Ruth

El funeral no quiero ni recordarlo.

Después Toller recorrió las calles en un taxi, con mi bolso y mis zapatos. Cuando me encontró, me llevó a Great Ormond Street. Nos sentamos en el borde de la cama de Dora; no podíamos sentarnos en ningún otro sitio. Yo no había tocado la cama. Las almohadas todavía conservaban la huella de sus cabezas. Nos quedamos mirando por la ventana; yo, empapada, y él con mi bolso entre las manos. El dolor nos convertía en un club de dos únicos socios.

—¿Crees que estarás bien? —me preguntó al cabo de un rato.

Era una pregunta dirigida a mí, pero también a sí mismo. Esa fuerza que había encontrado no sé dónde para hablar a los periodistas lo había abandonado. Rompió a llorar. Luego se dio la vuelta, puso una mano sobre la almohada donde Dora había apoyado la cabeza e hizo ademán de acercar la mejilla a aquella concavidad. Algo se quebró dentro de mí.

—Tienes que irte a casa. Con Christiane.

Me tumbé en la cama, donde había estado ella. Y allí lo planeé.

No recuerdo que le contara a nadie lo que pensaba hacer, pero eso no significa que no se me escapara. Estaba desesperada, actuaba de forma irreflexiva. Tres semanas después del funeral fui a Polonia a visitar a mis padres. Mi madre dijo nada más verme: «No estás en tu sano juicio». Dedujo que era a causa del dolor, pero yo dudaba que alguna vez hubiera tenido un juicio sano.

El plan consistía en entrar en el Reich y llegar a Berlín. Sacaría del cobertizo del huerto de Bornholmer Strasse la otra maleta de Toller. Nadie más sabía que estaba allí, aparte del tío Erwin, y él no se habría arriesgado a enviársela directamente a Toller. Aquella parecía la única parte del trabajo de Dora que quizá yo estuviera capacitada para terminar. Mientras estuviera realizándola, podría mantener mi vínculo con ella, con nuestro proyecto común. Y si me descubrían, me lo habría merecido.

Me llevé los panfletos de La otra Alemania que habíamos impreso. Ciento cincuenta panfletos, envueltos en papel de seda, pegados al vientre transversalmente. Una vieja amiga del colegio que se parecía a mí me dejó su pasaporte polaco y cogí el tranvía para ir a la estación.

Estaban esperándome allí. Dos agentes de la Gestapo y una mujer que se encargó de registrarme. Me pidió que me desvistiera y encontró los panfletos. Supongo que me estaban vigilando. Me hicieron subir al mismo tren de Berlín para el que yo tenía billete y montaron guardia junto a la puerta del compartimento. Esa detención me ha proporcionado el único acto heroico que he podido contar una y otra vez a lo largo de mi vida, y en el que no creo, por supuesto. Tras haber fracasado en el intento de castigarme a mí misma, dejaba que ellos me castigaran.

En un sótano de Prinz-Albrecht-Strasse me ataron a la pared con las piernas y los brazos abiertos, como una estrella de mar, y empezaron a disparar en el sentido de las agujas del reloj; las balas hacían saltar el yeso entre mis piernas y mis manos y por encima de mi cabeza. Llevaban orejeras, como si realizaran prácticas de tiro. El interrogador quería información sobre las reuniones de nuestro partido en Londres; quería saber quién le pasaba a Dora los documentos del despacho de Göring. Después del último disparo, dijo: «La próxima bala es para ti». Cuando volví la cabeza para mirarlo, comprendió que no me importaba y decidió no darme ese gusto.

Mi padre contrató al mejor abogado nazi que encontró. Los jueces —doce, nada menos— llevaban el uniforme nazi, pero cuando entró en la sala mi padre —un anciano judío con una herida de guerra y las medallas colgadas en el pecho—, se levantaron en señal de respeto. En aquella época todavía amaban la guerra más de lo que odiaban a los judíos. La acusación quería condenarme a doce años. Si lo hubiera conseguido, me habrían matado en algún campo, como a todos los demás. Pero el dinero puede comprar muchas cosas. Solo me condenaron a cinco.

