LOS PREPARATIVOS PARA EL ATAQUE

En la noche del 1 de julio de 1941 se reunió el Consejo del emperador en el Palacio Imperial. Kido, secretario y primer consejero, Señor Privado del Sello, dijo tras la guerra mundial, en testimonio bajo juramento, interrogado por los vencedores, que aquélla fue la primera vez que se habló de declarar la guerra a los Estados Unidos. El príncipe Konoye, el primer ministro, fue el que pidió al emperador la convocatoria urgente de la reunión.

Nadie se mostró partidario de un ataque hacia el norte, contra la Unión Soviética, sino que se consideró preferible dirigir el esfuerzo bélico hacia el cuerno de la abundancia del Pacífico sur. Eso significaba que habría guerra. Esa misma noche, ya 2 de julio, el Ejército y la Armada iniciaron los preparativos bélicos. El emperador pidió que le construyeran un refugio antiaéreo en los sótanos del Palacio Imperial.

En la conferencia del 6 de septiembre se llegó aún más lejos. Los preparativos para la guerra deberían continuar incluso mientras se mantenían negociaciones con los Estados Unidos. Si esos contactos no daban sus frutos para el 10 de octubre, se declararía la guerra al Reino Unido y a los Estados Unidos. Los jerarcas militares aseguraron al emperador que sus fuerzas estaban dispuestas.

En Washington, mientras tanto, desde el despacho oval de la Casa Blanca el presidente Roosevelt observaba con preocupación los movimientos de los japoneses. «Estoy haciendo todo lo posible —le dirá a su secretario de Estado, Cordell Hull, según cuenta Manning— para evitar la guerra con Japón. Incluso me he ofrecido para mantener una entrevista en Alaska con Hirohito, con el objeto de preservar la paz en el extremo oriente. Lo mínimo que vamos a pedir, como quiere el generalísimo Chiang Kai Chek, es la retirada de los japoneses de China y Manchuria». Hirohito no estaba por la labor. «Es imposible para el Japón retirar tropas de China sin perder la cara». En Asia perder la cara habría sido un imperdonable error para el imperio nipón.

La euforia presidía las reuniones de palacio. Roosevelt no alcanzó, al menos en ese trance, a comprender del todo lo cerca que se encontraban los japoneses de desencadenar la guerra. Todo conducía a ella: el ritmo de la industria bélica y el optimismo de una mayoría de empresarios que se frotaban las manos ante las perspectivas que se les abrirían al sur del Pacífico. La guerra como negocio.

El camino que se debía seguir lo había señalado el ataque, sin previo aviso y por sorpresa, a la flota asiática de Rusia en Port Arthur. El abuelo de Hirohito, el emperador Meiji, fue el responsable de la operación que sirvió de precedente para Pearl Harbor. En aquella ocasión el argumento para declarar la guerra a Rusia fue la amenaza que suponía este país para los planes de expansión japoneses. Lo mismo hizo Hirohito al declarar la guerra a Estados Unidos dos días después del ataque a Pearl Harbor: Estados Unidos, y China ponían en peligro la existencia del imperio japonés.

La victoria sobre los rusos en Port Arthur fue una invitación a mayores empresas e invasiones. «Este sólo ha sido el primer paso en la construcción del imperio», afirmó el abuelo de Hirohito.

Japón había perdido el respeto a las potencias europeas. Ahora, exhibía como antecedente sus triunfos militares en Port Arthur (actual Luda) y Tsushima en 1905. La ruptura de las negociaciones entre Japón y Estados Unidos era una señal clara de que Tokio deseaba pasar a la acción. La rivalidad entre los dos países databa de los primeros años del siglo XX, cuando sus respectivas expansiones comerciales chocaron en el Pacífico. Las relaciones entre Tokio y Washington se complicaron aún más cuando, como hemos visto, Japón se adhirió al Pacto Tripartito con la Alemania nazi y la Italia de Mussolini, y aún empeorarían al cortar los japoneses la ruta de Birmania, a través de la cual Estados Unidos enviaban ayuda a su aliado chino, Chiang Kai Chek. El ministro de la Guerra, Tojo, que representaba al ejército y a los grandes empresarios, era el que con mayor ardor pedía la apertura de hostilidades. No se podía dejar pasar aquel momento. Para animar al emperador a aprovechar la oportunidad se remitía con entusiasmo a los hechos de 1905. «De esta manera —defendió su tesis— Japón se unirá a las grandes potencias mundiales y se hará para siempre con el control del Asia oriental y sus mercados».

Sin embargo, no todos los jefes militares se mostraban de acuerdo. Entre ellos el vicealmirante Nagumo que mantenía la tesis de que el carburante que necesitaban sus barcos podría lograrse de los Estados Unidos por medio de la negociación. Al emperador le contrarió el punto de vista de Nagumo.

—¿Crees —preguntó al vicealmirante— que podremos ganar la guerra a los Estados Unidos?

—La Armada está convencida de que sí —contestó—, pero yo lo dudo.

Lo que el emperador buscaba era cerrar filas, la unanimidad la adhesión de todos y cada uno de sus consejeros. Advertía a su alrededor demasiadas dudas, incluida la que expresaba sin temor su primer táctico naval, el almirante Yamamoto, conocedor de la capacidad de respuesta de los Estados Unidos. Esa resistencia minoritaria a la alegre marcha hacia la guerra le costó a Yamamoto el puesto de subsecretario de la Armada para quedar relegado al de comandante en jefe de la flota imperial.

La gran decisión, removidos los últimos obstáculos, estaba tomada. Nagumo se unió finalmente a los belicistas, y el propio Yamamoto, prisionero de la historia, aceptó, como patriota disciplinado que era, las órdenes del emperador de organizar el ataque a Pearl Harbor. «Me han ordenado que luche —se justificó— sin atender a las consecuencias. Será algo salvaje durante los seis primeros meses. No tengo la misma confianza para el segundo o tercer año». Tenía más razón de la que imaginaba. Tan sólo seis meses después del bombardeo de Pearl Harbor, la batalla de las Midway, descifrados los códigos navales japoneses, cambió la suerte de la guerra a favor de los Estados Unidos.

