La ceremonia de coronación tuvo lugar en Kioto. El nombre oficial de su reinado sería el de showa (paz radiante). Sus propósitos fueron la sencillez en lugar de la vanidad, la originalidad en lugar de la imitación, el progreso y la mejora al compás de los avances de la civilización. Y, por último, la armonía nacional.
De los muros del despacho real retiró los cuadros de pintura occidental que habían colocado su abuelo y su padre y en su lugar puso fotografías del viaje a Europa, en las que se le veía en compañía del mariscal Pétain, del Príncipe de Gales y de Leopoldo, el heredero de la corona belga. ¿Serían éstos sus arquetipos políticos? El mariscal Pétain pactó con Hitler; el príncipe de Gales, admirador del nazismo, abandonó el trono por una mujer; en cuanto a Leopoldo, traicionó en cierto modo a su patria belga ante la invasión de las tropas nazis. Además, colocó tres estarnas en su laboratorio de biología: Darwin, Lincoln y Napoleón. El bronce de Napoleón lo compró durante la visita a París.
Durante la visita oficial tuvo un momento para escapar de incógnito y conseguir la que sería para él una valiosa reliquia: un billete de metro.
Sin abandonar sus tareas de Estado, dedicaba tres tardes a la semana a su afición favorita, la biología marina. Tenía un laboratorio en los jardines imperiales (que ocupaban la décima parte del centro de la ciudad), y llegó a escribir ocho libros sobre microorganismos marinos, cangrejos y otros seres de las profundidades. Entre sus obras se cuentan Hidroides en las islas Amasuka y Asteroides en la bahía de Sagami. Como se ve, títulos poco adecuados para convertirse en best sellers.
Aunque se cree que llevó un diario, éste es uno de los secretos mejor guardados sobre la vida de aquel hombre lacónico que nunca dio demasiadas explicaciones acerca de su vida privada. Durante el verano viajaba a la bahía de Sagami o a algún otro punto del litoral en un vagón privado. Su afición favorita era la pesca con red.
En la capital los ciudadanos se dividían en dos grupos: los que aseguraban que lo habían visto pasar en su coche y los que nunca llegaron a verle, salvo en retratos o, más tarde, en la televisión. En todo caso, cruzarse con la comitiva imperial era todo un acontecimiento. En cierta ocasión un inspector de Policía, llamado Honda, se encargaba de dirigir al cortejo por las calles. Para su desgracia, se equivocó de camino y las gentes con las que se iban encontrando no iban vestidas de etiqueta ni se inclinaban al paso del emperador (porque ignoraban que era él), tal y como indicaba el protocolo. El inspector trató de hacerse el hara-kiri y varios ministros presentaron la dimisión. En 1934 dejaron de estar en vigor estas normas de protocolo tan rígidas. Tras haber leído, a sugerencia de los estadounidenses, la declaración por la cual dejaba de ser considerado un dios, preguntó a la emperatriz: «¿Te parezco ahora un poco más humano?».
Dentro de esta tónica «humanizante», Hirohito se convirtió en 1971 en el primer emperador en 2.700 años que abandonaba Japón para someterse a las miradas del extranjero. Había ya conocido Europa como príncipe heredero, pero como soberano nunca había salido de casa. En una de las pocas conferencias de prensa que concedió en su vida habló acerca de su primer viaje de juventud, y dio también algunos datos sobre sus aficiones y pasatiempos. Le atraían el golf, el champaña, las chicas sonrientes, los desayunos a la escocesa y los relojes con la efigie del ratón Mickey en la esfera.
Durante aquel segundo viaje recorrió de nuevo Europa con su apariencia de sabio despistado, con esa sonrisa típica de los turistas japoneses que ya empezaban a llenar los aeropuertos, los museos y las plazas de toros. Había dejado de ser el personaje odiado, el aliado de Hitler, el que desencadenó la guerra del Pacífico y llevó la destrucción a Asia. Ya no era el criminal que envió a los prisioneros aliados a los campos de exterminio y de tortura. Se había transformado en un anciano inofensivo, un científico aficionado a las criaturas del mar. La deificación del emperador había pasado a la historia, y los conductores de los autobuses japoneses ya no obligaban a los pasajeros a inclinarse cada vez que pasaban al lado del Palacio Imperial. La policía no limpiaba las calles o forzaba a las amas de casa a cerrar las ventanas al paso del «hijo del cielo». Los militares no se cuadraban ya cada vez que alguien pronunciaba su divino nombre. Todo eso se terminó con la II Guerra Mundial.
Nyoizekan Hasegawa escribió: «Creímos, con una fe ciega, que podíamos triunfar con las armas y la táctica científica, gracias a nuestra voluntad mística. La fe en la intuición, característica del pueblo japonés, impidió nuestro conocimiento objetivo del mundo». Es un perfecto epitafio para Pearl Harbor y las miserias y crueldades de la guerra mundial. Yukio Mishima, el moderno samurái, el poeta hipernacionalista que se suicidó con su sable en la terraza del Ministerio de Defensa, vestido de uniforme militar y mirando hacia el Palacio Imperial, decía que todo en la vida eran pompas de jabón. Las mujeres, el dinero, la fama. Los reflejos de las pompas de jabón son el mundo en el que vivimos. Un mundo en el que se había perdido el norte una vez derrotados los sueños de gloria.
En cuanto al emperador, tras un breve disfrute de las efímeras delicias de la libertad tuvo que regresar a su jaula de oro para representar el papel que le había asignado la tradición del mikado.