El primer piloto japonés que voló sobre el desolado panorama de la ciudad de Hiroshima, recién bombardeada con la atómica por el Enola Gay, fue el comandante Mitsuo Fuchida. Era el mismo Fuchida que tres años, siete meses y veintinueve días antes había dado la orden del devastador ataque, la operación Z, sobre Pearl Harbor en las islas Hawai, el mismo que envió a Tokio la señal «Tora, tora, tora» («tigre», porque nació el año del Tigre), indicadora de que el ataque aéreo había cogido a los estadounidenses por sorpresa. El comandante lamentó que el almirante Nagumo diera a sus hombres la orden de retirarse del cielo de Pearl Harbor sin asestar un tercer golpe en el raid aéreo sobre la base. También el almirante Yamamoto reprochó su decisión a Nagumo, pero aceptó la tradición: el que manda es el comandante sobre el terreno. «Todo irá bien durante un año —se lamentó el almirante, comandante en jefe de la flota—, pero luego…». Después de la batalla de Leyte (Filipinas) en 1944 la Marina Imperial era una flotilla de acuario
De 29 años y 3.000 horas de vuelo, veterano de China, admirador de Hitler hasta el fin de la guerra y convertido al cristianismo y a la doctrina de la paz después de ella, Fuchida, estremecido por lo que sus ojos veían sobre la vertical de Hiroshima, supo en pocos segundos hacia dónde habían conducido los «banzai» (gritos de victoria) del 7 de diciembre de 1941. Del éxito de Pearl Harbor, la primera operación aeronaval a gran escala de la historia, se había pasado a la espantosa y humillante derrota de la que era testigo sobre la tierra quemada de la ciudad mártir. De los noventa mil edificios, sesenta y dos mil resultaron destruidos, pulverizados; de los doscientos médicos que había en Hiroshima, tan sólo veinte se salvaron, muchos de ellos tan mal heridos que ni siquiera pudieron socorrer a los moribundos.
Fuchida dijo de la operación Z: «Minora Genda escribió el guión. Mis pilotos y yo lo ejecutamos».
En 1986 visité el cenotafio de Hiroshima. Recogía la cifra de 138.890 víctimas de la radiación. Sin embargo, esa ciudad no iba a ser la única víctima de la revancha: el 9 de agosto de 1945 un bombardero B-29 se dirigió desde la isla de Tinian hacia la ciudad de Kokura para rematar la faena de Hiroshima. Sin embargo, una nube de porquería, de humo, niebla y contaminación cubría la ciudad, de modo que el aparato se desvió ciento cincuenta kilómetros al sudoeste para lanzar sobre Nagasaki la única bomba atómica que llevaba a bordo. Cuarenta mil personas murieron en los primeros minutos.
Cuando Mitsuo Fuchida volvió a su base lloraba a lágrima viva. También había llorado unos años antes, la soleada mañana del domingo 7 de diciembre de 1941, pero en aquella jornada sus lágrimas habían sido de satisfacción. Entre los escombros y los cuerpos lacerados, achicharrados de Pearl Harbor, Estados Unidos despertó de su larga siesta, de su espléndido aislamiento. Aún recordaba Fuchida los gritos de júbilo de sus hombres al regresar a los seis portaaviones. Fue una explosión de alegría colectiva en el Japón. Los generales y almirantes del ejército del emperador brindaban con sus minúsculas tazas de vino de arroz. «Adelante —gritaban emocionados—, a la conquista de Asia». Nagumo se pegó un tiro en Saipan al final de la guerra y Fuchida resultó gravemente herido en Midway. Yamamoto murió en 1993.
Sin embargo, ya en abril de 1942 recibieron el primer aviso de lo que les esperaba: el primer bombardeo aéreo de Tokio, una empresa en teoría irrealizable.
¿Cómo ocurrió tal cosa? La flota estadounidense no podía poner en riesgo sus escasos y preciosos buques en maniobras de aproximación al litoral japonés. Tampoco existía por entonces ningún avión con la suficiente autonomía de vuelo como para despegar de una base terrestre yanqui, alcanzar el territorio nipón y tomar luego tierra en un aeródromo aliado. Un oficial de los Estados Unidos, el teniente coronel Doolittle, fue quien resolvió el dilema con nuevos aparatos de gran autonomía de vuelo. Las bombas que cayeron en Tokio causaron daños insignificantes, anecdóticos, pero su repercusión moral fue inmediata, y era algo que ya había previsto Yamamoto. Esas bombas anunciaban la resurrección del espíritu ofensivo de los Estados Unidos y constituían una promesa de futuras victorias. Todo remitía a la «infamia» de Pearl Harbor.