Sin embargo, antes del ataque las cosas no estaban tan claras. Churchill, que veía peligrar las posesiones británicas en Oriente y Oceanía, pedía a Roosevelt: «Proporcionadnos las herramientas y nosotros terminaremos el trabajo». Ni siquiera los norteamericanos estaban preparados. Por increíble que parezca, un teniente japonés, Soguru Suzuki, pudo alquilar en noviembre de 1941 una avioneta para turistas y fotografiar las instalaciones militares de Pearl Harbor. Los pilotos japoneses tuvieron tiempo más que suficiente para analizar las fotografías de los buques de guerra amarrados en el muelle de la bahía.

Pearl Harbor está situado en la isla de Oahu, a unos quince kilómetros al oeste de la capital hawaiana, Honolulú. Los hawaianos la llamaban Wai Momi (aguas de perlas), por la abundancia de ostras perlíferas de la bahía. El uso del enclave como base naval provenía de un tratado de 1887, y ya en la guerra de 1898 contra España la Bahía de las Perlas se convirtió en un importante punto estratégico en el Pacífico. Continuaría siéndolo después de la guerra mundial, durante las campañas de Corea y Vietnam.

Era un destino poco grato para soldados y marinos: las chicas eran escasas y los tenderos rapaces.

Antes de 1941 un posible ataque a Pearl Harbor y otras posiciones estadounidenses en el océano descubierto por Balboa se consideraba como una remota posibilidad. Ernie Pyle, tal vez el mejor corresponsal de la II Guerra Mundial, se dio una vuelta en 1938 por la isla de Oahu. La base le pareció una fortificación parecida a Gibraltar: «Un anillo de acero rodea Honolulú —transmite a sus periódicos— pero es muy poco visible para el viajero. Honolulú no da la impresión de ser una base naval como San Diego. Se ven soldados y marinos por todas partes, aunque no parece que los militares dominen la escena. Se ven razas extrañas, hombres de negocios, transatlánticos, turistas. Hay mucho azúcar y belleza por doquier. Se ha invertido gran cantidad de dinero porque el gobierno cree que Hawai será muy importante en el caso de una guerra en el Pacífico. No obstante, el Ejército y la Marina no están aquí para proteger las inversiones comerciales en las islas, sino para que Hawai sirva, a medio camino en el océano, como un centro de operaciones en el caso de que ocurra algo en el extremo oriente. La guerra del Pacífico será, sobre todo, una guerra naval. Si Pearl Harbor es atacado o conquistado militarmente, la Armada tendrá que operar desde California, a una semana de viaje desde aquí». El abastecimiento de Oahu planteaba a unos 5.000 kilómetros de la costa oeste enormes problemas logísticos. El almirante Richardson era partidario de no dejar la flota en permanencia en Pearl Harbor, por eso fue sustituido por Kimmel.

Por lo que puede comprobar Pyle, tan querido por los soldados porque escuchaba sus problemas y recogía en sus crónicas sus miedos y emociones, Honolulú estaba bien preparado para la contienda. Los civiles, incluidos algunos prominentes hombres de negocios, vestirán llegado el caso sus uniformes y se encargarán de hacer que la ciudad funcione para dejar al ejército regular que cumpla su misión de combatir. Se aprecian, no obstante, espacios vacíos: en la isla de Molokai (la del padre Damián y sus leprosos) tan sólo dejan acantonado un soldado que permanece de guardia en el aeropuerto. La idea es la de concentrar las fuerzas en un solo punto, Pearl Harbor, cuya construcción recuerda la estructura de una mano: la muñeca es la entrada al puerto, y es muy estrecha. Dentro se despliegan cinco dedos, y la Marina tiene instalaciones en cada uno de ellos. En el dique seco pueden asentarse hasta los más imponentes portaaviones. Las grúas, los enormes depósitos de gasolina, los hangares, se ven desde muy lejos. En el centro de la palma de la mano está la isla de Ford una base aérea.

«Los submarinos, los destructores, los buques de guerra —escribe Pyle— ensayan y maniobran durante todo el día. Los oficiales y las tripulaciones llegan como unos oficinistas normales en coche desde Honolulú. Hacia las tres de la tarde, cumplida la jornada laboral, vuelven a la capital de la isla. Es poca la gente que vive en Pearl Harbor porque faltan pisos. Sólo hay casas para oficiales de alta graduación. Los submarinistas tienen sus barracones. No sé por qué —se pregunta el periodista— la Armada no construye más viviendas. A pesar de que la guerra puede estar cerca, nadie en Pearl Harbor parece preocuparse. Los cañones fijos del puerto tan sólo se disparan una vez al año. Antes de hacerlo, los artilleros avisan a la gente para que deje abiertas las ventanas y así evitar el efecto de la onda expansiva». Ese exceso de confianza sería fatal.

«La fuerza aérea japonesa es incluso inferior a la italiana», declaró un general estadounidense. Eso explica que el mando de la flota en la base naval hawaiana retirara los vuelos de reconocimiento para ahorrar combustible y las medidas de seguridad antisubmarinos en torno a la bahía.

De pronto llega el simulacro en Pearl, en esos tiempos anteriores al ataque: los cañones empiezan a escupir fuego, los aviones despegan de sus bases y leva anclas la flota naval. Los reflectores apuntan al cielo y la población civil despierta sobresaltada. «Nadie sabe de verdad —añade Pyle— lo que piensan los japoneses que viven en Hawai. Desconfían de ellos, los blancos los odian y temen. Creen que no se han americanizado ni siquiera en la segunda generación. En caso de guerra todos opinan que se pondrán del lado del hijo del cielo».

