EL PEQUEÑO EMPERADOR

Utamawarimashita —me respondió con cortesía el jefe de protocolo del Palacio Imperial de Tokio cuando le pedí una entrevista con el emperador.

La traducción literal de tan complicada palabra podría ser «Haremos todo lo posible para complacer su honorable deseo». Es la forma japonesa de decir no. Hay pueblos a los que les cuesta negar algo. El árabe es uno, el ruso otro y el japonés otro. «Desde hace dos mil años la familia imperial japonesa no concede entrevistas», añadió el funcionario tras doblar el espinazo con una larga, morosa inclinación de cabeza.

Hirohito era el emperador número ciento veinticuatro de su dinastía. Se le consideraba dios hecho hombre, un soberano del Sol Naciente que se convirtió, tras la guerra mundial, en un rey de carne y hueso, sin el aura sobrenatural sobre su cabeza. Hirohito era además un botánico especialista en biología marina. Su azarosa travesía por la II Guerra Mundial constituye una de las aventuras humanas más extraordinarias de nuestro tiempo. Una vez, en rara confidencia, llegó a decir: «Soñé con dejar de ser emperador al menos durante un día. Mi vida había sido la de un pájaro en una jaula».

Hirohito subió al trono del crisantemo en 1926. Desde entonces fue obligado a apartarse de las miradas del pueblo, a permanecer oculto detrás de las nubes, «ubo jito», como dicen los japoneses. El descendiente de la diosa del sol, Amaterasu, terminaría viendo su país destruido por una guerra que quisieron los militaristas, muchos de los zaibatsus o grandes empresarios y, también, él mismo.

¿Fue el emperador inocente o culpable del desastre? Según muchos de sus súbditos, inocente; pero culpable si lo juzgamos de acuerdo con esos documentos que aparecen de tiempo en tiempo y que confirman su deseo de ir a la guerra. También el emperador gritaba «banzai», recluido en el Palacio Imperial.

En el Kuneicho, la superintendencia del Palacio Imperial de Tokio, un anciano funcionario se inclinaba en dirección a un muro. Al otro lado, Hirohito, el emperador miope que gozó hasta su muerte en 1989 de una mala salud de hierro, apretaba su sello de oro del crisantemo imperial (que pesa tres kilogramos y medio) sobre uno de los dos mil quinientos documentos que le presentaban cada año. La cancela de palacio se abría tan sólo una quincena de veces en ese mismo periodo. Realmente el emperador era un pájaro en su jaula.