LA DINASTÍA

La monarquía japonesa, vigente desde el año 660 antes de Cristo, ha tenido de todo: desde emperadores poderosos a reyes que murieron en la indigencia. El Japón moderno, no obstante, procede de la restauración Meiji de 1868, que devolvió al emperador el poder perdido durante el shogunato, la era de los señores de la guerra. El mikado siguió la recomendación de Enrique IV el Bearnés: «El pueblo sólo respeta aquello que no puede tocar con los dedos».

La restauración dio por concluido el turbulento periodo shogún, argumento de tantas novelas románticas, durante el cual los señores feudales controlaban a los emperadores y eran los verdaderos dueños del trono y del país. Sin embargo, a partir de 1868 el poder dejó de proceder de la boca del cañón o del filo de la espada y pasó a las manos del mikado, el emperador. Un año después de la caída del shogunato, una nueva constitución entregaba todo el poder al trono imperial. La carta magna, en su artículo primero, establecía que «El Imperio de Japón estará gobernado por una línea de emperadores ininterrumpida desde tiempos inmemoriales. El Emperador, que es el comandante supremo de las Fuerzas Armadas, del Ejército y la Marina, declara la guerra, hace la paz y firma tratados».

Meiji murió de cáncer en 1912 y fue enterrado, como era la costumbre, en Kioto, ciudad que desde el año 784 hasta 1868 fue la capital del Japón. Tuve ocasión de pasar unos días en esta ciudad que no fue tocada por los bombardeos de la II Guerra Mundial. Es un lugar ideal para un baño de paz y espiritualidad. Por todas partes hay templos, santuarios, floridos árboles, jardines, puentes, lagos, caminos acuáticos y centros religiosos, entre ellos el budista. Al visitar Shinsoin o el Palacio Katsura uno cree encontrarse ante una pintura abstracta que ha adquirido de repente tres dimensiones. Es la minuciosa belleza de un hogar japonés, de las sutiles y exactas proporciones de las formas geométricas y la combinación de suaves colores naturales. Los jardines de los palacios, templos y casas de té ofrecen un atractivo mucho más visible: crean un paisaje ideal en miniatura, con sus islas, pequeños lagos y rocas aisladas que simulan colinas.

En los jardines de Kioto otro motivo ornamental es la sorpresa. La simetría y lo natural, en el sentido occidental de estas palabras, se evitan cuidadosamente en estos jardines, como en todo el arte japonés. «El que visita un jardín debe esperar siempre lo inesperado». No hay un plan obvio, ninguna perspectiva que pueda ser preconcebida. Todo en esta ciudad desde los edificios hasta los jardines, pasando por sus habitantes, especialmente las famosas geishas, parece pensado para producir sensaciones. Tal era el ambiente en el que se desenvolvía la capital.

De los doce hijos o más de Meiji tan sólo sobrevivió uno, Yoshihito, padre de Hirohito, que concibió en una de las múltiples concubinas del palacio. Al subir al trono, Yoshihito eligió el nombre de Taisho, «el de la gran corrección». Era un hombre pusilánime, que no sabía ni reinar ni gobernar, y fue poco respetado. Era de tendencia germanófila, pero ante todo un hombre pragmático en sus decisiones. Así, durante la I Guerra Mundial puso a su país del lado de Francia y el Reino Unido, si bien se negó a enviar tropas japonesas al teatro de operaciones europeo.

En lo que respecta a Hirohito, se cree que nació en 1901, aunque otros autores barajan el año 1900. La fecha más fiable de su alumbramiento parece ser la del 19 de abril de 1901. En aquel entonces Japón no era todavía una nación moderna. La cuestión del año de nacimiento no es baladí, al menos para los japoneses. El año 1900 fue el año del Topo. Los nacidos bajo tal signo estaban predestinados a derrochar el dinero y a disfrutar de todos los placeres. El siguiente, 1901, era en cambio año del Buey, que lanzaba al mundo y a la vida a japoneses llenos de paciencia, que hablarían muy poco y que pasarían por tres fases a lo largo de su existencia: la primera infeliz; la segunda desgraciada; y la tercera tranquila, serena. «Nuestro emperador —según me contaron algunas personas con las que tuve ocasión de hablar— no pudo haber nacido sino en 1901». Todo son dudas en torno al origen de Hirohito. ¿Estaban legalmente casados papá Taisho y mamá Sadako cuando nació el que sería emperador? Hay quien dice que no, pero no era ésta una cuestión fácil de indagar en la sección de protocolo y documentación de palacio. No hay pueblo que se dé más fácilmente por ofendido que el japonés.

Al morir su abuelo Meiji, el tutor de Hirohito, el general Nogi, encargado de la educación del pequeño heredero, dio al niño sus habituales lecciones de caligrafía. Luego, sumido en la tristeza, se encerró en su casa, se vistió el kimono de las grandes ocasiones, se arrodilló con su mujer delante del retrato del difunto emperador y se rajó la tripa con su espada, es decir, se hizo el hara-kiri o suicidio ritual de los militares nipones. Hirohito indicó más tarde que aceptaba de mal grado esas costumbres bárbaras.

Al parecer, desde pequeño ya mostró ciertas peculiaridades. Sus profesores, por ejemplo, descubrieron alarmados que el joven heredero parecía dudar de su naturaleza divina. Además no le gustaba, por su carácter belicoso, su nuevo tutor, aunque fuera el más ilustre de los japoneses vivos: el destructor de la flota rusa en Tsushima, el almirante Togo, el «Nelson» japonés. Tsushima estaba considerada como la gran batalla marítima después de Trafalgar. El emperador era, en todo caso, intocable.