«Se cuentan historias terribles: la del niño japonés que cuando el maestro le pregunta qué haría en caso de que estallara un conflicto responde: “Me uniría al ejército japonés para luchar contra Estados Unidos”. La esposa de un oficial de la Marina preguntó a su empleada doméstica, una japonesa que trabajaba para la familia con dedicación y afecto durante varios años, “¿Qué es lo que haría en caso de guerra?”. “La mataría a usted”, replicó sin pensárselo dos veces.

»La mayor parte de los norteamericanos con los que hablo consideran a los japoneses insolentes, llenos de arrogancia, misteriosos, desleales, aunque debo decir que yo no he presenciado ningún caso de descortesía o insolencia. Sabemos que la inteligencia naval tiene fichados a todos e incluso se habla de la existencia de un campo de prisioneros por si un día es necesario encerrarlos allí».

Durante meses los pilotos nipones ensayaron en la bahía de Kagoshima, muy parecida por la configuración del terreno a la de Pearl Harbor. El vicealmirante Nagumo estaba convencido de que Pearl Harbor sería el Waterloo de los estadounidenses, que desmoralizados por el fulminante ataque no tendrían otro remedio que negociar la paz.

El 17 de noviembre Yamamoto visitó la base de adiestramiento para arengar a sus hombres antes del día D: «Japón se ha enfrentado a toda clase de enemigos en su larga historia: mongoles, chinos, rusos… pero ahora vamos a medirnos con los más poderosos de todos. Espero que esta operación sea un éxito». Los aviones volaban al ras de las casas y los campesinos de la desolada región se preguntaban a qué venía tanto alboroto. Los «padres» de Pearl Harbor fueron los almirantes Yamamoto y Onishi y el comandante Minoru Genda, el «niño prodigio» de la aviación naval.

Yamamoto sabía dónde descargar su espada de samurái. El marino, que contaba por entonces cincuenta y siete años, había estudiado en Estados Unidos, durante dos periodos lectivos, el proceso de fabricación del carburante para la aviación. Hizo incluso un viaje a los pozos petrolíferos de Texas. Nadie mejor que él podía saber cuál era la potencia industrial del enemigo. Sus tesis moderadas se vieron destrozadas por la divina impaciencia de los militaristas. Alguien dijo que las guerras son populares los tres primeros meses. Después, ante los desastres, la sangre, los muertos, los telegramas a casa, se pierden los fervores del principio y la actitud cambia de la alegría al dolor.

A Yamamoto, enemigo de la guerra, tan sólo le quedaba cumplir con su obligación. Llevó a los oficiales de la Marina y a los jefes de la fuerza aérea al colegio de guerra naval. En la gran mesa del centro vieron una maqueta, reproducción en escayola de Pearl Harbor, con sus buques, sus aviones, sus hangares, sus instalaciones de radar y sus aeródromos. «Si no destruimos los portaaviones en el primer ataque y consiguen huir al mar —habló el almirante—, nos esperará una guerra muy larga. Para que la operación tenga éxito debemos hundir los portaaviones, en caso contrario se librarán otras batallas entre nuestras fuerzas y las suyas el año que viene».

La batalla del mar del Coral y sobre todo Midway le darían la razón. Los ensayos del bombardeo se hicieron con el mayor realismo y fidelidad posibles. En el juego previo de la guerra el equipo A se enfrentaba al B, que se encargó de simular las reacciones que se esperaban de los defensores: desconcierto ante la sorpresa táctica, incredulidad, caos. Después, el ejército ensayó los desembarcos en Malasia, Filipinas, Guam, Java o Borneo, en operaciones simultáneas y sincronizadas. Fueron días de aplausos y optimismo. Sobre el papel todo salía engrasado y bien, y se abría una nueva era en el arte de la guerra: la superioridad de la fuerza aérea sobre la naval, y el uso de los grandes portaaviones.

Los militaristas japoneses temían que de llegar a celebrarse una entrevista de última hora en Alaska entre Roosevelt e Hirohito se echarían a perder sus planes de ataque y conquista. Era proverbial la capacidad de seducción del presidente de los Estados Unidos. Por eso lograron persuadir a los partidarios de ese encuentro, en el que tampoco Roosevelt y el emperador creían, de que no se celebrara. No había voluntad de reconciliación.

Fue el propio Yamamoto el que eligió el domingo como día D. Al haber vivido en Estados Unidos sabía lo que significa la fiebre del sábado por la noche, la noche de vino y rosas. Noches alegres, pero mañanas de resaca y modorra. Era una buena manera de pillar al enemigo en horas bajas. Otras acciones de la guerra mundial, como la invasión de Francia y la Unión Soviética tuvieron lugar en domingo.

De aquí a la eternidad es el título de una novela de James Jones, autor que estaba destinado como soldado en Hawai en el momento del bombardeo. En su libro refleja la dura vida de los infantes de Marina. Muchos de ellos se dieron cita para ese mismo domingo festivo en la playa de Waikiki para tomar unas copas en el Two Jacks, en el Mint o en el Bill Leader. El almirante Kimmel, jefe de la Marina, tenía preparados sus palos de golf, pues le esperaba un disputado duelo sobre el césped con el general Short, jefe del Ejército de tierra, el domingo por la mañana a las 9.30.

Los japoneses no eran aquellos soldados todos bajitos y miopes, con los dientes podridos por la caries y gafas de cristal de culo de botella de que hablaban los tópicos y los racistas. Los estadounidenses pagarían tan caro ese desprecio como pagarían después los nipones su propia jactancia. Yamamoto había crecido en el espíritu antioccidental estimulado por las narraciones de su padre, que le hablaba de los «bárbaros que vinieron en sus negros barcos [Perry] y amenazaron al hijo del cielo». Japón entendía su guerra en el extremo oriente como una liberación de todos los países del yugo colonial de occidente. Sin embargo, en sus campañas invadirían también Siam (Tailandia), la única nación independiente de esa parte de Asia, el país de los libres.

