La cultura de la guerra y la expansión se había instalado en el corazón del país desde los años treinta. Con cincuenta y seis millones de habitantes Japón se había convertido en la economía más dinámica del mundo. «La fortaleza económica —aseguraba el almirante Yamamoto— es esencial para el poder militar». Para llevar adelante su proyecto de expansión, los zaibatsus y los líderes militares necesitaban bases en el continente asiático, en lugares abundantes en materias primas: Manchuria y China, por ser zonas de importante producción agrícola y minera; Singapur, como centro para la industria de la aviación; Malasia, como espacio minero (bauxita, hierro), además de por sus plantaciones de caucho; Filipinas, como zona de defensa; la Indochina francesa por su producción de estaño, carbón y zinc; y las Indias Orientales Holandesas (Indonesia) por el caucho, el estaño y, sobre todo, el petróleo.
El control sobre los dos primeros puntos, Manchuria y China (ésta parcialmente), se consumó entre 1931 y 1932. Un emperador de opereta, Pu-Yi, entregó Manchuria a los japoneses, en un momento en el que China se descomponía por la penetración colonialista occidental, la lucha entre los señores feudales y la guerra civil entre nacionalistas y comunistas. El territorio se transformó en un inmenso taller para la fabricación de aviones, carros de combate, camiones, artillería y munición.
Durante esta primera fase de expansión debía desarrollarse una unidad política, una voluntad común de la sociedad y una organización militar para cuando llegara el momento de declarar la guerra: Pearl Harbor. Las ideas expansionistas de Japón aparecían en el discutido memorial Tanaka: «Si lo único que nos proponemos es desarrollar nuestro comercio, a la larga no podremos competir con Gran Bretaña y Norteamérica, con su insuperable poderío capitalista. Terminaremos por perderlo todo». Por lo tanto, se puede decir que el ataque a Pearl Harbor fue una sorpresa relativa.
Tanaka era el nombre del primer ministro japonés que en 1927 reunió a la flor y nata de la milicia y a los zaibatsus o industriales para informarles de sus designios. La población japonesa crecía de manera imparable, y la guerra en China, tras los éxitos iniciales en Manchuria, era una sangría para el presupuesto. Japón necesitaba el espacio vital (el lebensraum de los nazis). La mentalidad nipona queda resumida en la actitud del que sería ministro de la Guerra, primer ministro y general Tojo, que prefirió el combate a la mesa de diálogo, porque creía que éste era una pérdida de tiempo. La guerra se convirtió para Japón en una solución rápida a los problemas y en la respuesta fulminante a sus aspiraciones.
La situación se vio agravada por la decisión estadounidense, en plena guerra económica y comercial con Japón, de prohibir el envío de motores de avión al reino nipón. Esto suponía una denuncia del tratado comercial entre los dos países, ya que además se congelaron las cuentas bancarias niponas en Estados Unidos y se embargó la exportación de chatarra y de una larga serie de materias primas vitales para Tokio y su programa de rearme: caucho, bromo, cobre, latón, níquel, estaño, radio, potasas, petróleo, aceite, grasa para motores…
Japón, en los años previos a la guerra mundial, se vio al borde del caos económico porque la guerra con China, cuya soberanía, independencia e integridad territorial respaldaba Washington (Roosevelt pertenecía al grupo de presión chino), consumía muchas más materias primas que las que producían las islas y su incorporado territorio de Manchuria. El embargo estadounidense abrió el camino a lo que el alto mando nipón denominaba «estrategia del sur», es decir, la anexión de Indochina e Indonesia.
—Los conquistaremos en noventa días —prometió el general Sugiyama al tenno Hirohito.
—Lo mismo me dijiste antes del ataque a China —replicó con mirada escéptica el emperador— y tus planes se retrasaron mucho.
El general cayó en un elocuente silencio tras la reprimenda. Esta vez no habría equivocaciones.
Los políticos se dividieron entre los partidarios de la negociación para obtener el levantamiento del embargo y los seguidores de la línea dura, los guerreros. Para estos últimos, el plan de ataque a Pearl Harbor, diseñado por Isoroku Yamamoto, significaba el punto de no retorno, el «quemar las naves». A partir de este punto la iniciativa, pensaban, sería de la flota japonesa, con una guerra de desgaste instalada en el Pacífico.
En vísperas de la guerra el primer ministro Konoye adoptó medidas de emergencia, señales para confundir a Roosevelt: sistema de partido único, control de los extranjeros e incremento de las medidas contra el espionaje, además de una rígida censura de prensa. Al mismo tiempo, como una martingala, envió a Washington un embajador extraordinario, el almirante Namura, hombre flexible e inclinado a la negociación, con un borrador de acuerdo. A cambio de la reanudación del suministro de materias primas, Roosevelt pidió la retirada de China e Indochina y el olvido de las obligaciones contraídas en el Pacto Tripartito.
Tokio lo interpretó como un diktat. La maquinaria de guerra estaba en marcha y nada la detendría ya. El estallido de la conflagración mundial era inminente, casi inevitable: Hirohito, que tiene tres hijos, ronda ya los cuarenta años; Hitler proyecta el Eje Berlín-Roma-Tokio; el embargo estadounidense, como represalia por la invasión japonesa de China, aumentó a partir del 1 de agosto de 1941, a despecho de cualquier negociación. Tokio había sucumbido ya a la tentación hitleriana: la apertura de un gran frente asiático con la entrada en el conflicto y el consiguiente desafío a los Estados Unidos.