Los hijos de la casta hereditaria de los samuráis «recibían desde su más tierna infancia —escribe B. Millot— una educación basada en la obediencia absoluta que les preparaba para el oficio de las armas. Más tarde el código del bushido enseñaba a los futuros samuráis las más elevadas virtudes guerreras, la destreza en el manejo del sable, la fuerza para soportar el dolor sin quejarse, la abnegación, el respeto al emperador y el desprecio hacia una muerte que no fuese gloriosa. Estos preceptos procedían de la doctrina zen, que profesaba una clara indiferencia hacia el sufrimiento físico».
Durante siglos el budismo fue patrimonio de los samuráis, pero cuando Japón se abrió a las corrientes occidentales «se introdujo de modo natural en el reglamento militar del nuevo ejército moderno». La religión, la divinización del emperador y la milicia eran los tres pilares básicos del Japón previo a la guerra mundial. Era una nación de samuráis, la casta guerrera fiel y respetuosa con el emperador, defensora de sus nobles causas. No obstante, los samuráis también habían alquilado sus servicios, en tiempos pretéritos, a los daymios (déspotas feudales) y a los shogunes (los antiguos usurpadores de la autoridad imperial, una especie de validos). Pese a que los samuráis se habían convertido ahora en soldados modernos, el bushido, su antiguo código militar y de conducta, seguía vigente, influyendo en la sociedad japonesa.
La religión oficial del Estado era el shintoísmo (si bien la mayor parte de la población japonesa practica diversas variantes locales de budismo). El shinto, recuperado tras la restauración Meiji, es una fe que combina la veneración hacia el emperador y el culto a los antepasados, en busca siempre de elevados valores morales y grandes virtudes. El emperador, en sus audiencias, hablaba en japonés clásico, lo que hacía que fueran pocos los que pudieran entenderle, pero el respeto místico hacia el dios-rey, base del poder de palacio, enmudecía a los súbditos arrodillados.
En suma, el Japón de principios del siglo XX era una mezcla de cultura de guerra, exaltación de los héroes y adoración al emperador: un caldo de cultivo ideal para la hora de Pearl Harbor. Sobre todo, tras el impulso industrial experimentado desde la apertura al exterior, en tiempos de Meiji, estrategia que Hirohito mantuvo durante su reinado, convirtiendo, además, a Japón, en una notable potencia militar. Ya lo habían demostrado frente a los rusos. ¿Qué diferencia podría haber con los estadounidenses? En un mundo dominado por el colonialismo occidental, Japón era el único país capaz de mantenerse en pie de igualdad y plantar cara a las potencias mundiales.