Estuve casi todo ese tiempo en régimen de aislamiento. Sola en mi celda, me obligaban a hacer ciento cuarenta y cuatro crisantemos de papel todos los días; debía pasar un utensilio metálico por el papel para rizar cada uno de los pétalos. Tenía dolorosos calambres en los dedos. Confeccionar ornamentos para los salones de la burguesía de Berlín era un trabajo tan estúpido que, si las otras prisioneras no tenían ideas políticas cuando entraron en la cárcel, seguro que las desarrollaron rápidamente. Mis pensamientos giraban casi siempre alrededor de un reducido círculo personal, alrededor de todo lo que no había visto y todo lo que no había dicho. Giraban alrededor de Hans, de Bertie, de Dora y de mí.

Cuando mi padre murió de un infarto al tercer año de mi condena, mi madre se ofreció a pagar una escolta policial privada de seis hombres armados para que yo pudiera asistir al funeral. Me negaron el permiso.

Quedé en libertad en octubre de 1939. Había estallado la guerra. Hubo a quien le extrañó —otro golpe de suerte inmerecida, decían sus miradas veladas— que me soltaran en lugar de enviarme a una cámara de gas para luego quemarme, como al resto. Pero, a diferencia del resto, yo contaba con la ventaja de una sentencia dictada con arreglo a la ley, y esa sentencia exigía que, una vez finalizada la condena, se me pusiera en libertad.

Los nazis la cumplieron al pie de la letra, pero añadieron un ingenioso ultimátum. Cuando salí por la puerta de la cárcel me dieron veinticuatro horas para abandonar el Reich: si transcurrido ese plazo me encontraban en territorio alemán, me enviarían a un campo de concentración. Era un urogallo al que echaban a volar ante los cazadores. Me acordé de la vez que nos dieron a Hans y a mí veinticuatro horas para marcharnos. En esta ocasión se aseguraron la apuesta confiscándome el pasaporte.

Tomé un tren para ir a la villa de mi madre en Königsdorf. Cuando pasó el revisor me escondí en el lavabo, y cuando pasó la policía militar fui a la plataforma exterior que había al final del último vagón. Mi hermano se había marchado a Suiza y la cocinera se había ido a vivir con mi madre para hacerle compañía. Cuando entré, la cocinera me cogió la cara con ambas manos y me miró sin decir nada mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. En el recibidor había una carta con mi nombre en una bandeja de plata; el matasellos era de tres años atrás.

«Sabía que vendrías a buscarla», dijo mi madre. Esa breve frase llevaba la carga de toda una vida de amor no declarado.

Tengo que irme a casa. Están esperándome en el salón.

Confío en no haber dicho eso en voz alta.

Le digo a Margaret Pearce, la enfermera simpática, que quiero marcharme. Me responde que verá lo que puede hacer. Cuando vuelve me dice que al médico no le hace mucha gracia, pero que ella le ha recordado —y su tono insinúa que esos médicos jovencitos necesitan que los guíen— que «existe un nuevo protocolo para dar el alta a los pacientes, siempre que se puedan organizar los cuidados paliativos». Es la primera vez que alguien me habla de «cuidados paliativos».

¿Tengo a alguien que me cuide?, me pregunta tintineando y sonriéndome detrás de sus gafas de media luna. Seguro que la pregunta forma parte de dicho protocolo. No hay nada de que preocuparse, simplemente se ciñe a las normas.

Bev viene a recogerme al hospital. Abre los cajones que hay junto a la cama sin preguntarme nada, saca mis cosas y las mete en mi neceser. Me someto a esta invasión de mi vida privada porque a mi edad necesitamos que nos mimen de nuevo. Mientras ella va de aquí para allá haciendo ruido, contemplo el triángulo suspendido sobre mi cama, del que antes debían de colgar los ganchos de un carnicero, y pienso que hemos de aceptar de nuevo esos cuidados, vengan de donde vengan. Esta vez también tengo la cabeza vendada. He quedado reducida a un ojo que contempla el mundo, una única rendija.

Observo a Bev, que trajina con una amabilidad brusca; sé que más tarde construirá con estos momentos una historia para honrarse a sí misma. Lleva varios anillos dorados y baratos en las manos, cubiertas de manchitas. Me pregunto si sería capaz de comerse su propio puño para hacerme reír.

