En esta butaca del hotel, ancha y baja, puedo recostarme del todo. Soy un hombre pequeño, más grande por dentro —o eso quiero pensar— de lo que cabría esperar que pudiera albergar mi cuerpo. Mi pecho sube y baja por sí solo. Observo mi vientre y mis caderas, mi ingle, mis piernas, mis pies. De niño los pies me daban mucha vergüenza porque cuando me sentaba siempre quedaban colgando, nunca tocaban el suelo. Pero la verdad es que este cuerpo me ha prestado un buen servicio, ha sido fiel en el placer y ha hecho lo que ha podido en el dolor. Levanto las manos. Sé cada palabra que han escrito, las armas que han empuñado, las caricias que han dado.
Cuando ella murió, Londres quedó vacío para mí. Christiane y yo nos fuimos al Nuevo Mundo. En Hollywood no me quisieron, pero espero que este país sea más amable con Christiane.
Cierro los ojos. Estoy cansado. Pero tengo trabajo por hacer; ella siempre dice que lo que importa es el trabajo, y no yo. «Sumamente exagerado», dice, y la arena cruje bajo su codo. Fuera, campanas. Un repique de vida que ordena las horas del día. ¿Quién iba a pensarlo? Le ha crecido el pelo, pero es el mismo pelo, con deliciosas ondas negras. El mismo cuello. Qué ridiculez haber estado tan triste durante tanto tiempo, si está aquí, delante de mí. Y hay mucho que explicar. Todas las cosas que se ha perdido, todo el trabajo que nos queda por hacer. Para el que de pronto, misteriosamente, tengo energía. No le preguntaré dónde ha estado, porque se reiría de mí. Su libertad, no lo olvidemos. Lo importante es que está aquí, con los pies en el travesaño de esa silla, los bronceados antebrazos suspendidos, los dedos con las uñas mordidas sujetando el bloc de taquigrafía. ¡Pero no te des la vuelta! Ese pelo por el que he pasado los dedos, tensos en momentos de comunión.
No te des la vuelta.
Y estos cuatro años que he vivido con un agujero en el corazón que el viento atravesaba con un susurro…, ¿para qué? Ella tiene razón. «Una descomunal pérdida de tiempo». Ahora tenemos que ponernos manos a la obra. El mundo nos necesita; juntos podemos hacerlo, podemos encontrar la manera de burlar a Franco. Su estúpido desfile de la victoria de hace dos días. ¿Sabe ella que Berthold Jacob está a salvo en Francia? ¡Con él podemos conseguirlo!
Y ahora siento otra cosa, algo que hace que la pena que tengo dentro parezca ridícula y pequeña, un capricho personal en un mundo del que me había despegado. No. Es incluso más que eso. De pronto soy otro hombre. Esa cosa me atraviesa y quedo suspendido por encima del mundo; he abierto una brecha en una membrana que nos impide ver y sentir lástima, y me invade, me invade por completo en esta butaca la certeza serena y visceral de que todos nosotros somos susceptibles de ser perdonados. Y de que al final todos nos salvamos. Es una paz que se extiende por mi interior como el calor. Es un regalo, una última dicha inexplicable. Si fuera creyente, lo llamaría gracia. Los reproches de alas negras son irrisorios comparados con esta verdad. Me río.
Se da la vuelta. Esta chica que no es ella.
La habitación es pequeña, de color crema. Estoy vacío. He hecho volver a Dora recordándola. Pero resulta que era mejor vivir pensando que algún día me reuniría con ella. Ahora que la he hecho aparecer y le he dado vida en el papel, está más muerta que antes. ¿Soy el único que la lleva consigo? ¿Olvidará el mundo cuánto nos esforzamos para salvarlo?
No sé si su prima todavía vive.
Clara está de pie y me mira con gesto interrogante. Debe de haberme preguntado algo.
—Lo siento, ¿cómo dice? —pregunto. Y lo siento. La bondad de Clara lo es todo para mí.
