Armadas del emperador.
»El día en que su hijo entre en el cuartel esperamos que puedan acompañarle, de manera que podamos reunirnos para tener con ustedes una charla privada.
»Con todos los respetos. El oficial comandante de la unidad (…) del Ejército Imperial japonés».
En efecto, la incorporación al cuartel, como nos recuerda Giuglaris en el capítulo dedicado al Ejército Imperial de su libro El Japón pierde la guerra del Pacífico, es un día de fiesta. Acuden familiares, amigos, delegaciones del pueblo o aldea. Los reclutas llegan al cuartel vestidos con sus mejores galas, con la insignia de la familia en la solapa. Los padres visitan el cuartel y los oficiales pronuncian encendidos discursos sobre la alegría que sienten al recibir a su hijo o hermano. Ese mismo día los reclutas hacen sus primeros ejercicios ante las familias. El objeto de la ceremonia inaugural es que todos se sientan orgullosos por el alistamiento y por el honor que supone servir a la patria.
Las maniobras militares eran todo un espectáculo, sobre todo para la población campesina, que se unía en torno a los soldados para comer con la tropa y beber unas copas. Mientras tanto, los niños, futuros soldados, conocían de cerca el arsenal, las armas, la artillería, el municionamiento y las tiendas de campaña. Los reclutas juran bandera y el oficial recuerda a sus hombres que aunque vuelvan a la vida civil «deben conducirse con la dignidad del soldado sin olvidar ninguna de las virtudes del ejército». Un familiar o un amigo le comprará al licenciado su uniforme, que lucirá cuando sea llamado de nuevo a filas o deba intervenir en los desfiles y nuevas maniobras. Del cuartel recibe un fusil con la insignia del crisantemo en la culata. El nuevo recluta será miembro del Ejército o de la Armada. En el imperio la aviación no es un arma aparte, sino un auxiliar de las anteriores. A pesar de las reglas evangélicas de la milicia, el enfrentamiento entre las diferentes armas era frecuente.
El regreso del soldado a su aldea o a su pueblo es triunfal. Ha ganado tal prestigio por su paso por el cuartel que podrá acceder a los mejores puestos de trabajo y hasta casarse con las mejores hijas de la aldea. Podrán asimismo acudir a las escuelas de entrenamiento. En 1941, tres millones y medio de jóvenes japoneses acudían de forma voluntaria a estas clases para mayor gloria del emperador, el comandante supremo. Las frases que el joven repite en voz alta son de este tipo: «El deber es más pesado que la montaña» o «La muerte es más ligera que una pluma». La lealtad es la primera virtud; la segunda, la obediencia (la indisciplina es un sacrilegio contra el emperador); la tercera regla de este evangelio es la valentía: «El miedo es el más miserable de los vicios»; la cuarta, el sentido estricto del deber; la quinta, la frugalidad. «Durante la guerra del Pacífico —señala el francés Giuglaris, corresponsal durante muchos años en Tokio— la ración normal del soldado nipón será doce veces inferior a la de su colega estadounidense. Los paquetes que la familia envía al cuartel nunca contienen víveres, sino cigarrillos, una revista, fotografías».
Era un lavado de cerebro en toda regla. Con unos kilos de arroz, legumbres en salmuera y té el soldado debía arreglarse toda la semana. El toque de diana sonaba a las cinco de la mañana en verano y a las cinco y media en invierno. El recluta aceptaba sin rechistar los bastonazos recibidos por sus faltas o errores. El peor castigo, sin embargo, era la carta a la familia: «Su hijo es indigno de sus deberes hacia el país y hacia el emperador». El baño duraba media hora y era obligatorio; no así afeitarse, porque «la barba os dará un aspecto más feroz». Los asaltos a la bayoneta eran continuos, con gritos salvajes para desmoralizar al adversario. Las grandes maniobras duraban tres meses y durante los tres días centrales se le prohibía dormir. Estaban prohibidas las retiradas: sólo valía la victoria o la muerte. «El oficial es un samurái —añade el autor francés—. La prueba es que va armado de sable. Para comprar el sable, muy caro, hay familias que se endeudarán durante años».
El primero de los honores para un general es el mensaje que llega de palacio: «El emperador está contento». La relación entre el oficial y el soldado no puede ser más estrecha dentro del espíritu de cuerpo: es su padre y su madre. «Los ocho rincones del mundo [es el objetivo antes de la acometida contra Pearl Harbor], podrán cobijarse bajo un mismo techo».
Tojo Hideki, primer ministro y ministro de la Guerra, que procedía de una familia de samuráis, es el hombre que presidirá, junto con Yamamoto, el destino militar de Japón en esta hora. Fue un mal estudiante, y nada parecía destinarle a una brillante carrera. Bajo de estatura, «ágil, fuerte y rápido», nada tiene de intelectual. Tan sólo lee textos militares que pide a Alemania. Su vida privada es irreprochable. Padre de seis hijos, su único pasatiempo consiste en jugar a los detectives.
Al contrario que Tojo, el almirante Yamamoto fue un alumno con notas deslumbradoras en la academia naval. Estaba dotado de un agudo sentido del humor. Cuando conoció a la que sería su esposa (fue un matrimonio arreglado por la familia, como era costumbre en esos tiempos), presentó a su suegra una interminable lista con sus defectos. Sabía que las guerras del futuro se librarían por medio de la aviación, de combinación de la fuerza aeronaval. Su hoja de servicios no podía ser más brillante, pero se alternaban los periodos de servicio en altos cargos con pausas y retiradas de la vida activa, reposos del guerrero. Nadie puede poner en duda su patriotismo, pero era un hombre civilizado, un militar que sabía lo que es la guerra. Era la bestia negra de los ultranacionalistas, que llegaron a pensar incluso en su asesinato.
Tras varias reuniones en los ministerios de Marina y de la Guerra, cuatro días antes del ataque a las Hawai, el almirante Yamamoto halló un poco de tiempo para telefonear a su amante, una antigua geisha con la que mantuvo relaciones durante diez años. Pasearon durante un rato por la calle Ginza y el almirante le compró tres rosas. Eso fue todo porque, llamado de urgencia por el deber, el almirante debía subir a bordo del acorazado Nagato, anclado en la bahía de Hiroshima. Desde su camarote, escribió unas letras a Kawai Shioko: «Querida, tan sólo he podido estar tres horas en Tokio, todas ellas ocupadas en reuniones oficiales. Es una pena que no hayamos podido pasar más horas juntos, sin tiempo siquiera para acostarnos el uno junto al otro. Dime: ¿han florecido las rosas? Cuando las rosas hayan comenzado a marchitarse (…).»
La carta le llegó a Kawai el día 7. En efecto, las rosas habían empezado a marchitarse cuando las bombas y torpedos convertían a Pearl Harbor en un infierno.