En la cocina de mi casa Bev me prepara unos fideos instantáneos y pone mis pastillas en un recipiente fluorescente y chillón que me ha comprado. Tiene compartimentos para cada día de la semana, mañana, mediodía y noche. Las pastillas descansan ahí con sus colores y sus formas, preparadas para empujarme, a incrementos recubiertos de plástico, hacia mi futuro. Antes de marcharse, Bev me coge una mano y dice: «Ay, querida, querida». Y llora.

Después de la guerra vine a este lugar soleado. Es un país glorioso que no aspira a ningún tipo de gloria. Su gente busca algo a la vez más elemental y más difícil: la decencia. Al principio no supe verla, pero ahora la veo por todas partes, discreta y fundamental. Está en el ángel de la sesión de hidroterapia y en la sonrisa de Melnikoff; en Trudy Stephenson, mi alumna, y en la mujer con el pelo alborotado que detiene el tráfico; en las enfermeras y en el niño médico. Hasta me atrevería a decir que está en Bev.

La carta que había en la bandeja de plata era de Bertie. La he conservado, ha vivido conmigo todo lo que vino después. Debo de haberla leído un centenar de veces. Tiene cinco páginas. La última, en la que se despide y me desea lo mejor, está enmarcada y colgada en mi cocina. Ahora la descuelgo y la pongo en el banco, junto a las pastillas.

Las protestas del gobierno suizo dieron su fruto: los nazis pusieron a Bert en libertad tras tenerlo seis meses detenido. Bert volvió a Francia, mientras Hans se consumía en una celda de Basilea. Hans suplicó al gobierno alemán que hiciera el mismo tipo de protestas para que lo soltaran, pero los nazis dejaron que se pudriera en la cárcel.

Bert quería que supiera que él tampoco había visto lo que se avecinaba. Quería que supiera cómo había ocurrido. Me contó que se había encontrado con Hans en el restaurante de Basilea. Hans estaba sentado a una mesa con dos hombres, el falsificador y otro al que presentó como Mattern. Bertie no se lo esperaba, pero Hans le contó que aquellos dos hombres trabajaban juntos. Bert sacó la fotografía que había llevado para el pasaporte y el falsificador anotó su fecha de nacimiento, su estatura y el color de sus ojos en un pedazo de papel. Sin preguntarle nada, escribió también: «religión: judío».

Pasaron una hora y media bebiendo sin parar. Luego el falsificador dijo que «para lo del dinero» prefería que fueran a su piso de Riehen. Bert miró a Hans, que asintió con la cabeza tranquilamente; debía de formar parte del plan. Los esperaba un coche fuera. «¿Qué falsificador que se precie no tiene un coche con chófer?», se preguntaba Bertie en la carta.

Bert y Hans se sentaron en el asiento trasero, y Mattern y el falsificador, delante, junto al conductor. Bert no sabía dónde estaba el barrio de Riehen. Pasaron por una estación de ferrocarril en las afueras de la ciudad y luego se adentraron, de noche, en una zona despoblada. El coche circulaba deprisa. Bertie miró a Hans, que se encogió de hombros como diciendo: No tengo ni idea de cómo se hacen estas cosas. Bert había ingerido suficiente alcohol para descartar sus primeras impresiones y convencerse de que no había nada que temer.

Hasta que llegaron a una garita de la que pendía la bandera suiza. ¡La frontera! Cuando el centinela salió, el coche aceleró en lugar de reducir la velocidad. El centinela tuvo que apartarse de un salto para que no lo atropellaran. Entonces Bertie se puso a gritar, y Hans también. Mattern y el falsificador se dieron la vuelta y apoyaron los cañones chatos de sendas Mausers en el respaldo del asiento.

—¡Gestapo asqueroso! —gritó Hans. Mattern le dio un fuerte golpe en la cara con la pistola. Cuando el coche llegó a la barrera alemana, esta ya estaba levantada.

