LA APERTURA DE UN PAÍS ATRASADO

Cuando nació Hirohito, hacía poco menos de medio siglo que el comodoro Frank Perry, oficial de la Marina estadounidense, había forzado a los japoneses a que abrieran las puertas de su país a los extranjeros. Japón se había mantenido hasta ese momento, mediados del siglo XIX, en un completo aislamiento. La llegada de Perry, que anteriormente había trabajado para la supresión del tráfico de esclavos, fue para los últimos shogunes, los Tokugawa, como la entrada de aire fresco en los sarcófagos de las momias egipcias: se convirtieron en polvo.

Dios ayuda, creía Napoleón, a quien más cañones tiene. La escuadra de Perry, preparada para una acción militar frente a las costas niponas, convenció tras unos cuantos cañonazos de sus baterías que lo mejor, mal que les pesara a los japoneses, era firmar el tratado de relaciones diplomáticas y comerciales. Fue como una violación del alma japonesa. Atrasados y mal preparados, Japón aceptó a regañadientes y abrió dos de sus principales puertos al tráfico internacional.

Este paso permitió que los japoneses comprendieran la importancia de la tecnología de guerra, el valor de las armas modernas. No era peligroso asomarse al exterior, al contrario. Al mismo tiempo supieron lo valioso que era viajar al extranjero para conocer otras culturas y estudiar las estructuras políticas, económicas, militares y sociales de los gaiyin. Uno de los que viajaron a Estados Unidos para estudiar en la prestigiosa Universidad de Harvard fue el futuro diseñador del ataque a Pearl Harbor, el almirante Yamamoto, hijo de una familia de samuráis venida a menos.

El emperador Meiji fue el primero en siglos de dominio del shogún que se decidió a abandonar su encierro para demostrar quién era el que mandaba. Un día dejó el palacio de Kioto y fue trasladado en silla de manos hasta Edo (Tokio), bastión de los shogunes, donde fue recibido por una banda militar al son de Granaderos británicos. Era el fin de una era. El emperador recobraba su autoridad y el feudalismo se convertía en cosa del pasado. Derrotados los shogunes y samuráis, es el emperador quien llena por completo el vacío de poder.

A partir de la restauración Meiji el culto divino al emperador, de origen milenario, alcanza sus máximas cotas. Una buena muestra: En la escuela en la que estudiaba Hirohito, en Gasukin, sus compañeros de clase tenían que inclinarse durante sesenta segundos en dirección al Palacio Imperial. La ceremonia era conocida como «adoración a distancia». En la escuela, según cuenta Leonard Mosley, biógrafo del emperador, el general Nogi dirigía el canto a coro del himno nacional y luego preguntaba a los alumnos:

—¿Cuál es vuestra ambición suprema?

—Morir por el emperador, morir por el emperador —respondían traspuestos de emoción.

Durante los años de la restauración Meiji la educación primaria pasó a ser obligatoria para los dos sexos entre los seis y los catorce años. De esta manera Japón pasó de contar con un índice de analfabetismo del 75 por ciento en 1880, al 95 por ciento de alfabetización a comienzos del siglo XX. Cuando desaparece el emperador Meiji los uniformes militares al estilo occidental han reemplazado a los ropajes tradicionales de la corte de Kioto.

Se han establecido las dos constantes que van a definir el imperio japonés: el carácter divino del emperador y la formación a gran escala de una sociedad militarizada.

Una buena muestra del poder que llegó a alcanzar el emperador se encuentra en uno de los acontecimientos más graves del reinado de Hirohito hasta el ataque a Pearl Harbor: el motín de 1936, durante el cual un regimiento de infantería se sublevó contra el Gobierno.

Los capitanes Ando y Nonaka, jefes del alzamiento, exaltaron ante todo el carácter divino del emperador y la sublime misión del mikado (título de los soberanos). Utilizando esto como excusa, avisan de que van a desatar la guerra contra Rusia, Estados Unidos, Inglaterra y China, países que, según ellos, pretenden borrar del mapa a Japón. Después de tres días de tensión, el golpe se acaba con una sencilla intervención del emperador a través del general Kashii, comandante de la guarnición de Tokio, que se dirige a los amotinados: «El emperador en persona os ordena que volváis a los cuarteles. Los que obedezcan serán perdonados». El efecto es fulminante: el capitán Ando se saltó la tapa de los sesos y los demás jefes de la rebelión se entregaron y fueron pasados por las armas. Las palabras mágicas «por orden del emperador» acabaron en pocos minutos con el levantamiento.