Es cierto que en los primeros tiempos de la penetración japonesa, desde Indochina a Indonesia, el coolie, el paria asiático, vio entusiasmado cómo los orgullosos colonos franceses, británicos y holandeses mordían el polvo y suplicaban una escudilla de arroz o un vaso de agua al soldado imperial. Fue la primera victoria moral, la segunda si se tiene en cuenta la batalla de Tsushima, símbolo con Dien Bien Phu (1954) del proceso de emancipación de las naciones asiáticas.

No obstante, pronto caerían en la cuenta indochinos, filipinos, malasios o tailandeses de que la «esfera de la prosperidad común del Asia oriental» era una trampa, y que el ejército del emperador Hirohito actuaba incluso con mayor brutalidad que las potencias coloniales europeas.

Poco antes de desatarse la oleada de fuego sobre Hawai, el coronel Iwakuro arrojó un jarro de agua fría sobre el mando militar nipón armado de datos estadísticos: la producción de acero de Estados Unidos era superior a la de Japón en una proporción de veinte a uno; la de petróleo, en cien a uno; la de carbón, en diez a uno; y la de aviones, en cinco a uno. Sus datos fueron acallados: el que expresara algún tipo de pesimismo o derrotismo lo pagaría caro, pues atentaría contra el código del honor, y hasta el propio Hirohito fue veladamente amenazado. Si se oponía a la guerra, sería asesinado.

A pesar de su teórica superioridad el pueblo de los Estados Unidos estaba lejos de apoyar la guerra. La diplomacia de Washington se hallaba en un callejón sin salida: no deseaba lanzarse contra Japón en un ataque preventivo, pero tampoco deseaba negociar. Tojo afirmó al recibir el comunicado de sus embajadores que «Nos han humillado, nos han hecho perder meses de esfuerzos por negociar. Es el final». Entre el 30 de noviembre y el 1 de diciembre, el Gobierno japonés, el Consejo de la Corona, la Conferencia de Coordinación y el Consejo de Antiguos Jefes de Gobierno decidieron declarar la guerra a los Estados Unidos. Y el primer paso sería el ataque a la base naval de la Bahía de las Perlas, muy parecido al desencadenado contra Port Arthur en 1904 o al que los británicos descargaron sobre la base italiana de Tarento.

En el primer raid aéreo de la historia lanzado desde un portaaviones, el Illustrious británico, emboscado a 275 kilómetros detrás de la línea del horizonte, veintiún viejos biplanos Swordfish destrozaron la mitad de la flota italiana fondeada en Tarento. La Marina italiana ya no levantaría cabeza, ni amenazaría los convoyes de Su Majestad en aguas del Mediterráneo. Doce de los veintiún aparatos estaban equipados de torpederos. El 20 de octubre de 1940 por la noche, para esquivar los modernos cazas italianos, los Swordfish se aproximaron apenas a diez metros por encima de la cresta de las olas para burlar el fuego de las baterías antiaéreas y la barrera de globos cautivos. Once torpedos bastaron para enviar a pique tres acorazados italianos y tres navíos de reavituallamiento, dañar dos destructores y destruir el depósito de carburante de Tarento, la principal base italiana. Los japoneses tomaron muy buena nota sobre la eficacia de los torpedos.

Otro hecho, si hemos de creer a J. Rusbridger (Betrayal in Pearl Harbor), la captura del navío británico Automedon fue decisivo como detonante del ataque a Pearl Harbor. El buque Atlantis que izó pabellón japonés con el nombre de Kasii Maru, mandado por el capitán alemán Bernhard Rogge, abordó a las siete de la mañana del 11 de noviembre de 1940 el buque Automedon a la altura de las islas Nicobar. Lo hizo ondeando bandera holandesa y con sus marinos disfrazados de mujeres. Los ingleses no sospecharon nada hasta que ya fue demasiado tarde. En dos sacos de gruesa tela depositados en su caja de seguridad el Automedon guardaba los planes secretos para el mando de las fuerzas británicas en extremo oriente y sus agentes en Singapur, Shanghai, Hong Kong y Tokio. Había entre los documentos, lo cuenta J. Rusbridger en su libro, una pieza esencial que conduciría al ataque a la base norteamericana del Pacífico: los jefes de Estado Mayor del Gobierno británico daban por perdida la Indochina francesa si la invadían los japoneses. Se limitarían a una protesta formal. Otro dato: los ingleses daban también por perdida la isla de Singapur y Malasia en caso de invasión nipona. Al conocer los documentos el comandante en jefe de la flota imperial japonesa, almirante Isoroku (nombre que significa 56, la edad que tenía su padre cuando nació el que sería ilustre marino), Yamamoto supo a principios de 1941 que con esas informaciones en la mano el ataque a Pearl Harbor era un hecho. Lo fue sobre todo cuando Hitler lanzó más de cien divisiones de blindados e infantería contra un Ejército Rojo de siete millones de hombres sorprendidos con la guardia baja el 22 de junio de 1941. Desaparecía así el temor japonés de un ataque soviético sobre el flanco occidental. Les dejaba las manos libres para llevar adelante sus «grandiosos planes» de la ofensiva en Asia.

Al caer Singapur en 1942, el emperador Hirohito entregó al capitán Rogge una espada de samurái. Tan sólo dos alemanes, Goering y Rommel, recibieron ese honor de manos del showa tenno. Churchill, según Rusbridger, mantuvo en secreto la pérdida del Automedon. Ni siquiera figura en los archivos del Ministerio de la Guerra, señala Rusbridger, ingeniero naval y ex agente del Intelligence Service británico en la Europa del este.

Otro episodio demuestra la apatía con la que Estados Unidos —su ejército hacía el número 17 en todo el mundo y poco menos que había abandonado la política de defensa— reaccionó ante los avisos tanto del código Purple (código púrpura), englobado en el código Magic, como de las advertencias recibidas de fuentes diplomáticas desde Tokio. Purple es junto con la Enigma, la de Hitler, la más famosa máquina criptográfica del mundo. Con el nombre de Magic se bautizó la totalidad de las operaciones de descifrado de los códigos diplomáticos japoneses, incluido el Purple.

