Ruth

Cuando Bev se marcha, me levanto de la cama y recorro el pasillo hasta el salón. Me falla un poco el equilibrio, así que deslizo la yema de los dedos por la pared. Le doy al interruptor, pero la oscuridad ha entrado. El techo está negro, velloso y aterciopelado. Bev debe de haber dejado una ventana abierta; las polillas bogong han hecho aquí una parada en su viaje migratorio y lo han cubierto por completo. La habitación titila llena de una vida breve y extraviada.

«Soy un recipiente de recuerdos en un mundo de olvidos».

Me siento bajo el dosel de polillas. Fuera está muy oscuro. Todo lo que hay ahí —las casas achaparradas y descoloridas por el sol y los franchipanes, la sinagoga con su cúpula y la escuela de ladrillo rojo, las tiendas destartaladas y los acantilados con el océano detrás— se ha desvanecido. El mundo se ha encogido hasta quedar reducido a una pequeña zona alumbrada por la farola. Ráfagas de lluvia atraviesan su cono luminoso. Aquí las polillas son bien recibidas.

Cojo el libro de Ernst. Ahora me doy cuenta: debió de pensar en mí durante sus últimas horas en aquel hotel.

Toller siempre fue amable conmigo, pero era evidente que habitaba en otra esfera. Yo no era ni lo bastante hermosa ni lo bastante importante para ocupar un lugar en su mundo. Pero no me envió esta restitución de su vida con Dora porque yo fuera su prima. Me la envió porque teníamos a Dora en común. Nosotros orbitábamos alrededor de Dora y su fuerza nos mantenía en movimiento.

Abro su libro al azar y encuentro esto: «La mayoría de la gente no tiene imaginación. Si pudieran imaginar el sufrimiento de los demás, no los harían sufrir tanto».

Eso creíamos todos. Supongo que él también lo creía, hasta que no pudo seguir creyéndolo.

Imaginar la vida de otro es un acto de compasión verdaderamente sagrado. Nosotros redactábamos los panfletos, ciclostilábamos la verdad. Contábamos las historias en papel de envolver mantequilla o en cajas de puros y las introducíamos de manera clandestina en Alemania. Nos jugábamos la vida para ayudar a nuestros semejantes —en nuestra patria y en Londres— a imaginar. No lo hicieron. Pero Toller, pese a toda su grandeza, no tiene razón. No es que a la gente le falte imaginación. Lo que pasa es que dejan de utilizarla. Porque, una vez que hemos imaginado semejante sufrimiento, ¿cómo podemos seguir sin hacer nada?

Ahora, con una distancia de setenta años, imaginar ya no es peligroso, porque no se va a exhortar a nadie a actuar. No se va a responsabilizar a nadie. El baile de disfraces no se interrumpirá. En mi caso, el fracaso es más profundo, por supuesto. Yo no supe imaginar la necesidad que Hans tenía dentro ni supe ver que se pasaba al otro bando.

Y aquí estoy ahora, esta semana en la que me han entregado un manuscrito. He ido a nadar, he ido a comprarme un pastel y me he caído, me han recompuesto y me han enviado a casa. Pero en realidad he estado con ellos todo el tiempo. Imagino que soy otras personas hasta que entro y salgo flotando de ellas, hasta que la imaginación se fija y se convierte en recuerdo. ¿De qué otra forma podemos conocer a alguien, amar a alguien, sino imaginándonos en la piel de esa persona?

Veo la habitación con toda claridad. Con la misma claridad que cuando la encontré.

Entraron armados —se distinguía claramente el bulto de las pistolas en sus caderas—, pero sin uniforme. Eran cinco y todos llevaban sombrero. Se colaron sigilosamente en el edificio utilizando las copias de las llaves que les había entregado Wolfram Wolf. Sus agentes habían estado vigilando el piso a la espera de que se marchara el investigador suizo y las dos mujeres se quedaran solas. Tuvieron que esperar una semana. Era domingo por la noche.

La operación se había preparado en Berlín y en Londres. Habría sido más sencillo matarlas de un disparo, desde luego, como habían hecho con Lessing y Rudi. No había necesidad de secuestrar a Dora porque ya tenían a su fuente. Solo había que silenciarla. Pero un tiroteo en Bloomsbury habría disgustado a los ingleses, y los ingleses ya estaban bastante molestos. Además, ella tenía contactos en las altas esferas. De modo que descartaron matarlas de un disparo; por eso necesitaban a cinco hombres: dos para cada mujer y uno para dar la orden.