En casi dos horas de ataque sobre la base principal de la flota estadounidense en el Pacífico central, a 2.000 millas marinas al suroeste de San Francisco, cambió de golpe la historia del mundo. «El sol rompía sobre las ventanas en los barracones de la isla de Ford en Pearl Harbor», empieza el típico testimonio de un marino acerca del «día de la infamia». «Escuché las campanas de las iglesias que llamaban a misa. Me disponía a limpiarme los dientes cuando, en algún lugar del edificio, en aquel tranquilo amanecer, oí como si rompieran cristales. El ruido de vidrios rotos se transformó de pronto en un stacatto que sonaba como si ametrallaran el techo. Mi reacción espontánea fue la de pensar: “No, no es posible. Tiene que ser otra cosa”. Lo siguiente que vi fue a un avión picar sobre la base y lanzar una bomba. “Es una hora impropia para un simulacro de ataque aéreo”, pensé. El objetivo, más que nosotros, era Battleship Row, la avenida de los acorazados. Nos pusimos a cubierto y alguien dijo a mi lado que creía haber visto una escuadrilla de aviones, pero que le pareció una formación de grullas».
Es un resumen del desconcierto inicial. El ataque fue una sorpresa táctica, una humillación y una vergüenza. Tras esas casi dos horas que conmovieron a los Estados Unidos, el mundo, aunque se ha abusado mucho de esta frase, ya no volvería a ser el mismo. En total murieron 2.433 marinos, soldados y civiles sin saber que serían los primeros caídos de una batalla que precipitaría la entrada de los Estados Unidos en la II Guerra Mundial. La mitad de los fallecidos se encontraban en el Arizona, que desplazaba 35.000 toneladas y se fue a pique como una hoja de papel. También resultaron hundidos otros 18 navíos, además de 188 aviones destruidos en tierra y otros 162 inutilizados. Con sed de venganza, la frase «Recordad Pearl Harbor» se convirtió en el grito de combate para la maquinaria de los Estados Unidos, que se puso en marcha con el objetivo de ganar las batallas navales del Pacífico y llegar a golpe de cañón, bayoneta y lanzallamas, isla por isla, hasta las proximidades del Dai Nippon, el Imperio del Sol Naciente.
Los estadounidenses no salieron de su asombro en las horas que siguieron al ataque. Tres años antes, el comandante George Fielding Elliot había publicado un libro con todos los datos a su alcance, al que tituló La imposible guerra con Japón. Entre sus palabras figura la siguiente declaración: «La guerra entre Japón y los Estados Unidos no entra dentro de lo razonable, de lo posible. Un ataque japonés sobre Pearl Harbor es una imposibilidad estratégica».
El general MacArthur afirmó en Manila en septiembre de 1940, con su habitual suficiencia, que Japón «nunca se unirá al Eje». Ese mismo día los periódicos europeos anunciaban que Japón pagaba la cuota para ingresar en el Pacto de Acero, el club de los totalitarios. El sobrio general Eisenhower diría en cierta ocasión que «durante doce años aprendí a su lado [de MacArthur] interpretación y arte dramático». Poco después del ataque a Pearl Harbor, y a despecho de las erradas previsiones de los analistas estadounidenses, la aviación nipona desmantelaba las fuerzas aéreas de MacArthur en Filipinas, la mitad de la reserva de bombarderos pesados en todo el mundo. Dispuso de siete horas desde Pearl Harbor para preparar la defensa y se cruzó de brazos. La reacción del general fue insólita: al conocer la noticia se encerró en su habitación, se negó a recibir al general Brereton y rehusó atacar a las fuerzas japonesas en Formosa. Los teóricos de la conspiración, los mismos paranoicos que sostienen en libros y en Internet que «el comunista Roosevelt, degenerado, subhumano y megalomaníaco, deseaba a toda costa echar una mano a su amigo Stalin», afirman que el presidente tal vez tuvo algo que ver con el silencio y la pasividad del comandante en jefe de Filipinas. «O cometió MacArthur el error más grande de la historia militar o dejó por órdenes del presidente que destruyeran sus aviones».