En Weil am Rhein recorrieron a toda velocidad la Adolf-Hitler-Strasse hasta la comisaría de policía y se detuvieron en la parte de atrás. Unos hombres salieron gritando del edificio. Hans estaba encorvado en el asiento, con una mano en la manija de la puerta. Bert también estaba encogido, pero pese al alboroto y al movimiento que había alrededor se sentía extrañamente sereno. Al fin y al cabo, decía en la carta, todos sabemos que algún día llegará nuestra hora, y la suya había llegado. Y Hans estaba con él.

Entonces, sin despegar los labios, Hans se dio la vuelta y abrió la puerta. Al cabo de unos segundos no era más que una camisa blanca que desaparecía en la oscuridad. «No me dijo ni una sola palabra».

Mattern se tomó su tiempo para apuntar y disparar una sola bala. «Abatido de un tiro cuando intentaba huir», dijo alguien. Se oyeron risitas. La coreografía de la escena los delataba. «Al principio ni siquiera me enfadé —escribía Bert—. Solo sentía una especie de vacío, como si me hubieran arrancado el alma».

Bert pidió que le enseñaran el cadáver de Hans, pero se negaron, claro está. Lo interrogaron en la comisaría provincial hasta pasada la medianoche. Luego se lo llevaron en tren a Berlín.

Bertie decía que Dora había muerto intentando salvarlo. Decía que estábamos atados unos a otros como escaladores en una montaña, y que si liquidaban a uno, caían los demás. Respecto a Hans escribió: «A mí me tuvo engañado hasta el final, de modo que ¿cómo no ibas a estar tú engañada?».

Pero Bert no sabía todo lo que yo sabía. He tenido su carta colgada en mi cocina para recordarme lo cara que salió mi supervivencia.

Bertie añadía una posdata sobre Wolfram Wolf. Los británicos, decía, aprovecharon la versión de Wolf para evitar cualquier conflicto con Berlín, pero no se la creyeron. Poco después de la investigación judicial lo expulsaron del país. Wolf no realizaba ninguna actividad política, pero los británicos sabían que era la tapadera de las acciones de los nazis. Una tapadera que ellos mismos habían utilizado.

Mi madre mandó que me hicieran dos vestidos idénticos con las cortinas azules y blancas del vestíbulo de casa. Se quedó allí hasta que, después de la invasión, los alemanes requisaron la villa para utilizarla como cuartel general de nuestra región. Luego mi pobre y orgullosa madre huyó hacia el este. Más tarde me enteré de que se había suicidado arrojándose a las vías en Varsovia antes de que el tren partiera hacia los campos de concentración.

En Königsdorf conseguí coger un tren para ir a Génova, donde los muelles estaban llenos de alemanes y polacos, rumanos y estonios, una gama variada de seres humanos que huían del cataclismo inminente. En la ventanilla compré un pasaje de tercera clase para Shanghai, el único puerto que aceptaba a refugiados sin pasaporte. La gente dormía en los muelles. Los niños dormitaban sobre bolsas o se removían en los brazos de sus madres. Los hombres, sentados en el suelo, jugaban a las cartas con cerillas. Tuve que esperar tres días.

La mañana de mi partida estaba lavando mi vestido de recambio en una tina que había en una rampa cerca del agua cuando lo vi. Todavía había barcos que ofrecían pasajes de primera clase. Personas bien vestidas, con equipaje decente y documentos, embarcaban pausadamente, con ceremonia, ante la tripulación, dispuesta en fila para recibirlas, y un corneta que tocaba su instrumento. A la vista de todos nosotros, los desechos humanos. Solté el vestido.

Hans —era él, sin ninguna duda— llevaba un traje claro y un fular dorado alrededor del cuello. Caminé hacia el barco despacio, luego eché a correr. La gente se apartaba para dejarme pasar. Tropecé con una cuerda enrollada, una bolsa o una persona. Cuando llegué junto al barco, el revisor desplazó el cuerpo hacia la pasarela para cerrarme el paso.

Biglietto, signora?

—¿Adónde…? —Fue lo único que se me ocurrió decir mientras trataba de mirar por encima de su hombro—. Dove…?

—Venezuela —me contestó—. Biglietto?