Abordaron a Wolf en la panadería adonde había ido a comprar los panecillos del desayuno. Wolf los miró como si de pronto se encontrara ante la encarnación de todos sus temores. Se sentaron con él en un banco de Russell Square y le hicieron una propuesta. No le estaban pidiendo nada del otro mundo, dijeron: solo tenía que prestarles unas llaves, escribir una carta, nada más. Wolf tartamudeó que no podía ser; habría una investigación, se descubriría su relación con Dora y su mujer se enteraría. Entonces ellos mencionaron a su hija, que vivía en Dinamarca, y comentaron lo práctico que era que pudiera ir andando al colegio. Mencionaron a otros familiares de Wolf que vivían en Alemania y que todavía estaban en libertad; lo aterrorizaron recordándole lo que podía sucederles en ciertas circunstancias que no acabaron de precisar. Cuando Wolf alegó que no sabría imitar la letra de Dora, supieron que lo habían convencido. Dijeron que estaban en posición de afirmar que Scotland Yard entregaría la nota a la embajada alemana para que la tradujeran y realizaran un examen grafológico. Ellos se encargarían de todo. Wolf propuso escribir la nota en taquigrafía, una precaución adicional.

Redactó la nota de suicidio el domingo por la mañana y mecanografió su propia dirección en el sobre. La echó al buzón de la esquina del número 12 de Great Ormond Street, se alejó rápidamente pasando por delante del hospital infantil, con el cuello del abrigo levantado y el sombrero calado por si Dora o Mathilde salían de casa, y solo aminoró el paso en cuanto hubo doblado la esquina.

Por sus anteriores visitas al piso sabían cuánto Veronal podía haber en el armario del cuarto de baño, pero no habían estado allí durante la estancia del suizo, de modo que compraron el suyo por si acaso, además de unas cizallas. Era de noche. Entraron con sus llaves; la puerta no tenía echada la cadena. Encontraron a Dora en pijama; Mathilde todavía estaba vestida. El piso olía a café. No hubo discusiones ni jaleo. Era un plan concebido y aprobado en las altas esferas, bien ensayado, y ahora iba a llevarse a la práctica. No se quitaron los guantes.

Amordazaron a las dos mujeres y las ataron, cada una a una silla en la cocina. Dora contaba mientras ellos vaciaban tres sobres en cada taza. Así iba a ser: una muerte hecha a su medida.

El cabecilla aprovechó esos momentos para echar un vistazo al famoso armario del recibidor que se mencionaba en los informes. Cuando volvió a la cocina, hizo una seña con la cabeza al hombre que estaba de pie junto a Mathilde, y este le puso el frío cañón de la pistola en la sien. Se dirigió a Dora. Si no bebía, matarían a Mathilde. Y nada de gritos. ¿Entendido?

Mathilde movió los ojos, la cabeza, casi imperceptiblemente, para decir que no. No quería que Dora bebiera. Era absurdo pensar que fueran a dejarla libre después de aquello. Dora gritó cuando le quitaron la mordaza para que bebiera. Recibió un guantazo en la boca y la nariz; volvieron a atarle la mordaza, esa vez más fuerte. Lo harían al revés: la obligarían a mirar.

Le quitaron la mordaza a Mathilde, que miraba sin pestañear a Dora; todavía estaban allí las dos, juntas. Abrió la boca cuando se lo ordenaron. Dora conocía aquel sabor amargo y granulado. Mathilde tuvo que tragar tres veces. Volvieron a amordazarla. En sus ojos no había miedo. Seguía siendo Mathilde, seguiría siéndolo el tiempo que durara aquello. A Dora se le llenaron los ojos de lágrimas.

«Mira lo que has hecho», le dijo el cabecilla.

¿De dónde sacan a esos asesinos tan impasibles? El cabecilla hizo una seña al que estaba a la izquierda de Dora, que le inclinó la cabeza hacia atrás agarrándola por el pelo y le tapó la nariz. El otro le quitó la mordaza y Dora abrió la boca. Le vertieron aquella solución amarga por el gaznate. Unas gotas le mancharon el pijama.