«Las islas Hawai, la primera fortaleza del mundo, están superprotegidas; ni toda la flota japonesa ni toda su fuerza aérea pueden amenazar seriamente Oahu», afirmó en agosto de 1941 el capitán William T. Pulleston, jefe del Servicio de Inteligencia Militar de los Estados Unidos. «No entraremos en guerra con Japón ni en cuarenta y ocho horas, ni en cuarenta y ocho días, ni en cuarenta y ocho años», aseguró en un discurso el candidato a la presidencia de los Estados Unidos, Wendell Wilkie. Como dio la casualidad de que esas palabras fueron pronunciadas aquel fatídico 7 de diciembre, cuando llegaron de improviso las noticias de la agresión japonesa el perspicaz Wilkie tuvo que interrumpir su alocución abruptamente, desmentido por los hechos.
De entre todos los acontecimientos excepcionales de una época sangrienta, la más atroz de la historia, sobresale el ataque a Pearl Harbor. Los japoneses se entrenaban desde diez años antes (hay quien asegura que incluso desde los años veinte) para la embestida.
El primer ministro Tojo habló por radio: «Japón nunca ha perdido una guerra en 2.600 años. Hemos hecho lo imposible para evitar esta guerra. Ahora os prometo la victoria final».
Sesenta años después los fantasmas de Pearl Harbor se niegan a abandonar a los Estados Unidos. «Es la más potente de las metáforas», declaraba el historiador David Kennedy. «Pearl Harbor recuerda a los estadounidenses que el aislacionismo, la indiferencia ante lo que ocurre en el mundo, son caminos suicidas, imposibles. Fue el inicio de una nueva era patriótica. Entonces, como ahora, los ciudadanos de los Estados Unidos saben que no son invulnerables».
«Recordad Pearl Harbor». Los halcones del Pentágono lo recuerdan también: «El sistema antimisiles de George W. Bush [cuyo padre combatió en la guerra del Pacífico] es indispensable para impedir un Pearl Harbor espacial».
Quedan misterios por resolver, incógnitas que despejar de una agresión en tantos aspectos indescifrable, pero con el paso del tiempo aparecen nuevos datos, documentos, testimonios. En este libro trato de explicar, entre otras cosas, quién o quiénes pudieron ser los responsables del ataque. ¿Lo fueron Roosevelt y sus ministros que aun con todos los datos en la mano dejaron que la operación Z del Japón (la de sus 354 aviones, los torpederos Aval, los bombarderos y los cazas Mitsubishi Zero, los 31 navíos de guerra, incluida la flotilla de submarinos de bolsillo) siguiera su curso hasta el fatídico 7 de diciembre?
Ahora sabemos del testimonio del secretario de la guerra Henry Stimson: «Estábamos paralizados. Queríamos entrar en la necesaria guerra contra Hitler pero no sabíamos cómo hacerlo. El presidente Roosevelt tenía el profundo instinto, la voluntad de intervenir para salvar a Inglaterra, sola desde junio de 1940, tras un año y medio de guerra, y de tratar de poner fin a la irresistible ofensiva nazi en toda Europa. Y debíamos hacerlo antes de que fuera demasiado tarde. Pero el pueblo norteamericano, en su inmensa mayoría, estaba decidido a mantenerse al margen, a dejar que los europeos, fanáticos y decadentes, se degollaran entre sí».
«He aquí que los japoneses —intervino Knox, el ministro de Marina— acaban de resolvernos el dilema. Se ha cerrado el debate. La crisis de conciencia norteamericana, tan profunda, la acaba de resolver el innoble ataque por sorpresa contra nuestra base en las Hawai». Esa misma tarde el ministro Knox confió a su ayudante de campo, el coronel Harrison: «Nunca habríamos podido, Roosevelt no habría podido llevar a nuestro país a la guerra sin Pearl Harbor». La madre de todas las conspiraciones, considerada como la Biblia de los revisionistas, The Day of de Deceit, de Stinnett, señala que los archivos nacionales guardan más de cien mensajes de la flota japonesa en sus 5.630 kilómetros de travesía hacia Pearl Harbor. Según Stinnett, ésos son otros tantos títulos que acusan de traición al presidente Roosevelt. En Internet descubrimos innumerables páginas que apuntan en el mismo sentido: «Entrada la noche, una fría noche de diciembre de 1941, un emisario británico caminaba presuroso por las calles de Washington. En su valija diplomática llevaba una nota con el siguiente contenido: “Mensaje urgente, personal y secreto para el presidente de los Estados Unidos del Almirantazgo de Londres. La base de Pearl Harbor será atacada el 7 de diciembre"». No sólo el Reino Unido, sino los gobiernos de Holanda, Australia, Perú, Corea y la Unión Soviética, a través del maestro de espías Richard Sorge, habrían advertido, de acuerdo con estos tozudos reescritores de la historia, el lugar y el día de la agresión japonesa.