El 27 de enero de 1941, el embajador de Perú en Tokio, Ricardo Rivera-Schreiber, se dirigió a la embajada de Estados Unidos para comunicar a su colega Grew una información secreta de la mayor importancia. En el curso de una recepción diplomática un funcionario de la embajada había escuchado de labios de un intérprete japonés que la flota norteamericana desaparecería del mapa en pocas fechas:

—¿Dónde? —le preguntaron intrigados—. ¿En San Diego?

—¡No!

—¿En San Francisco?

—¡No!

—¿En el Pacífico sur?

—¡No!

Para el tercer «no» el indiscreto funcionario japonés había recobrado la compostura y desapareció de inmediato de escena. A. J. Barker, en Pearl Harbor, una asombrosa derrota, se pregunta cómo pudo el intérprete recoger tan delicada información. «Tal vez fue una suposición estimulada por el alcohol», escribe. El almirante Yamamoto tan sólo había facilitado a sus comandantes de navío un ejemplar de cincuenta páginas del plan de operaciones en el que se detallaba el ataque contra Pearl Harbor pero sin tres datos esenciales. La fecha de la partida de la flota de la bahía de Tankan, la fecha del reavituallamiento en el Pacífico y la fecha del ataque propiamente dicho. Lo que no dejaba dudas a criterio del embajador de Perú es que el lugar elegido para el ataque sería Pearl Harbor. El embajador Joseph Grew envió de inmediato un telegrama cifrado al jefe del Departamento de Estado: «Mi colega peruano me informa de que de varias fuentes, incluida la japonesa, ha sabido que las fuerzas militares japonesas preparan un ataque masivo, por sorpresa, contra Pearl Harbor en caso de dificultades entre Estados Unidos y Japón. En este ataque los japoneses utilizarán todos los medios tecnológicos de guerra a su alcance. Mi colega Rivera dice que se ha apresurado a pasarnos esta información porque la tiene de diversas fuentes, incluidas las japonesas, pero que a él personalmente le parece un proyecto fantástico».

El despacho de Grew fue enviado a la NID (Naval Intelligence División) y poco después, según A. J. Barker, fue a parar al almirante Kimmel, comandante en jefe de la flota del Pacífico. Incluía esta nota de los expertos navales en espionaje firmada por el jefe de la sección de extremo oriente, McCollum:

«El NID no da fe a estos rumores. De lo que sabemos sobre el dispositivo y la utilización de las fuerzas navales y militares japonesas, ningún movimiento contra Pearl Harbor parece inminente o en curso de preparación en un previsible futuro».

Washington respondió a estas y otras señales con la táctica del avestruz. El 31 de marzo de 1941, o sea nueve meses antes del ataque a la isla de Oahu, el contraalmirante Patrick Bellinger y el general de división Martin, responsable del Army Air Corps en Hawai, redactaron un informe en el que evocaban un ejercicio de la flota organizado en 1938 por el almirante Ernest J. King en el que el portaaviones Saratoga demostró que era posible un ataque aéreo sobre Pearl Harbor.

«Nunca en el pasado los japoneses se han tomado la molestia de declarar la guerra. Sus submarinos y una fuerza de ataque rápida podrían penetrar en las aguas del archipiélago sin ser detectados por nuestro servicio de vigilancia. Parece que un raid aéreo constituiría la forma de ataque más plausible y peligrosa. En el actual estado de cosas, esa ofensiva se lanzaría al amanecer, a partir de uno o varios portaaviones emboscados en un radio de unos quinientos kilómetros en torno a Hawai. El grado de probabilidad de un efecto de sorpresa es muy elevado. Un raid aéreo sobre los navíos y las instalaciones navales de Pearl Harbor neutralizaría durante un tiempo la acción efectiva de nuestras fuerzas al oeste del Pacífico».

Es como si hubiera adivinado los planes de Yamamoto. Pero los expertos navales seguían creyendo que los japoneses eran aviadores audaces «pero incompetentes» y sus cazas y bombarderos pura chatarra. «Tienen atrofiado el tubo del oído interno», aseguraba un especialista en su informe, «y además son miopes, lo que perturba su sentido del equilibrio». Según otras versiones eran incapaces de ver con un solo ojo, no sabían cómo coger el fusil y sus técnicas de construcción naval eran tan pésimas que los buques de guerra naufragarían el mismo día de su botadura. En una palabra, los norteamericanos subestimaron la preparación japonesa para un ataque a gran escala. J. Rusbridger nos recuerda que estas ideas persistían tiempo después de la II Guerra Mundial, hasta el punto que, en 1957, la película El puente sobre el río Kwai mostraba a un batallón japonés incapaz de construir «un puente de ferrocarril sin la intervención competente de los blancos».

Las señales a Roosevelt y Churchill llegaban de todas partes. El primer ministro surafricano Jan Smuts telegrafió a su amigo el primer ministro británico: «Si los japoneses deciden mostrarse agresivos, todo está preparado para un desastre de primera clase». Hay quien afirma que de haber aceptado EE.UU. la entrega a Japón de petróleo para uso civil la guerra no hubiera estallado. El embajador británico en Tokio, sir Robert Craigie, escribió años más tarde: «Creo que la guerra no era inevitable de haber logrado un compromiso con Japón en diciembre de 1941 sobre la retirada de las tropas niponas de Indochina».

El general Heinter Poorten, comandante en jefe holandés, declaró años después: «Durante los primeros días de diciembre de 1941, nuestras informaciones indicaban una fuerte concentración naval japonesa cerca de las Kuriles. Yo estaba ya convencido, gracias a una serie de informaciones anteriores, de que Japón se aprestaba a lanzar la guerra del Pacífico por medio de un ataque por sorpresa, como había hecho en 1904 contra Rusia».