—¿Lo mismo de siempre? —Su voz no delata impaciencia. Clara ha superado conmigo estas semanas y esta mañana, ante mis confesiones y mis lágrimas, y se ha limitado a esperar, sin miedo, a que saliera la historia. Ha sabido no consolarme para que no se rompiera el hechizo de mi Dora. Y, ahora que ha terminado, sabe (¿cómo sabe eso una persona tan joven?) que mi Dora se ha ido. Ahora debemos ocuparnos de asuntos prácticos. En este caso, de los bagels.
—Creo que hoy prefiero el de centeno, por favor.
—Muy bien.
—Ah, ¿y te importaría llevarle esto a Christiane? —Le doy la nota.
—Claro que no.
Pero no va hacia la puerta.
—¿Algo más? ¿Café?
—Sí. Café, gracias. —Sonrío para asegurarle que todo va bien, que ya puede marcharse.
Pero ella no me cree.
—¿Por qué no viene conmigo? —Se saca el pelo del cuello de la chaqueta—. Así estira un poco las piernas.
—Prefiero quedarme aquí sentado.
Y entonces, lo inesperado. Creo que Clara se sorprende tanto como yo. Apoya una mano en el brazo de la butaca verde y dorada, se inclina hasta mi mejilla y me besa suavemente, un beso bastante largo. Se me cierran los ojos.
—Lo ha hecho muy bien —me dice al oído. Se ha terminado.
No puedo hablar.
Al llegar a la puerta se vuelve.
—Tardaré media hora, como mucho. ¿De acuerdo? Usted… —No le salen las palabras—. Usted espéreme.
La puerta se cierra detrás de ella. De pronto ya no hay vida en esta habitación. No soy nada. Soy un ojo sin nada detrás, un ojo que mira el bloc de taquigrafía cerrado sobre la mesa que tiene dentro mi amor, y al lado, las fotografías de los niños españoles muertos a los que también he fallado. El periódico sigue doblado: en su interior, el principio de esta guerra que no hemos impedido y un barco lleno de judíos a los que devuelven a esa guerra. Y las cortinas que hay detrás de la mesa… Por primera vez me fijo en que hay un estampado de flores encima (¿o es debajo?) de las rayas, como un relieve. Están recogidas con el cinturón de la bata de Christiane.
Solía pedirle a mi mujer que metiera un pedazo de cuerda en mis maletas. Dios. Dios. Hedor a pájaro, el destello azul acerado de un pico. Esa bestia me atrapará, no saldrá de aquí hasta que haya conseguido lo que quiere. En la puerta del cuarto de baño hay un gancho. No sé si aguantará.
Me levanto para escribirle una nota a Ruth. Si todavía vive, ella, la otra persona que también la quiso y sin embargo le falló, debería ser el primer público de mi obra. Debería tenerla en sus manos antes que ningún editor. Si algo tuvo siempre esa oyente amable y descompensada, fue la capacidad de ponerse en la piel del otro. Creo que eso llegaba a trastornarla. Clara la encontrará.
La mano me tiembla sobre el papel. No hay nota introductoria que pueda transmitir esta vida —la vida de Dora— de una persona a otra. Noto que me faltan las palabras. Así que escribo «Para Ruth Wesemann» y dejo la nota encima del bloc de taquigrafía de Clara, que reposa sobre el libro. Clara ha insertado en el libro las partes que ya ha mecanografiado. Voy a la ventana y desato el cinturón. En la calle, a un cachorro se le ha enredado la correa alrededor de un parquímetro; dos jóvenes negras con sombreros de color pastel, uno verde y el otro violeta, pasan por debajo de la marquesina con flecos de la entrada del hotel y salen, como era de esperar, al otro lado. El cordón se desliza fríamente entre mis dedos: resbalará bien. Esta vez no fallaré.
En el cuarto de baño no hay nada, solo una luz parpadeante. No hay tiempo para pensar; por una vez no tiene sentido buscar las palabras para recrear esto después: ¡no hay después! Ese pensamiento me alivia. Esto también es un asunto práctico. Hago un nudo corredizo, firme, alrededor del gancho de la puerta, y luego otro, más amplio, para pasar la cabeza. Mis pobres manos protestan temblando, pero me paso el cordón y me coloco de espaldas a la puerta.
Siento exactamente lo mismo —vacilación y determinación ciega— que antes de zambullirme en una piscina de agua fría. La caída desde el trampolín.
Nada más…