Un buen número de secretos ocultan todavía hoy la cadena de acontecimientos, decisiones y malentendidos de una parte y otra, Japón y Estados Unidos, que condujeron a dos fuerzas irresistibles, sobrehumanas, ciegas en ocasiones, a este conflicto mayor, encarnizado y racial. El historiador de la II Guerra Mundial y premio Pulitzer John Toland es uno de los que más saben sobre este periodo. Toland se inclina, sin mostrar el rencor de otros revisionistas de la derecha ultramontana, por la tesis de que Roosevelt sabía lo que iba a pasar: «A pesar de algunas flaquezas y debilidades, Franklin Roosevelt era un líder notable. Como tantos héroes de la historia antes que él, creía que el fin justifica los medios. De esta manera hizo que la verdad sobre el encadenamiento de los hechos mes a mes hasta el drama de Pearl Harbor no pudiera ser conocida. Porque a mi entender —añade el autor de Infamy—, esta terrible guerra con Japón pudo haberse evitado. No era una fatalidad. Llevamos el duelo de millones de muertos y de mutilados en esta guerra inútil del Pacífico, todos los soldados, los marinos, los civiles, sobre todo en el Japón, que sucumbieron al cabo de cuatro años de conflicto en los incendios que destruyeron sus ciudades y después en el hongo apocalíptico de Hiroshima».
El escritor estadounidense reconoce que de la guerra del Pacífico nacieron para su victoriosa nación, que aspiraba a la paz y a un nuevo orden mundial, dos conflictos mayores en Asia que han dejado profundas heridas: «La brutal guerra de Corea, que condujo al cese a un general MacArthur arrojado al mar, y la funesta guerra de Vietnam, cuyas huellas todavía hoy siguen tan vivas en el “alma colectiva” de Norteamérica».
¿Cuáles son las enseñanzas, la moraleja de tanto dolor, tantas secuelas y tantas lágrimas? «Japón —según Toland— supo que ni el nazismo ni todas las dictaduras podrían ser aliadas para su verdadero destino mundial. Estados Unidos supo, por su parte, que sólo un Japón moderno, de potente economía, podría ayudar a crear la estabilidad y la prosperidad entre las muchedumbres asiáticas».
El samurái de hoy no es el Toshiro Mifune de la película de Kurosawa, sino un hombre de chaqueta y corbata que en lugar de una katana, el sable tradicional, tiene un ordenador conectado a Internet y hace y deshace operaciones de bolsa. «No obstante —añade Toland—, cuántos equívocos, conspiraciones, miserias, intrigas, dramas y víctimas antes de llegar a ese punto. Y todavía hoy, ¿estamos seguros de que no sucumbiremos bajo otras formas a los excesos de la guerra económica y a los conflictos raciales?».
Con el mismo estupor recibieron los japoneses los bombardeos convencionales de la aviación estadounidense, así como el Little Boy («muchachito») que cayó sobre Hiroshima. Tras un intenso lavado de cerebro los hijos del Sol Naciente llegaron a creerse invencibles.
Respondían a la idea que se habían forjado de sí mismos: no sólo eran diferentes al resto del mundo, sino superiores a todos los demás pueblos, una idea común de las sociedades tribales.