En 1918 Lenin había pronosticado que Japón y Estados Unidos, aliados por entonces, entrarían en conflicto por el dominio del océano Pacífico. En octubre de 1940 se publicó un libro de Kinoaki Matsuo, La alianza de los tres poderes y la guerra EE. UU.-Japón. En el capítulo titulado «La flota japonesa para un ataque por sorpresa» se decía lo siguiente: «Diciembre será el mes elegido para el ataque, puede que el primer domingo de diciembre en Hawai».

El almirante Stark, jefe de las operaciones navales, escribió el 24 de enero de 1941 al secretario de la Armada: «Si estalla la guerra con Japón es muy posible que las hostilidades se inicien con un ataque por sorpresa sobre nuestra flota en la base naval de Pearl Harbor». Primero sería un ataque con bombarderos y luego con torpedos aéreos. Knox respondió que el ejército estaba equipado para proteger la flota. La tradición japonesa incluía un solo golpe por sorpresa. Así ocurre en el judo, el sumo o el kendo, sus deportes preferidos. En 1904 el almirante Togo atacó a la flota rusa del Pacífico con torpedos cuando el comandante ruso lo pasaba en grande en una fiesta. No hubo declaración de guerra. Tampoco se tuvieron en cuenta estos antecedentes.

En junio el agregado comercial de la embajada de EE.UU. en México informó sobre la existencia de submarinos de bolsillo nipones en la isla de Molokai. El doble espía de origen yugoslavo Dusko Popov al servicio de Londres, alias Triciclo, fue enviado a Estados Unidos para montar una red de espionaje para los nazis. Le habían entregado un cuestionario en el que figuraba la palabra Hawai y en nombre de los aliados nipones se le pedía información sobre el ataque con torpedos aéreos sobre la base italiana de Tarento. Berlín pidió a Popov que viajara a Hawai para ponerse en contacto con el espía alemán KJiun. Triciclo entregó todos sus papeles y documentos, además de un informe sobre sus pesquisas, al FBI, que no se lo creyó. Era «demasiado complejo, demasiado preciso». El patrón del FBI, Edgar Hoover, era un puritano que no se fiaba de la vida privada de Popov, amigo de las camas redondas y toda clase de orgías. «Va a corromper a mis hombres», dijo, y archivó los informes.

Cuando Popov conoció la noticia del raid aéreo sobre Oahu exclamó: «Era lo que esperaba. Estoy seguro de que EE.UU. obtendrá una gran victoria sobre los japoneses. Me siento orgulloso de haberles advertido con cuatro meses de anticipación sobre lo que iba a ocurrir. ¡Vaya recibimiento que habrán tenido los aviadores y marinos del emperador!». Un agente chinocoreano, Kilso Haan, visitó con urgencia al periodista Eric Sevareid, de la CBS en Nueva York, para informarle de que los japoneses atacarían Pearl Harbor antes de Navidad. Un coreano que trabajaba en el consulado de Japón en Honolulú había visto desplegados sobre la mesa del cónsul mapas marcados de las aguas e instalaciones navales del puerto. El agente coreano nunca logró ponerse en contacto con las autoridades norteamericanas.

Otra advertencia que cita el revisionista John Toland en Infamy es la del comandante Warren J. Clear, en la primavera de 1941, al servicio de inteligencia del ejército de extremo oriente: Tokio se preparaba para atacar una serie de islas que incluían Guam y Hawai y pedía con urgencia el reforzamiento de la cadena de islas desde Oahu a Guam. Hicieron oídos sordos a sus avisos. Su informe secreto desapareció de los archivos aunque, eso sí, después de la guerra Clear fue condecorado. El último día de noviembre Tokio ordenó a su embajador en Berlín, general Oshima, que informara a Hitler sobre un plan de estadounidenses y británicos para mover fuerzas militares en Asia, y que estaban dispuestos a tomar medidas preventivas: «Infórmeles muy en secreto de que existe el peligro inminente de una ruptura de las hostilidades entre las naciones anglosajonas y Japón. La guerra puede llegar antes de lo esperado». El mensaje Purple fue desvelado y transmitido a Washington pero no se envió copia a Kimmel y Short en Pearl Harbor.

Mientras la Kido Butai, la fuerza de asalto, se dirigía ya a la velocidad de entre 24 y 30 nudos hacia las Hawai el barco de los pasajeros Lurline venía en dirección contraria. Toland se refiere al experimentado operador de radio del Lurline que empezó a escuchar señales no identificadas en baja frecuencia. Esas señales continuaron y fueron interceptadas: se trataba de órdenes de movilización para la batalla. El Lurline dio parte a San Francisco pero según Toland nadie quiso saber nada.

Churchill afirmó en el ayuntamiento de Londres un mes antes del ataque: «En la medida en que el acero es la piedra angular de la guerra moderna, sería muy peligroso para una potencia como Japón, que no produce más de siete millones de toneladas por año, provocar gratuitamente un conflicto contra los Estados Unidos, cuya producción se acerca ahora a los ochenta millones de toneladas». Para esa misma fecha Tokio había transmitido a su cónsul en Honolulú, Nagao Kita, una orden por la que la base de Pearl Harbor se dividía en cinco zonas: la A correspondía a las aguas que separan la isla Ford del arsenal; la zona B, las aguas que bordean el sur y suroeste de la isla de Ford; la zona C, el brazo de mar del este; la zona D el brazo de mar central y la zona E el brazo de mar del oeste y las vías de comunicación marítimas. «En lo que concierne a los acorazados y portaaviones, nos gustaría que nos informaran —pedía el mensaje— sobre los que están amarrados a puerto o los que se encuentran en el dique seco. Indíquennos brevemente su tipo y clase. Si es posible señalen si dos navíos o más están amarrados el uno junto al otro en el mismo muelle».