El hombre sabía que no tenía billete; estaba desnutrida y no llevaba equipaje, tenía el vestido mojado y las muñecas enrojecidas. Estiré el cuello intentando ver algo. Hans se había vuelto de espaldas y hundía la mano derecha en el abrigo de piel de una mujer morena con moño. Se perdieron entre la multitud de la cubierta inferior.

Desde entonces lo he visto muchas veces, de esa manera en que atisbamos a una persona a la que amamos en el pasado o a alguien que murió al ver la forma de una cabeza en el ferry o unos andares desgarbados a lo lejos. Siempre me produce la misma sacudida en el estómago, aunque no es de amor. Me siento desechada. En otras ocasiones se ha dejado ver en mis sueños. Entonces siento rabia. A veces, algo peor: deseo. Deseo merecerle buena opinión, lo deseo a él. Despierto asqueada por no haber sido capaz de liberarme del poder sobre mí que le cedí a los dieciocho años y recuperarme a mí misma, completa.

En Shanghai los extranjeros vivimos bajo la ocupación japonesa. Como Alemania era aliada de Japón, no nos internaban, pero nos hacinábamos en una zona delimitada y sometida a toque de queda. Compartía una habitación dividida por una mampara con una conductora de tranvías de Berlín, y estuve a punto de morir de hambre. Me quedé embarazada de un filósofo polaco autodidacta que se había exiliado. El médico me dijo que, si apenas podía alimentarme yo misma, era imposible que pudiera llevar a término el embarazo. Le pagué el aborto con una lata grande de Nescafé, que en el mercado negro valía una fortuna. Se me cayó todo el pelo. Cuando volvió a crecerme, todavía lo tenía moreno, pero más fino, y si me lo recogía se apreciaban zonas blancas de cuero cabelludo. La pena que me produjo aquel aborto ha empeorado con el paso del tiempo en lugar de mitigarse.

No recibí la noticia hasta 1944. Fenner me envió la carta a la Universidad Baptista de Shanghai, donde entonces daba clases. Me la llevé al parque a la hora de comer y me senté en un asiento de hierro que rodeaba un árbol. Hacía calor. Cerca de allí, un anciano desdentado tocaba su erhu de dos cuerdas. Había jaulas con pájaros colgadas en los árboles; la gente los sacaba para que tomaran el aire. En la parte de la ciudad donde yo vivía no había pájaros: nos los habíamos comido todos.

Los nazis nunca llegaron a descubrir la relación entre el tío Erwin y Dora. Nunca consiguieron explicarse cómo viajaba la información sobre su fuerza aérea secreta desde la mesa de Göring hasta el Parlamento británico y los periódicos. Se contentaron pensando que Bertie se las había ingeniado de alguna manera, a través de sus misteriosas fuentes, para proporcionar esos datos a Dora.

Después de que la asesinaran, Fenner siguió en contacto con Bertie, que vivía en París. Cuando los alemanes invadieron Francia, recluyeron a Bertie, pero el Partido Laborista Independiente de Fenner lo ayudó a huir a Portugal, que era neutral. Lo instalaron en Lisboa, en un piso encima de una pajarería de la rua do Ouro, mientras intentaban conseguirle un visado para Estados Unidos. En la carta Fenner decía que Bertie no tenía escolta, pero que el partido cuidaba de él. Le aconsejaron que no paseara por la calle; de hecho, que no saliera del piso. Una mujer le llevaba la comida. Sin embargo, a Bertie debió de parecerle muy improbable que lo siguieran hasta allí, desde el campo de internamiento de Le Vernet, al otro lado de los Pirineos, hasta las callejuelas de Lisboa. Solo quería un periódico. Veía el quiosco desde la ventana. No tardaría ni cinco minutos.

En la limusina iban tres hombres. Pescaron a Bertie en la calle, lo llevaron a Berlín y lo encerraron en una celda de Prinz-Albrecht-Strasse. Allí, durante meses que se convirtieron en años, los otros prisioneros lo vieron adelgazar y enfermar. Pero siguió siendo una fuente inagotable de esperanza, porque nunca flaqueaba: estaba absolutamente convencido de la victoria aliada. «Mantén la cabeza bien alta —le dijo a uno—, no dejes que esos cerdos vean lo reventado que estás».