El carácter divino del emperador hizo que creyeran en su infalibilidad, con la ausencia, en medio de la dictadura militar y palaciega, de cualquier atisbo de crítica, de contrapoder. Y no sintieron escrúpulos o remordimientos, ni han pedido disculpas. La responsabilidad fue toda del colonialismo europeo en Asia y del embargo de los EE.UU. Aunque Japón no persiguió, como el nazismo en Europa, una política de exterminio racial, sí agredió a sus vecinos, ocupó sus países, explotó sus economías, envió a la muerte a cientos de miles de ciudadanos y se prodigó en malos tratos, en campos de concentración donde se acababa con los prisioneros a tiros o golpes de bayoneta. Así ocurrió en diversos escenarios del sudeste asiático, como en el «tren de la muerte», en Tailandia y Birmania, donde murieron 12.000 de los 54.000 soldados aliados que fueron enviados como trabajadores forzados. Hemos hablado con los que fueron prisioneros del emperador. Los mataron a golpes, los asesinaron por deporte, para entrenarse con la bayoneta o el sable. En el río Kwai tailandés hemos hablado con los supervivientes australianos, holandeses o estadounidenses a los que, durante su cautividad, los japoneses alimentaron con raciones de miseria o privaron de medicinas y auxilios. En algunos campos hasta se comieron los cadáveres de los presos recién ejecutados. Sólo en Tailandia fallecieron 250.000 asiáticos detenidos en campos de concentración.
Un trato inhumano así no tenía precedentes. Los observadores extranjeros en la guerra ruso-japonesa de 1904 a 1905 informaron de que el soldado japonés se había comportado con disciplina y corrección, como atestigua el historiador John Keegan. Sus oficiales, miembros muchos de ellos de la vieja aristocracia feudal, impresionaron a los europeos por su «caballerosa actitud». ¿Qué había ocurrido para que se produjera un cambio tan brusco, para que terminaran actuando como criminales de guerra? La causa fue la violenta militarización de la sociedad japonesa a partir de la década de 1920. Los soldados japoneses fueron formados en una escuela de crueldad sometidos a privaciones y actos de brutalidad. La rabia acumulada la trasladaron a los prisioneros de guerra: un enemigo que se había dejado coger vivo sólo merecía la tortura o una muerte lenta, sin ápice de piedad.
Hemos leído innumerables ejemplos sobre la forma en que eran tratados los reclutas japoneses por sus mandos. En el curso de unas maniobras en el verano de 1937 un comandante de regimiento prohibió a sus soldados que bebieran agua. Los ejercicios duraron varios días, bajo un calor tórrido. Una veintena de hombres cayeron deshidratados, y cinco murieron de sed. Tenían las cantimploras llenas. Vinieron al mundo para sufrir y, gracias al fanatismo de sus jefes, lo consiguieron.
Durante sus diez años de formación, el oficial al servicio del emperador no ha conocido un solo día de reposo, no ha disfrutado de un solo día libre, aislado del mundo exterior. A los únicos que conoce, con los que trata y vive son sus compañeros de promoción. Su lema es «Tenno heika banzai». (10.000 años de vida al emperador).
En su obra titulada La conspiración imperial del Japón, el historiador David Bergamini, que consultó cientos de miles de páginas de los juicios por crímenes de guerra en la campaña del Pacífico, además de numerosas memorias y documentos reservados, así como cientos de libros y diarios de jefes y oficiales nipones, concluyó sin ambages que Hirohito era culpable del ataque a Pearl Harbor y de la conspiración contra la paz, así como de la conducta brutal de sus tropas. La mayoría de los japoneses se rasgó las vestiduras diciendo que era un libro sesgado, parcial, de un solo objetivo: hacer del mikado y del emperador el único responsable de las decisiones que llevaron al Japón de hoz y coz al conflicto.
Tampoco entre los historiadores oficiales de occidente, desde Crowley al ex embajador Reischauer, tan comprensivos con el emperador, el libro fue bien recibido. Es más, hicieron todo lo posible desde poderosos medios de información como el New York Times para desacreditarlo. Bergamini, periodista nacido en China que se pasó una parte de su vida en los campos de concentración japoneses, murió de pena y disgusto, amargado por las incomprensiones. Poco a poco, sobre todo tras la desaparición de Hirohito, una vez rotos los tabúes, la verdad se abre camino.
David Bergamini, tal vez impulsado por sus heridas de prisionero de guerra, escribió que «Hirohito no sólo llevó a su país a la guerra poniendo el sello del crisantemo sobre las órdenes militares, sino que, ayudado de su corte, intimidó a los que se le oponían por medio de extrañas intrigas orientales, incluidos los fraudes religiosos, los chantajes y los asesinatos».
