Toller

ME quedé fumando a la puerta del juzgado, paseando arriba y abajo como un colegial castigado. Vi a la gente salir y bajar los escalones. El ambiente era peor que en un funeral, pues el miedo es más terrible que la tristeza. Ruth no salió.

Entré. La sala estaba vacía. ¿Se la habrían llevado? Entonces vi la curva de su espalda en la primera fila. Estaba inclinada hacia delante, meciéndose. Cuando llegué a su lado vi que tenía la boca abierta en un grito silencioso. Me vio.

—Lo he intentado…

La ayudé a levantarse. El funeral se oficiaba una hora más tarde, a las tres. Teníamos que coger el metro y luego un autobús hasta el cementerio judío de East Ham.

Eran dos sencillos ataúdes de madera, ambos cubiertos con una tela oscura. Calculo que seríamos unos doce en total, reunidos en la sinagoga. El oficio fue breve. Ruth estaba sentada en un banco, sollozando. Cuando me puse sobre el hombro una esquina del ataúd de Dora lo encontré espantosamente liviano. El rabino iba delante. El cielo estaba encapotado, la lluvia me daba en la cara. Habían cavado dos tumbas, una al lado de la otra, al final del cementerio.

—No temerás el terror nocturno ni la flecha que vuela por el día —recitó el rabino. Ruth se tambaleaba bajo un paraguas, pero se mantenía erguida—. Él te cubrirá con sus plumas y bajo sus alas encontrarás refugio.

Cuando bajaron los ataúdes, Fenner, lord Marley y yo cogimos unas palas. Lo más difícil es darse la vuelta, marcharse a tomar el té.

Al otro lado de la verja de hierro se habían congregado los periodistas, de News Chronicle, Daily Express, News of the World y Jewish Daily Post. Me subí al estribo del coche fúnebre. Alguien me tapó con un paraguas y empecé a hablar.

—Hoy hemos enterrado a una mujer valiente —dije—. Murió luchando por todos nosotros, por los alemanes que sufren bajo el dominio del tirano y por los pueblos de Europa a los que ese tirano está decidido a declarar la guerra. —Hablaba por encima de un corrillo de paraguas negros—. Personalmente, tengo con Dora una enorme deuda de gratitud…

Los paraguas se separaron. Entre sus segmentos negros se movía algo blanco y encorvado. Seguí hablando.

—Dora Fabian arriesgó la vida para sacar clandestinamente de Alemania mis manuscritos… —Seguí moviendo los labios, pero Ruth atraía toda mi atención—. Y hoy puedo afirmar categóricamente que no existe ninguna relación entre esa supuesta nota dirigida al profesor Wolf y la muerte de Dora…

Ruth se había quitado la chaqueta y había tirado el bolso al suelo; tenía la camisa blanca adherida al torso y la falda roja surcada de manchas oscuras de lluvia. Caminaba hacia la verja del cementerio. Cuando llegó, la vi volver la cabeza, mirando a uno y otro lado de la calle. No conocía aquella zona, no sabía qué dirección tenía que tomar. Empezó a cruzar la calzada y se detuvo en las líneas blancas del centro. Se quitó los zapatos. Llovía a cántaros; el cielo había soltado amarras. Ruth echó a correr. Los coches, que llevaban los faros encendidos, tocaron la bocina para que se apartara de la calzada. En algunas casas, la gente descorrió las cortinas para mirar: una imagen descompensada de sufrimiento, un toro que corre en el ruedo intentando dejar atrás su dolor.