A principios de 1942 a Bert tuvieron que arrancarle los dientes. Fenner sostenía que los alemanes lo mantuvieron con vida porque creían que podían utilizarlo en algún intercambio con los aliados. En febrero, después de una paliza, lo llevaron a la enfermería de la prisión, donde murió. Pesaba treinta y dos kilos. Según el registro, había fallecido de tuberculosis.

Fenner decía que estaba muy triste y lo lamentaba mucho. «Os he fallado a todos», añadía.

Así pues, ya estaba. Habían matado a Dora; Toller había muerto poco antes de la guerra. Y ahora, Bertie.

En cambio Hans andaba suelto en un país de mojitos donde era fácil ligar con muchachos, y seguramente todavía estaba a sueldo de los alemanes. Yo no quería compartir con él la supervivencia.

En 1947 había reunido dinero suficiente para comprarme un pasaje para Australia. En Sidney trabajé en una fábrica de pantalones situada en un barrio donde no crecía ni un árbol y donde la previsión del tiempo siempre indicaba uno o dos grados más de temperatura.

A veces le daba a Dora otra vida, una vida con un final diferente. El cerebro humano no admite la ausencia total. Como ocurre con el infinito, sencillamente es algo que ese órgano no puede asimilar. El espacio que deja una persona debe llenarse, y por eso seguimos soñando con los que ya no están. Nuestra mente los hace vivir de nuevo; la pobre intenta explicar el vacío que el propio cerebro no alcanza a comprender.

Cuando estalla la guerra, Dora sigue trabajando desde Londres. Mathilde compra los artículos de papelería en Cohn’s, como siempre, y Dora, que olvida comerse los platos que le prepara Mathilde y se pasea por el balcón dejando una estela de humo, termina su libro sobre la atracción psicológica que el fascismo ejerce en las mujeres. En él cuenta que a las mujeres les enseñan a querer un hombre ideal, un modelo que siempre queda muy lejos de la realidad, y por eso son vulnerables a cualquier líder que afirme conocerlas y les prometa ser «auténtico». Él puede seguir siendo ideal, la realidad de las mujeres puede seguir siendo decepcionante, y en el espacio intermedio ellas viven solo con el deseo, que es un placer en sí mismo, independiente de su satisfacción. El libro de Dora tiene mucho éxito. Se convierte en una De Beauvoir alemana: menos sexo, pero más política. Deja de ver a Wolfram Wolf, pero sigue amando a otros como pasatiempo, como diversión inofensiva. Su victoria consiste en disociar la fantasía femenina y el placer instantáneo llamado Fenner Brockway, lord Marley y los demás: ingleses, estadounidenses, un checo exiliado. Se mantiene en contacto con Toller, quien, pese a los esfuerzos de Dora, se ha instalado permanentemente en un pedazo de su corazón e impide que entre nadie más.

Quizá él también sobreviva. Esas cosas son contagiosas.

Después de la guerra, Dora cubre el juicio de Nuremberg para el Manchester Guardian, reúne esos artículos en un libro y se lo dedica a Bert. Lo titula Lo que nosotros sabíamos. Comparte un premio literario en Estados Unidos con Hannah Arendt, que no se enteró de todas estas cosas hasta más tarde.

Entonces Eleanor Roosevelt, a propuesta de Toller, la invita a ir a Estados Unidos. Dora se convierte en rectora de una universidad de élite para mujeres, publica en The Nation y condena las guerras de Corea y Vietnam. Aparece en el programa de televisión de Johnny Carson con los labios pintados. Tiene manchas de carmín en los dientes.

Me gusta pensar en Dora, pero también es verdad que esas fantasías me producen muy poco placer. Si pienso en ella es para intentar medir las dimensiones de la pérdida. Como si algún día pudiera tener límites.

En 1952 llegó a Bondi Junction una caja con pertenencias mías. Los socialdemócratas en el exilio las habían empaquetado y guardado en Londres. La caja contenía dos álbumes de fotos, mi cámara, el tarro de porcelana rosa con el cerdito (¡quién iba a imaginarlo!), mi título de doctorado. Por fin podía demostrar la titulación que había obtenido en Alemania y enseñar idiomas en un instituto. Poco a poco empecé a fotografiar este país, lo que me ayudó a verlo mejor.

