UNA NUEVA FORMA DE MONARQUÍA

El Hirohito de la posguerra se convirtió en un burgués gentilhombre, un tipo pacífico que apenas reinaba y, desde luego, no gobernaba, si bien mantenía el fuego sagrado del shintoísmo y dirigía los ritos de la corte. En la conversación normal pronunciaba con su voz de barítono, pero en determinadas ceremonias se servía de aquel tono medio estrangulado que era el resultado de las exigencias de la etiqueta pero también de sus nervios, que le traicionaron más de una vez.

La emperatriz pintaba kimonos mientras el emperador estudiaba al microscopio sus hidroides o escribía poemas. Para el poeta del siglo IX, Tsurayuki, «el cielo y la tierra se dominan sin esfuerzo con la poesía, y los dioses y los demonios invisibles sienten compasión. La poesía pone armonía entre hombres y mujeres: suaviza el corazón del violento guerrero».

Todo japonés lleva dentro un poeta. Hirohito era mediocre como lírico y rapsoda, pero ningún crítico se atrevió a decírselo nunca. Antes de viajar a Hiroshima redactó una tanka de treinta y una sílabas. Los poetas nipones nos regalan la cortesía de la brevedad:

Preocupado por mi pueblo,

por las calamidades que ha sufrido en la guerra,

he decidido viajar.

En otra tanka dejó esta reflexión llena de nostalgia y adoración filial:

Ha llegado la primavera

a esta orilla del mar.

El abedul era

el árbol favorito de mi madre.

A los generales y almirantes que tenían ya en el bolsillo y sobre los mapas los planes para atacar la base de Pearl Harbor, la «bahía de las perlas», les leyó uno de los textos de su abuelo el emperador Meiji: «Todos los océanos son hermanos. ¿Por qué entonces los vientos y las olas invaden el mundo?». Era la forma, la justicia poética, para justificar una guerra de agresión. O quién sabe si la invitación a una paz en la que no creyó. Es la idea que los estadounidenses, o los occidentales en general, se hicieron sobre los japoneses y que Ogden Nash, el artista del verso ligero y satírico, resumió así:

De los japoneses la cortesía.

Siempre dicen, «Discúlpeme, por favor».

Escala hasta el jardín del vecino,

sonríe y dice: «Perdone».

Se inclina y esboza una sonrisa amistosa;

y llama a su hambrienta familia;

Sonríe otra vez, hace una reverencia;

«Lo siento, el jardín es mío ahora».

Sonrisas y reverencias. Los japoneses parecen amables, y lo son, pero su actitud frente al extranjero se ha vuelto con frecuencia más inamistosa a medida que aumenta la renta per cápita del primer dragón o tigre asiático. «¿Le importa que un gaiyin (extranjero) se siente a su lado?», preguntaban algunas azafatas de la Japan Airlines a los viajeros nipones de primera clase. El complejo de inferioridad propio de la posguerra se ha transformado en un complejo de superioridad. Japón es diferente, se siente diferente y estimula esa diferencia. Ni siquiera ha pedido perdón por sus brutalidades. La japonesidad, el «nihonjin ron», va en aumento. Según un prestigioso profesor, el hemisferio izquierdo del cerebro se desarrolla más en los nipones que en los extranjeros. Esta visión nacionalista contrasta con una vieja sentencia extranjera que asegura que un japonés sólo es un idiota, pero que dos juntos ya es harina de otro costal: pueden hasta ganar el Premio Nobel de algo.

«De todas las razas, el japonés es el menos atractivo físicamente», escribió en su libro El Japón desenmascarado el embajador de Tokio en Buenos Aires, Ichiro Kawasaki. La frase le costó el puesto. La autocrítica no es una ciencia o una disciplina que esté de moda en Japón, donde se respira un cierto clima de superioridad de discriminación de las minorías, entre ellas los cientos de miles de coreanos que realizan los peores trabajos.

¿Cómo una raza así pudo perder la guerra? Ante todo porque calculó mal sus riesgos y sus medios. Sin embargo, y dejando de lado el acto de rendición en el Missouri, los nipones todavía no han reconocido la derrota. Es más, en algunos libros, cómics e historietas se les muestra, falseando la realidad como vencedores de la II Guerra Mundial. En las novelas ganan unas batallas que perdieron en la guerra.

El que fue primer ministro, Nakasone, estimuló la teoría de la superioridad, de la supremacía racial. «La raza japonesa es excelente —razonaba— porque desde los tiempos de la diosa Amaterasu los japoneses han permanecido puros como el vino de arroz, no adulterados. Hemos llegado tan lejos porque durante más de dos mil años ninguna raza extranjera se ha mezclado con la nuestra». En 1986, en una asamblea de las juventudes de su partido, Nakasone expresó su convencimiento de que el mestizaje impide el desarrollo de una nación. «Por ende —añadió— los japoneses son más inteligentes que los estadounidenses porque los negros y los hispanos hacen que descienda aún más el nivel general de su inteligencia».

Los libros de texto japoneses, aunque con algún fondo de verdad ofrecen una versión muy peculiar de lo que pasó en la guerra. Pearl Harbor fue el resultado del embargo de petróleo y otras materias por parte de Estados Unidos al Imperio del Sol Naciente. En una visita al archipiélago leí unas declaraciones del Ministerio de Educación: las atrocidades cometidas por los japoneses en Asia eran disculpables «porque no es un crimen matar en tiempo de guerra».

La historia del Japón se abre con la victoria militar de un clan guerrero, cuando rigen aún las oscurantistas prácticas de brujería y los ritos de la fertilidad. Los miembros del clan creen que su primer jefe fue Susanu, el hijo del dios de la tormenta y de Amaterasu. La monarquía japonesa es, tal vez, la institución más antigua de la historia de la humanidad, y la actual dinastía, según la religión shintoísta, fue fundada por Jimmu Termo, hace miles de años. El historiador Kenichi Yoshida señala en este sentido: «Otros países empiezan como una nación y fundan una dinastía. Japón empezó con una dinastía que construyó una nación».

El emperador es el intermediario entre lo divino y lo humano. Entre sus misiones se cuenta la de bendecir el arroz y hacer el ofrecimiento del sake, el licor de arroz, en el templo. Hirohito dirigió estas liturgias y ceremonias hasta su muerte, en 1989, a pesar de que había perdido oficialmente su carácter divino. Aunque el poder real quedó ocasionalmente en manos de señores de la guerra y nobles feudales, lo cierto es que jamás se derrocó la dinastía, ni dejó de rendírsele el debido homenaje. Ésta es la base social, política e histórica del país que iba a desencadenar una tormenta de fuego sobre el océano Pacífico.