El mensaje fue interceptado por la estación de escucha MS-5 del ejército norteamericano en Oahu. Estos y otros mensajes fueron archivados y olvidados: Los japoneses quemaron sus archivos antes de que terminara la guerra y Churchill hizo lo mismo con respecto a las claves J-25.

Después de nueve investigaciones oficiales por parte de los EE.UU. quedan puntos oscuros por desvelar. J. Rusbridger y Eric Nave sostienen la tesis de que Winston Churchill lo sabía. En las oficinas de la FECB (la oficina conjunta para el extremo oriente) en Singapur, al día siguiente del raid japonés, el equipo de cifra de los mensajes nipones se reunió escandalizado en torno al jefe Tommy Wisden que se preguntó incrédulo: «Con todas las informaciones que les hemos pasado ¿cómo es que los norteamericanos han podido dejarse sorprender?». De todos modos comprobaron si los mensajes descifrados por la J-25 se habían enviado a Londres: sí, no se había cometido ningún error en ese sentido.

«Hoy se da por hecho», escriben Rusbridger y Eric Nave, «que la fuerza de ataque del almirante Yamamoto podría haber sido diezmada en alta mar antes de que llegara a Pearl Harbor, si Gran Bretaña hubiera compartido con EE.UU. su conocimiento de los códigos navales japoneses. Lejos de ser fortuita, la política de disimulo de Churchill trataba de arrastrar a Estados Unidos a la guerra». Es lo que Randolph Churchill le contó a Martin Gilbert (The Finest Hour). El 18 de mayo de subió a la habitación de su padre. Se lo encontró afeitándose y hablaron de los rumores de guerra:

«—Ahora veo —afirmó Churchill— cómo podré salir de ésta.

»—¿En serio? —preguntó Randolph—. ¿Crees de verdad que podremos derrotar a esos cerdos? ¿Cómo lo conseguirás?

»Mi padre, que se había limpiado las mejillas, se volvió hacia mí y me dijo:

»—Voy a arrastrar a los Estados Unidos a la guerra».

Eric Nave era el capitán de corbeta australiano que la mañana del 4 de diciembre de 1941 fue despertado con una llamada de teléfono por el teniente Lloyd del grupo especial de información en la periferia de Melbourne. A las 4 de la madrugada uno de los operadores escuchó por radio la frase clave: «Viento del este. Lluvia». Era la señal de que los japoneses se disponían a atacar de un momento a otro.

—Ya está —le anunció Lloyd a Nave—. La segunda fase está en marcha.

Poco antes de las 21 horas del 7 de diciembre de 1941 (las 11 de la mañana en Hawai), cuenta Rusbridger que Churchill cenaba en Chequers, residencia secundaria de los jefes de Gobierno británico, a 70 km. al norte de Londres, en compañía de Averell Harriman, enviado especial del presidente Roosevelt, y de John Winant, embajador de los EE.UU. en Gran Bretaña. «De pronto el mayordomo irrumpió en el comedor y anunció que acababa de saber por la radio que los japoneses habían atacado a los estadounidenses en Pearl Harbor. Los invitados intercambiaron una mirada de incredulidad, pero Churchill se levantó de un salto: “Vamos a declarar la guerra a Japón”, dijo antes de abandonar la mesa para dirigirse a su despacho, donde pidió que le pusieran en comunicación con el presidente Roosevelt».

El embajador Winant mostró su sorpresa. ¿Cómo el primer ministro podía aceptar una noticia así antes de confirmarla? «Churchill», concluye el autor, «no necesitaba la confirmación. Lo sabía desde hacía mucho tiempo». O también podía significar que lo deseaba con fervor.

Los jefes del Ejército y la Marina de los EE.UU. no pudieron ser localizados la noche anterior a la agresión. Ni siquiera fueron capaces de explicar tiempo después dónde se encontraban esa noche. Frank Knox, el ministro de Marina que semanas más tarde viajaría a Pearl Harbor para levantar acta del desastre, contó a uno de sus mejores amigos, James Stahlman (la cita es del almirante Tolley en 1973), que Stimson, el general Marshall, Stark y Hopkins pasaron la mayor parte de la noche del 6 de diciembre en la Casa Blanca con el presidente: «Todos esperaban», apostilla Toland en Infamy, «lo que ya sabían que iba a ocurrir: el raid aéreo nipón sobre Pearl Harbor». Los historiadores revisionistas son tenaces. El primero de ellos después de Toland es el condecorado ex combatiente de la guerra del Pacífico, Robert S. Stinnett, autor de Day of Deceit (El día del engaño), resultado de diecisiete años de investigación, archivos y entrevistas personales, sobre Pearl Harbor. En el epílogo de la edición de bolsillo de su libro trata de echar por tierra dos premisas: 1) la de que los criptógrafos de radio norteamericanos no lograron descifrar los códigos navales japoneses y 2) aunque esos códigos navales hubieran sido descubiertos y traducidos no se sabía dónde descargaría Japón su golpe porque los almirantes japoneses mantenían el silencio de radio y no señalaron el objetivo como Pearl Harbor.

«Estos dos asertos», escribe Stinnett, «han caído por tierra con la aparición de nuevos documentos. En mayo de 2000 los documentos del Acta de Libertad de Información revelan que a mediados de 1941, cuando la flota de guerra japonesa se dirigía hacia Hawai, los criptógrafos de radio estadounidenses habían descifrado los principales códigos navales nipones y que a través de las ondas de la radio los primeros almirantes (Nagano, jefe de operaciones navales, o Yamamoto) habían dejado claro en sus mensajes que Pearl Harbor era el objetivo del raid. La documentación, prohibida durante casi sesenta años para el Congreso y para el público, revela la verdad: los mensajes de los principales almirantes japoneses constituyen una fuente de información de primer orden para nuestros servicios de inteligencia en la travesía hacia Pearl Harbor a través del Pacífico septentrional y central». ¿Es que sus colaboradores le ocultaron pruebas a Roosevelt?