Ese mismo año recibí la carta de Jaeger —el contacto de Dora en la embajada alemana en Londres—, que buscaba a Ruth Wesemann. Hacía mucho tiempo que yo había recuperado el apellido de soltera. Le escribí y mantuvimos una breve correspondencia.

Seis meses después de la muerte de Dora, concluyó la misión de Jaeger en Londres. Regresó a Berlín y continuó en el Ministerio de Asuntos Exteriores durante los años previos a la guerra, la guerra y la posguerra. Decía que haber pasado información entre Erwin Thomas en Berlín y Dora en Londres, pese a no haber sido iniciativa suya, era la única prueba que tenía de su decencia. Cuando terminó todo, pidió, a modo de expiación, que lo trasladaran al Departamento de Indemnizaciones del Ministerio de Hacienda de la República Federal de Alemania.

Jaeger, a quien nunca conocí en persona, quería asegurarse de que recibía mi pensión por el tiempo que había pasado en la cárcel. La acepté, por supuesto, porque el sueldo de maestra era exiguo y la villa de mis padres y todo su contenido se habían perdido al otro lado del telón de acero. Jaeger también trataba, educadamente, de atar cabos sueltos. «Supongo que ya sabrá —escribió— lo que le sucedió a mi estimado colega Erwin Thomas». Yo no tenía ni idea. Me contó que Thomas nunca olvidó a Dora. El día que Jaeger regresó a Berlín, Thomas fue a verlo a su despacho. «Yo era el único colega al que podía acudir». Con lágrimas en los ojos, Thomas le dijo que recordaba el día que una niña, plantada sobre una alfombra roja, le soltó un sermón.

El tío Erwin no tenía ningún otro contacto en la resistencia. Sobrevivió varios años metido en el ministerio de Göring. Si se hubiera marchado, habría levantado sospechas. En 1944 le llegó su oportunidad cuando Von Stauffenberg y otros oficiales planearon el asesinato de Hitler, el atentado de la bomba en el maletín. Erwin Thomas era el contacto del grupo en las altas esferas del Ministerio del Interior; él sería quien daría las órdenes provisionales en lugar de Göring cuando hubiera muerto el líder. Después de que estallara la bomba, durante unas horas del único día en que los conspiradores creyeron que Hitler había muerto, Thomas dio la cara, dictó órdenes y empezó a reparar sus años de criminalidad estrechamente vigilada. A las cuatro de la tarde llegó la noticia de que Hitler seguía con vida. Al día siguiente llevaron al tío Erwin, junto con Von Stauffenberg y los demás, a la parte trasera del cuartel general del ejército y los ejecutaron.

Jaeger también consideró que yo merecía conocer lo que el Ministerio de Asuntos Exteriores sabía de Hans. Por supuesto, añadió educadamente, yo ya debía de estar al corriente. Pues no, no lo estaba. Hans había dejado de existir para mí; solo aparecía en mis sueños.

En Venezuela Hans había intentado congraciarse con la embajada alemana en Caracas pasando información sobre otros refugiados políticos. Eso dio lugar a que los funcionarios de la embajada decidieran vigilarlo. Hans se casó con una mujer adinerada y empezó a criar una especie local de rata de agua por sus pieles. Cuando contrajo la malaria, se convirtió al catolicismo creyendo que iba a morir. El matrimonio no duró mucho y el negocio fracasó. Desesperado por conseguir dinero, intentó entregar al sacerdote que lo había cuidado cuando estaba enfermo y que lo había convertido, acusándolo de espionaje. Pero los alemanes no querían saber nada de él, así que se marchó a Estados Unidos.

Hans estaba en Texas cuando Estados Unidos entró en la guerra. Los estadounidenses lo recluyeron por considerarlo un extranjero enemigo. Al terminar la contienda, los miembros del Partido de los Trabajadores Socialistas que volvieron a Alemania pidieron su extradición para que se le juzgara por los crímenes que había cometido contra ellos. Hans contrató a un abogado de poca monta del Lower East Side de Nueva York especializado en inmigración y eludió las denuncias. No había más información de esa época.