A Bergamini le siguieron en la misma línea desmitificadora, aunque sin tan gruesa artillería, otros historiadores y periodistas, como mi compañero en Vietnam, Edward Behr, autor de Hirohito: behind the Myth. Y con mayor aparato de documentación y análisis, además de con mayor objetividad, el historiador de Harvard Herbert P. Bix, que aun negando que hubiera de por medio una conspiración, ve al emperador en el doble juego: por un lado afirma que desea la paz, pero por otro deja que siga la guerra con la pretensión de ganarla.
En efecto, hubo por lo menos una conspiración de silencio, niebla sobre el secreto y distorsión de los hechos urdida por el general MacArthur, comandante supremo de las fuerzas aliadas en el Pacífico, y la corte imperial, con la idea de salvar al emperador de la horca. En los últimos instantes de la guerra el comunismo, en forma de dos millones de soldados soviéticos que invadían Manchuria y el norte de Japón, pasaba a ser el enemigo común. En ese momento Hirohito, el «oportunista grotesco», le era necesario a los Estados Unidos, pero ahora como monarca constitucional.
En cuanto a la derrota, como apunta el holandés Ian Buruma, especialista en Japón, los oligarcas japoneses y el emperador le echaron la culpa al pueblo. «El pueblo —sentenció Hirohito— actuó de forma egoísta». ¿Egoísta, después de haber dejado sobre el terreno dos millones y medio de cadáveres y un reguero de hara-kiris (en japonés se dice sepuku) de algunos de los principales generales y almirantes traumatizados por el desastre?
Supiera o no (al menos en su totalidad) de las atrocidades cometidas en Nankín (entre 200.000 a 300.000 asesinados), de la campaña de terror en China en 1938 o de los campos de prisioneros de Asia, Hirohito no era menos responsable por una eventual ignorancia de los hechos. Pusilánime, privado de imaginación, deseoso de llevar a su imperio al cénit del sol naciente y del expansionismo, calló y se dejó llevar, se dejó mecer con gusto arrullado por la música militarista y la lógica de la guerra.
No fue un dictador al estilo de Hitler, ni fue el primer y absoluto estimulador de la guerra, pero tampoco el convidado de piedra que nos quisieron hacer ver MacArthur y los burócratas de la corte imperial. Los nuevos historiadores japoneses se apuntan con prudencia a la tarea de demolición de los mitos. Los japoneses no están preparados para conocer la verdad toda la verdad. Denuncian «una visión masoquista de la historia». En medio de una crisis de confianza política y económica, la atmósfera es propicia al embellecimiento y reinvención del pasado, a la autojustificación. La guerra del Pacífico se transforma así en «guerra de la Gran Asia». El emperador afirmó en 1985: «Cuarenta años han pasado con tanta rapidez que nos sentimos próximos a los que perdieron la vida durante la guerra. Todavía hoy mi corazón sufre». Sufría por los suyos, no por las víctimas ajenas. Tampoco tuvo la gallardía moral de entonar un mea culpa, como el del presidente alemán Von Weizsácker, ni tampoco se arrodilló como el primer ministro Willy Brandt en Auschwitz. «Toda opulencia que no sea mi Dios es para mí carestía», escribió san Agustín. Hirohito fue el Dios y el emperador en una sola pieza.
La victoria, como dijo el conde Ciano, fusilado por orden de su suegro Mussolini, tiene cien padres, mientras que la derrota es huérfana. En Japón la derrota tiene ciento veintisiete millones de padres. En una conferencia de prensa celebrada en Tokio en 1975, una de las pocas que Hirohito concedió en su largo reinado (1926-1989), un reportero japonés tuvo la audacia de preguntar al ex hijo del sol y la luna:
—Majestad, en un banquete en la Casa Blanca, en Washington, afirmó que deploraba el infortunio de la guerra. ¿Se siente Vuestra Majestad responsable de la guerra, incluido el ataque sobre Pearl Harbor?
—No puedo responder a esa clase de preguntas porque no he estudiado toda la literatura y la documentación que existe en ese campo. Tampoco entiendo bien el matiz de sus palabras.
Dicho esto, Hirohito corrió a encerrarse en su laboratorio de biólogo marino para seguir estudiando la vida y milagros de los crustáceos, los pulpos y los chipirones. Las criaturas del mar daban menos problemas y hacían preguntas menos comprometidas que los reporteros deseosos de conocer la verdad. También yo tenía ganas de hacerle unas cuantas preguntas al emperador. Por eso una mañana, cuando ya florecían los cerezos, llamé a las puertas del Palacio Imperial.