¿Qué conclusión podemos sacar de este galimatías formado por mensajes descifrados, advertencias previas rechazadas, apatías demostradas? El frente de los revisionistas es cada vez más amplio (Roosevelt lo sabía), aunque nadie ha logrado hasta ahora poner sobre la mesa la pistola humeante, el documento definitivo de la teoría de la conspiración. Aun sin esa prueba, lo que parece evidente es que existió una cadena de irresponsabilidades, un cúmulo de descuidos desde el jefe de la nación al último marino, porque las señales eran lo bastante nítidas como para que no sólo la Bahía de las Perlas sino el resto de las bases y aeropuertos hubieran entrado en estado de alerta.

El Imperio del Sol Naciente, formado en las ideas alemanas de la guerra como partera de la historia, como unidad de destino, no podía quedar al margen del conflicto que ya ardía en Europa. En 1919 lo advirtió el senador Henry Cabot Lodge, que con el tiempo sería embajador en Madrid: «Japón se ha formado en las ideas alemanas y considera la guerra como una industria, pues por la guerra ha conseguido su extenso imperio. Se propone explotar China y hacerse fuerte hasta convertirse en una potencia mundial tan formidable que amenazará la seguridad del planeta. El país al que más amenazará será el nuestro, a menos que tengamos buen cuidado de mantener una aplastante superioridad naval en el Pacífico».

Héctor Bywater, corresponsal naval del Daily Telegraph de Londres, había publicado en 1925 una novela de anticipación, La gran guerra del Pacífico, basada en el supuesto estratégico de un ataque japonés por sorpresa para conquistar territorios de los que extraer materias primas. El libro lo leyó en Washington donde era agregado naval, el futuro almirante Yamamoto.

El mantenimiento por parte de Estados Unidos del embargo del petróleo a Japón presagiaba lo peor: «Debemos estar preparados, algo va a ocurrir muy pronto», telegrafió Roosevelt a Churchill. Cuando se consumó el ataque el primer ministro británico le diría a su colega estadounidense: «Ya estamos en el mismo barco».

Para mayor abundamiento en la falta de previsión yanqui, ocurre que la Marina de los Estados Unidos había conseguido descifrar, ya en 1940, y gracias al equipo que dirigía el criptoanalista William F. Friedman, el «código púrpura», un sistema de codificación secreto en el que se transmitían los mensajes nipones a sus embajadas. Desde el principio hasta el final de la guerra los estadounidenses dispusieron por anticipado de todas las notificaciones del enemigo, si bien en forma de rompecabezas. El problema era que no resultaba fácil despejar aquella jungla de informaciones, algunas tan evidentes como una en la que Tokio pedía a su consulado en Honolulú que enviara un informe sobre el despliegue de la flota de Estados Unidos en Pearl Harbor, poco antes del ataque. Tampoco supieron desentrañar el sentido de la frase de Yamamoto enviada a su flota el 2 de diciembre: «Escalad el monte Nitaka 1208», 12 por diciembre y 08 por el día elegido, el 8 en Japón, el 7 en Pearl Harbor. En cuanto al Nitaka era un monte en Formosa, perteneciente entonces al imperio japonés, de una altitud de casi 4.000 metros. Su cima era muy codiciada por los alpinistas. Era nada menos que la contraseña para el ataque. Los japoneses lo tenían todo preparado y sus rivales estadounidenses eran incapaces de verlo.

Uno de los jefes de la operación, con el que hemos empezado este relato, Mitsuo Fuchida, nieto de un famoso samurái, confesó al historiador estadounidense Gordon Prange que se levantó a las cinco de la mañana del día del ataque y se puso unos calzoncillos rojos y una camisa del mismo color para que, en caso de resultar herido, la presencia de la sangre no distrajera a sus hombres. Durante el desayuno, su ayudante le informó de la situación:

—Honolulú duerme.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Fuchida.

—La radio de Honolulú emite música ligera. Todo va bien.

Yamamoto, herido en la batalla de Tsushima en 1905, graduado como ya hemos dicho por la Universidad de Harvard, agregado naval en Washington y aficionado al bridge, al póquer y al ajedrez japonés, creía conocer bien al enemigo. Al llegar al campo de entrenamiento de las unidades que se preparaban para el ataque, pronunció un breve discurso y compartió con sus hombres el surume (pescado seco), símbolo de la felicidad, y el kachiguri (nueces), como brindis por la victoria. Junto a los altares shintoístas portátiles y las tablillas de los antepasados, elevó la taza de sake y brindó por Hirohito: «¡Banzai!» era el grito de guerra.

Japón tenía su quinta columna en Pearl Harbor y un espía disfrazado de canciller japonés, en Honolulú. El 7 de diciembre, el día de la infamia tal y como lo bautizó Roosevelt, a las ocho de la mañana Takeo Yoshikawa encendió la radio de onda corta. La emisora nacional japonesa no informaba de ningún ataque en su boletín informativo. No había nada que le interesara. Al llegar al pronóstico del tiempo, el canciller-espía subió el volumen de la radio. El locutor, con una inflexión especial de la voz, anunció dos veces: «Viento del este. Lluvia». Era la señal en clave de que el ataque había comenzado. Pocas horas después 1.103 marines del Arizona yacerían muertos en el fondo de la bahía mientras las bombas japonesas seguían machacando los otros siete acorazados anclados en paralelo a la isla de Ford. «Las bombas —recordaría Fuchida— cayeron en perfecto orden, como diablos de la muerte».

Una vez concluido el ataque, el canciller se asomó a la ventana para comprobar con satisfacción el trabajo de sus aviones, plasmado en forma de columnas de humo que se elevaban sobre la vertical de Pearl Harbor. El sonido de las bombas era música celestial para sus oídos. Takeo Yoshikawa no pertenecía en realidad al servicio diplomático de su país. Como alférez de la Armada Imperial fue el encargado de enviar nueve horas antes la señal convenida al cuartel general del almirante Yamamoto.

Durante cuatro años se preparó a fondo para la misión de espionaje.