Jaeger adjuntaba una copia del primer informe sobre Hans que la embajada alemana en Londres envió al Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín. Estaba fechado el 21 de septiembre de 1933, mecanografiado en papel con membrete y rotulado como «Confidencial».

De: Rüter, Embajada Alemana, Londres

Para: Ministerio de Asuntos Exteriores

c.c.p.: Reichsmarschall Göring

Un tal Hans Wesemann, que anteriormente trabajó como periodista en Berlín, se ha presentado hoy sin cita previa y ha solicitado una audiencia con el embajador. Herr Wesemann parecía sumamente nervioso, por no decir desesperado. Hablaba con un acusado tartamudeo. Lo han traído a mi despacho.

Quizá le suene el nombre de herr Wesemann, como me ha sonado a mí: es militante del Partido de los Trabajadores Socialistas y el periodista que escribió aquellos artículos difamatorios sobre el Führer y herr Dr. Goebbels.

Herr Wesemann me ha dado a entender que la distancia que le proporciona el exilio le ha hecho comprender que sus actividades conspirativas, así como las de sus socios y colegas actuales y anteriores, tanto en el Reich como en Gran Bretaña, eran actos reprobables contra la patria. Ha expresado su opinión de que la distancia no puede romper la relación que uno tiene con su país, y que incluso puede fortalecerla. Afirma que no se ha dado cuenta de esto hasta que se ha encontrado lejos de Alemania. También dice que teme verse arrastrado a ese mundo de traición si no recibe nuestro apoyo.

A cambio de nuestra protección y de alguna recompensa económica (véase más abajo), herr Wesemann afirma que, gracias a su relación con el Partido de los Trabajadores Socialistas en el exilio, posee información y contactos que podrían resultar útiles para proteger a la patria. Wesemann ha mencionado concretamente que goza de la confianza de Berthold Jacob y de Ernst Toller. Además asegura que la prima de su esposa, una tal doctora Dora Fabian, antigua secretaria de herr Toller, es el conducto de Jacob para introducir en Gran Bretaña informes secretos del gobierno del Reich y publicarlos en la prensa.

A fin de corroborar sus afirmaciones, Wesemann me ha mostrado un documento, presuntamente del despacho del Reichsmarschall Göring, donde se detalla la capacidad aérea del Reich (adjunto). De ser auténtico, ese documento indicaría que en el despacho del Reichsmarschall hay un infiltrado que pasa información, quizá a través de Jacob o de otra fuente, a la doctora Fabian en Gran Bretaña. Le ruego confirme:

1. Origen y autenticidad del documento, y

2. Qué medidas deben tomarse con relación a herr Wesemann, B. Jacob y la doctora Fabian.

Herr Wesemann dice que el padre de su esposa le envía dinero desde Silesia, pero que está buscando una fuente de ingresos alternativa. Propone recibir una paga semanal a cambio de los servicios y la información ofrecidos. Le he entregado diez libras; solicito aprobación para asignarle una remuneración regular.

Heil Hitler

RÜTER

Primer secretario

Verlo en negro sobre blanco, ver cómo nos vendió por dinero y protección, es, cada vez que lo leo, como una puñalada.

Más tarde me enteré de otras cosas a través del sucesor de Jaeger. En 1956 detuvieron a un europeo de elevada estatura en Oaxaca, México, por un delito contra la moral de un menor de edad. Dijo llamarse Ernst Toller, pero una semana más tarde la Interpol reveló que se trataba de Hans Wesemann, nacido en 1895.

Luego los detalles se volvieron más vagos. Hans intentó trabar amistad con los fugitivos nazis afincados en México, pero ni siquiera ellos confiaban en él. La última información databa de 1961. Hans compró carne de conejo seca a una mujer en el mercado de Ciudad Juárez y le dijo que se iba al desierto de Chihuahua con un burro y algunas provisiones. Quería forrarse vendiendo la carne en las aldeas próximas a la frontera de Estados Unidos.

Confío en haberle sobrevivido.