Las dejaron atadas en las sillas. Las mujeres se miraban; los ojos era lo único que tenían. En ellos estaba toda la vida del mundo. Una eternidad de miradas condensada allí, en no estar solas en aquel momento. Mathilde fue la primera en perder el conocimiento. Al cabo de quince minutos, su cabeza se desplomó sobre el pecho. Dora no apartó la vista de su amiga. Por nada del mundo quería mirar a aquellos hombres. No quería darles el gusto de que vieran los ojos de su presa en el íntimo momento de la muerte.

Cuando la cabeza de Dora cayó también, las trasladaron al dormitorio. Retiraron la sábana y la colcha y tendieron los cuerpos, que todavía respiraban, en la cama. Le quitaron los zapatos a Mathilde y los dejaron cuidadosamente junto a la pared. Las colocaron cara a cara en un último abrazo, entrelazaron los dedos de la mano izquierda de Dora con los de la mano derecha de Mathilde, en una escena ficticia de pesar compartido. Luego las cubrieron con la sábana y la colcha. Si no, ¿cómo se explica que estuvieran tan bien tapadas, hasta la barbilla, por amor de Dios? Dos personas no se acuestan tan pulcramente, no mueren tan pulcramente, tan bien arropadas.

Dejaron la llave de Dora en el estante junto a la puerta del dormitorio y cerraron con la suya después de salir. Pusieron las sillas de la cocina en su sitio. Un gato atigrado los observaba desde un rincón, cerca de la estufa, moviendo la punta de su blanca cola. Cerraron con llave la puerta del piso y se guardaron los guantes en el bolsillo. Si los vecinos vieron algo, no fue nada que no hubieran visto antes: cinco alemanes que salían de una reunión en el ático.

Toller sigue abierto entre mis manos. Cierro el libro.

Es hora de dormir. Tengo la lengua seca como un lagarto. Creo que me quedaré aquí.

A las nueve, cuando llega Bev, Ruth todavía está en la butaca del salón. Hay unas cuantas polillas en el techo, pero la mayoría yacen inmóviles en el suelo formando una gruesa alfombra de un negro grisáceo. Bev no le dice nada, se inclina a tocarle la mano y acto seguido se lleva la suya a la boca. Mientras se tranquiliza, un libro viejo y unos papeles amarillentos resbalan del regazo de Ruth y caen al suelo. Ya los recogerá más tarde. Vuelve a inclinarse despacio. Le coge la mano y la mantiene entre las suyas.

Luego va a la cocina y pone agua a hervir para prepararse una taza de café. Olfatea la leche de la nevera, porque Ruth siempre deja el recipiente abierto demasiado tiempo.

Sentada en un taburete, Bev contempla las baratijas, los recuerdos y los utensilios que hay en la cocina. Se da cuenta de que nunca se había sentado ahí desde que aceptó ese empleo, tres años antes. Aquel día la anciana había señalado con sus manos, todavía magníficas, el desorden y el polvo que la rodeaban y había dicho: «Como verá, no puedo hacer esto yo sola».

«Sí, ya lo veo», había dicho Bev.

En la repisa de la ventana que hay sobre el fregadero, una violeta de hojas vellosas sobrevive a base de vapor de agua. Un cerdito de porcelana tumbado boca arriba ríe contento mientras mira por encima de su cola enroscada y de su pene, un pene con todos sus detalles anatómicos; demasiados detalles, piensa Bev. Seguro que no es australiano. Sobre la mesa hay una fotografía desvaída de dos jovencitas en una feria, y en la puerta de la nevera, una tarjeta con una cita con el profesor Melnikoff. Debajo de la tarjeta hay un imán igual que el que Bev tiene en su nevera, con el número de teléfono de Crime Stoppers, por si ve en el barrio a alguien con una pinta que no le guste, como esa portuguesa. Esos objetos solo tenían sentido para Ruth; Ruth los mantenía unidos en una constelación narrativa: la violeta, el cerdo, la fotografía, la tarjeta y el imán. Ahora solo son trastos.

Bev tira el líquido negro de la taza en el fregadero. Descuelga el auricular del teléfono de pared, marca el número que hay que marcar y empieza a limpiar.